15

Atendió la puerta el padre de Peter. Tenía puesto el pijama y un albornoz y parecía aun más transparente y más ausente de lo que había estado esa mañana.

—Entre, por favor, Mr. Archer. Mi casera se ha ido a la cama, pero le puedo ofrecer una copa. Tenía la esperanza de que se apareciera por aquí, porque tengo alguna información para darle.

Hablando como si fuera mediodía, me llevó a través del vestíbulo, hacia la biblioteca. Sus movimientos eran vacilantes pero se dio maña para pasar por la puerta y sentarse en el sillón. Había una copa llena a su lado: Jamieson parecía ser de esos bebedores que se mantienen a cierto nivel de sobriedad todo el día y toda la noche.

—Le dejo que se prepare su bebida. Mis manos están un poco inseguras —levantó sus manos temblorosas y las observó con interés clínico—. Supongo que debería estar en cama, pero casi he perdido la facultad de dormir. Estas noches en vela son las peores. La imagen de mi pobre mujer muerta se me aparece casi como si fuera real. Me siento perdido en una vasta y bostezante vaciedad, que está en mi tanto como el universo exterior. No recuerdo si le mostré una fotografía de mi difunta mujer.

De mala gana le dije que no. No tenía ningún deseo de quedarme sentado allí toda la noche con Jamieson y sus recuerdos bien regados por el alcohol.

Jamieson hurgó en una caja de cuero y sacó una fotografía de una mujer joven, en un marco de plata. No era especialmente bonita. Debía haber otras razones para el eterno duelo del marido. Tal vez, pensé, el dolor era el único sentimiento de que era capaz, o tal vez fuera una excusa para beber. Le devolví la foto.

—¿Cuánto hace que murió?

—Hace veinticuatro años. Mi pobre hijo la mató al nacer. He tratado de no echarle la culpa a él, pero a veces se me hace difícil, cuando pienso en todo lo que perdí.

—Tiene aún a su hijo.

Jamieson hizo un pequeño gesto con su mano libre, nervioso e irritable. Ese gesto decía bastante sobre sus sentimientos hacia Peter, o su falta de ellos.

—De paso, ¿dónde está Peter?

—Fue a la cocina, a comer algo. Ya se iba a la cama Si usted quiere verlo…

—Más tarde, tal vez. Usted dijo que tenía alguna información para darme.

—Hablé con uno de mis amigos del banco. Los cien mil dólares de Martel, actualmente casi ciento veinte mil, fueron depositados por medio de un giro del Banco de Nueva Granada.

—Nunca oí hablar de ese banco.

—Tampoco yo, aunque he estado en Panamá. El Nueva Granada tiene su central en la ciudad de Panamá.

—¿Dejó Martel sus cien mil en el banco local?

—No lo hizo. A eso quería llegar. Sacó hasta el último centavo. El banco le ofreció un guardia, pero no quería ser molestado. Metió su dinero en un portafolios y lo arrojó en la parte trasera de su auto.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Hoy, a las catorce y cincuenta, un momento antes de cerrarse el banco. Había hablado por la mañana, a primera hora, para asegurarse de que tendrían el dinero a mano.

—Así que tenía ya el propósito de irse esta mañana. Me gustaría saber a dónde fue.

—A Panamá, tal vez. De allí parece provenir su dinero.

—Tengo que ver a su hijo. ¿Cómo puedo ir a la cocina?

—Está al extremo del vestíbulo. Ya verá la luz. Vuelva y tome conmigo otra copita antes de irse. ¿Me lo promete?

—Se está haciendo muy tarde.

—Con gusto le proporcionaré una cama.

—Gracias. Pero trabajo mejor en el hotel.

Me guié por la luz a la cocina. Peter se encontraba sentado frente a una mesa bajo una luz colgante. Tenía frente a él, un buen pedazo de ganso asado, en un plato de madera. Lo estaba comiendo.

Yo no había tratado de atenuar el ruido de mis pasos, pero no me sintió venir. Me paré en la puerta y lo contemplé. Comía, como no había visto comer a nadie antes.

Con ambas manos arrancaba trozos de carne de la pechuga y se las metía en la boca, en la misma forma que uno mete carne en la máquina de picar. Su cara estaba deformada, sus ojos casi invisibles. Tomó una pata y la mordió en su parte más gruesa. Atravesé la cocina y me dirigí a él. El lugar era grande, blanco y helado. Me hizo recordar una cancha de pelota en desuso.

Peter levantó la cabeza y me vio. Dejó caer, sintiéndose culpable, la pata del ave, como si fuera parte de un cuerpo humano. Tenía la cara abotagada y manchada, como una morcilla.

—¿Qué es lo que está haciendo?

—Tengo hambre.

Su voz emergía, velada por la grasa.

—¿Todavía tiene hambre?

Asintió, con sus ojos embotados fijos en el ave medio consumida, que yacía frente a él como la carcaza de sus esperanzas.

Sentí ganas de salir de allí y devolverle el dinero sobrante. Pero siempre me ha causado dificultades el abandonar algo por falta de suerte. Tomando una silla me senté frente a él iniciando la conversación sin hacer caso de su atontamiento.

No recuerdo todo lo que dije. Por sobre todo traté de persuadir al muchacho de que pertenecía a la raza humana. Pero mi monólogo desalentado recibía su puntuación de unos golpes provenientes de la dirección donde estaba la casa de Marieta Fablon.

Cuando oí el ruido por primera vez, pensé que podía tratarse de disparos de armas de fuego, pero deseché la idea al notar que se repetían una y otra vez, a intervalos irregulares. Parecía más bien el ruido de una celosía o de una puerta exterior, golpeada por el viento.

De pronto, Peter me dijo, con cierta vergüenza:

—Le pido disculpas.

—Pídase disculpas usted mismo.

—¿Qué?

—Que se pida perdón usted mismo. Usted es el que se está dañando.

Su rostro bajo la fuerte luz, era como de pasta amasada:

—No sé qué es lo que se apodera de mí.

—Debía hacerse ver por un médico. Es una enfermedad.

—¿Usted cree que necesito un psiquiatra?

—Mucha gente lo utiliza, tarde o temprano. Usted tiene la suerte de poder permitírselo.

—No puedo, sin embargo. De verdad. No entraré en posesión de mi dinero hasta dentro de un año.

—Use su crédito. Puede permitirse un psiquiatra si se puede permitir contratarme.

—¿Usted cree en realidad que pasa algo con mi cabeza?

—Con su corazón. Usted tiene un corazón hambriento. Debe de encontrar algo con qué llenarlo, además de comida.

—Ya lo sé. Es por eso que tengo que recobrar a Ginny.

—Necesita hacer algo más que eso. Si ella llega a verlo alguna vez convertido en un… —era una frase cruel y no la terminé.

—Ya me ha visto. Ese es el problema. En cuanto la gente se entera, se pone en contra mía. Supongo que usted también me abandonará.

—No. Me gustará ver sus cosas arregladas.

—Nunca se arreglarán. No tengo remedio.

Estaba tratando de descargar sobre mí el peso de su conciencia y yo no estaba en disposición de recibir más de lo que había recibido ya, así que traté de suavizar un poco la situación:

—Mi abuela, que vivía en Martínez, era una mujer muy religiosa. Siempre decía que era pecado la desesperación.

Movió su cabeza lentamente. Sus ojos parecían seguir el movimiento de su cabeza. Un momento después se dirigió rápidamente al fregadero de la cocina y vomitó.

Mientras yo estaba tratando de limpiarla y de limpiarlo a él, el padre apareció en la puerta, hablando de Peter como si éste fuera sordo:

—¿Mi pobre muchacho ha estado comiendo otra vez?

—Déjelo, Mr. Jamieson.

—No sé por qué me dice eso —alzó sus pálidas manos como para mostrarme qué padre benévolo había sido—. Fui siempre para mi hijo, a la vez, padre y madre. Tuve que serlo.

Peter seguía parado frente al fregadero, de espaldas a su padre, para no mostrarle la cara. Después de un momento, su padre se fue. Unida a la gran cocina principal de mesas, fregaderos y horno recubiertos de azulejos, había una pequeña cocina que daba al exterior, semejante a un pórtico cerrado de vidrios. Descubrí esta cocina al sentir un ruido en su puerta, un arañar, un jadeo que estaba más cerca y era más insistente que el ruido como de golpeteo que había escuchado antes.

—¿Tienen un perro allí afuera?

Peter negó con la cabeza.

—Debe ser un animal extraviado. Déjelo entrar. Le daremos un pedazo de ganso.

Prendí la luz de la cocina y abrí la puerta. Marieta Fablon se arrastró sobre el umbral. Se alzó sobre sus rodillas y sus manos se agarraron primero a mis piernas y luego a mi cintura. Había sangre sobre la pechera de su bata acolchada de color rosado, como si, por error, se la hubieran manchado en la tintorería. Sus ojos estaban tan abiertos y ciegos como monedas de plata.

—Me pegó un tiro.

Me agaché y la sostuve.

—¿Quién, Marieta?

Su boca dijo, trabajosamente:

—El joven amante… —Lo que restaba de su vida expiró con las palabras. Pude sentir cuando dejaba su cuerpo.