11

Le conseguí el fotógrafo, Mr. Archer. Está esperando en la oficina.

Era un hombre delgado, enfundado en un arrugado traje oscuro de trabajo. Tenía un montón de pelo color castaño, una protuberante mandíbula eslava y unos ojos de mirar inquisitivo, protegidos por anteojos con armazón de carey. Ella lo presentó como Eric Malkovsky.

—Me alegro de conocerlo —dijo. Pero no lo estaba. Miraba sin sosiego, por encima de mi cabeza, hacia la oficina—. Le prometí a mi mujer llevarla hoy al Cine Club. Tenemos entradas para toda la temporada.

—Se las reembolsaré.

—No se trata de eso. Odio desilusionarla.

—Mi asunto puede ser más importante.

—Para mí no lo es —se dirigía a mí, pero su queja era contra Ella. Me di cuenta de que Mrs. Strome lo había obligado a venir—. De todas maneras, como ya le dije a Mrs. Strome, no tengo fotografías de Mr. Martel. Le ofrecí sacarle algunas, como hago con los otros huéspedes, pero me dijo que no. Fue muy categórico en cuanto a esto.

—¿Grosero?

—No diría tanto. Pero, ciertamente, no quería que lo fotografiaran. ¿Qué es? ¿Alguna celebridad o algo por el estilo?

—Algo por el estilo.

Mi reticencia lo irritó y se puso un poco colorado.

—La única razón por la que quería sacarle una fotografía es que otra persona me la había pedido.

—Usted no me dijo nada de eso —le reprochó Ella.

—No tuve oportunidad de decirlo. Una mujer vino a mi estudio de la Villa, antes de que me fuera a casa a cenar. Cuando le dije que no tenía una fotografía de Martel, me ofreció dinero para que fuese a la casa de él y le tomara una. Le contesté que no podía hacerlo sin el permiso de Martel. Ante mi respuesta se puso furiosa y se marchó de golpe.

—Supongo que no le daría su nombre.

—No. Pero puedo describírsela. Tiene cabellos rojos, es alta, tendrá unos treinta años y su figura es espléndida. Es más: creo haberla visto antes.

—¿Dónde?

—Aquí mismo, en el Club.

—No recuerdo ninguna mujer así —dijo Ella.

—Fue antes de que usted llegara. Hará, más o menos, unos cinco años —Malkovsky frunció un lado de la cara, como si estuviera mirando a través de la mirilla de una cámara—. Creo que le tomé a esa mujer una o dos fotografías. Estoy seguro de ello.

—¿No tendrá tal vez esas fotografías? —le pregunté.

—Tal vez. Pero costaría un trabajo ímprobo encontrarlas. No guardo en archivos, clasificadas, más que las del año en curso y el anterior. Todas las demás están amontonadas, en una pieza del fondo —miró su reloj dramáticamente—: De verdad, tengo que irme. Mi mujer me matará si pierde la película de Buñuel. Además, el Club no me paga por mis horas extras —miró con amargura en dirección a Ella, pero ésta ya se había encaminado a la oficina.

—Yo le pagaré el doble por todo el tiempo que esto le ocupe.

—Serían siete dólares por hora. Podría llevarme toda la noche.

—Ya lo sé.

—Y no puedo garantizarle que conseguiré algo. Podría ser una mujer completamente diferente. Si es la misma mujer, se ha cambiado el color del pelo. La mujer que yo recuerdo era rubia.

—Las mujeres rubias se vuelven pelirrojas todo el tiempo. Hábleme ahora sobre la mujer que recuerda.

—Era más joven entonces, por supuesto, todavía con el rocío de los capullos encima. Una cosa muy bonita. Ahora recuerdo que le saqué unas fotos. Su marido no parecía muy entusiasmado por la idea, pero ella se empeñó en que lo hiciera.

—¿Quién era su marido?

—Un tipo más viejo que ella. Se quedaron en uno de los chalets durante unas dos semanas.

—¿En qué año fue?

—No puedo acertar a decirlo en este momento… pueden ser seis o siete años atrás. Pero si encuentro esas fotografías, podré decírselo. Generalmente anoto las fechas en que las tomo, al dorso.

A esta altura, ya Malkovsky estaba ansioso por ponerse a trabajar. Antes de irse me dio la dirección y el número de teléfono de su estudio. Le dije que me reuniría con él allí en una o dos horas.

Le di las gracias a Ella y me encaminé a buscar mi coche. Un viento desasosegado, con un leve olor a desierto, soplaba desde el mar hacia las montañas. Los eucaliptos cimbraban, se inclinaban y ondulaban, en medio de las ráfagas, como mujeres dementes de largas cabelleras, torturadas por su impulso. La noche, que asomaba fantasmal por encima de los árboles y los empequeñecía, se mostraba amenazante.

Yo estaba preocupado, pensando en Harry Hendricks, desde que encontré su coche abandonado en la carretera, cerca de la casa de Martel. Harry era tan digno de mi preocupación como la pretendida rata que Martel aseguró haber matado. Sin embargo, tenía un deseo tonto de ver a Harry vivo.

El camino al puerto cortaba la base del farallón desde donde Fablon había hecho su zambullida final, y luego volvía a acercarse al océano. Mientras manejaba a lo largo del camino barrido por el viento, mi mente estaba tan fija en Harry que, cuando vi su Cadillac estacionado en una curva, creí que estaba soñando. Frené, retrocedí, me detuve detrás de él y bajé de mi coche. Allí estaba parado el viejo Cadillac de Harry, con su motor frío, sin nadie adentro, con un aire de inocencia, como si se hubiera deslizado solo, cuesta abajo, desde las colinas. La llave estaba puesta. Antes no estaba allí. Miré en derredor. Era un lugar solitario, sobre todo a esta hora en que el viento soplaba tan desapaciblemente. No había a la vista ningún otro coche. Sólo se escuchaba el ruido como de matracas de las palmeras y el rumor del mar.

En la parte de tierra adentro, una alta cerca de cipreses protegía la avenida de la visión de las vías del tren y de los vagabundos que andaban entre los matorrales. A través de un agujero de la cerca, pude ver las siluetas oscuras de varios hombres acurrucados alrededor de la hoguera que crepitaba y llameaba con el viento. Me metí por ese agujero y me les acerqué. Tres de ellos bebían vino tinto, de una botella que ya estaba casi vacía. Sus caras se volvieron hacia mi, iluminadas por el fuego; la marcada y desdentada de un viejo de cutis blanco, los planos chatos y obstinados de la cabeza de un negro y la de un muchacho con los rasgos y la mirada impasible y apática de un indio.

Arriba de la cintura el indio no vestía más que un chaleco negro, abierto. El negro se levantó con una estaca en la mano. Se acercó hacia mí, haciendo eses sobre el terreno irregular.

—¡Fuera! Esta es una fiesta privada.

—No le cuesta nada hacerme el favor de contestar a una pregunta. Estoy buscando un amigo mío.

—No sé nada de ningún amigo suyo —enorme y borracho, se apoyaba en su estaca, como un guerrero en su espada. El trípode de su silueta oscilaba contra la cerca.

—Aquel es su coche —dije, rápidamente—. El Cadillac. Es un hombre de mediana estatura, con un saco a cuadros. ¿No lo han visto?

—No.

—Un momento —dijo el hombre blanco, levantándose tambaleante—. Puede que lo haya visto, puede que no. ¿Cuánto vale eso para usted?

Se había acercado tanto a mí que me hizo sentir el fuerte vaho alcohólico de su aliento y pude mirar hondamente en lo profundo de sus ojos. Tenían el vacío feliz de un cerebro embotado por el vino; se había ido tan lejos que nunca retornaría.

—Para mí no tiene un valor especial, viejo. Usted está tratando de sacarme el precio de otra botella.

—Lo he visto, de veras, lo he visto. Es un hombre pequeño, con un saco a cuadros. Me dio cuatro moneditas. Se las agradecí. Uno no se olvida de un ciudadano como ése —la respiración le silbaba a través de los portillos de la dentadura.

—Muéstreme las cuatro monedas.

Empezó a buscarlas en sus pantalones, mientras decía:

—Debo haber las perdido.

Me di vuelta y empecé a caminar. Me siguió hasta el coche. Sus puños golpearon contra los vidrios.

—Tenga corazón, por amor de Dios. Déme unas monedas… le hablé de su amigo…

—No hay dinero para vino —le dije.

—Es para comer. Tengo hambre. Vine aquí para la cosecha de naranjas y me despidieron. Dicen que no servía para ese trabajo.

—Le darán de comer en el Ejército de Salvación.

Apretó sus labios y me escupió en el vidrio de la ventanilla. Su saliva corrió entre él y yo. Puse el motor en marcha.

—Retírese, puede lastimarse.

—Ya estoy lastimado —dijo, como si su voz fuera un resumen de su vida.

Se alejó tambaleando hacia la cerca, desapareciendo repentinamente por el agujero, como un hombre tragado repentinamente por la oscuridad.