MONTEVISTA es una comunidad residencial, adyacente y, al mismo tiempo, dependiente de la ciudad portuaria de Pacific Point. Tiene solamente un pequeño centro comercial, que se llama Village Square. Entre sus negocios fingidamente rústicos, los montevistanos juegan a ser lugareños, de la misma manera que los cortesanos de Versalles aparentaban ser campesinos.
Cobre el cheque de Peter en la sucursal del National Bank de Village Point. La operación debió ser aprobada por el gerente, un hombre joven de ojos penetrantes, vestido conservadoramente de gris, y cuyo nombre era Mc Minn. Con obsequiosidad, me comunicó que conocía a la familia Jamieson muy bien; es más, Mr. Jamieson padre formaba parte del directorio del Banco. A Mr. Mc Minn parecía causarle un indudable y enorme placer comunicarme esto, como si el dinero confiriera una gracia espiritual, compartida por los que hablan de las personas que lo poseen. Yo acrecenté su placer preguntándole cómo podría llegar a la mansión de los Bagshaw.
—Queda en las afueras, en las colinas. Necesitará un mapa.
Buscó en el último cajón de su escritorio y sacó uno, sobre el que hizo algunas marcas.
—Supongo que ya sabrá que el general Bagshaw murió.
—Lamento saberlo.
—Estuvimos desolados aquí en el banco. Siempre había operado con nosotros. Mrs. Bagshaw, por supuesto, sigue haciéndolo. Si es a Mrs. Bagshaw a la que usted quiere ver, le informo que se ha mudado a uno de los chalets del Club de Tenis. La casa se la ha alquilado a un tal Martel
—¿Usted lo conoce?
—Lo he visto. Él opera en el banco central, en la parte comercial de la ciudad.
Mc Minn me miró inquisitivamente:
—¿Conoce usted a Mr. Martel?
—Aún no.
Me dirigí en mi coche hacia las colinas. Las laderas estaban verdes a causa de las lluvias recientes. Las flores blancas y rojas de los matorrales exhalaban un perfume parecido al suave hálito de la luz solar. Cuando me detuve ante el buzón de la casa de los Bagshaw, vi el océano abajo, colgado del horizonte. Había subido unos pocos cientos de metros y ya sentía el cambio de temperatura, como si hubiera ascendido mucho más cerca del sol del mediodía.
La casa se alzaba solitaria, apoyada en lo alto de la quebrada, varios cientos de metros sobre el camino; parecía tan pequeña como un nido. Un camino con calzada de color negro llevaba como con pinzas hasta ella desde el lugar donde había estacionado. Un convertible con un chirrido en la caja de cambios se arrastraba con dificultad detrás de mí. Venía de la ciudad. Era un Cadillac viejo, cubierto de polvo, que se me adelantó y me cerró el paso. El conductor se bajó y se dirigió a mí. Era un hombre de mediana estatura, con un saco de lana y un sentador chambergo color gris perla, con el ala requintada. Se acercó con una especie de rápida y desconcertante beligerancia. No dudé ni un segundo que se trataba del detective de Peter, pero a mí no me pareció en absoluto un detective. Fluía de él como si fuera un olor personal un aire de fracaso desesperado. Saqué mi libreta negra y anoté el número de la licencia de su automóvil. Tenía chapa de California.
—¿Qué está escribiendo?
—Un poema…
A través de la ventanilla abierta quiso arrebatarme la libreta:
—Vamos a verlo —dijo, con voz fuerte e inexpresiva.
Me miraba con ansiedad.
—No acostumbro a mostrar los adelantos en mis trabajos.
Cerré la libreta y me la guardé en el bolsillo. Empecé a levantar el vidrio en el que apoyaba su brazo. Lo retiró rápidamente y apretó su cara contra el cristal, empañándolo un momento con el aliento.
—Quiero ver qué es lo que ha escrito sobre mí.
Sacó del bolsillo una pequeña máquina fotográfica y empezó a golpear la ventanilla con estúpido frenesí.
—¿Qué escribió sobre mi?
Siempre he tratado de eludir o terminar en forma rápida este tipo de situaciones. A medida que este siglo pasa (y yo lo siento pasar) encuentros como éste insubstanciales y enojosos, tienden más y más a derivar hacia la violencia. Me bajé por el lado derecho y pasando frente al coche, me dirigí hacia donde él estaba. Mientras yo permanecía en el auto, el hombre había estado gritando a una máquina: un Cadillac gritándole a un Ford. Ahora los dos éramos hombres y él un poco más bajo y más menudo que yo. Cesó de gritar y su personalidad cambió por completo. Se secó la boca con el dorso de la mano, como para rechazar el espíritu maligno que lo había poseído, induciéndolo a gritarme. Como si se tratara de una oculta cicatriz quirúrgica, el temor asomó a su rostro.
—¿No hice nada malo, no? Usted no tiene derecho a tomar el número de mi chapa.
—Eso ya lo veremos —dije, en tono semioficial—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Estoy visitando lugares interesantes. Soy turista. —Dejó vagar sus ojos desteñidos sobre las colinas no muy pobladas, como si nunca hubiera estado antes en el lugar—: ¿Éste es un camino público, no es cierto?
—Hemos recibido una queja acerca de un hombre que se está haciendo pasar por agente de la ley.
Su mirada tuvo un rápido destello y se apagó.
—No se trata de mí. Nunca estuve en este lugar.
—Veamos su licencia de conductor.
—Oiga —me dijo— podríamos llegar a un arreglo. No traigo mucho ahora… pero tengo dónde conseguir más —sacó de su billetera de cuero un solitario billete de diez dólares y lo metió en el bolsillo superior de mi saco—: Tome, cómprele alguna cosita a los chicos… y llámeme Harry.
Se sonrió, seguro de ser atractivo. Pero esa atracción, si alguna vez existió, se había evaporado. Sus dientes delanteros brillaban como un par de escoplos. Saqué el dinero de mi bolsillo, lo partí en dos y le entregué los pedazos. Los rasgos de su cara se desplomaron:
—Es un billete de diez dólares… Sólo un loco puede romper el dinero así.
—Puede pegarlo con cinta adhesiva. Muéstreme su licencia antes de cometer otro delito.
—¿Delito? —lo dijo en el mismo tono con que un enfermo nombra su inconfesable enfermedad.
—El soborno y el hacerse pasar por policía, son delitos, Harry.
Miró la claridad que lo rodeaba, como si ésta lo hubiera traicionado. Una pequeña luna azul colgaba de un rincón del cielo, desvaída como una impresión digital en el vidrio de una ventana.
Una luz violenta, que casi consiguió deslumbrarme, resplandeció desde el desfiladero hacia nosotros. Parecía surgir de la cabeza de un hombre que estaba parado, con una chica a su lado, en la terraza de la mansión de los Bagshaw. Durante unos segundos, tuve la impresión de que tenía enormes ojos redondos que habían emitido la centellante luz. Me di cuenta de que nos estaba observando con unos binoculares.
El hombre y la chica que estaba con él, vistos desde abajo, parecían pequeñas figuras de una torta de bodas. La altura y la distancia que nos separaba producían una sensación extraña, como si se tratara de personas inalcanzables, fuera del tiempo y del espacio.
Harry Delito se deslizó hacia su coche y trató de hacerla arrancar. Tuve tiempo de abrir la puerta de atrás y sentarme en el gastado asiento de cuero.
—¿A dónde vamos, Harry?
—A ninguna parte —apagó el motor y dejó caer las manos—. ¿Por qué no me deja en paz?
—Porque usted detuvo a un muchacho, aquí, anoche. Le dijo que era detective y le hizo un montón de preguntas.
Guardó silencio, mientras su rostro maleable ensayaba nuevas expresiones:
—Hasta cierto punto soy un detective.
—¿Dónde está su credencial?
Se llevó la mano al bolsillo como para buscar algo, pero cambió de parecer.
—No tengo nada —admitió—. Soy algo así como una especie de aficionado y trato de ayudar a un amigo. Ella… ellos, no me dijeron que podría haber dificultades.
—Después de todo, creo que podremos llegar a un acuerdo. Muéstreme su licencia de conductor —sacó la billetera gastada y me entregó el documento.
Harry Hendricks
10750 Vanowen, Ap.12
Canoga Park, California
Sexo: masculino; color de cabello: castaño; color de ojos: azul; altura: 1 metro 75; peso: 75 kilogramos; casado: no; fecha de nacimiento: Abril 12 de 1928; edad: 38 años.
Desde la esquina izquierda inferior, una fotografía de Harry me sonreía, mostrándome los dientes. Apunté en mi libreta la dirección y el número de su licencia.
—¿Para qué le sirve todo eso? —me preguntó con tono preocupado.
—Para poder seguirle los pasos. ¿Cómo se gana la vida, Harry?
—Vendo coches.
—No le creo.
—Coches usados, a comisión —dijo tristemente—. Antes era corredor de seguros, pero las personas insignificantes como yo, no pueden competir con los grandes del oficio. He hecho un montón de cosas en mi vida. Diga alguna y verá que también la hice.
—¿También el oficio de ganar tiempo?
Me miró ofendido:
—Por supuesto que no. Usted me habló de un arreglo.
—Me pregunto por qué hago tratos con usted.
—¡Demonios! Puede confiar en mí. Tengo influencias.
—¿En el negocio de autos usados?
—Le sorprendería conocerlas.
—¿Y qué es lo que sus influencias quieren hacerle a Mr. Martel?
—A él, nada. Se supone que debo ir atando cabos y averiguar, si puedo, quién es.
—¿Y quién es?
Harry apoyó sus manos sobre el volante.
—Estoy en la ciudad hace veinticuatro horas y los patanes locales no saben nada sobre él —me miró de soslayo—: Si usted es un policía, como dice serlo…
—Yo no lo dije. Soy un detective particular. Y esta área está perfectamente patrullada.
Los dos hechos eran ciertos, pero no estaban conectados. Harry hizo la conexión:
—Entonces le será fácil conseguir la información. Hay dinero de por medio. Podríamos compartirlo.
—¿Cuánto?
—Puedo prometerle cien dólares.
—Veré qué puedo hacer. ¿Dónde para en la ciudad?
—En el Hotel Breakwater. Frente a la fuente.
—¿Y quién es la mujer que lo ha metido en esto?
—Nadie dijo nada de una mujer.
—Usted dijo ella.
—Debo de haber estado pensando en mi mujer. Ella no tiene que ver en esto.
—No le creo. Su licencia dice que usted no está casado.
—Sin embargo lo estoy —ese detalle parecía tener mucha importancia para él, casi como si le negara ser miembro de la raza humana—. Es un error en la licencia. Ese día me olvidé que me había casado… quiero decir que…
Sus explicaciones fueron interrumpidas por el suave rumor de un coche bajando por el serpenteante camino, hacia nosotros. Era el Bentley negro de Martel. El hombre tras el volante tenía puestos unos lentes oscuros, de forma rectangular, que le cubrían la parte superior del rostro, como un antifaz.
La chica que estaba a su lado también tenía anteojos oscuros. Tenía el aire de una beldad rubia de Hollywood. Harry sacó su cámara miniatura, que no era más grande que un encendedor. Atravesó la calle y se paró en medio del camino, ocultándola en la mano derecha.
El conductor del Bentley se bajó del coche, enfrentándolo. Era fuerte y musculoso. Tenía puesto un traje inglés de lana, que no estaba de acuerdo con su bruñido color oscuro. Con un tono de voz controlado y de leve acento extranjero, dijo:
—¿Puedo hacer algo por ustedes?
—Sí, mire salir el pajarito —Harry levantó la cámara y tomó la foto—. Gracias, Mr. Martel.
—No le voy a contestar de nada —la boca de labios gruesos de Martel hizo un gesto desagradable—: Déme la cámara, por favor.
—¡Cualquier día! Cuesta ciento cincuenta dólares.
—Para mí vale doscientos dólares, con la película que tiene adentro —dijo Martel—. Me apasiona la vida privada —pronunció la palabra privada con una prolongada r nasal, como un francés. Pero era demasiado moreno para serlo.
Miré a la chica rubia que estaba en el coche. A pesar de que no podía verle los ojos, sentí que me miraba a través del camino. La parte inferior de su cara permanecía inmóvil, como si temiera reaccionar ante la situación. Tenía la belleza muerta del mármol. Los cálculos que Harry estaba haciendo in mente, casi se podían oír.
—Se la doy por trescientos dólares —dijo.
—Muy bien. Trescientos. Eso incluye… ¿cómo se dice?… un recibo, con su firma y dirección.
—A ver, a ver…
Tuve una rápida impresión de lo que era la vida de Harry: no sabía detenerse cuando iba ganando.
La chica se asomó a la ventanilla del Bentley:
—No te dejes engañar, Francis.
—¡Ni pensarlo! —Martel, rápidamente, se abalanzó sobre Harry, arrebatándole la cámara. Dando un paso atrás la tiró sobre el asfalto y la aplastó con el tacón.
Harry estaba aterrado:
—¡No puede hacer eso!
—Pero lo hice. Es un hecho consumado.
—¡Quiero mi dinero!
—Nada de dinero. Pas d’argent. Ríen du tout.
Martel ascendió al coche negro y cerró de golpe la portezuela. Harry lo siguió, gritando:
—¡Usted no me puede hacer eso! Esa cámara no me pertenece. ¡Me la tiene que pagar!
—Págale, Francis —dijo la chica.
—No. No quiso aprovechar la oportunidad que le di —Martel hizo otro movimiento rápido. Su mano apareció en la ventanilla, con el ojo redondo de un revólver asomando sobre el dedo índice—: óigame, amigo. No me gusta ser molestado por canallas. Si usted vuelve por acá o traspone los limites de mi domicilio en cualquier forma, lo mataré —hizo un chasquido con la lengua.
Harry se alejó de Martel. Retrocedió hasta el borde del camino, perdió pie y casi se cae. Empujado por una falsa vergüenza, se lanzó como un corredor hacia el Cadillac. Subió al coche jadeando y sudando.
—Usted es testigo de que casi me mata…
—Tuvo suerte de que no lo hiciera.
—¡Arréstelo! ¡Vamos! No puede irse así no más. Es un criminal barato. Ese papel de francés que representa es tan falso como un billete de tres dólares.
—¿Puede probarlo?
—En este momento no. Pero ya lo voy a pescar a ese extranjero de piel oscura. No va a irse así como así, después de estropearme la cámara. Era valiosa y no me pertenece —estaba desolado: el mundo lo había dejado de la mano por milésima vez—. Si fuera un verdadero policía, no se quedaría sentado.
El Bentley se deslizó desde el camino hacia la carretera. Una de sus ruedas pasó sobre la cámara, aplastándola. Martel se alejaba tranquilamente, rumbo a la ciudad.
—Tengo que pensar qué es lo que hago —dijo Harry, hablando consigo mismo.
Se quitó el sombrero, como si éste limitara el alcance de sus planes, colocándolo sobre las rodillas, igual que un mendigo. Las letras impresas en su forro de seda indicaban que provenían de la tienda Haberdashery, de Las Vegas. La inscripción dorada en el borde de cuero decía L. Spillman. Pensé: Harry ha robado ese sombrero o su licencia de conductor es falsa. Se dio vuelta, mirándome como si hubiera oído mi muda acusación. Con hostilidad cuidadosamente clasificada, me dijo:
—No tiene ninguna obligación de quedarse aquí. No me ha servido de nada.
Le contesté que lo vería después en el hotel. La perspectiva no pareció alegrarlo mucho.