Peter me aguardaba al lado de la verja. El profesor Tappinger estaba ya en su casa, dispuesto a recibirnos. Vivía en la ciudad portuaria anexa, en un barrio pobre, cuya única ventaja evidente era tener vista al mar. El sol, pesado y rojo, estaba próximo a hundirse en el horizonte. Su imagen flotaba como fuego líquido sobre el agua.
La casa de los Tappinger era un chalet pintado de verde, que a no ser por su color diferente, era una réplica de cada una de las casas de la manzana. El camino que conducía a la puerta del frente estaba trasformado en una pista para carrera de obstáculos con patines, una bicicleta, un triciclo. Abrió la puerta una niñita de seis o siete años. Tenía los cabellos rubios y los ojos enormes llenos de curiosidad.
—Dice papá que los espera en el estudio.
Nos guió, a través de un living maltrecho, hasta la cocina. Una mujer estaba agachada sobre la piscina, pelando papas, en una actitud entre pasiva y agresiva. Un chico pequeño estaba prendido de sus rodillas, revolviéndose. La mujer no prestaba atención ni al chico ni a nosotros. Era joven, bien parecida: no tendría más de treinta años; se había peinado haciéndose una juvenil cola de caballo. Sus ojos azules se posaron fríamente sobre mí.
—Está en el estudio —nos dijo.
Y, con una rodilla, nos señaló la puerta.
Entramos a un garaje trasformado en estudio, con las paredes cubiertas de estantes con libros. Sobre la mesa de trabajo, tapada de libros y papeles, pendía de una cadena colgada del techo una lámpara fluorescente. El profesor estaba sentado allí, dándonos la espalda. No se dio vuelta cuando Peter le habló. Nos produjo la impresión de estar interrumpiendo un importante trabajo intelectual.
—Profesor Tappinger —volvió a decir Peter.
—Ya lo he oído —contestó. Había impaciencia en su voz—. Perdónenme un minuto más, por favor. Estoy tratando de terminar una frase.
Se rascó la cabeza con la punta de su lapicera e hizo unas anotaciones. Su cabello castaño cobrizo tenía escarchados de gris los bordes. Cuando se puso de pie vi que era de corta estatura y que fácilmente le llevaría diez años a su hermosa mujer. Con su boca sensitiva y sus facciones nítidas, quizá también había sido buen mozo. Pero parecía como si saliera de una reciente enfermedad, cuya imagen atormentaba sus ojos, detrás de los lentes para leer. Su apretón de manos fue frío.
—¿Cómo está usted, Mr. Archer? ¿Qué tal, Peter? Perdónenme por haberlos hecho esperar tanto. Robo estos preciosos momentos de concentración del flujo bergsoniano. Con el peso de doce horas de enseñanza y toda la preparación que eso implica, es difícil poder escribir algo. Envidio a Flaubert que podía darse el lujo de emplear todo un día en la búsqueda de la palabra exacta, le mot juste…
Tappinger parecía tener el hábito profesional de no dejar de hablar. Lo interrumpí:
—¿En qué está trabajando?
—En un libro, si alguna vez tengo tiempo para hacerlo. El tema es la influencia francesa en la literatura norteamericana moderna… En este momento estudio el discutido asunto de Stephen Crane. Pero eso no le interesaría. Peter me dijo que usted es detective.
—Sí. Estoy tratando de obtener alguna información referente a un hombre llamado Francis Martel. ¿Lo conoce?
—Lo dudo. Pero el apellido es verdaderamente interesante. Es uno de los antiguos apellidos de Francia.
—Se supone que Martel es francés. Según su versión es un refugiado francés.
—¿Qué edad tiene?
—Alrededor de treinta años —se lo describí—: Es un hombre de mediana estatura, bien plantado. Pelo negro, ojos negros, cutis oscuro. Tiene un acento francés, a veces fuerte, a veces débil.
—¿Y usted piensa que es simulado?
—No lo sé. Pero si es un simulador, ha engañado a muy pocas personas. Estoy tratando de descubrir quién y qué es en realidad.
—La realidad es una cosa engañosa —dijo sentenciosamente Tappinger—. ¿Qué quieren que haga… escuchar su francés y determinar acerca de su autenticidad?
Hablaba en tono de broma, pero yo le respondí muy seriamente:
—Sería una buena idea, de poder llevarla a cabo. Pero Martel está a punto de salir de la ciudad. Pienso que si usted pudiera preparar algunas preguntas que sólo un francés instruido pudiera contestar…
—¿Quiere que le prepare un test, no es eso?
—Con sus respuestas.
—Creo que puedo hacerlo. ¿Cuándo lo necesita? ¿Mañana?
—Ahora mismo.
—Eso es simplemente imposible.
—Pero es que puede irse en cualquier momento…
—¡No puedo ayudar en eso! —La voz de Tappinger se agudizó como la de una mujer—. Esta noche tengo que leer cuarenta deberes… esos burócratas del colegio ni siquiera me facilitan un estudiante lector. No tengo tiempo ni para mis propios hijos.
—De acuerdo. Dejémoslo. Para empezar, no era una buena idea.
—Pero tenemos que hacer algo —dijo Peter—. Me gustaría pagarle por su tiempo, profesor.
—No quiero su dinero. Todo lo que quiero es el uso libre de mi tiempo.
Tappinger estaba, prácticamente, gimiendo. Su mujer abrió la puerta de la cocina y nos miró. Su rostro se había fijado en una expresión de inquietud que, de algún modo daba la impresión de haberse embotado por el influjo de la costumbre.
—¿Pasa algo malo, papá?
—No pasa nada. Y no me llames papá. No soy mucho más viejo que tú.
Ella se encogió de hombros con un gesto de desprecio básico, mirándome:
—¿Qué es lo que pasa aquí?
—Parece que pusimos nervioso a su marido. No vinimos en buen momento.
Tappinger, en tono más tranquilo, le dijo a su mujer:
—No es nada para que te preocupes, Bess. Se supone que debo preparar unas preguntas para probar los conocimientos de francés de cierta persona.
—¿Eso es todo?
—Sí.
Mrs. Tappinger cerró la puerta de la cocina. Tappinger se volvió hacia nosotros:
—Discúlpenme por haberles levantado la voz. Tengo dolor de cabeza —se apretó la frente con su pálida mano—. Creo que podré hacerles el trabajo ahora… he gastado el doble de energía sólo hablando de hacerlo, pero no comprendo el apuro.
—Martel se lleva a Ginny —dijo Peter—. Debemos detenerlo.
—¿Ginny?
Tappinger pareció perplejo.
—Pensé que usted ya le había hablado de ella, Peter.
—Traté de hacerlo por teléfono, pero no quiso oírme —se dirigió a Tappinger—: ¿Recuerda a Virginia Fablon, profesor?
—Naturalmente. ¿Tiene algo que ver en esto?
—Bastante. Piensa casarse con Martel.
—¿Y usted está enamorado de ella, no es eso?
Peter se sonrojó:
—Sí, pero no hago esto por egoísmo. Ginny no se da cuenta del peligro que corre.
—¿Ha hablado ya con ella de este asunto?
—He intentado hacerlo, pero está enamoradísima de Martel. Él fue el causante de que abandonara el colegio el mes pasado.
—Yo creí que estaba enferma. Por lo menos eso fue lo que se dijo en el colegio.
—No le sucede nada —dijo Peter—. Martel es su enfermedad.
—¿Y cuál es la opinión de ella sobre su pretendida nacionalidad?
—Ginny está ciega por Martel.
—Si ella lo acepta como francés, es porque es francés. La señorita Fablon tiene un dominio perfecto de ese idioma y no puede equivocarse.
—Martel podría ser las dos cosas a la vez, francés y simulador —dije yo—. Estamos tratando de descubrir si es en realidad el aristócrata cultivado que pretende ser.
Por primera vez Tappinger pareció interesado:
—Eso podría ser factible. Déjenme hacer la prueba —se sentó ante la mesa atiborrada, tomando la lapicera—. Concédanme sólo diez minutos, caballeros.
Salimos, dirigiéndonos al living. Mrs. Tappinger nos siguió, con el niño de tres años a la rastra.
—¿Está bien, papá? —me preguntó, con una voz infantil, tan finita y suave, que sonaba como una parodia de ella misma.
—Creo que sí.
—Desde el año pasado no ha estado bien. No lo tuvieron en cuenta para titular de la cátedra. Fue una terrible desilusión. Trata de desahogarse con cualquiera… bueno, cualquiera que esté a mano. Especialmente conmigo —hizo su característico encogimiento de hombros. Esta vez su gesto de desprecio parecía dedicado a ella misma.
—Por favor —dijo Peter, molesto—. El profesor Tappinger ya se ha disculpado con nosotros.
—Eso está bien. En general no lo hace. Sobre todo cuando estamos en familia.
Se refería al comportamiento de Tappinger con ella. Era de sí misma de quien quería hablar. Y era conmigo con quien quería hacerlo. Su cuerpo apoyado en el vano de la puerta, las miradas de soslayo de sus ojos azules, los movimientos desanimados de su boca, más que las palabras que ésta pudiera pronunciar, decían que era una bella durmiente, prisionera en una casa del suburbio, junto a un profesor temperamental que no había llegado a ser titular de una cátedra.
El niño de tres años volvió a acometerla, ciñéndole el vestido de percal sobre sus redondos muslos.
—Usted es una linda chica —dije, mientras Peter permanecía junto a nosotros como un chaperón.
—Lo era hace doce años, cuando me casé con él —dijo, haciendo un movimiento con la cadera. Alzó al niño, llevándoselo a la cocina, como si cargara con el peso de su arrepentimiento.
Una mujer casada, con un niño a cuestas, no era precisamente mi plato favorito, pero ella me interesaba. Eché una ojeada al living. Era astroso, con su alfombra gastada y los destartalados muebles de roble. Las paredes estaban virtualmente empapeladas con reproducciones de los post-impresionistas, visiones de un mundo idealmente brillante.
La puesta de sol, en la ventana, competía en brillo con los Van Gogh y los Gauguin. El sol ardía como un barco de fuego en el agua, hundiéndose lentamente, hasta que sólo un humo rojo quedó flotando en el cielo. Una barca de pescadores entraba al puerto, negra y pequeña, contra el grandioso poniente. Arriba, su resplandor despertó a unas cuantas gaviotas, que giraron como chispas de su fuego extinguido.
—Estoy preocupado por Ginny —dijo Peter a mis espaldas.
Yo también lo estaba, aunque no lo decía. Tenía fresco ahora, en mi memoria, el preciso instante en que Martel había amenazado con el revólver a Harry Hendricks y que en aquel momento no me había parecido tan real. Por otra parte, la idea de examinar a Martel en francés me pareció absurda e inútil.
Un muchacho, de unos once años, hizo su entrada por la puerta del frente. Pisando con fuerza y dándose importancia, se dirigió a la cocina, para anunciar a su madre que se iba a la casa de al lado a ver televisión.
—No, no vas a ir —el severo tono maternal que empleaba ahora, era diferente por completo, al que había usado para dirigirse a mí o a su marido—. Te quedarás aquí. Ya casi es la hora de comer.
—Estoy muerto de hambre —me dijo Peter.
El chico le preguntó a su madre por qué ellos no tenían televisión, como sus vecinos.
—Por dos razones. Ya hemos hablado de esto antes. Uno: tu padre no aprueba la televisión. Dos: no podemos comprarla.
—Ustedes siempre están comprando libros y discos. La televisión es mejor que los libros y los discos.
—¿Te parece?
—Mucho mejor. Cuando compre mi propia casa voy a tener televisión en colores en cada habitación. Y ustedes podrán venir a mirarla —concluyó, con magnificencia.
—Tal vez lo hagamos entonces —se abrió la puerta del estudio y quedó terminado el entredicho.
El profesor Tappinger entró, agitando una hoja de papel en cada mano.
—Las preguntas y las respuestas —dijo—. He elegido cinco preguntas que todo francés bien instruido tiene que saber contestar. Creo que a no ser un estudiante francés ya graduado, nadie podría hacerlo. Las respuestas son lo suficientemente simples como para que ustedes puedan comprobarlas sin necesidad de saber mucho francés.
—Perfecto. Lo escuchamos, profesor.
Empezó a leer en voz alta:
Primera: ¿Quién escribió originariamente Les Liaisons dangereuses y quién hizo la versión moderna cinematográfica? Choderlos de Laclos escribió el original, y Roger Vadim hizo la película.
Segunda: Complete la frase: Hypocrite lecteur …
Respuesta: Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frére (del primer poema Fleurs du mal, de Baudelaire).
Tercera: Nombre de un gran pintor francés, que creía que Dreyfus era culpable. Respuesta: Dégas.
Cuarta: ¿Qué glándula designó Descartes como residencia del alma humana? Respuesta: La glándula pineal.
Quinta: ¿Quién fue el principal responsable de que Jean Genet saliera de la cárcel? Respuesta: Jean-Paul Sartre.
—¿Es algo así lo que usted había pensado?
—Sí. Pero me parece que el acento se ha cargado en un solo sentido. ¿No debería haber algo sobre política o historia?
—No estoy de acuerdo. Si el hombre es un impostor que se quiere hacer pasar por refugiado político, lo primero en que se prepararía es en historia y política. Mis preguntas son más sutiles y abarcan un ámbito que requiere años para ser conocido —su mirada se animó—: Quisiera poder hacerle las preguntas yo mismo.
—También a mí me gustaría que se las hiciera. Pero puede ser peligroso.
—¿Realmente?
—Martel amenazó a un hombre con un revólver, el otro día. Pienso que es mejor que me deje a mí ir contra él.
—Y yo —dijo Peter—. Insisto en ir con usted.
Tappinger nos acompañó hasta nuestros coches, como para hacerse perdonar su anterior impaciencia. Pensé ofrecerle dinero por su trabajo, cinco o diez dólares, pero decidí no arriesgarme. A lo mejor solamente conseguía hacerle recordar que necesitaba dinero y volver a enojarlo de nuevo.