Me dirigí a la casa contigua, a la de los Jamieson. Era una mansión de estilo español, pintada de blanco, lo que le daba la apariencia árida de una institución pública.
La mujer que atendió la puerta, después de varios llamados, tenía puesto un traje gris a rayas, que podía ser un uniforme, pero que no terminaba de serlo. Era de buen ver y morena, con el aspecto levemente imperioso que se adquiere cuando se es la única mujer en una gran casa.
—No necesitaba seguir llamando. Lo oí la primera vez.
—¿Y por qué no contestó enseguida?
—Tengo cosas más importantes que hacer. Estaba poniendo un ganso en el horno —se limpió las manos grasientas en el delantal—. ¿Qué quiere?
—Quiero ver a Mr. Peter Jamieson.
—¿Padre o hijo?
—Hijo.
—Todavía ha de estar en el Club de Tenis. Le preguntaré a su padre.
—A lo mejor podría hablar con Mr. Jamieson. Me llamo Archer.
—Voy a ver.
Esperé en el oscuro salón, sentado en una silla española, de alto respaldar, que debía de haber salido de las mismas manos de Torquemada. Finalmente la casera retornó, diciéndome, algo sorprendida, que Mr. Jamieson me recibiría. Me guió a través de pesadas puertas de roble, hasta una biblioteca cuyas ventanas, fuertemente aseguradas, miraban hacia las montañas.
Un hombre, hundido en un sillón, estaba junto a la ventana, leyendo un libro. Tenía el cabello gris y su cara era casi de ese mismo tono descolorido. Cuando se sacó sus lentes de leer y me miró, pude notar que su mirada era vaga y distante. Sobre una mesita baja, a su lado, había un vaso de whisky, por la mitad. Y a mano, en una mesa más grande, una botella de whisky y una jarra de agua. Noté que la casera miraba el vaso y la botella, como si encarnaran todo lo que ella odiaba. Tenía los ojos negros, de mirar violento; debía ser una dura enemiga.
—Mr. Archer —dijo.
—Gracias, Vera. Hola, Mr. Archer. Siéntese aquí —me indicó con la mano un sillón frente a él. Su mano, contra la luz, era casi trasparente—. ¿Le gustaría tomar algo, antes de que Vera se vaya?
—Es muy temprano para mí, gracias.
—Yo no suelo beber tan temprano.
Vi que el libro que tenía en sus manos estaba al revés. No había querido que lo sorprendiera ocupado únicamente en beber. Cerró el libro, dejándolo sobre la mesa.
—El Libro de los Muertos —comentó—. Una tontería egipcia. Puede irse, Vera. Tengo la habilidad suficiente para entretener solo a Mr. Archer.
—Sí, señor —respondió algo indecisa. Y se fue, golpeando la puerta con fuerza.
—Vera es una mujer prepotente. Es el azote de mi existencia, pero también la bendición. No sé cómo marcharía esta casa sin ella. Ha sido como una madre para mi pobre muchacho. Como sabrá, mi mujer murió hace varios años —la piel, alrededor de sus ojos, pareció arrugarse más, como si el golpe de esa muerte fuera a caer de nuevo sobre él. Bebió un largo trago de whisky para borrar la impresión.
—¿Está seguro de que no quiere tomar algo?
—Mientras trabajo no bebo.
—Sé que está trabajando para mi hijo. Me consultó antes de contratarlo y le aconsejé que lo hiciera.
—Me alegro de que esté enterado de todo. Así no tengo que andarme por las ramas. ¿Cree usted que Francis Martel es un impostor?
—Todos los somos, en cierta medida. ¿No le parece? Míreme a mí, por ejemplo. Soy un bebedor solitario, como se habrá dado cuenta. Cuanto más bebo, más me cuesta ocultarlo. La única manera de proteger mi integridad sería beber abiertamente y aguantar después la música de Peter y también la de Vera.
—Bueno, ya se sacó ese peso de encima —le dije, sonriendo—. Pero eso no me dice nada con respecto a Martel.
—No sé qué decirle. Todo lo que he aprendido de la gente, ha sido estudiándome a mí mismo. Es un proceso largo y doloroso. Si Martel es un impostor, se está arriesgando mucho.
—¿Usted lo conoce?
—A pesar de mi vida recluida, me llegan noticias del mundo de los hombres. Parece que Martel ha conseguido despertar bastante interés local.
—¿Cuál es la opinión más general?
—Hay dos partidos. Siempre los hay. Eso es lo malo en las democracias. Tiene que haber siempre dos opiniones para cada acontecimiento. Aquellos que conocen a Martel y gustan de él, especialmente las mujeres, lo aceptan por su valor nominal, como a un distinguido joven francés, con grandes recursos económicos. Otros creen que es poco más o menos un fraude.
—¿Un pájaro de cuenta?
Alzó su mano trasparente:
—No del todo. Pero no hay duda de que es un europeo culto.
—Tampoco hay duda de que cuenta con recursos económicos.
—Así es. Estoy enterado de que su depósito inicial en el banco fue de seis cifras.
—Sé que usted forma parte del directorio del banco.
—¿Con que me investigó a mí también? —dijo, fingiéndose resentido—. ¡Me hace un gran honor!
—Lo supe accidentalmente, por intermedio de Mr. Mc Minn, cuando fui a cobrar un cheque. ¿No podría usted averiguarme de dónde proviene el dinero de Martel?
—Trataré de hacerlo.
—Podría ser dinero prestado —dije—. He conocido hombres como él, que usan dinero prestado, a veces por gángsters, para conseguir colocarse rápidamente en alguna comunidad.
—¿Con qué propósito?
—Sé de uno que compró una compañía municipal de ómnibus, saqueándola y provocando su bancarrota. En los últimos años han comprado hasta bancos.
—Que yo sepa, Martel no ha comprado nada todavía.
—Excepto a Virginia Fablon.
Jamieson arrugó la frente. Al tomar su vaso, notó que estaba casi vacío y se puso de pie para prepararse otro trago. Era alto, pero delgado y frágil. Se movía como un hombre viejo, pero sospeché que no era mucho mayor que yo. Tendría, a lo sumo, cincuenta años. Cuando hubo preparado la bebida, reconfortándose con parte de ella volvió a sentarse en su sillón.
—¿Ginny tiene dinero? —le pregunté.
—Apenas lo necesario. No podría interesar a un cazador de fortunas. No es una chica que necesite dinero para interesar a cualquier hombre. Es más: ha rechazado probablemente más propuestas de matrimonio que las que sueñan muchas jóvenes. Francamente, me sorprendí cuando aceptó a Peter y no me sorprendí tanto cuando rompió el compromiso. Traté de decírselo anoche. Estaba bien cuando eran dos escolares. Pero una mujer joven y hermosa puede llegar a convertirse en una maldición para un hombre corriente… sobre todo si lo deja —la piel, alrededor de sus ojos volvió a arrugarse—: Usted ya sabrá que es peligroso conseguir lo que se desea: lo deja a uno listo para la tragedia. Pero mi pobre hijo está ciego. Los jóvenes no escarmientan viendo las desdichas de sus mayores.
Se estaba volviendo un tanto locuaz. Al mirar las montañas, por encima de su cabeza, tuve una sensación de irrealidad, como si el mundo iluminado por el sol se hubiera alejado indefinidamente.
—Estábamos hablando de los Fablon y de su dinero.
Jamieson hizo un esfuerzo ostensible para sobreponerse:
—Sí, por supuesto. No deben tener mucho. Fueron gente de dinero, hace un tiempo, pero Roy lo perdió todo en el juego. Se rumoreó que esa fue la causa de su suicidio. Por fortuna, Marieta posee una pequeña entrada personal. Tienen lo suficiente como para vivir confortablemente, como le dije antes, pero, con seguridad, les falta lo necesario para tentar a un cazador de fortunas. Deje de lado a un cazador de fortunas con cien mil dólares depositados en el banco a su orden.
—¿Basta con tener cien de a mil en el banco para que Martel pueda entrar en el Club?
—¿Al Club de Tenis? Por supuesto que no. Debe ser presentado, por lo menos, por un socio y aceptado por la comisión.
—¿Quién lo presentó?
—Creo que Mrs. Bagshaw. Se estila hacerlo cuando alguno de los socios alquila su casa en la ciudad. No hay nada malo en eso.
—Ni tampoco bueno. ¿Usted acepta la idea de que Martel es algo así como un refugiado político?
—Muy bien podría serlo. Yo lo animé a Peter a contratarlo a usted, porque quería satisfacer mi curiosidad. Y también porque quería que apartara de su vida todo ese asunto con Ginny. Está dañándolo mucho más de lo que usted pueda imaginarse. Soy su padre y he podido constatarlo. No habré sido un gran padre para él, pero conozco a mi hijo. Y también a Ginny.
—¿No quiere a Ginny de nuera?
—Al contrario. Ginny le daría vida a cualquier casa… incluso a ésta. Pero mucho me temo que no ame a mi hijo. Creo que aceptó casarse con él porque le tenía lástima.
—Mrs. Fablon me dijo más o menos lo mismo.
—¿Así que usted conversó con Marieta?
—Un poco.
—Es una mujer más seria de lo que aparenta. También lo es Ginny. Ginny ha sido siempre una joven muy responsable, aun de niña. En una época solía sentarse aquí, en mi estudio, a leer, todos los fines de semana.
—¿El Libro de los Muertos?
—No me sorprendería que así fuera.
—Usted dijo que su padre se había suicidado.
—Si —dijo Jamieson, moviéndose con inquietud en el asiento y tomando su vaso de whisky como si la pequeña muerte que éste le proporcionaba fuera una medicina homeopática contra la gran muerte que lo estaba esperando—. La mortandad entre mis amigos, este último año, ha sido horrorosa. Sin mencionar la de mis enemigos.
—¿Qué era Fablon? ¿Amigo o enemigo?
—Roy fue mi amigo y muy buen amigo, durante una época. Por supuesto que desapruebo lo que les hizo a su mujer y a su hija. Ginny tenía entonces dieciséis o diecisiete años y fue para ella un golpe tremendo.
—¿Cómo se mató?
—Una noche entró al mar, completamente vestido. Encontraron su cuerpo diez días después. Los tiburones que rondaban por allí lo habían dejado casi irreconocible —se pasó la mano por la cara y tomó un largo trago.
—¿Usted vio el cadáver?
—Si. Hicieron que lo viera. Fue una experiencia muy humillante.
—¿Humillante?
—Es horrible darse cuenta de cómo somos los mortales y todo lo que el tiempo y la marea pueden hacernos. Recuerdo aún a Roy Fablon como a uno de los hombres más buenos mozos de Princeton y uno de sus mejores atletas.
—¿Lo conoció en Princeton?
—Y muy bien, como que era mi compañero de pieza. En realidad yo fui uno de los que lo trajeron a Montevista.
Me levanté para irme, pero él me retuvo en la puerta:
—Hay algo que debo preguntarle, Mr. Archer. ¿Hasta qué punto conoce usted Montevista? No me refiero a su topografía, sino socialmente.
—No muy bien. Es demasiado rica, para mi gusto.
—Entonces hay algo que debo decirle, como viejo montevistano que soy. Aquí puede pasar cualquier cosa. Casi ha pasado de todo. En parte se debe al clima de champaña y en parte, para serle franco, a la presencia de sumas de dinero excesivas. Montevista ha sido, durante casi un siglo, un balneario internacional. Marajahs destronados se codean con ganadores del Premio Nobel y los hijos de empacadores de carne de Chicago se casan con los hijos de billonarios sudamericanos. En este aspecto Martel no tiene nada de extraordinario. Es más, comparado con alguno de los ciudadanos de Montevista, es completamente normal. Tenga esto en cuenta.
—Trataré de hacerla —le di las gracias y me fui.