El señor Jamieson acaba de irse —me dijo la mujer de la oficina—. No sé cómo pudo escapársele.
Tenía una voz bien modulada y parecía sentir contrariedad. La miré con más detenimiento que antes. Era una mujer joven y atrayente, vestida con un traje sastre de lana marrón. Su cabello oscuro enmarcaba un rostro ovalado, de expresión mordaz. Estaba un poco entrada en carnes, pero eso era atribuible a su ocupación sedentaria.
—Ya hablé con el señor Jamieson, pero no se lo diga a nadie.
—¿Por qué se me iba a ocurrir hacerlo?
—Alguien podría preguntárselo.
—Nunca comento con nadie las entradas o salidas de los socios y sus amigos. Además, no recuerdo su nombre.
—Archer… Lew Archer.
—Me llamo Ella Strome —el nombre que estaba en la plaqueta de su escritorio decía: Mrs. Strome - Secretaria. Me vio mirándola y añadió, en un tono neutro—: Ya no estoy casada.
—Yo tampoco. ¿A qué hora sale a comer?
—Hoy no salgo. Esta noche tenemos cena y baile aquí. Gracias de todos modos.
—De nada.
En el estacionamiento, al lado de las canchas de tenis, Peter me esperaba en su Corvette. El lugar estaba cerrado por un espeso enjambre verde de árboles de eucaliptos y su leve aroma medicinal perfumaba el aire. De la media docena de canchas solamente una estaba ocupada: un profesor, luciendo la camisa reglamentaria, con la inscripción Club de Tenis, le estaba enseñando a una niña muy pequeña, cómo servir el juego, mientras su madre la vigilaba desde uno de los costados.
—El profesor Tappinger no está ni en su casa ni en su despacho —dijo Peter—. Su mujer dijo que debía estar en camino.
—Mientras puedo aprovechar el tiempo acá. Tengo entendido que Mrs. Bagshaw vive en el Club.
—Sí. En uno de los cottages —me indicó, a través de los árboles, uno que estaba al final del grupo.
—¿Le ha hecho preguntas sobre Martel?
—No.
—¿Pero usted conoce bien a Mrs. Bagshaw?
—No mucho. Conozco en general a todos los de Montevista —comentó sin mucho entusiasmo—. Creo que también todos me conocen a mí.
Atravesé el bosquecillo de eucaliptos y luego una puerta de hierro, situada en una cerca de estacas que cerraba una extensión de césped, cerca de la piscina. Más o menos una docena de chalets pintados de gris, estaban dispersados por el césped, separados de sus vecinos por patios tapiados y macizos florecidos. Un mexicano de baja estatura, vestido con un mono color kaki, manipulaba una manguera entre los macizos.
—Buenos días[1].
—Es un lindo día —me contestó, mostrando una hilera blanca de dientes. Levantó la manguera hacia el cielo y cayó un chorro de agua como un surtidor—. ¿Busca a alguien?
—A Mrs. Bagshaw.
—Aquel es su cottage —el techo estaba oculto a medias por una avalancha de Santa Rita—. Hace apenas unos minutos que regresó.
Mrs. Bagshaw resultó ser una de las jugadoras de bridge que estaban cerca de la piscina. Era, justamente, la que había pedido los cafés, una señora muy despierta, de alrededor de setenta años.
—¿No lo acabo de ver conversando con Stanley? —me preguntó.
—Sí, es cierto.
—¿Y luego con el señor Martel?
—Sí.
—¿Y ahora conmigo? Está siguiendo un itinerario muy interesante —sacudió sus blancos rulos—. No sé si enorgullecerme o desconfiar.
—No haga ninguna de las dos cosas, señora. Mi nombre es Archer y soy un detective, como ya se habrá dado cuenta.
Me hizo entrar a una salita que tenía demasiados muebles. La alfombra oriental que cubría el piso era tan buena que casi me apenó tener que pisarla. Se dio cuenta de que había reparado en ella y me dijo:
—No encaja para nada en este lugar. Pero no podría soportar la idea de dejarla. Siéntese. Me imagino que estará ya interesado en el deporte favorito del pueblo, que es entrometerse en los asuntos particulares de Francis Martel.
—Es mi profesión, señora, no mi deporte.
—¿Quién lo hizo venir acá? —dijo, bruscamente.
—Una familia de la localidad.
—¿Marieta Fablon?
—Sí. Está muy interesada en el resultado de mis investigaciones.
—Investigaciones es un nombre muy fino para lo que usted hace, Mr. Archer. Prácticamente, está echando del pueblo a Mr. Martel. ¿Es ese su propósito?
—No.
—Quisiera creerlo. Pues ya lo sabe: se va. Me lo dijo no hace quince minutos.
—¿Ginny Fablon se va con él?
Bajó la mirada hasta el regazo.
—No se habló de Miss Fablon para nada. Ya tiene veinticuatro años. A su edad, yo llevaba cinco años de casada. Es perfectamente capaz de cuidarse y tomar decisiones —la voz, que le había temblado un momento, recuperó su fuerza—. Es más capaz que muchas otras jóvenes. Esa es mi opinión.
—¿Entonces usted cree que se va con él?
—No lo sé. Pero creo que este es un país libre.
—Lo es para gente que sabe con quién y con qué tiene que luchar. No se pueden tomar decisiones válidas, si no se basan en hechos objetivos.
Sacudió sus rulos otra vez. Su rostro se endureció como si fuera de cemento:
—No quiero escuchar una disertación. Yo introduje a Francis Martel en los círculos de Montevista y estoy satisfecha de haberlo hecho. Ese joven me gusta. Es cierto que no puedo presentarle una copia de su árbol genealógico, pero estoy segura de que tiene uno y muy bueno. Es uno de los jóvenes franceses más distinguidos que conozco.
—Entonces, ¿es francés?
—¿Acaso existe alguna duda al respecto?
—Siempre existen las dudas, mientras no se aclaran los hechos.
—¿Y usted es el árbitro principal de estos hechos, no es cierto?
—Es natural que trate de serlo, en beneficio de mis propias investigaciones.
El nuestro fue un cambio de frases abiertamente afiladas y eso la hizo enojar. Trató de borrar su enojo riéndose de mí:
—¿Le gusta discutir, verdad?
—Tal vez, aunque confieso que no me conduce a ninguna parte.
—Porque no tiene ninguna parte adónde ir. Únicamente porque Mr. Martel no tiene el aspecto de otras personas, resuelven que hay en su pasado algún oscuro secreto. Lo que les pasa a mis vecinos es bien simple: no tienen bastante que hacer y viven como los isleños de Sicilia, sacándose los trapos al sol. Y si no hay bastante ropa sucia para exhibir, la fabrican.
Me pareció que estaba insegura, pues de lo contrario no hubiera hablado tanto y tan bien. De alguna manera se sentía responsable de Martel. Lo dijo tras el silencio que surgió entre nosotros:
—¿Ha encontrado algo en contra de él?
—Aún no.
—¿Quiere decir que espera encontrar algo?
—No lo sé. ¿Cómo fue que lo conoció? ¿Por medio de negociantes en propiedades?
—Oh, no. Tenemos amigos comunes.
—¿Acá, en Montevista?
—En Washington —me contestó—. Para ser más precisa, en Georgetown. El general Bagshaw y yo vivimos un tiempo allá.
—¿Y allí usted conoció a Martel?
—No dije eso. Martel conocía antiguos vecinos nuestros —se detuvo, mirándome dubitativamente—: No creo que deba darle el nombre de ellos.
—Me ayudaría, si pudiera dármelos.
—No. Es gente muy buena y gentil y no quiero molestarla por una cosa así.
—Martel se los dio como referencia. A lo mejor ellos no aprobarían eso. Puede ser que ni lo conozcan.
—Estoy segura que sí.
—¿Le dieron una carta de presentación para usted?
—No.
—¿Entonces todo lo que tiene es la palabra de Martel?
—Me parece… me pareció que era suficiente. Habló de ellos con tanta seguridad… —Pero la intranquilidad con que ahora me miraba, mostró que, al acentuarse, iba destruyendo la confianza que tenía en su propio juicio—. ¿Cree usted sinceramente que Martel sea algo así como un impostor?
—Eso es lo que me inclino a pensar. Trato de hacer que usted piense lo mismo.
—Y así arrancarme un nombre —contestó
—No necesitaré ese nombre si usted me ayuda.
—¿Qué quiere que haga?
—Llame a sus amigos de Georgetown y pregúnteles si conocen a Martel.
Levantando la cabeza, me miró:
—Es una buena idea.
—Hágalo, por favor. Es la única pista que tengo.
—Los llamaré esta misma noche.
—¿Puedo comunicarme con usted más tarde?
—Sí.
—Siento haberla molestado.
—No se preocupe. Es una cuestión de conciencia. ¿Hice bien o mal? Por supuesto, si nos detuviéramos a pensar en las consecuencias de todo lo que hacemos, terminaríamos por no hacer nada.
—¿Cuándo piensa Martel irse de acá?
—Lo antes posible; hoy o mañana.
—¿Dijo por qué se va?
—No. Se manifestó muy reticente. Pero yo sé por qué lo hace. Todo el mundo sospecha de él. No tiene amigos.
—Con excepción de Ginny.
—Ni siquiera la nombró.
—¿No dijo a dónde iba?
—No.