El estudio de Eric Malkovsky en la Villa quedaba en línea directa hacia la casa de Martel. Me detuve para ver cómo iba en su búsqueda. Había polvo en sus manos e impresiones digitales en su frente, como si él mismo se hubiera trasformado en una prueba viviente.
—Casi estaba por darme por vencido.
—Casi me di por vencido yo mismo. ¿Encontró alguna foto de ella?
—Cinco. Puedo tener más.
Me llevó a la trastienda y las colocó sobre la mesa como una mano de póker. Cuatro de ellas eran fotografías de Kitty en una sencilla malla de baño de color blanco, tomadas junto a la piscina del Club de Tenis, de pie contemplando románticamente el mar, reclinada eróticamente en una reposera, otra vez de pie, sin mojarse sobre el trampolín. Kitty había sido una chica hermosa, pero las cuatro fotos estaban echadas a perder por su chabacana teatralidad.
La quinta foto era diferente. Sin pose y vestida con un traje de verano sin mangas y un ancho sombrero. Estaba sentada frente a una mesa con una copa cerca de su codo. Una mano de hombre con un diamante de forma cuadrada en ella, estaba apoyada sobre la mesa, a su lado. El resto había sido cortado, pero Kitty sonreía en su dirección. A su lado podía verse la pared del patio de uno de los chalets del Club de Tenis, cubierta con Santa Rita.
—Ésta es la que a ella le gusta —Malkovsky me mostró una nota en el dorso de la foto: 6 copias de 4 × 6. A cinco dólares c/u = treinta dólares. Ped. Setiembre 27-1959—. Compró sus copias o lo hizo su marido. Estaba en la fotografía también, pero él mismo me hizo cortarla.
—¿Por qué?
—Recuerdo que dijo algo así como la bella y la bestia. No se veía tan mal, pero era de cierta edad y se había castigado bastante en su época.
—¿Cómo se llamaba?
—No lo recuerdo. Supongo que podría encontrarlo en los archivos del Club.
—¿Esta noche?
—Sí, si Mrs. Strome me lo permite. Pero se está haciendo muy tarde.
—No olvide que está trabajando a tarifa doble.
Se rascó la coronilla y se sonrojó ligeramente.
—¿Podría dejarme ver un poco de ese dinero?
Miré mi reloj: lo había contratado hacía dos horas escasamente.
—¿Algo así como catorce dólares?
—Perfecto. De paso —comentó, volviéndose a rascar lo coronilla—, si quiere algunas de esas fotos, es justo que pague por ellas. Cinco dólares cada una.
Le di un billete de veinte dólares.
—Me llevaré la que a ella le gustaba. ¿Supongo que no habrá ni la menor posibilidad de que encuentre la parte que usted cortó?
—A lo mejor encuentro el negativo.
—Por esa foto le pagaría más.
—¿Cuánto más?
—Depende de lo que haya en ella. De todos modos, unos veinte dólares.
Lo dejé escarbando con todo entusiasmo entre las polvorientas carpetas de los estantes y me dirigí en mi coche hacia las colinas. De esta dirección venía el viento. Corría velozmente por entre los desfiladeros como un cálido torrente y rugía entre los matorrales que circundaban la casa de los Bagshaw. Tuve que luchar a brazo partido contra él cuando bajé del coche. El Bentley no estaba en el patio. Traté de abrir la puerta del frente de la casa. Estaba con llave. No había ni una luz en ella, ni nadie contestó a mis repetidos golpes. Regresé al estudio en la Villa. Malkovsky me mostró el negativo de la foto de Kitty.
Al lado de ella estaba sentado un hombre con un traje rayado, arrugado por sus hombros recios y sus fuertes muslos. Era casi completamente calvo, pero como en compensación, un poco de cabello enrulado, blanco en la fotografía, se escapaba por entre el cuello de la camisa abierta. Su triste sonrisa tenía una ligera, suave y vacía jovialidad que desmentían sus ojos descoloridos. Detrás de él, cerca de la pared del patio y fuera de foco, se veía a un hombre joven, de bigote, con una chaqueta de mozo, y con una bandeja en sus manos. Me era vagamente familiar: tal vez fuera alguno de los sirvientes del Club.
—Debería tener los nombres de estas personas —dijo Eric—. Realmente es sólo gracias a la buena suerte que pude encontrar estos negativos.
—Podríamos conseguir los nombres en el Club como sugirió. ¿Recuerda algo más referente a ese hombre? ¿Eran casados él y esa mujer?
—Actuaban como si lo fueran. Es decir, ella. El hombre andaba mal de salud y ella lo cuidaba tal vez exageradamente.
—¿Qué le pasaba?
—No lo sé. No se podía mover mucho. Pasaba casi todo el tiempo en el chalet o en el patio, jugando a las cartas.
—¿Con quién jugaba?
—Con varias personas. No se imagine que yo veía mucho al tipo. Más bien, lo eludía.
—¿Por qué?
—Era un cliente grosero, estuviera enfermo o no. No me gustaba la forma en que me hablaba, como si yo fuera algo así como un lacayo. Yo soy un profesional —dijo.
Sabía cómo se sentía Eric. Yo era a mi vez un semiprofesional. Le di otros veinte dólares y nos dirigimos al Club en coches separados.
Ella Strome nos abrió el cuarto de los archivos, atrás de la oficina del gerente y Eric se zambulló entre los alineados gabinetes. Tenía una fecha desde la cual partir para su investigación. Las fotos de Kitty habían sido pagadas el 27 de setiembre de 1959.
Regresé al pabellón. La música continuaba pero la reunión se había reducido y desviado principalmente hacia el bar. No era tarde, como sucede en casi todas las fiestas, pero, durante mi ausencia la mayoría de la gente se había desmejorado, como si una súbita enfermedad hubiera caído sobre ella: psicosis maníaco-depresiva o una leve hemorragia cerebral.
Sólo el barman no había cambiado. Preparaba las bebidas, las servía y se mantenía lejos de la fiesta, contemplándola con sus brillantes ojos negros. Le mostré la foto de Kitty y el negativo.
La levantó hacia la luz fluorescente, en la parte de atrás del bar.
—Sí. Recuerdo al hombre y a la chica. Vino acá con él una noche y quiso emborracharse con whisky y más whisky. Eso es todo lo que conocía de bebidas. La cosa fue que sufrió un acceso de tos. En seguida, como cuatro o cinco convecinos empezaron a golpearle la espalda, su marido se levantó y comenzó a los empujones para que se fueran. Yo y Mr. Fablon conseguimos calmarlo.
—¿Cómo fue que entró en danza Mr. Fablon?
—Él estaba con ellos.
—¿Eran amigos suyos?
—Solía estar con ellos. Entraron juntos. A lo mejor, le gustó la mujer. Era espectacular, no puedo negárselo.
—¿Fablon era un cazador de mujeres?
—Usted me hace decir cosas que no quiero. Le gustaban las mujeres. No las cazaba. Algunas lo cazaban a él. Pero con esa dama tuvo más sentido común que deseos de mezclarse. El marido era un pájaro de cuidado.
—¿Quién es él, Marco?
Se encogió de hombros.
—Nunca lo había visto antes ni lo he vuelto a ver después. Y no me he quedado sentado acá esperando tener noticias de él.
—¿Cómo logró introducirse aquí?
—Se hospedaba aquí. Algunos de nuestros socios no pueden negarse cuando se les pide un carnet de invitado. Me ahorrarían bastantes preocupaciones si aprendieran a decir que no —miró alrededor de la habitación con cierta desdeñosa tolerancia—. ¿Le preparo alguna bebida?
—No, gracias.
Se inclinó hacia mí por sobre el mostrador y me dijo:
—A lo mejor no debería decirle esto, pero Mrs. Fablon estuvo aquí hace un momento.
—¿Sí?
—Me hizo las mismas preguntas que usted. Si creía que su marido se había suicidado. Sabía que él y yo éramos amigos. Le dije que no, que no lo creía.
—¿Qué contestó?
—No tuvo ocasión de decir nada. El doctor Sylvester entró al bar y se la llevó. No parecía estar muy bien.
—¿Qué quiere decir con eso?
Hizo un movimiento con la cabeza, como indicándome que no sabía. Una señora se acercó y pidió un whisky doble. Estaba detrás de mí y no reconocí su voz cambiada hasta que habló de nuevo.
—Mi marido ha estado bebiendo whiskys dobles y yo le digo que la salsa que es buena para el ganso lo es también para la gansa y viceversa.
—Bien, Mrs. Sylvester. Si usted lo dice…
Marco dejó sobre el mostrador la foto y el negativo y le sirvió un magro whisky doble. Ella alargó ambas manos frente a mí y tomó las dos cosas, la bebida y la foto de Kitty.
—¿Qué es esto? Me encanta mirar fotografías.
—Son mías —le dije.
Sus ojos abotagados por el whisky no parecían reconocerme.
—Pero a usted no le importa que las mire, ¿no? —me contestó—. Ésa es Mrs. Ketchel, ¿no es cierto?
—¿Quién?
—La de Ketchel —repitió.
—¿Es amiga suya?
—No del todo —se enderezó. Su flotante cabellera le resbalaba por la espalda como una peluca—. Su marido fue uno de los pacientes de mi marido, en un tiempo. Ya se sabe que un médico no puede elegir a sus pacientes.
—Comparto ese problema.
—Por supuesto —dijo—. ¿Usted es un detective, no es cierto? ¿Qué hace con una foto de Mrs. Ketchel?
Agitaba la foto ante mis ojos. Por un momento los ojos de toda la gente del bar miraron en nuestra dirección. Le saqué la foto de las manos y la coloqué junto con el negativo, en mi bolsillo.
—Puede confiarme sus negros y profundos secretos. Soy la mujer de un médico.
Me deslicé de mi banco alto y la conduje hasta una mesa vacía.
—¿Dónde está el doctor Sylvester?
—Llevó a su casa a Marieta Fablon. No se sentía… no estaba muy bien. Pero va a regresar.
—¿Qué le pasaba a Mrs. Fablon?
—Que es lo que no le pasa, dirá usted. Marieta es amiga mía, una de las amigas más antiguas que tengo en la ciudad, pero en esta última época se está viniendo abajo, física y moralmente. Yo no me opongo a que la gente se pase con la bebida de vez en cuando. Yo misma estoy un poco pasada, Mr. Arch…
—Archer —le dije. Siguió hablando.
—Pero Marieta llegó hoy aquí haciendo en realidad eses. Entró caminando, si es que a eso se le puede llamar caminar, como si tuviera piernas de goma. George tuvo que juntar los pedazos y llevarla a su casa. Se está volviendo, cada vez más y más, una verdadera carga para George.
—¿En lo que respecta a qué?
—Moral y financieramente. No ha pagado una cuenta aquí desde que uno tiene uso de razón. Supongo que está bien. Es una amiga. Hay que vivir y dejar vivir. Pero cuando ya llega a querer sonsacarle con astucia y maña más dinero, eso es otra cosa.
—¿Ha estado haciendo eso?
—¿Si ha estado haciéndolo? Hoy lo invitó a almorzar. Yo estaba en la misma peluquería en ese momento, y le dio un rápido sablazo de cinco mil dólares. Realmente no tenemos esa cantidad de dinero disponible en el banco, que es la única manera, que yo sepa, bueno, él trató de conseguir mi firma para un préstamo. Pero yo dije nones —se detuvo, y su rostro, que tenía la expresión de ira que a veces produce el alcohol, se aquietó a causa de la ansiedad. Creo que su mente retrocedió hasta lo que acababa de decir—. ¿Le he estado revelando mis negros y profundos secretos, no es verdad?
—No se preocupe.
—Me preocuparé si usted le cuenta a George lo que le he dicho. No se lo dirá a George, ¿no es cierto?
Había mostrado su ruindad, pero no quería que eso le creara responsabilidades.
—Muy bien —le dije.
—Es usted muy simpático —me tomó la mano a través de la mesa y me la apretó un poco demasiado fuerte. Estaba ahora más preocupada que bebida, y trataba de pensar en algo que la hiciera sentirse mejor—. ¿Le gusta a usted bailar, Mr. Arch…?
—Archer —volví a decirle.
—A mí me encanta bailar.
Con mi mano aún en la suya, se levantó y me arrastró hasta la pista de baile. Giramos y giramos, con sus cabellos colgándole sobre los ojos y sus pechos sacudiéndose contra mi cuerpo como órganos especiales de su entusiasmo.
—Mi nombre es Audrey —murmuró confidencialmente—. ¿Cuál es el suyo, Mr. Archer?
—Postrado.
Su risa arrasó mi tímpano derecho. Cuando la música cesó, la llevé de nuevo a la mesa y me dirigí a la oficina. Ella Strome estaba aún en su puesto, muy pálida.
—¿Está muy cansada? —le pregunté.
Se miró en el espejo que estaba en la pared frente a su escritorio.
—No mucho. Es la música. Me irrita los nervios cuando no se me permite bailar —se apretó con ambas manos las sienes—. No sé cuánto tiempo más podré aguantar este puesto.
—¿Cuánto tiempo lleva en él?
—Solamente dos años.
—¿Qué hizo antes de esto?
—Fui ama de casa. En verdad, no hacía mucho —cambió de tema—. Lo vi bailando con Mrs. Sylvester.
—Trabajo de piernas.
—No quise decirle eso —me dijo sin saber qué es lo que quería decir—. Tenga cuidado con Audrey Silvester. No es una borracha, pero cuando bebe, se emborracha en forma.
—¿Qué suele hacer entonces?
—Cualquier cosa que se le mete en la cabeza. Natación en el mar a media noche. O revolcarse en el pasto a media noche.
—¿En una misma noche?
—No me sorprendería en lo más mínimo que lo hiciera.
—¿Se puede confiar en ella?
—Depende de quién y de qué hablaba.
—De ésta —saqué la foto de Kitty—. Dice que su nombre es Ketchel, y que su marido era paciente del doctor Sylvester.
—Me imagino que sabrá lo que dice.
—Hablando de los pacientes del doctor Sylvester, entiendo que llevó a Mrs. Fablon a su casa.
Ella Strome asintió sobriamente.
—Ayudé a llevarla hasta el auto. Fueron necesarias dos personas.
—¿Estaba muy mareada?
—Lo dudo. Casi nunca bebe.
—Mrs. Sylvester dijo que lo estaba.
—Mrs. Sylvester no es una testigo muy veraz, especialmente cuando ella misma está bebida. Marieta… Mrs. Fablon estaba más enferma que otra cosa y muy preocupada. Está mucho más preocupada por Ginny de lo que deja traslucir.
—¿Se lo dijo?
—No con tantas palabras. Pero vino acá para estar más segura. Quería que alguien le dijera que había hecho lo correcto al haber alentado a Ginny en su fuga.
—¿Entonces lo sabe todo?
Asintió.
—Ginny fue a su casa esta noche. Tenía que recoger algunas cosas y despedirse. No se quedó más de cinco minutos. Eso es básicamente lo que trastornó a su madre, me imagino.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace una hora, poco más o menos.
—Usted es un buen testigo. ¿Qué le parecería integrar permanentemente mi equipo?
—Dependería de qué cosa tuviera que ser testigo.
Nos sonreímos uno al otro, cautelosamente. Los dos habíamos fracasado en nuestro matrimonio.
Retrocedí hasta el archivo. Malkovsky estaba inclinado sobre el cajón abierto del gabinete, revisando las ordenadas fichas.
—Estoy haciendo algunos progresos. Hasta donde pude comprobar, había siete invitados foráneos, solos y en parejas, en septiembre de 1959. He desechado cuatro de ellos, personas que recuerdo personalmente. Eso nos deja tres: los Sanderson, los Houvenel y los Berglund. Pero ninguno de esos nombres da la señal de alarma.
—Pruebe Ketchel.
—¡Ketchel! —pestañeó sonriéndose—. Creo que ese era el nombre. Sin embargo no lo encontré entre las tarjetas de los huéspedes.
—Podrían haberla sacado.
—O perdido —dijo—. Estas fichas viejas están en un estado calamitoso. Pero estoy seguro de que el nombre era Ketchel. ¿De dónde lo sacó?
—De uno de los socios —tomé el negativo—. ¿Podría hacerme algunas copias de éste?
—No hay inconveniente.
—¿Cuánto tiempo llevaría?
—Creo que podría tener algunas listas para mañana.
—¿Mañana a las ocho?
Después de algunos momentos de duda me contestó:
—Puedo probar.
Le di el negativo, después de recomendarle que no lo perdiera y me despedí, en la puerta del frente. Ella Strome dijo fríamente, cuando ya no podía oírnos:
—Espero que le esté pagando decentemente. Es lo único que hace para vivir. Y tiene mujer e hijos.
—Le estoy pagando decentemente. No hay en el archivo ningún rastro de que los Ketchel hayan sido huéspedes aquí.
—Mrs. Sylvester puede haberle dado mal el nombre.
—Lo dudo. Eric lo reconoció. Es más probable que alguien sacara la ficha del archivo. ¿Es fácil el acceso a ellos?
—Me temo que sí. La gente entra y sale de la oficina y el archivo está abierto durante muchas horas. ¿Es muy importante?
—Podría ser. Me gustaría saber quién salió fiador de los señores Ketchel, cuando fueron huéspedes aquí.
—El señor Stoll podría recordarlo. Pero esta noche está libre.
Me indicó el chalet del gerente. Estaba cerrado y a oscuras. El viento aullaba como un perro perdido entre las malezas.
Volví a la entrada principal del Club. El doctor Sylvester aún no había regresado. Miré dentro del bar, vi a la señora de Sylvester inclinada sobre una bebida y retrocedí antes de que me viera.
Ella Strome me contó más cosas sobre su segundo matrimonio. Strome, su marido, era un abogado en la ciudad, un hombre de edad, viudo ya, cuando se casó con él. Originalmente había sido su secretaria, pero al ser su esposa le exigió más dedicación de mil maneras sutiles. Su primer marido había sido muy joven, el segundo, muy viejo. Como hombre viejo tenía sus costumbres muy arraigadas, incluyendo sus hábitos sexuales.
Dejé que siguiera la conversación. Esas continuas charlas caprichosas eran una de mis mejores fuentes de información. Aparte de eso, la mujer me gustaba y estaba interesado en su matrimonio.
Su historia concordaba con la larga y borrascosa noche que estábamos pasando. Había vivido con Strome durante seis años, pero al final no lo pudo soportar más. Ni siquiera había reclamado una pensión.
Algunas personas se retiraban de la fiesta y Ella los saludaba por sus nombres. Nuestra conversación, es decir, el monólogo de Ella, era puntuado por ráfagas de música, risas o viento. La entrada del doctor Sylvester le puso punto final. Empujó la puerta con encolerizada fuerza.
—¿Está mi mujer todavía allí? —le preguntó a Ella.
—Creo que sí, doctor.
—¿En qué estado se encuentra?
—Aún está vertical —le dije.
Me miró con dureza.
—Nadie le preguntó nada —comenzó a dirigirse al bar y dudó, encarándose con Ella:
—¿Quisiera hacerme el favor de traerla, Mrs. Strome? No me encuentro esta noche con ánimo para enfrentar esa turba.
—Lo haré con gusto. ¿Cómo está Mrs. Fablon?
—Pronto se pondrá muy bien. Le di algo para tranquilizarla. Está preocupada por su hija y complicó las cosas con barbitúricos.
—¿No trató de tomar demasiados?
—Nada de eso. Tomó las pastillas que habitualmente toma para dormir. Luego decidió venir acá para ver a sus amigos. Agréguele a eso una copa y el resultado era de preverse —dejó de lado el tono profesional—: Vaya y busque a Audrey, por favor.
Ella Strome se alejó presurosa por el corredor iluminado. Yo me apoyé en la mesa de entradas y miré por el espejo al doctor Sylvester. Encendió un cigarrillo, simulando ignorarme, pero mi presencia parecía molestarlo. Tosió, fumó y por fin dijo:
—Dígame, ¿qué le da derecho a estar allí parado, mirándome? ¿Es usted el nuevo portero o qué?
—Estoy entrenándome para el puesto. El sueldo es pobre, pero piense en los otros beneficios, como por ejemplo llegar a conocer a la gente mejor educada del lugar.
—Para lo que usted se está entrenando es para que lo saquen de aquí de una oreja —su mandíbula se había convertido en un instrumento contundente. Las manos le temblaban.
Era tan grande que hubiera sido difícil errarle un golpe y lo bastante desagradable como para invitar a dárselo. Pero la ocasión actual no se prestaba. Su tránsito entre dos mujeres con problemas, le confería un cierto privilegio.
—Tómelo con calma, doctor. Los dos estamos del mismo lado.
—¿Lo estamos? —me miró a través del humo anillado del cigarrillo. De pronto, como si su boquilla ardiente hubiera hecho explosión, la tiró al piso de mármol, aplastándola con el tacón—. Ni siquiera sé cuál es el juego —dijo en un tono un poco más amable.
—Es un juego nuevo —no tenía el negativo de la foto de Kitty y Ketchel, así que se los describí—. ¿El hombre de la foto, el que tiene el anillo con el diamante cuadrado, sabe usted quién puede ser? —Trataba de poner a prueba su honestidad, pero en el fondo no sabía bien a quién estaba probando, si a él o a su mujer.
Contestó a la defensiva:
—Es difícil poder contestar con sólo una descripción verbal. ¿Tiene un nombre?
—Podría ser Ketchel. Oí decir que fue paciente suyo.
—Ketchel —se frotó la mandíbula, como tratando de darle de nuevo forma humana—. Me parece que tuve una vez un paciente con ese apellido.
—¿En 1959?
—Podría ser. Sí, podría ser muy bien.
—¿Paraba aquí?
—Creo que sí.
Le mostré la foto de Kitty. Asintió.
—Esa es la señora de Ketchel. No podría confundirla. Vino a mi consultorio una vez, antes de irse, para pedirme instrucciones sobre una dieta sin sal. Yo trataba a su marido por hipertensión. Tenía la presión muy alta, pero me las arreglé para bajársela dentro de un régimen normal.
—¿Quién es él?
El rostro de Sylvester tomó la clásica expresión de quien trata de recordar.
—Un hombre de Nueva York, retirado de los negocios. Se hizo rico de buenas a primeras jugando en la bolsa. Afortunado y testarudo. Tenía algo de ganado desparramado por el sudoeste.
—¿En California?
—No recuerdo, después de tanto tiempo.
—¿En Nevada?
—Lo dudo. No soy lo suficientemente famoso como para atraer a enfermos de otros lugares —la acotación era forzada.
—¿Estará la dirección de Ketchel en los archivos de la clínica?
—Quizás. ¿Pero por qué tiene usted tanto interés en Ketchel?
—Aún no lo sé. Pero me interesa mucho —le hice de pronto una pregunta a boca de jarro—: ¿No fue acaso por esa época que Fablon se suicidó?
Lo tomé de sorpresa. Su cara cambió de expresión varias veces, buscando actitudes. Se detuvo en una de falso aburrimiento, tras la cual su inteligencia estaba agazapada, vigilándome.
—¿Cuándo fue eso?
—La foto les fue tomada a los Ketchel en setiembre de 1959. ¿Cuándo murió Fablon?
—Temo no recordar la fecha exacta.
—¿No era paciente suyo?
—Tengo bastantes enfermos y, francamente, mi memoria cronológica no es muy buena. Supongo que era más o menos en esa época, pero si usted quiere sugerir alguna conexión…
—Yo no sugiero. Pregunto.
—Nuevamente, ¿qué es lo que pregunta?
—¿Tuvo Ketchel algo que ver con el suicidio de Fablon?
—No tengo ninguna razón para pensar eso. De todas maneras, ¿cómo podría saberlo?
—Ambos eran amigos suyos. En alguna forma usted podría haber sido la conexión entre ambos.
—¿Lo cree usted? —Pero no discutió el punto. No quería en absoluto meterse en el tema.
—He oído sugerir que Fablon no se suicidó. Su viuda volvió a plantear la duda de nuevo, esta noche. ¿Alguna vez se la planteó a usted?
—A mí no —dijo sin mirarme—. ¿Usted se refiere a que se ahogó accidentalmente?
—O fue asesinado…
—No crea todo lo que oye. Este lugar es un hervidero de chismes. La gente no tiene mucho en qué ocuparse, así que se entretiene en hacer correr chismes sobre sus amigos y vecinos.
—Esto no fue exactamente un chisme, doctor Sylvester. Fue una opinión. Un amigo de Fablon me contó que él no era el tipo de hombre que se suicida. ¿Cuál es su opinión?
—No tengo ninguna.
—Es extraño.
—No lo creo así. Cualquier hombre es capaz de suicidarse si las circunstancias lo presionan lo bastante.
—¿Y cuáles eran las circunstancias especiales para que Fablon se suicidara?
—Estaba con la soga al cuello.
—¿Quiere decir financieramente?
—En todas formas.
No necesitaba decirme qué significaba eso. Apareció su mujer precedida por Ella. A medida que aumentaba su borrachera, Audrey iba soltando uno tras otro los frenos de su mente. En su boca se marcaban rasgos de una sorda beligerancia. Tenía los ojos fijos.
—Ya sé dónde has estado. En la cama con ella, ¿no es cierto?
—Estás diciendo tonterías —se defendió Sylvester, alejándola con sus manos—. No hay nada entre Marieta y yo. Nunca lo hubo, Aud.
—Excepto cinco mil dólares, seguramente el precio de algo.
—Se suponía que era un préstamo. No se aún por qué no quisiste cooperar.
—Porque nunca lo recobraríamos, como tanto dinero que tú has tirado. Es dinero tan mío como tuyo, no lo olvides. Trabajé durante siete años para que tú consiguieras tu título. ¿Y qué conseguí con ello? El dinero entra y el dinero sale pero yo nunca llego a verlo.
—Tienes tu participación.
—Marieta consigue más que esa participación.
—Tonterías. ¿Quieres rebajarla? —me miró a mí y luego a Ella. A través de la conversación mantenida con su mujer, se había estado dirigiendo a nosotros tres. Ahora que Audrey se había desacreditado por completo, continuó—: ¿No crees que es mejor que te vayas a casa? Ya has dado bastante espectáculo para una noche.
Intentó tomarla por un brazo. Pero ella se alejó de él haciendo una mueca, tratando de mantener el sentimiento de su cólera. Pero estaba entrando en una etapa lúgubre. Al retroceder, chocó contra el espejo. Dándose vuelta, se contempló en él. Desde donde yo estaba podía ver su rostro reflejado en el espejo, henchido de alcohol y malignidad, circundado por una mata suelta de cabello y con una pequeña gota de terror en los ojos.
—Me estoy poniendo vieja y gorda —dijo—. No puedo ni siquiera permitirme el lujo de tomar una semana de vacaciones en una clínica de reposo en el campo. Pero tú puedes permitirte el lujo de tirar nuestro dinero en el juego.
—Hace siete años que no juego, y tú lo sabes.
Bruscamente la tomó de la cintura y la fue llevando hacia afuera. Se le enredaban los pies al caminar como a un boxeador de peso pesado al final de un mal round.