Me detuve en el camino. A quinientos metros de la carretera que conducía a lo de Martel, un auto estaba estacionado en la oscuridad, bajo un roble. Sus líneas se parecían a las del Cadillac de Harry Hendricks y cuando bajé para mirarlo más de cerca con mi linterna, vi que lo era.
No había nadie en el decaído Cadillac, y nada en su guantera, a no ser un mapa, tan viejo como el Cadillac, de los caminos sin peaje de Los Ángeles. Con toda seguridad Harry había sacado el auto en préstamo, del negocio de autos usados donde trabajaba.
Levanté la capota al tocar el motor, sentí que estaba caliente. Me imaginé a Harry saltando entre las malezas, cerca de la casa de Martel. Iba a esperarlo, pero mi estómago se decidió en contra. Más tarde vería si estaba en el Hotel Breakwater.
Fui a lo de la señora de Bagshaw antes de comer. Estacioné mi coche al lado de las canchas desiertas de tenis y me dirigí, entre los árboles de eucaliptos, hacia su cottage. Apareció en la puerta con un traje crujiente y armado y una hilera de perlas descansando fríamente sobre su pecho abultado.
—Estaba por salir. Hice el llamado que usted me pidió —parecía que algo la había trastornado un poco. Bajo su rouge o quizás a causa de él, parecía de más edad. Me dijo, casi sin mirarme a los ojos—: Mis amigos de Georgetown no conocen a Francis Martel, al menos bajo ese nombre. No alcanzo a comprenderlo. Hablaba de ellos con tanto gusto y familiaridad. Además, mostró conocer la casa perfectamente.
—Puede haber conseguido esa información por medio de algún sirviente.
—Pero conoce muy bien Georgetown —me respondió—. No puedo equivocarme con respecto a eso. Y aún sigo convencida de que conoce a los Plimsoll, mis amigos de Georgetown.
—¿Les hizo una descripción de Martel?
—Hablé con el coronel Plimsoll y traté de describírselo. Pero es muy difícil hacerlo, especialmente cuando se trata de latinos. A mí me parecen todos iguales. El coronel me preguntó si podía enviarle una foto. ¿Sería posible?
—Lo siento, pero no tengo ninguna.
—Entonces no sé qué más puedo hacer —hablaba como disculpándose, como queriendo rechazar una culpabilidad que resultaba así más evidente—. Yo no puedo hacerme responsable de él ni de la señorita Fablon. La gente debe cuidarse a sí misma en este mundo.
—Sin embargo, los de más edad tratan de velar por los jóvenes.
—Yo llevé adelante a mi propia familia —me dijo, con seriedad—. A veces en condiciones que me rehúso a describir. Que Virginia haya hecho una elección desafortunada no es para sorprenderse mucho. Su padre hizo lo que hizo cuando ella tenía la edad en que era más vulnerable. Y aun en vida, Roy Fablon no era precisamente una ganga —sacudió sus rulos—: Me están esperando a cenar. Le ruego que me excuse.
La palabra pareció tener un doble significado: excuse, perdone.
Caminé alrededor de la piscina, dirigiéndome al comedor. Un grupo de gente que respiraba riqueza, entró antes que yo. Desde su asiento detrás del escritorio, Bella Strome saludaba a cada uno por su nombre. Pero estaba como lejana, conscientemente fuera de todo lo que la rodeaba.
—Parece una vestal.
—Me he casado dos veces —me contestó, secamente—. El señor Jamieson lo espera en el comedor.
—Déjelo que espere. Yo sólo me he casado una vez.
—No cumple muy bien con sus deberes hacia la mujer norteamericana —contestó con una sonrisa que no asomaba a sus ojos.
—Me parece que para usted no fue un placer estar casada.
—El matrimonio lo fue, pero no los hombres con quienes me casé. ¿Tengo acaso un aspecto maternal?
—No.
—Sin embargo, debo tenerlo. Parezco tener una atracción para ciertos tipos peculiares. Mis dos maridos lo eran. Es mala suerte. No puede haber tantos tipos así.
—Sí, hay muchos. Y, hablando de tipos peculiares, ¿qué opina de Mr. Martel?
—No tengo ninguna opinión en especial. Siempre me trató con cortesía —unió sus dos manos sobre el escritorio negro y lustrado apoyándolas una contra otra, dedo por dedo—. ¿Por qué no le hace esa pregunta a Mr. Stoll? Creo que tuvo un entredicho con él.
—¿Quién es Mr. Stoll?
—El gerente del Club.
Lo encontré en su oficina, que estaba situada detrás de la recepción. Las paredes, con paneles de nogal, estaban cubiertas por fotografías de fiestas, partidos de tenis y otros acontecimientos del Club. Stoll no parecía pertenecer a ese ambiente. Era un hombre de buen ver, de mirada fría, de unos cuarenta años, vestido con un poco de atildamiento, con las pequeñas complacencias de alguien empeñado todo el tiempo en agradar, sin mayor eco. Su nombre, grabado en una placa, decía: Reto Stoll, Gerente.
Se mostró muy cordial conmigo cuando le dije que trabajaba con los Jamieson.
—Siéntese, Mr. Archer —tenía un vago acento alemán—. ¿En qué puedo servirle?
Me senté frente a él, con el escritorio separándonos.
—Mrs. Strome me dijo que usted había tenido dificultades con Martel.
—Las tuve, es cierto, pero eso ya terminó. Olvidemos lo pasado, y más teniendo en cuenta que Mr. Martel nos deja.
—¿Se va a causa de las dificultades que tuvo con usted?
—En parte creo que sí. Por supuesto, yo no le pedí que se fuera. Pero, por otro lado, tampoco insistí en que se quedara cuando nos anunció su propósito de irse. Hoy, en el momento en que entregó las llaves y pagó su cuenta, di un suspiro de alivio —Stoll extendió sus manos, cuidadosamente manicuradas, delante de su traje cruzado.
—¿Por qué?
—Porque era un volcán. Podía entrar en erupción en cualquier momento. En el Club queremos mantener una atmósfera de camaradería.
—Hábleme acerca de las dificultades que tuvo con Martel. Podría ser importante. ¿Qué fue lo que hizo?
—Amenazó con matarme. ¿Quiere que le cuente toda la historia, desde el principio?
—Por favor, sí.
—Sucedió hace ya varias semanas. Mr. Martel había ordenado que se le sirviera una bebida en su cabaña. Ajenjo. El muchacho del bar estaba ocupado, así que se lo llevé yo. A veces lo hago, como una deferencia especial. Miss Fablon estaba con él. Hablaban, en francés. Como el francés es una de mis lenguas nativas, me detuve detrás de la persiana y escuché. No fue una cosa premeditada —alzó virtuosamente sus ojos al cielo—. Pero a él le pareció que lo estaba espiando y, saltando, me atacó.
—¿Con los puños?
—Con una espada.
La mano de Stoll se dirigió a su estómago.
—Tenía una espada disimulada en un bastón de bambú.
—Ya he visto ese bastón. ¿Llegó a pincharlo?
—Mantuvo la punta de la espada sobre mi cuerpo —Stoll se acarició la preciada curva de su vientre, por encima de sus pantalones a rayas—. Afortunadamente, Miss Fablon logró calmarlo y terminó disculpándose. Pero nunca volví a sentirme a gusto con él en el Club.
—¿De qué hablaban cuando usted los escuchó?
—Martel llevaba toda la conversación. Me pareció que era de tono místico. Estaba diciendo que un filósofo creía que el pensamiento era la base de todo… La source de tout —la mente de Stoll se columpiaba de uno a otro idioma—. Pero el señor Martel aseguraba que ese philosophe estaba equivocado. La réalité no existía hasta que dos personas pensaran juntas. Así que la base de todo era l’amour —el gerente hizo, con la comisura de los labios, un gesto de incomprensión—. Para mí eso no tenía mucho sentido.
—¿Y para ella?
—Por supuesto que sí. Le estaba haciendo el amor. Ahí estaba la cosa. Se enojó conmigo porque lo interrumpí en medio de sus avances. Cuando vuelvo a pensar en este episodio, más me convenzo de que ese hombre es un psicópata. Los hombres normales no se excitan de esa manera por una cosa tan insignificante —cerró el puño sin mucha fuerza—. Le debí pedir, en ese mismo momento, que renunciara a los privilegios que le daba su condición de socio.
—Me sorprende que usted no lo hiciera.
Se ruborizó un poco.
—Bueno, usted ya lo sabe, él es… o era, el protegé de Mrs. Bagshaw. Ella es uno de los miembros más antiguos del Club y se acaba de mudar al chalet que está junto al mío. Me disgustaba molestarla. Siento que mi papel principal aquí consiste en servir como de una especie de amortiguador —alzó de nuevo sus ojos al techo, como si el dios de los hoteleros residiera allí, sobre su cabeza—. Yo trato siempre de estar entre nuestros socios y las cosas desagradables de la vida.
—Estoy seguro de que lo hace muy bien.
Aceptó mi cumplido con mucha formalidad, haciendo una inclinación de cabeza.
—Gracias, Mr. Archer. El Club de Tenis, en su ramo, tiene fama de ser uno de los mejor administrados. Le he dado diez años de mi vida. Me preparé en las escuelas hoteleras de Zurich y Lucerna.
—¿Qué quiso usted decir con eso de que el francés era una de sus lenguas nativas?
Sonrió:
—Yo tengo cuatro lenguas nativas: francés, alemán, italiano y romanche. Nací en el cantón romanche de Suiza, Sylvaplana —su lengua pareció acariciar el nombre.
—¿Dónde nació Martel, Mr. Stoll?
—Me he hecho esa misma pregunta muchas veces. Según dice Mrs. Bagshaw, él declara ser parisiense. Pero, por lo poco que he oído de él, su francés no es francés de París. Es demasiado provinciano, demasiado formal. A lo mejor es canadiense… o sudamericano. No sé. No soy un perito en lingüística.
—Casi lo es —le dije, dándole ánimos—. ¿Así que usted piensa que puede ser canadiense o sudamericano?
—Es tan sólo una idea. En realidad no estoy muy familiarizado con el francés de Canadá o de Sudamérica. Pero sí estoy seguro que Martel no es de París.
Di las gracias a Stoll. Me despidió con una inclinación de cabeza.
Al entrar, yo había visto, en la pared, un tablero con boletines de la oficina. Clavadas en su superficie de corcho, estaban algunas fotografías instantáneas, maltratadas, de personas bailando en una fiesta. Debajo, como una advertencia de que para entrar al Paraíso hay que pasar por el Purgatorio, había una lista, escrita a máquina, de siete miembros del Club que estaban atrasados en sus cuotas. Mrs. Fablon era uno de ellos.
Le mencioné esto a Ella.
—Es cierto. Mrs. Fablon está pasando un momento difícil. Me hizo la confidencia de que algunas de sus inversiones habían fracasado. Me disgustó poner su nombre en la lista, pero es una imposición del reglamento del Club.
—Esto me anima a hacerle una pregunta que puede ser interesante. ¿Usted cree que Virginia Fablon ande tras el dinero de Martel?
—No tiene sentido. Virginia se iba a casar con Peter Jamieson. Y los Jamieson tienen diez veces más dinero que el que Mr. Martel pueda haber soñado.
—¿Está segura de eso?
—Sé diferenciar la gente de dinero de la que no lo tiene. Y también la que lo ha tenido por un tiempo de la que no lo ha tenido nunca. Si quiere mi opinión. Mr. Martel es un noveau riche. Y más noveau que riche. Acá se sintió fuera de lugar y ha gastado su dinero como un marinero borracho. No le ha servido de mucho.
—Excepto para conseguir a Ginny. Se casaron este fin de semana.
—¡Pobre chica!
—¿Por qué la compadece?
—Creo que hay suficientes motivos. ¿No le parece que está haciendo esperar demasiado a Mr. Jamieson? ¿Está trabajando para él?
—Si
—¿Usted es un detective particular, no es cierto?
—Sí. ¿Qué opinión tiene usted de mi cliente?
—Me recuerda algo que leí una vez. Decía que dentro de todo hombre gordo hay un flaco que llora por salir. Sólo que Peter es un muchacho tan joven que hace que todo esto parezca peor. Espero que esto le servirá para hacerse hombre —terminó, pensativa.
—Veremos —con un dedo le señalé el tablero con los boletines—. Ustedes tienen algunas fotos en ese tablero. ¿Tienen un fotógrafo profesional?
—Hay uno que viene a veces. ¿Por qué?
—Me pregunto si no habrá fotografiado a Martel.
—Lo dudo. Puedo preguntárselo. Pero Eric no viene esta noche.
—Búsquemelo. Dígale que le pagaré el tiempo que me dedique.
—Trataré de encontrarlo.
—Haga lo imposible. Hay dudas sobre la identidad de Martel y necesitamos su fotografía, si es que la hay.
—Dije que trataré de encontrarlo.
Me condujo hasta el comedor, que se componía de dos salones contiguos, uno de los cuales tenía una pista de baile y un estrado donde estaba una pequeña orquesta, que en ese momento no tocaba. En el otro habría unas treinta mesas, rutilantes de flores y platería. Peter se encontraba sentado en una de ellas, frente a los ventanales, mirando pensativamente hacia la oscura playa. Cuando me vio, se puso de pie con ansiedad, pero esa ansiedad tenía más que ver con la comida que conmigo. A la vista de la comida que consistía en un buffet froid, Peter sufrió una trasformación, como si su melancólica pasión por Ginny hubiera tomado otro rumbo. Llenó dos platos, para él solo; uno con cinco clases de ensalada, jamón crudo, camarones y cangrejo, el otro con asado, papas y arvejas. Se lanzó sobre los alimentos con tal avidez y glotonería, que me hizo sentir como un voyeur. Mientras masticaba, su mirada permanecía fija y como ausente. Sobre la frente le comenzaron a aparecer algunas gotas de transpiración. Limpió su plato con un trozo de pan, que luego comió, sumiéndose más tarde en un estado de contemplación, mientras apoyaba la barbilla contra su mano.
—No termino de decidirme sobre el postre.
—No necesita postre.
Me miró como si yo hubiera decidido tenerlo a pan y agua por un mes. Me dieron ganas de mandarlo al diablo. Mirándolo comer, me había preguntado si le hacía un favor a Ginny, intentando devolvérsela a mi cliente. Martel, por lo menos, era un hombre. Tal vez Peter procediera alguna vez como tal, como había dicho Ella, pero cuando se sentaba a la mesa apenas si era un hombre. Era un apetito caminando bajo la apariencia de hombre.
—No sé qué elegir, si una bomba de chocolate o un helado de crema con chocolate caliente encima.
—Coma las dos cosas —le dije.
—No le veo la gracia. Mi cuerpo necesita combustible.
—Ya lo ha rellenado de tanto combustible como el que necesitaría un barco de la línea Matson para llegar a Honolulu.
—Usted parece olvidar que yo soy su empleador y que aquí es mi invitado —dijo, sonrojándose un poco.
—Dejemos de lado los problemas de la personalidad y de la comida y hablemos sobre algo efectivo. Hábleme de Ginny.
—Después de comer el postre.
—Antes. Antes de que tanta comida lo entontezca.
—Usted no puede hablarme así.
—Alguien tiene que hacerla. Pero no discutamos más sobre eso. Quiero saber si Ginny es de esa clase de chicas que giran como una veleta ante cualquier hombre.
—Hasta ahora, no.
—¿Ha andado con otros hombres?
—Con muy pocos. Más que con ninguno, conmigo —se sonrojó otra vez, evitando mi mirada—. Nunca, si le interesa saberlo, estuve tan gordo. Ginny y yo manteníamos relaciones formales cuando estábamos en la secundaria. Pero después de aquello ya no tuvo interés en… bueno, sexo, besuqueos y lo demás. Seguíamos siendo amigos, salíamos algunas veces juntos, pero ya no nos entendíamos más en el verdadero sentido de la palabra.
—¿Qué la hizo cambiar?
—En primer lugar porque le daba y daba a los libros… Era muy buena alumna. Yo no —el recuerdo pareció perturbarlo—. Pero, sobre todo, por lo que le sucedió a su padre.
—¿Su suicidio?
—Ginny era muy apegada a su padre —asintió Peter—. Se puede decir que sólo ahora se ha repuesto de su muerte.
—¿Cuánto tiempo hace que esto pasó?
—Hace casi siete años. Siete años se cumplen este otoño. Bajó a la playa una noche y entró al agua vestido de pies a cabeza.
—¿En esta misma playa? —Miré hacia afuera. La marea estaba baja. Apenas era visible la espuma blanca de las olas que rompían lejos.
—En este mismo lugar, no. Fue como a mil quinientos metros de aquí —me indicó un farallón que asomaba, oscuro, entre las más distantes luces del puerto—. Pero existe una corriente en esta dirección. Y, cuando su cuerpo salió a la superficie, fue justamente aquí. No volví a entrar al mar por mucho tiempo. Creo que Ginny no lo hizo nunca más. Ella usa… usaba, la piscina.
Se quedó sumido en el silencio durante unos momentos.
—Mr. Archer, ¿no podremos hacer nada en este asunto de Martel? ¿Averiguar si se han casado legalmente o no?
—Estoy seguro de que lo están. Ginny no tendría por qué mentir, ¿no le parece?
—No. Pero parece estar como embrujada por él. Ya pudo ver usted, con sus propios ojos, que aquella no parecía una situación normal.
—Ginny dice que está enamorada de él.
—No puede estarlo. Debemos evitar que se la lleve de aquí.
—¿Y cómo? ¡Este es, todavía, un país libre!
Peter se inclinó hacia mí sobre la mesa.
—¿Ha tenido usted en cuenta la posibilidad de que Martel esté en el país ilegalmente? Admitió que no tenía pasaporte.
—Valdría la pena averiguarlo. Pero lo peor que podrían hacer es deportarlo, porque Ginny se iría con él.
—Ya veo lo que quiere decir. Se empeorarían las cosas.
Apoyó sobre los puños su barbilla acolchada y se quedó pensativo. La parte del comedor donde estábamos nosotros empezó a llenarse de gente que venía del bar. Algunos de ellos vestían de etiqueta. Diamantes y rubíes relucían en las manos y en las gargantas, como vestigios de un pasado brillante. El suave rumor del océano se perdía entre el bullicio de las conversaciones y la música.
La gente parecía estar hablando contra la oscuridad que se apretaba sobre los ventanales. Fablon y su muerte seguían presentes en mi interior.
—Usted dijo que Ginny quería mucho a su padre.
Peter se sobresaltó, saliendo de su ensimismamiento.
—Sí, así es.
—¿Qué tipo de hombre era Fablon?
—Era lo que se ha dado en llamar un deportista. Le gustaba la caza mayor, la pesca, navegar, el polo, los coches sport y los aviones.
—¿Todo eso?
—Sí. En diferentes épocas. Perdía interés en un deporte y probaba otro. Parecía no poder encontrar nada capaz de absorber su mente. En un tiempo, cuando yo era un muchachito de colegio, me dejaba seguirlo. Hasta solía llevarme a volar en su avión —los ojos de Peter se humedecieron con la reminiscencia—. Estuvo unos meses en la fuerza aérea, hasta que lo licenciaron por invalidez.
—¿Qué pasó con él?
—No lo sé con exactitud. Estrelló su avión en un vuelo de prueba y así fue que nunca entró en la guerra. Fue una gran desilusión para él. Se le notaba una pequeña renquera al caminar. Creo que esa fue la razón por la que se dedicó a todos esos deportes.
—¿Cómo era, físicamente?
—Supongo que uno diría que buen mozo. Tenía cabello negro, ojos oscuros, y siempre estaba muy tostado por el sol. Ginny salió a su madre. Pero no sé por qué está usted tan interesado en la familia de Ginny. ¿Cuál es el motivo?
—Estoy tratando de comprenderla y comprender por qué se enamoró tan profundamente y tan de repente, de Martel. ¿Acaso él se parece a su padre?
—Algo —admitió de mala gana—. Pero Fablon era mucho más buen mozo.
—Usted dijo que Fablon era en parte francés. ¿Hablaba francés?
—Creo que podría haberlo hecho si hubiera querido. Según me dijo, vivió un tiempo en Francia.
—¿Dónde?
—En París. Fue en la época en que estudiaba pintura.
Yo empezaba a tener una idea de Fablon. En estos círculos sociales, constituía un tipo bastante común: el hombre que prueba todo y no triunfa en nada.
—¿De dónde sacaba dinero para todas sus aficiones? ¿Trabajaba?
—Probó varios trabajos. En seguida de terminar la guerra, entró en un negocio de trasporte aéreo. Lo malo fue que se puso a competir con los Tigres Voladores. En una ocasión me dijo que había perdido cincuenta mil dólares en seis meses. Pero según me aclaró, se había divertido mucho.
El tono de Peter era elegíaco, nostálgico. En otra época, con otro cuerpo, quizá le hubiera gustado vivir en la forma que lo había hecho el suicida.
—¿Y quién pagaba sus diversiones?
—Mrs. Fablon, con toda seguridad. Su apellido de soltera es Proctor —hizo una pausa, frunciendo ligeramente el entrecejo—. Estoy acordándome de algo. No tiene nada que ver con nada, pero es interesante —girando la cabeza, me señaló de nuevo el oscuro farallón—. La playa donde se ahogó Fablon, pertenecía a los Proctor. Formaba parte de su propiedad. La madre de Ginny tuvo que venderla hace diez años.
—Tres años antes de morir Fablon.
—Así es. Si hubiera esperado hasta ahora, podría venderla en un millón, por parte baja. Pero oí decir que la vendió por centavos, para poder pagar las deudas de Fablon.
—¿Quién la compró?
—Una compañía, para hacer un cementerio. Todavía no han hecho nada allí.
—No sé si voy a poder esperar hasta que lo inauguren…
Peter se estremeció ante mi ligereza. Un minuto después dejó la mesa y abandonó el comedor. Lo vi más tarde, conversando con un hombre de smoking. El hombre dio vuelta la cabeza y pude observar la dura línea de su mandíbula. Era el doctor Sylvester, cuyo almuerzo con Mrs. Fablon yo había interrumpido esa mañana.
Sylvester entró al bar. Peter se abrió camino hasta colocarse al final de la cola que se había formado frente a la mesa de los postres. Se quedó allí de pie, como un fervoroso comulgante, con sus ojos soñadores pasados sobre los pasteles, las tortas y las confituras.