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La avenida Laurel Drive corría encajonada entre cercas de plantas, como los caminos en Inglaterra. Un seto de aligustre escondía de la calle el jardín de Mrs. Fablon. Allí, en un ángulo alejado, una mujer que a la distancia parecía hermana de Ginny, estaba sentada, almorzando con un hombre, bajo la gran sombrilla que protegía la mesa.

El hombre tenía una larga mandíbula, que se endureció al aparecer yo por el camino. Se puso de pie, secándose la boca con una servilleta. Era alto y erguido. Su rostro, a pesar de su apariencia huesuda y belicosa, resultaba distinguido.

—Me retiro —alcancé a oírle decir, casi en un murmullo.

—No tenga apuro por irse. No esperaba a nadie.

—Tampoco yo —dijo brevemente.

Arrojó su servilleta sobre un plato de salmón con mayonesa a medio comer. Sin pronunciar una sola palabra más y sin mirarme, se alejó hacia un Mercedes detenido bajo un roble y subió, alejándose por el camino, opuesto a la entrada, de forma semicircular. Procedía como un hombre feliz de haber encontrado un pretexto para alejarse.

Mrs. Fablon permaneció tranquilamente en la mesa:

—¿Quiere decirme quién es usted?

—Mi apellido es Archer. Soy detective particular.

—¿El doctor Sylvester lo conoce?

—Si es así, yo, en cambio, no lo conozco a él. ¿Por qué?

—Se fue tan apresuradamente cuando lo vio…

—Lo siento mucho.

—No se apene. El almuerzo no era un éxito. No me diga que están haciendo vigilar a Audrey Sylvester.

—Posiblemente. Pero no por mí. ¿La señora de Sylvester tendría motivos para hacerla?

—Sí, pero no en mi propia casa. El doctor Sylvester es médico de mi familia desde hace diez años y la relación entre nosotros es tan rutinaria y poco romántica como un termómetro —se sonrió, satisfecha de su frase cuidadosamente elaborada—. ¿Usted sigue a la gente, señor Archer?

La miré a los ojos para ver si estaba burlándose de mí. Si lo hacía, no lo demostró. Eran ojos de color celeste pálido impenetrable. Tenía un interés especial en ver sus ojos, porque no había podido ver los de su hija. Aunque su mirada ya no era joven, aún reflejaba inocencia. Estaba hecha como para percibir solamente cosas elegidas de antemano. Hacía juego con el pelo teñido con esmero de rubio y batido como crema sobre su hermoso cráneo, con la figura que ya no podía ser buena escondida bajo un traje demasiado juvenil y la cándida forma en que me dejaba contemplarla. Bajo una aparente serenidad, estaba tensa.

—¿Puedo ayudarlo? —Dijo sonriendo a medias—. ¿Me busca por algo?

No le contesté. Estaba tratando de encontrar una forma diplomática para encarar el asunto de Ginny y Martel.

—Le sigo haciendo preguntas y usted no me contesta nada. ¿Es así como actúan los detectives?

—Tengo mi método de trabajo.

—¿Métodos maravillosos para hacer preguntas? —empezaba a sospecharlo. Ahora, dígame, ¿qué pregunta es la que está decidido a hacerme?

—Tiene que ver con su hija Ginny.

—Ya lo veo —la expresión de sus ojos no varió—: Siéntese, si quiere —me indicó la silla cromada que estaba frente a ella—. ¿Está Virginia en dificultades? Nunca lo ha estado.

—Para esa pregunta es que estoy buscando una respuesta.

—¿Quién lo ha metido en esto? —dijo, vivamente—. Espero que no sea George Sylvester.

—¿Qué la induce a pensar que pueda ser él?

—La forma en que se alejó —me miraba con atención—. ¿Pero no es George, no es cierto? Está locamente enamorado de Virginia… todos los hombres lo están, pero no se comprometería a…

—¿Comprometerse a qué?

Frunció el ceño, moviendo apenas sus cejas delgadas, pintadas fuera de lugar:

—Me está llevando a decir cosas que no quiero —contuvo la respiración—. Ya sé, debe haber sido Peter, ¿no es cierto?

—No puedo decirlo.

—Si fue Peter, es señal de que se encuentra más desvalido de lo que parece. ¿Fue Peter, verdad? Ha estado todo el tiempo amenazando con contratar detectives. Está loco de celos, pero no tenía idea de que hubiera ido tan lejos.

—No me parece que esto sea ir muy lejos. Me ha pedido que averigüe la vida del hombre con quien su hija proyecta casarse. Supongo que conoce a Francis Martel.

—Claro que lo conozco. Es fascinante.

—No tengo ninguna duda en cuanto a eso, pero sucedió algo hace una hora que parecería justificar que se lo investigue. Fui testigo de lo que sucedió en el camino, frente a su casa. Un hombre trató de fotografiarlo. Martel hizo que se fuera, apuntándole con un revólver. Amenazó con matarlo.

—No lo culpo en absoluto —aprobó con calma.

—¿Tiene la costumbre de amenazar a las personas con asesinarlas?

—No sería asesinato… sería en defensa propia —lo dijo como repitiendo una frase de otro—. Habría motivos de sobra para lo que usted me cuenta, estoy segura. No quiere que se sepa su identidad.

—¿Sabe usted quién es?

—Me han pedido que guarde el secreto —se tocó los labios rojos con una uña que tenía el mismo color.

—¿Quién es? ¿El Delfín de Francia que desapareció?

Sin proponérmelo, había logrado alarmarla. Se quedó mirándome con la boca abierta. De golpe recordó que quedaba mejor con la boca cerrada y la cerró.

—No puedo decirle quién es —dijo, después de un momento—. Podría tener serias repercusiones internacionales el hecho de que descubrieran que Francis está aquí —una vez más, parecía estar recitando—. Estoy segura de que usted sabe lo que hace, pero no estoy tan segura con respecto a Peter. Le voy a pedir que desista, que abandone este asunto, Mr. Archer.

Ya no bromeaba. Su tono era grave.

—¿Quiere darme a entender que Martel es una figura de la política?

—Lo fue. Y volverá a serlo cuando las condiciones se presten. Por ahora es solamente un exiliado de su tierra natal —terminó diciendo, dramáticamente.

—¿Francia?

—Es francés. No lo oculta en absoluto.

—¿Pero su nombre no es Francis Martel, no es cierto?

—Tiene derecho a usar ese nombre, pero no es el verdadero.

—¿Cómo se llama?

—No lo sé. Pero es uno de los grandes apellidos de Francia.

—¿Tiene usted pruebas para poder afirmar eso?

—¿Pruebas? —Me miró burlonamente, como si en ese momento le hubiera bajado del cielo una sabiduría superior—. Uno no les pide pruebas a sus amigos.

—Yo sí.

—Entonces, probablemente no tendrá muchos. Veo que es desconfiado por naturaleza. Usted y Peter Jamieson han de ser una buena pareja.

—¿Hace tiempo que lo conoce?

Yo me refería a Martel, pero ella me entendió mal, creo que deliberadamente:

—Peter ha estado bajo nuestros ojos, en esta casa, por más de veinte años. Le juro que le he limpiado las narices durante todo ese tiempo. Cuando murió su madre quedó a mi cargo durante una temporada. Entonces era un muchachito. Pero los chicos crecen y terminó enamorándose de Ginny. No tenía derecho de hacerlo. Ginny no tiene, ni tuvo, ni tendrá ningún interés en él. Peter venció su resistencia porque en ese momento no había nadie más.

Sin embargo y a pesar de ella misma, yo veía que ocultaba cierta predilección por Peter, y se lo dije.

—Por supuesto, uno termina por encariñarse con cualquiera que ve diariamente durante veinte años. También lo detesto, especialmente ahora. Mi hija tiene una brillante oportunidad. Es una criatura hermosa… —Levantó su barbilla con orgullo, como si la hermosura de Ginny fuera propiedad de las dos, una especie de herencia—. Y se merece esta oportunidad. No quiero que ni usted ni Peter la enturbien.

—Yo no quiero enturbiar nada.

Suspiró:

—¿Podré convencerlo de que renuncie a seguir con esto?

—No antes de investigar un poco más.

—Entonces prométame una cosa. ¿Quiere manejar este asunto sin echar a perder las cosas para Ginny? Lo que la une a Francis es algo muy brillante y limpio: no lo empañe.

—No lo haré, si en realidad es así.

—Lo es, créame. Francis Martel reverencia la tierra que ella pisa. Y Virginia está loca por él.

Me pareció sentir en el tono de su voz un sincero deseo de que así fuera y le pregunté a quemarropa:

—¿Por eso es que se fue con él este fin de semana?

Sus ojos azules, hasta ahora confiados, se apartaron de los míos.

—No tiene derecho a hacer preguntas semejantes. ¿Es usted un caballero o no?

—¿Y Martel lo es?

—Estoy cansada de usted y de sus indirectas, Mr. Archer —se puso de pie. Era una despedida.