Había luces encendidas en la casa de los Jamieson cuando pasé, y una sola luz en la de Marieta Fablon. Era después de medianoche, mala hora para visitas. De todas maneras fui a ver a Marieta. El cadáver de su marido ahogado parecía estar flotando apenas por debajo de la superficie de la noche.
Tardó mucho tiempo en contestar a mi llamada.
Cuando lo hizo, abrió una mirilla colocada en la puerta de entrada y me contempló a través de ella. Me dijo, tratando de sobrepasar con su voz el sonido del viento:
—¿Qué quiere?
—Mi nombre es Archer…
Me cortó en seco:
—Me acuerdo de usted. ¿Qué quiere?
—La oportunidad de hablarle seriamente.
—Esta noche no podría hacerlo. Venga mañana por la mañana.
—Creo que debemos hablar ahora. Usted está preocupada por Ginny. Yo también.
—¿Quién dijo que estoy preocupada?
—El doctor Sylvester.
—¿Qué más le dijo sobre mí?
—Se lo podría decir mejor adentro.
—Muy bien. Esto parece una escena entre Píramo y Tisbe, ¿no es cierto?
Hacía un esfuerzo para recobrar su estilo. Me di cuenta cuando me hizo pasar al recibidor que estaba pasando una mala noche. Los barbitúricos todavía tenían entrampados sus ojos. Su cuerpo, sin modelador, bajo la bata rosa acolchada parecía estar casi en los huesos. Tenía sobre la cabeza una cofia de seda rosa y bajo ella el rostro se mostraba más delgado y envejecido.
—No me mire, por favor. Hoy no estoy como para que me miren —me condujo a la salita. Aunque sólo prendió una luz, me pude dar cuenta de que todo en la habitación, las sillas tapizadas y el canapé, las alegres alfombras y los cortinajes estaban algo raídos. Lo único nuevo, era un teléfono rosado.
Fui a sentarme en una de las frágiles sillas, pero ella me indicó otra y se sentó en una tercera, cerca del teléfono.
—¿Por qué, de golpe, empezó usted a preocuparse por Ginny? —le pregunté.
—Esta noche vino a casa. Él estaba con ella. Yo soy muy apegada a mi hija… por lo menos, solía serlo… y pude sentir que ella no quería irse con ese hombre. Pero se iba, de todos modos.
—¿Por qué?
—No lo entiendo —sus manos se movían nerviosamente sobre su falda, como pájaros que se picotearan—. Ella parecía tener miedo de irse y también de no irse con él.
—¿Dónde?
—No quisieron decirlo. Ginny prometió ponerse en contacto conmigo, más adelante.
—¿Cuál era su actitud?
—¿La de Martel? Estaba muy serio y distante. Agresivamente cortés. Lamentó haber tenido que molestarme a tan altas horas de la noche, pero habían tomado de golpe la decisión de partir —se detuvo y volvió hacia mí su rostro angosto e inquisitivo—. ¿Cree usted en realidad que el gobierno francés está tras de él?
—¡Alguien lo está!
—¿Pero usted no sabe quién es?
—Aún no. Quiero poner a prueba un nombre, señora. Ketchel.
Se lo deletreé. Sus ojos, cargados de sospechas, se agrandaron. Se apretó las manos, nudillo contra nudillo.
—¿Quién le dijo ese nombre?
—Nadie. Salió a relucir solo. Me doy cuenta de que a usted le resulta familiar.
—Mi marido conocía a un hombre llamado Ketchel —me dijo—. Era un jugador —se inclinó hacia mí—. ¿Le dio ese nombre el doctor Sylvester?
—No. Pero tengo entendido que Ketchel era uno de los pacientes del doctor Sylvester.
—Sí. Lo era. Era algo más que eso.
Esperé a que me explicara qué quería decir con eso. Finalmente le dije:
—¿Fue Ketchel el jugador que se llevó todo el dinero de su marido?
—Sí. Él fue. Se llevó lo poco que nos quedaba y quería aun más. Cuando Roy no pudo pagarle más… —Se calló, como si se diera cuenta de que el melodrama no era su fuerte—. No vamos a tratar más este asunto, Mr. Archer. No estoy esta noche en condiciones de hacerlo. No debería haber accedido a hablar con usted, en el estado en que estoy.
—¿En qué fecha se suicidó su marido?
Se levantó, tambaleándose un poco y se dirigió a mí. Podía olfatear su fatiga.
—Usted ha estado escudriñando en nuestra vida, ¿no es cierto? La fecha, si quiere saberla, es 29 de septiembre de 1959.
Eso era dos días después de que habían pagado a Malkovsky sus fotografías. La coincidencia no hizo más que afirmar mi idea de que la muerte de Fablon era parte del caso presente.
Mrs. Fablon me espiaba.
—La fecha parece significar mucho para usted.
—A mí me sugiere muchas posibilidades. Debe de tener mucho más significado para usted.
—Fue el fin de mi vida —dio un inseguro paso hacia atrás y volvió a sentarse, como si estuviera sumiéndose en el pasado, sin poderlo evitar, pero no de mala gana—. Todo desde entonces ha andado dando tumbos. Es algo extraño. Roy y yo peleábamos como animales durante nuestra vida matrimonial. Pero nos amábamos. Por lo menos, yo lo amaba, sin importarme lo que hiciera.
—¿Qué hizo?
—Todo lo que un hombre puede hacer. Muchas de esas cosas costaban dinero. Mi dinero —titubeó—. Yo no sirvo para manejar dinero, realmente. Ese era uno de los inconvenientes. En todo matrimonio uno de los socios debería preocuparse del dinero más que de las otras cosas. Ninguno de nosotros nos preocupábamos. En los dieciocho años de nuestro matrimonio, acabamos con casi un millón de dólares. Por favor, note que hablo en plural. Yo comparto la culpa. No aprendí a preocuparme por el dinero hasta que fue demasiado tarde —se revolvió en la silla y sacudió los hombros como si el pensar en el dinero fuera un peso palpable—. Usted me dijo que la fecha de la muerte de mi marido le sugería algunas posibilidades. ¿Qué quiso decir?
—Estoy pensando si en realidad se suicidó.
—Por supuesto que lo hizo.
—¿Dejó alguna nota?
—No necesitó hacerlo. Nos había anunciado sus intenciones a Ginny y a mí dos días antes. Dios sabe lo que eso produjo en la vida emocional de mi hija. Lo animé a este Martel porque parecía ser el único hombre verdadero por quien ella demostraba algún interés. Si he cometido una horrible equivocación…
Dejó la frase sin terminar y volvió al primer tema. Su mente corría sobre rápidos círculos repetidos, como una ardilla en su jaula.
—¿Puede usted imaginarse a un hombre diciendo esas cosas a su mujer y a su hija de diecisiete años? ¿Y luego hacerlo? Estaba por supuesto muy enojado conmigo por no tener más dinero. No podía convencerse de que eso había sucedido. Siempre había llegado algún dinero, fuera proveniente del legado de un pariente o de la renta de alguna casa o terreno. Pero ya no teníamos más que una casa alquilada y ya no había más parientes que se murieran. En cambio, murió Roy, por su propia mano.
Insistía en el tema, como si tratara de convencerme o de persuadirse ella misma. Sospechaba que estaba un poco fuera de mi control y no deseaba hacerle más preguntas. Pero ella seguía contestando mudas preguntas, dolorosa y obsesivamente, como si estuviera dormida y el pasado, al cobrar nueva vida, hablara a través de ella.
—Por supuesto que esto no oculta la situación. En la vida siempre hoy motivos secretos… apremios y venganzas y deseos que la gente no quiere admitir ni aun ante sí misma. Descubrí la verdadera causa de la muerte de mi marido por casualidad, el otro día. Estoy pensando dejar esta casa y anduve revisando, eligiendo unas cosas y tirando otras. Así es cómo encontré un montón de papeles viejos de Roy en su escritorio y entre ellos una carta a Roy… de una mujer. Me sorprendió por completo. Nunca se me había ocurrido que, por añadidura a todas sus otras fallas, como hombre y padre, Roy me hubiera sido infiel. Pero la carta era bien explícita al respecto.
—¿Puedo verla?
—No. No la verá. Es suficiente con la humillación que me causó leerla para mí sola.
—¿Quién la escribió?
—Audrey Sylvester. No la había firmado, pero yo conozco su letra.
—¿Estaba aún en el sobre?
—Sí. Y el sello era bien claro. Era del treinta de junio de 1959, tres meses antes de morir Roy. Después de siete años comprendí por qué George Sylvester le presentó a Ketchel a Roy y se quedó allí lo más tranquilo y sonriente mientras Ketchel le estafaba a Roy treinta mil dólares que no tenía —se golpeó con el puño la cadera, sobre la bata acolchada—. Hasta debe de haberlo planeado todo. Era el médico de Roy. Debe de haber sospechado que Roy estaba al borde del suicidio y conspiró con Ketchel para empujarlo.
—¿No estará estirando esto demasiado, señora?
—Usted no conoce a George Sylvester. Es un hombre despiadado. Y no conoce tampoco a Ketchel. Una vez me encontré con él en el Club.
—Me gustaría conocerlo. ¿Usted no sabe dónde está ahora, verdad?
—No. No lo sé. Ketchel dejó Montevista un día o dos después de desaparecer Roy, mucho antes de que apareciera su cuerpo.
—¿Quiere decir que él sabía que su marido había muerto?
Se mordió los labios por haber hablado tanto. Por la expresión de sus ojos, tuve la repentina impresión de que mi conjetura era exacta y que ella lo sabía, pero por alguna razón desconocida trataba de ocultarlo.
—¿Ketchel mató a su marido?
—No —dijo—. Yo no sugiero tal cosa. Pero él y George Sylvester fueron responsables de la muerte de Roy.
En medio de su viejo dolor y su cólera, me miró cautelosamente. Tuve la extraña sensación de que estaba allí sentada, separada de ella misma, poniendo en juego sus emociones en la misma forma que otra mujer tocaría en un órgano, pero dejando totalmente intacto un extremo del teclado.
—He sido muy indiscreta al contarle todo esto. Le ruego que no se lo comente a nadie, incluyendo… incluyendo especialmente a Peter y a su padre.
Ya estaba aburrido de sus reconstrucciones elaboradas y sus evasivas. Dije llanamente:
—No le comentaré a nadie su historia y le diré por qué, Mrs. Fablon. No la creo del todo. Pienso que usted misma no la cree.
Se levantó temblorosamente.
—¿Cómo se atreve a hablarme en esa forma?
—Porque me preocupa la seguridad de su hija. ¿A usted no?
—Usted sabe muy bien que sí. Estoy terriblemente preocupada.
—¿Entonces por qué no me dice la verdad tal y como usted la ve? ¿Su marido fue asesinado?
—No lo sé. No sé nada de nada. Tuve esa noche un shock tan fuerte como un terremoto. De golpe el piso se sacudió bajo mis pies. Aún no ha dejado de moverse.
—¿Qué sucedió?
—No pasó nada. Dijeron algo…
—¿Quién? ¿Su hija?
—Si le dijera algo más, le diría demasiado. Debo conseguir más datos, antes de volver a hablar.
—Conseguir datos es mi ocupación.
—Agradezco su oferta, pero quiero manejar esto a mi modo.
Comenzó otro de sus silencios. Estaba sentada, completamente inmóvil con sus puños apretados uno contra otro y sus ojos absorbiendo la luz.
Sobre el sonido del viento oí un ruido como el que hacen las ratas al roer. No lo relacioné enseguida con Marieta Fablon. De repente me di cuenta de que lo estaba produciendo con el entrechocar de sus dientes.
Era hora de que la dejara en paz. Saqué mi coche estacionado bajo el quejumbroso roble y me dirigí a la casa de al lado, la de los Jamieson. Aún estaba con las luces encendidas.