10

Seguí al doctor Sylvester hasta el bar. Un barman, cuyos ojos se movían como si fueran de mercurio negro, le sirvió un whisky doble sin que se lo pidiera. Sylvester lo llamó Marco: usaba una chaqueta roja, camisa blanca con cuello de largas puntas y una flotante corbata de seda negra.

Esperé hasta que el doctor hubo tomado por lo menos la mitad de su bebida. Entonces me senté en uno de los banquillos adosados al mostrador y al lado de él y esperé a que Marco preparara un daiquiri.

Las manos cuadradas y velludas de Sylvester, jugaban con el vaso de bebida. El pelo de sus manos y el de su cabeza, eran ligeramente grises. Los huesos de su rostro eran prominentes y sus rasgos estaban acentuados por hondas líneas, que partían desde la base de su nariz a su boca. No parecía un hombre con el que se pudiera entablar fácilmente una conversación por sorpresa.

Para tener mis manos ocupadas en algo, pedí un whisky. El barman no aceptó mi dólar.

—Lo siento, señor, pero no se acepta dinero en efectivo. ¿Es usted socio, señor?

—No. Soy invitado de Peter Jamieson.

—Lo pondré en la cuenta de él, señor.

El doctor Sylvester se dio vuelta, encarándome con las negras cejas levantadas. Las usaba tan ostensiblemente que parecían ser el órgano principal de su sensibilidad, distrayendo con ellas la atención, que de otro modo se fijaría en sus ojos de brillo penetrante.

—¿Jamieson padre o hijo?

—Los conozco a los dos. Ya vi que usted estaba conversando con el más joven.

—¿Sí?

Le dije mi nombre y profesión.

—Peter me contrató para que me ocupara del asunto de su ex prometida.

—Me estaba preguntando cómo habría conseguido entrar aquí —en realidad no trataba de ofenderme, sino simplemente, de hacerme saber cuál era mi lugar en su esquema de las cosas—. ¿No lo vi hoy al mediodía en la casa de los Fablon?

—Sí. Tengo entendido que usted fue el jefe de Virginia Fablon, hace un tiempo.

—Es cierto.

—¿Qué piensa usted de su casamiento?

Había logrado interesarlo:

—¡Mi Dios! ¿Se casó con ese individuo?

—Así me lo dijo ella. Se casaron el sábado.

—¿Habló con Ginny?

—Hace más o menos una hora. No tengo idea de lo que ella pensaba. Desde luego, las circunstancias no eran normales. Pero parecía estar viviendo un sueño romántico.

—Casi todas las mujeres son románticas —dijo, secamente—. ¿Lo vio a él?

—Hablé con los dos, en su casa.

—Yo nunca me he encontrado con Martel —dijo Sylvester—. Lo he visto acá, por supuesto, pero a la distancia. ¿Qué idea se ha formado de él?

—Es un hombre muy inteligente, de instrucción elevada y con una buena dosis de fuerza. Parece tener a Virginia bastante bien dominada.

—Eso no durará mucho —dijo Sylvester—. Usted no conoce a esa señorita. Es dueña de una gran fuerza personal —añadió, malévolamente—: Serví in loco parentis, desde que su padre murió. Y no ha sido muy fácil. A Virginia le gusta decidir por sí misma.

—¿En lo relativo a novios?

—No ha habido hombres en su vida, al menos últimamente. Ése ha sido uno de sus problemas. Desde que murió su padre no ha hecho más que trabajar y estudiar. Uno hubiera llegado a pensar que su vida no era sino un monumento fúnebre en memoria de Roy Fablon. Pero de golpe, hace dos semanas, todo se vino abajo. Dejó sus estudios, cuando le faltaba muy poco para recibirse, y se volvió loca por ese Martel —se tomó la bebida de un trago—. ¡Es un cuadro desolador!

—¿Es usted su médico?

—Lo fui hasta hace poco. Con franqueza, tuvimos una discrepancia sobre… ¿Cómo decirle?… sobre el método a seguir. Me pareció mejor enviarla a otro médico. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque no me gusta el riesgo emocional que corre. Se ha dado maña para convencerse a sí misma de que está locamente enamorada de Martel. Se ha encaramado a una rama muy alta y podría ser brutal que ésta fuera serruchada.

—Yo traté de hacerle comprender todo eso. ¿Usted cree que él es un fraude, verdad?

—Tiene que serlo. Por lo menos en parte. He tratado de conseguir unos informes sobre él en Washington, pero hasta ahora no saqué nada en limpio. Hay otras cosas que no he investigado aún. (Pensé en la rata, la sangre en su tacón, el revólver en la mano apuntando a Harry Hendricks.)

—¿Qué podría hacer yo al respecto? Consiguió su bocado y ahora está corriendo con él entre los dientes —Sylvester hizo una pausa y terminó de tomar su bebida.

—¿Quiere otra copa, doctor? —preguntó el barman.

—No, gracias, Marco. Una cosa he aprendido en veinte años de practicar medicina —me dijo—. Y es que se debe dejar a la gente cometer sus propios errores. Tarde o temprano vuelven a entrar en razón. Los hombres con enfisema, eventualmente dejan de fumar. Las mujeres con alcoholismo crónico se encarrilan. Y las chicas, con casos graves de romanticismo se vuelven realistas, como mi querida mujer, aquí presente.

Una mujer grande, envuelta en una especie de mantilla se había acercado a nosotros. Su pecho tenía destellos color madreperla, a través del encaje negro. Llevaba el cabello rubio tan esponjado que la hacía aparecer tan alta como yo. Su boca mostraba un gesto de descontento.

—¿Qué hay conmigo? —preguntó—. Me agrada que los hombres hablen de mí.

—Decía que tú eras realista, Audrey. Que las mujeres empiezan siendo románticas y terminan siempre por ser realistas.

—Los hombres nos obligan a ello —dijo Audrey—. ¿Es éste mi daiquiri?

—Sí. Y éste es Mr. Archer. Es un detective.

—¡Qué fascinante! —replicó—. Cuénteme la historia de su vida.

—Empecé como romántico y terminé como realista.

Se echó a reír, tomó su bebida y se dirigieron al comedor. Algunas personas los imitaron.

Fui el único que quedó en el bar. Marco me preguntó si quería beber algo más. Me miraba detenidamente, como si estuviera pensando en algo. En su boca estaban, como agazapadas, palabras sin pronunciar. Le dije que me gustaría tomar otra copa.

—Va por cuenta mía —dijo mientras la preparaba y se servía una Cola—. No pude dejar de oír. Usted dijo que era un detective. También oí algunas de las cosas que dijo respecto a Miss Fablon.

—¿Usted la conoce?

—La he visto a veces por acá. Ella no bebe. Hace más de doce años que trabajo aquí. Conocí a su padre. Bebía, pero aguantaba bien. Mr. Fablon era un hombre de verdad. Tenía machismo, como dicen los mexicanos —los labios rojos de Marco se abultaron saboreando la palabra.

—Oí decir que se suicidó —dije, con cierto énfasis.

—Tal vez. Yo nunca lo creí —sacudió su enmarañada cabeza negra.

—¿Usted piensa que fue un accidente?

—No dije eso.

—La otra alternativa sería un crimen.

—Tampoco dije eso —sin haberse movido de su lugar, detrás del mostrador, parecía haberse alejado de mí. En seguida, como contestándose a sí mismo, dijo—: Crimen es una palabra muy fea.

—Es un hecho aun más feo. ¿Mr. Fablon fue asesinado?

—Algunas personas lo pensaron así.

—¿Quiénes?

—Su mujer, por ejemplo. Después que él desapareció, ella decía a gritos, por todo el Club, que se trataba de un crimen sangriento. Después dejó de hacerlo y todo lo que se podía sacar de ella era un pesado silencio.

—¿Acusó a alguien?

—Que yo sepa, no. No pronunció ningún nombre.

—¿Por qué cambiaría?

—Su opinión sobre eso vale tanto como la mía. Probablemente mucho más —el tema parecía ponerlo nervioso. Lo cambió—. Pero no era eso lo que quería hablar con usted. Ese otro, que se hace llamar Martel, el francés bravucón…

—¿Qué pasa con él?

—Tengo la sensación de haberlo visto antes en alguna parte. De todos modos, estoy seguro de que no es franchute.

—¿Qué es, entonces?

—Alguien como yo, tal vez —tomó una expresión estúpida, rebajándose deliberadamente, para ser más insultante con respecto a Martel—. Otro paisano. Aquí no entró más que una sola vez. Me echó una ojeada y nunca más volvió.

La orquesta había comenzado a tocar. Algunas personas salieron del comedor y pidieron coñac. Esquivando las parejas de bailarines, volví a la mesa de Peter. El plato de postre frente a él, estaba vacío, a no ser por unos tenues restos de chocolate. En su aspecto se mezclaban la satisfacción y la culpa.

—Creí que se había ido —me dijo.

—Estaba en el bar, hablando con algunos amigos de los Fablon.

—¿Con el doctor Sylvester?

—Ése era uno de ellos.

—Yo también cambié algunas palabras con él. Podría jurar que, bajo su dura apariencia, está preocupado por Ginny.

—Todos lo estamos.

—¿No cree usted que deberíamos regresar a lo de Martel? —Peter hizo ademán de levantarse.

—No, hasta que tengamos algo substancial con qué atacarlo.

—¿Cómo qué?

—Alguna prueba real de que no es quien pretende ser. Estoy tratando de descubrir algo.

—¿Y qué se supone que debo hacer yo?

Casi le aconsejé que fuera a correr de nuevo por la playa. Pero le dije:

—Tiene que esperar y hacerse a la idea de que este asunto puede terminar en una forma que a usted no le gustaría.

—¿Ha descubierto algo?

—Nada definido aún. Pero tengo un presentimiento. Esto no comenzó felizmente y puede ser que termine en la misma forma. Creo que todo arranca del pretendido suicidio de Fablon.

—¿Pretendido?

—Por lo menos un hombre que lo conoció no cree que se haya matado. Lo que implica que algún otro lo hizo.

—Cualquiera que le haya dicho eso, lo está inventando.

—Quizá. Es un católico, que admiraba a Mr. Fablon y no quiere admitir que pudo haberse suicidado. Aun cuando su padre me contó una cosa muy interesante…

—No tenía la menor idea de que hubiese hablado con mi padre —había una seriedad, llena de sospechas, en la voz de Peter, como si yo me hubiera pasado al enemigo.

—Esta tarde fui a su casa a buscarlo. Su padre me contó, entre otras cosas, que el cuerpo de Fablon había sido destrozado por los tiburones, que casi no podían identificarlo. ¿En qué condiciones tenía la cara?

—Yo no se la vi. Mi padre sí. A mí, todo lo que me mostraron, fue su sobretodo.

—¿Se metió en el mar con el sobretodo puesto?

—Era, más bien, un impermeable —al decir esta palabra, se sonrió ante la ironía de la situación. Esa imagen se clavó en mi cerebro como un anzuelo. Era muy difícil imaginar a un deportista y atleta, metiéndose en el agua con el impermeable puesto, desde una playa propia que sus despilfarros habían obligado a vender, a menos que quisiera dejarles a su mujer y a su hija un legado maligno.

—¿Cómo sabe usted exactamente el lugar donde entró en el agua?

—Dejó su billetera y el reloj pulsera en la playa. No había nada en la billetera, excepto sus papeles de identidad y el reloj era muy bueno, regalo de Mrs. Fablon. Tenía grabadas sus iniciales y algo en latín.

—¿No dejó ninguna carta?

—Si hubo alguna, nunca oí hablar de ella. Eso no prueba nada. La policía de la localidad no siempre da a conocer esas cartas.

—¿Hay muchos suicidios en Montevista?

—Tenemos nuestra cuota. Bueno, cuando uno tiene dinero para vivir, una linda casa y habitualmente buen tiempo y, sin embargo, algo no marcha bien… ¿a quién se puede culpar? —Peter parecía estar hablando de sí mismo.

—¿Eso es lo que le pasaba a Mr. Fablon?

—Exactamente, no. Él tenía sus problemas. Yo estuve de huésped en su casa y no debería hablar de ello. Pero supongo que ahora ya no importa —respiró hondamente—. Le oí decirle a Mrs. Fablon, que se mataría.

—¿Esa misma noche?

—Una o dos noches antes. Yo había ido a comer allí y ellos estaban discutiendo sobre dinero. La señora le dijo que no podía darle más dinero por la sencilla razón de que no había más dinero.

—¿Para qué necesitaba ese dinero?

—Eran deudas de juego. Él las llamaba deudas de honor. Dijo que si no las pagaba, tendría que matarse.

—¿Estaba Ginny presente?

—Sí. Oyó todo. Ambos lo oímos. Mrs. y Mr. Fablon habían llegado a un punto en que ya no escondían nada. Cada uno de ellos luchaba por llevamos a su bando.

—¿Quién ganó?

—Nadie. Todos perdimos.

La orquesta estaba tocando nuevamente y, a través de la arcada, podía ver a las parejas bailando en el salón contiguo. La mayoría de las melodías y los bailarines, habían sido nuevos allá, en la década del veinte al treinta. Daban la impresión de una fiesta que había durado tanto, que la música y los bailarines habían terminado por desgastarse, quedando tan espectrales como el caparazón de los insectos devorados por las arañas.