12

El Hotel Breakwater estaba sólo a unas pocas cuadras del lugar dónde el auto de Harry se encontraba estacionado. Era posible, aunque no demasiado probable, que lo hubiera dejado allí por razones especiales y hubiera hecho el resto del camino a pie. El hall del hotel era como una trampa para turistas que hubiera perdido su capacidad de atrapar. La superficie de sus muebles estaba rayada, los filodendros cubiertos de polvo. El portero tenía un uniforme azul que parecía haber sido usado en la Guerra Civil.

No había nadie en el mostrador, pero el libro de entradas, estaba abierto sobre él. Encontré el nombre de Harry Hendricks allí. Su habitación era la número veintisiete. Miré hacia el tablero donde colgaban las llaves y pude ver que no había ninguna en ese número.

—¿Está el señor Hendricks en su habitación? —le pregunté al portero. Se rascó la barbilla que, sin afeitar, semejaba una felpa gris a medía comer por la polilla, pero que raspaba como un papel de lija.

—No sé qué decirle. Entran y salen. No me pagan para que los vigile.

—¿Dónde está el gerente?

—Allí adentro.

Estiró un dedo, señalando una puerta enmarcada por una cortina, con un letrero luminoso encima: SAMOA ROOM. El nombre hacía pensar en muebles de caña y techos con redes de pescar: los tenía, y también que servirían allí bebidas con ron y jugos de ananá enlatados, con trozos flotantes de fruta.

Tres tahúres bastante decaídos estaban jugando a los dados en el bar. Un barman gordo los contemplaba, apoyado sobre su barriga. Una mujer de aspecto cansado, me ofreció el uso temporario de su sonrisa. Le dije que quería hacerle una pregunta al gerente.

—Mr. Smythe es el subgerente. ¡Mr. Smythe!

Mr. Smythe era el que parecía el más tahúr de los tres. Contra su voluntad, dejó los dados por un momento. Si los dados eran suyos, probablemente estaban cargados.

—¿Desea habitación señor?

—Más tarde, tal vez. Quería preguntarle si el señor Hendricks está en el hotel.

—No, a menos que hubiera entrado ahora. Su mujer lo está esperando en la habitación.

—No sabía que fuera casado.

—Pues lo está… y bien casado. Daría con gusto todos mis placeres de soltero si pudiera encerrarme con un manjar como ése —con sus manos modeló en el aire, cargado de humo, la silueta de un reloj de arena.

—A lo mejor ella puede decirme dónde encontrarlo.

—No lo sabe. Me lo preguntó a mí. Pero no lo he visto desde esta tarde. ¿Está metido en algún lío?

—Podría ser.

—¿Usted es de la policía?

—Soy un investigador —le contesté, ambiguamente—. ¿Qué le hace pensar que Hendricks está en dificultades?

—Me preguntó dónde podría conseguir un revólver barato.

—¿Hoy?

—Esta tarde, como le dije. Le aconsejé que buscara en las casas de empeño. ¿Hice mal? ¿No habrá matado a alguien?

—Que yo sepa, no.

—¡Menos mal! —Dijo, pero había un matiz sutil de desilusión en su voz—. Si quiere hablar con Mrs. Hendricks, hay un teléfono al lado de la oficina —le di las gracias y él volvió a los placeres de su vida de soltero.

No tomé en cuenta ni el teléfono, ni el ascensor. Encontré, en la parte de atrás del vestíbulo, las escaleras de incendio y subí por ellas hasta el segundo piso.

La habitación veintisiete estaba al fondo del pasillo. Me paré frente a la puerta y escuché. Se oía una débil música de blues. Golpeé y la música cesó bruscamente.

—¿Quién es? —preguntó una mujer.

—Harry.

—Ya era tiempo —dando vuelta la llave, abrió la puerta. Entré, le saqué la mano del picaporte y cerré la puerta detrás de mí de un golpe, antes de que su expresión de lanzar un grito se convirtiera en realidad. Pero no varió el gesto duro y un poco crispado de su rostro. Su puño derecho subió hasta la altura de sus ojos. Se quedó mirándome.

—Cálmese, señora de Hendricks. No le haré daño.

—Eso es lo que usted dice —me dijo con prevención. Pero se calmó lo bastante, como para abrir su puño y retocar su roja cabellera, mientras me preguntaba—: ¿Quién es usted?

—Un amigo de Harry. Le dije que vendría a buscarlo aquí.

No me creía. Tenía el aire de una mujer que ha dejado de creer en casi todo, con excepción de las cifras de las cuentas y las que rotulan a las personas o las ropas. Estaba vestida a la moda, con un traje algo suelto, de mangas cortas, en color marrón, que le enmarcaba la figura sin ajustarle el cuerpo. Tenía los brazos y las piernas bien formados, muy tostados por el sol. Su cara estaba maquillada en una forma tal, que parecía que había comenzado a dudar de su apariencia, o deseara ocultarla. Por debajo de sus párpados más verdes que sus ojos, a través de pestañas apelotonadas como antenas en el aire, me espiaba con desconfianza.

—¿Cómo se llama? —me preguntó.

—No interesa.

—Si es así… ¡salga de mi cuarto! —En realidad no esperaba que lo hiciera. Si algo de expectativa le quedaba aún, era sólo para prever posibles desastres.

—Éste no es su cuarto. Es el de Harry y él me dijo que lo esperara aquí.

Miró alrededor de la habitación, hacia la alfombra gastada, las flores desteñidas del empapelado, la lámpara junto a la cama, con la pantalla deteriorada, considerando su relación con ella. En apariencia, no tenía nada que ver con el lugar. Pero, en el fondo pertenecía a ese cuarto, del mismo modo que un prisionero pertenece a su celda. Había tenido que hacer tiempo en cuartos parecidos, y de nuevo lo estaba haciendo.

—También es mi habitación —me dijo. Para probarlo y para animar un poco el ambiente, se acercó a la mesa de luz y encendió su radio portátil. Aún no había terminado el blues. Solamente habían pasado dos largos minutos.

—¿Qué…? —Su voz se quebró. Estaba aún tan tensa que apenas si podía respirar. Yo contemplaba el maravilloso mecanismo de su cuello—. ¿Qué clase de negocios tiene con Harry? —pudo, por fin, preguntar.

—Íbamos a comparar datos, sobre Martel.

Abanicó sus pestañas:

—¿Quién?

—Martel. El hombre que usted quería que fotografiaran.

—Usted debe estar pensando en otras dos personas.

—Vamos, Mrs. Hendricks. Acabo de hablar con el fotógrafo Malkovsky. Usted quería que él le tomara una foto a Martel. Para retratarlo, su marido arriesgó el pescuezo esta mañana.

—¿Es usted policía?

—No precisamente.

—¿Cómo sabe tanto sobre mí?

—Por desgracia, eso es todo lo que sé. Dígame más —trabajosamente, con manos temblorosas, sacó una cigarrera de oro de su bolso marrón y, tomando un cigarrillo, se lo puso entre los labios. Yo se lo encendí. Sentándose sobre la cama, apoyada en un brazo, echó humo con fuerza hacia el techo, como si tratara de disimular sus manchas.

—No se quede mirándome así. Parece como si fuera a arrojarse sobre mi cuello.

—Estaba admirando su cuello —tomé la única silla que había en la habitación y me senté.

—Lancero —me dijo, con tono irónico—. No puedo figurarme qué busca usted… a menos que esté buscando ablandarme con un tratamiento suave-duro con el que no conseguirá nada.

—¿Es usted realmente la esposa de Harry?

—Sí. Claro que lo soy —estaba sorprendida—. Le enseñaría la libreta de matrimonio, pero no me parece que la tenga en este momento.

—¿Cómo puede mantenerla?

—No puede. No hemos estado ocupados en eso, últimamente, pero aún somos amigos —luego añadió, con un poco de áspera nostalgia—: Harry no estuvo siempre cinchando entre las varas. Solía ser más divertido que una jaula de monos.

—Y usted no estuvo siempre entre los desperdicios.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Nadie necesita decírmelo. Me lo dice su voz, muñeca, y la manera, un poco llamativa, que tiene de seguir usando su cuerpo, como cuidando de no resbalar. Me lo dijo la manera con que miró el cuarto…

—¿Usted es de Las Vegas? —dijo.

—Se supone que la gente debe sonreír, al decir eso.

—¿Es o no es?

—Soy de Hollywood.

—¿En qué se ocupa en Hollywood, si es que se ocupa de algo?

—Soy detective particular.

—¿Está practicando conmigo?

Tenía miedo de nuevo. Me señaló el cenicero que estaba sobre la mesa de luz y aplastó la colilla de su cigarrillo mientras yo lo sostenía. Cambió de posición, colocándose pesadamente de costado, con una torpeza deliberada a medias, para mostrar qué desamparado estaba su cuerpo grande y hermoso. Sin embargo, no necesitaba mi amparo: era un cuerpo que estaba muy en su sitio, en una cama de hotel.

—No tuerza las cosas —le dije—. Con quien estoy practicando es con Martel.

—¿Por quién… digo, para quién?

—Para un hombre de la localidad. Su nombre no interesa. Martel le robó su chica.

—Ya me parecía. Es un ladrón.

—¿Qué le robó a usted, señora?

—Esa es una buena pregunta. Pero más importante es la que yo me hago: ¿es en realidad el tipo que yo creo que es? ¿Usted lo ha visto?

—Muchas veces.

—Descríbamelo, ¿quiere? A lo mejor podríamos resolver este asunto entre los dos.

—Es un hombre de mediana estatura, no es robusto, pero sí de hechura compacta y de movimientos rápidos. Alrededor de treinta años, cabello negro, negro azabache, con el nacimiento muy bajo en la frente, peinado hacia atrás, cutis oscuro, casi de indio, nariz afilada, de ventanillas sobresalientes. Habla con acento francés, usa un montón de palabras francesas y proclama ser un refugiado francés.

Me había estado escuchando y asintiendo a todo, pero mi última frase la confundió. Le expliqué:

—Dice que es un francés que no puede vivir en Francia porque no se lleva bien con de Gaulle.

—Ah —dijo, pero no había entendido aún.

—De Gaulle es el presidente de Francia.

—No sea tonto, eso lo sé. ¿Usted cree que no me entero de las noticias? —Miró la radio, que en ese momento trasmitía un rock.

—¿Le importaría si la apago? —le dije.

—Puede bajarla un poco, pero déjela. Odio el ruido del viento.

Bajé el sonido lo más posible. Basándose en estas cooperaciones mínimas, crecía una especie de intimidad entre nosotros, como si el cuarto nos hubiera provisto de papeles ya establecidos. Pero era una intimidad casual, cuyo ritmo consistía en una corriente alternada de temor y duda. Me hacía preguntas razonables y parecía creer en mis respuestas. Pero sus ojos no tenían la certeza de que yo no la mataría.

—¿Sabe usted quién es?

—Creo saberlo. No es ningún francés.

—¿Qué es?

—Se lo diré —me dijo, animadamente, como si por fin hubiera decidido la historia que tenía que contarme—. Resulta que yo soy la secretaria confidencial de un hombre de negocios muy importante, en el Sur. Ese hombre, que dice llamarse Martel, deslizándose como un gusano, consiguió ponerse bien con mi patrón y acabó por ser su ayudante ejecutivo.

—¿De dónde vino?

—Eso no sabría decírselo. Es sudamericano, me parece. Mi patrón cometió el error de darle la combinación de la caja fuerte. Le previne para que no lo hiciera. ¿Qué sucedió? Que el llamado Martel desapareció con una fortuna en bonos al portador, que Harry y yo estamos tratando de rescatar.

—¿Por qué no la policía?

Tenía una respuesta lista:

—A mi patrón se le ha metido en la cabeza una especie de debilidad por Mr. Martel. Y, por otra parte, nuestro trabajo es muy confidencial.

—¿En qué consiste ese trabajo?

—No estoy en condiciones de revelarlo —dijo, con cautela. Cambió la posición del cuerpo, como si su realidad y su simetría pudieran desviar mi atención de lo endeble de su fraguada historia—. Mi patrón me ha hecho jurar que guardaré el secreto.

—¿Cuál es el nombre de su patrón?

—Se lo diría, si pudiera. Es un hombre muy importante, muy considerado en ciertos círculos.

—¿En los profundos círculos del infierno?

—¿Qué dijo? —preguntó, a pesar de que creo que me había oído. Enfurruñándose, frunció sus cejas finas y pintadas, pero sin mucha fuerza, porque eso le hace salir arrugas a las muchachas. Y, aparte de ello, porque no quería morir con una arruga sobre su bello rostro—. Si usted me tomara en serio y ayudara a conseguir ese dinero, etcétera, etcétera… estoy segura de que mi patrón sabría recompensarlo generosamente. Yo también le quedaría agradecida.

—Tengo que saber más al respecto. (Empezando por el significado de sus etcéteras.)

—Por supuesto —me dijo—. Es lógico. ¿Me va a ayudar?

—Ya veremos. ¿Piensa abandonar a Harry?

—No dije eso.

Pero hubo sorpresa en sus ojos verdes. Creo que al concentrarse en mí y en la historia que me contaba —su último libreto— se había olvidado de Harry. El cuarto proveía roles para dos personas solamente. Podía adivinar cuál sería el mío, si me quedaba mucho más. Su cuerpo estaba ronroneando como el de un tigre, el proverbial tipo de tigre que es peligroso montar y aun más peligroso desmontar.

—Estoy preocupado por Harry —le dije—. ¿Lo ha visto hoy?

Movió la cabeza, negando. Su pelo fulguraba como fuego. El viento, ahora más fuerte que la música, golpeaba contra la ventana.

—Esta tarde habló de comprar un revólver.

—¿Para qué? Parecía tener un miedo fundamental a los revólveres.

—Para usarlo en contra de Martel, pienso. Martel le hizo pasar un mal rato, esta tarde. Lo echó, apuntándole con un revólver, y le destrozó la máquina fotográfica.

Saqué de mi bolsillo la cámara aplastada. Se concentró en ella.

—Esta máquina me costó ciento cincuenta dólares. Debería tener más cabeza y no confiar en Harry.

—Quizá lo del retratito no fue una buena idea. Martel es alérgico a las fotos. De paso, ¿cuál es su verdadero nombre?

—No lo sé. Usa diferentes nombres —volvió a Harry—: ¿Cree usted que Harry pueda estar herido o algo así?

—Es posible. Su coche está estacionado en la avenida, como a un kilómetro de aquí, con la llave puesta.

—¿Por qué no me lo dijo? —preguntó, levantándose rápidamente.

—Acabo de decírselo.

—Venga. Muéstreme dónde está el coche.

Tomó su radio portátil y su bolso, sacó su abrigo del ropero y se lo puso mientras esperábamos el ascensor. Fuera a causa del ruido del ascensor, de la radio o de alguna señal que su cuerpo emitía constantemente, lo cierto es que, cuando cruzó en mi compañía el vestíbulo, los tres tahúres nos estaban observando desde la puerta, que llevaba al Samoa Room.

Enfilé el coche por la avenida. El viento, cada vez más fuerte, azotaba los cristales. Fuera, en el mar, podía distinguir ocasionales cabrillas. Débilmente fosforescentes, se elevaban como fantasmas y pronto quedaban atrás, en la oscuridad. La mujer escudriñaba las playas desiertas. Levantó la ventanilla del lado del mar.

—¿Está bien, Mrs. Hendricks?

—Estoy bien. Pero, por favor, no me llame así —parecía más joven y menos segura de sí misma, en el tono de su voz—. Me hace sentir falsa. Llámeme Kitty, si quiere.

—¿Usted no es la señora de Hendricks?

—Legalmente lo soy. Pero no hemos vivido juntos últimamente. Harry se hubiera divorciado de mí hace tiempo, pero es católico práctico y alimenta la esperanza loca de que vuelva con él —se asomó y miró por la ventanilla—. Ya hemos hecho casi medio kilómetro. ¿Dónde está el coche?

No lo podía ubicar. Ella empezó a ponerse nerviosa. Di vuelta y vi el agujero de la cerca y el fuego detrás, que ahora se había reducido a unos pocos carbones débilmente encendidos. Los tres borrachos habían desaparecido, dejando la botella vacía y el olor del vino derramado.

—¿Qué hace? ¿Está Hendricks allí? —me gritó Kitty.

—No.

Atravesó la cerca. Aún llevaba el bolso y la radio, colgando de la muñeca. La radio cantaba, como si se tratara de una persona separada a medias de Kitty. Miró en derredor, apretándose el abrigo contra el cuerpo. No había nada para ver, salvo el fuego moribundo, las vías de tren brillando débilmente en la noche estrellada y la tierra pisoteada y fea.

—¡Madre Santa! —Exclamó Kitty—. No ha cambiado nada en veinte años.

—¿Conoce este lugar?

—Debería conocerlo. Nací a dos cuadras de acá, cruzando las vías —torciendo el gesto, añadió—: Los dos lados de la vía son un mal lugar para los que viven aquí cerca. Los trenes solían hacer saltar a los platos, en la cocina de mi madre —miró en la oscuridad, por encima del terraplén del ferrocarril—. Por lo que sé, mi madre vive todavía allá.

—Podríamos ir a ver.

—¡No! No tengo el valor suficiente para enfrentarla. Quiero decir que lo que pasó, pasó.

Hizo un vago movimiento hacia la cerca de cipreses, como si el lugar pudiera traicionarla, induciéndola a seguir sus confidencias. Podía sortear los peligros de una habitación de hotel, pero no los reclamos de la noche salvaje, en el campo abierto. Su temor la hizo enfrentarme:

—¿Por qué me trajo aquí?

—Fue idea suya.

—Pero usted me dijo que el coche de Harry…

—Aparentemente, ha sido robado.

Retrocedió tambaleándose sobre sus tacones altos, hacia las ásperas ramas negras de los cipreses. Todo lo que podía verle era la pálida forma de su cara y el brillo de sus ojos y su boca.

—No hubo nunca ningún coche. ¿Qué clase de coche era?

—Un Cadillac.

—Ahora sé que miente. ¿De dónde iba a sacar Harry un Cadillac?

—Probablemente del negocio de autos usados, es un coche viejo. —Parecía no oírme. Su respiración se hacía más rápida.

—Nunca hubo ningún coche —murmuró—. Usted viene de Las Vegas, ¿no es cierto? y me ha traído aquí para matarme.

—No diga tonterías, Kitty.

—No me llame Kitty —su voz, por momentos, se hacía más y más infantil. Tal vez su mente estaba retrocediendo hacia algo que debía haber pasado hace años, entre los trenes que hacían sonar los platos de la cocina de su madre—. Usted me engañó para que viniera a este lugar y ahora no me quiere dejar ir.

—Váyase. ¡Váyase de una vez!

Retrocedió más aun en los cipreses, como un animal nocturno. Su radio sonaba en la oscuridad. El aroma de su perfume me llegó, mezclado con el olor del aceite Diesel, el vino y el fuego.

En mi interior, en un relámpago rojo, sentí como dos personas y un puñado de circunstancias pueden colaborar para que se produzca un crimen impremeditado. En el fondo, pensé, ella desea ser asesinada.

Se acurrucó entre las sombras, murmurando:

—No se me acerque… se lo contaré a mi viejo…

—¡Salga de allí, estúpida!

El grito que había estado afinando, brotó. La busqué ciegamente y la tomé por la cintura, acercándola a mí. Emitió unos sonidos entrecortados y revoleó la radio contra mi cabeza. Al pegarme de refilón, la radio se quedó en silencio, como si la parte musical de la personalidad de Kitty hubiera muerto de muerte violenta.

La dejé ir. Se alejó corriendo torpemente, sobre sus tacones altos, saltando sobre las múltiples vías hasta no ser más que una sombra confusa, un sonido apresurado en la noche.