El calor del día iba decreciendo con el sol. Acercándome al Club de Tenis, podía sentir en la cara el aire fresco del Océano. En lo alto del mástil del edificio estaba flameando la bandera.
La mujer de la oficina me informó que probablemente Peter se encontraba en las duchas. Lo había visto regresar de la playa minutos antes. Podía esperarlo junto a la piscina.
La reposera azul del bañero estaba desocupada y me senté en ella. El viento de la tarde había hecho desertar a casi todos los tomadores de baños de sol. En lugar alejado de la piscina, en un rincón guarecido detrás de una mampara de cristal, cuatro señoras canosas jugaban a las cartas, con el gesto concentrado de los jugadores de bridge. Las Parcas, más una, pensé, deseando haber tenido alguien cerca para decírselo. Un muchacho alto, en pantalón de baño, que no tenía el aspecto de un posible oyente, salió de los vestuarios. Desplegó ante mí sus miembros estatuarios, en el borde de la piscina. Su cara afable y simple, era desmentida por el matiz de salvajismo que reflejaban sus ojos. Noté que tenía el cabello húmedo y estirado como si acabara de peinarse.
—¿Está Peter Jamieson adentro?
—Sí. Se está vistiendo. Usted se ha sentado en mi silla, pero no importa. Puedo sentarme acá —palmeó los azulejos a su lado—. ¿Usted es su invitado?
—Solamente lo estoy esperando.
—Estaba corriendo en la playa. Le dije que lo tomara con calma. Hay que entrenarse, primero.
—Hay que empezar alguna vez.
—Supongo que sí. Yo no suelo correr mucho. Ablanda los músculos —con callado orgullo contempló sus pectorales bronceados—: Me gusta parecer un típico bañero californiano.
—Ya lo parece.
—Gracias —dijo—. He dedicado mucho tiempo y trabajo a lograrlo, como, por ejemplo, largarme contra las olas encima de una tabla. Por las oportunidades que tengo de hacerlo, es que tomé este empleo. También voy al colegio —añadió.
—¿A cuál?
—Al Colegio del Estado, que es el único aquí en Montevista.
—¿Quién es el encargado del departamento de francés?
—No sabría decirle. Yo estoy estudiando publicidad comercial y bienes raíces. Es muy interesante.
Me recordaba a esos rubios estúpidos que alborotaban las campiñas de California, cuando yo era de su misma edad.
—¿Usted quiere estudiar francés, señor?
—No. Solamente busco respuestas para algunas preguntas.
—Tal vez Mr. Martel, que es francés, pueda ayudarlo.
—¿Está aquí?
—Sí. Acabo de hablar con él… también habla inglés, como usted y como yo.
Señaló el segundo piso de la cabaña más próxima al mar. A través de su frente abierto, podía ver un hombre moviéndose bajo la sombra del toldo. Llevaba en los brazos un toldo multicolor.
—Está sacando sus cosas —dijo el bañero—. Le ofrecí ayuda, pero no quiere que me mezcle con el revoltijo de sus cosas personales.
—¿Piensa irse?
—Por lo pronto, va a dejar la cabaña. Lo lindo del caso es que me dijo que puedo quedarme con todos los muebles que compró. Son muebles para tener afuera, pero están casi nuevos y deben haberle costado una fortuna. Van a quedar muy bien en mi departamento. Todo lo que tengo por ahora es una bolsa-colchón para dormir. Todo el dinero que gano se me va en los coches.
—¿Coches?
—Tengo un camioncito para ir a practicar surfing. Y mi pimpollo y yo tenemos un coche sport para paseos fuera de la ciudad. Uno ahorra mucho tiempo con un coche sport.
El muchacho me estaba enloqueciendo. Lo malo es que hay miles de esos neoprimitivos, que no parecen formar parte del mundo moderno. Pero, como en un relámpago, pensé que, a lo mejor, estaban mejor adaptados al mundo moderno que yo. Pueden vivir como salvajes felices en las playas, mientras las computadoras y calculadoras mecánicas hacen todo el trabajo y toman todas las decisiones.
—¿Por qué se va de su cabaña Mr. Martel? Parece muy buena.
—Es la mejor. Desde allí usted puede ver toda la costa, hasta el arrecife donde la gente se lanza con tablas hacia las olas —estiró su brazo musculoso—. Mr. Martel se sienta rara vez allí. Me dijo que solía largarse contra las olas en sus años más jóvenes.
—¿Dijo dónde?
—Creo que en este mismo lugar.
—¿Estuvo antes aquí?
—No sabría decírselo. Por supuesto que no desde que yo trabajo.
—¿Y no sabe por qué deja la cabaña?
—No le gusta estar aquí. Siempre se quejaba de algo… como ser que el agua de la piscina era fría… o que tendría que ser agua salada. Y, además, no se llevaba bien con algunos socios —el muchacho se calló. En su mente se rozaron dos hechos y esto provocó una breve chispa—: Oiga, no le diga a Peter Jamieson que Martel me regaló los muebles. No le gustaría.
—¿Por qué no?
—Jamieson es uno de los que no se lleva bien con Mr. Martel. Dos veces casi se pelearon.
—¿Por Ginny Fablon?
—Me doy cuenta que usted conoce bien el asunto, ¿no?
—No. No lo conozco.
—Mejor no se lo digo. Peter Jamieson se enteraría y a mí me darían una felpeada por hablar de los socios.
Se sentía en aprietos por todo lo que me había contado. Una de las jugadoras de bridge lo rescató de mis preguntas, gritando a través de la piscina:
—¡Stan! ¿Quiere traernos cuatro cafés? Negros, eh…
Se levantó, alejándose.
Me puse los anteojos de sol y en medio de su repentina media luz, trepé las escaleras de maderas hasta el segundo piso. La mesa de bambú que estaba en el centro de una de las habitaciones de Martel, se encontraba atestada de cosas: trajes y salidas de baño, implementos de playa para hombre y mujer, patas de rana y visores, botellas de whisky y coñac, un pequeño calentador eléctrico, un bastón de caña de bambú. Martel salió de uno de los dormitorios llevando un pequeño televisor que colocó sobre la mesa.
—¿De mudanza?
Levantó la vista rápidamente. Ahora yo tenía puestos los anteojos oscuros y él no. Sus ojos eran muy negros y brillantes. En ellos se concentraba la oscura y enigmática intensidad de su rostro. La nariz larga, levemente curvada, era a un mismo tiempo, inquisitiva y afirmativa. No pareció reconocerme.
—¿Y qué hay si me mudo? —me dijo, poniéndose en guardia.
—Pensaba tomarla yo.
—No va a ser posible. La tengo alquilada por toda la temporada.
—Pero no la va a usar…
—Todavía no lo he decidido.
Estaba hablando consigo mismo, más que conmigo. Su oscura mirada pasó sobre mí y se dirigió a la costa. Me di vuelta y la seguí. Una ola azul, coronada de espuma blanca, rompía sobre el arrecife. Más allá, una docena de muchachos, se arrodillaban en sus tablones, como adoradores ante un ídolo.
—¿Se dedicó a eso, alguna vez?
—No.
—¿Y caza submarina? He visto que tiene un equipo.
—Sí. Un tiempo la hice.
Yo lo escuchaba con atención. Se le notaba el acento, pero menos fuerte que cuando tuvo el altercado con Harry Hendricks y no empleaba ninguna palabra en francés. Desde luego, ahora estaba menos excitado.
—¿Alguna vez se dedicó a la caza submarina en el Mediterráneo? Dicen que se originó allá.
—Así es. Y allá la practiqué. Ocurre que yo soy francés.
—¿De qué parte?
—París.
—¡Qué interesante! Yo estuve en París durante la guerra.
—También estuvieron un montón de norteamericanos —me contestó secamente—. Ahora, si me perdona, tengo que acomodar estas cosas.
—¿Puedo ayudarlo?
—No, gracias. Buenos días.
Se inclinó cortésmente. Me alejé por la terraza, tratando de analizar la impresión que me había hecho. Su pelo renegrido, su cara llena y lisa, la mirada alerta de sus ojos, no le daban más de treinta años, pero tenía la fuerza controlada y la reticencia de un hombre de más años; no sabía en qué edad situarlo.
Me abrí camino por entre los vestuarios de la planta baja. A esa hora las clases habían terminado, y un grupo de muchachitos se golpeaban con las toallas, gritándose mutuamente horribles amenazas, acompañadas de carcajadas más horribles aun. Les dije que se callaran. Esperaron hasta que estuve fuera de su vista y volvieron a reírse más horriblemente que antes.
Peter se estaba haciendo el nudo de la corbata frente al espejo empañado por el vapor. Al verme se volvió con una sonrisa, la primera que le veía. Estaba lustroso y colorado.
—No sabía que había llegado. Estuve corriendo en la playa.
—Muy bien. Acabo de hablar con Martel. Está sacando las cosas de su cabaña. Parece que piensa escaparse.
—¿Con Ginny?
—No quise preguntárselo. En circunstancias normales ni me hubiera acercado a él. No es la mejor manera de actuar. Pero no tenemos mucho tiempo.
Había logrado borrar la sonrisa de Peter, que se mordió los labios.
—Tenía la esperanza de que usted pudiera hacer algo para detenerlo.
—Todavía no he renunciado… Lo peor es que no sé qué preguntas hacerle. Nunca estuve en Francia, ni recuerdo mucho de lo que estudié en los cursos superiores.
—Ni yo tampoco. Estudié unos años con el profesor Tappinger, pero me aplazó.
—¿Fue en la escuela que hay aquí?
—Si, se creyó obligado a contarme que pensó ingresar en Princeton, pero falló en los exámenes de admisión. Pero me gradué el año pasado en el Colegio del Estado, de Montevista.
—¿Ginny debía graduarse este año?
—Sí. Abandonó los estudios por dos años, para trabajar como recepcionista con el doctor Sylvester. Pero se cansó y volvió al colegio.
—¿Ese tal Tappinger era su profesor?
—Sí. Es el profesor de casi todos los cursos de francés.
—¿Es competente en la materia?
—Ginny pensaba que sí y era una de sus mejores alumnas.
—Entonces debería estar dispuesto a ayudarnos.
Le pedí a Peter que arreglara una cita con el profesor para esa misma tarde. Le dije que lo esperaría en la playa de estacionamiento. No quería que Martel nos viera retirarnos juntos.