Durante años oí hablar del Club de Tenis, pero nunca había estado allí. Sus canchas y bungalows, su piscina, cabañas y pabellones, estaban dispuestos alrededor de una caleta en el Pacífico, pocos kilómetros al sur del distrito de Los Ángeles. El solo hecho de colocar mi Ford en el estacionamiento asfaltado, junto a las canchas de tenis, hizo que me sintiera menos que una insignificante gota de agua entre la corriente de gente que allí afluía.
La mujer, muy bien arreglada, que atendía en el escritorio del frente del edificio principal me dijo que probablemente hallaría a Peter Jamieson en el bar. Caminé alrededor del extremo de la piscina de cincuenta metros que estaba cercada en tres de sus lados por cabañas. En el cuarto lado, el mar brillaba a través de una verja metálica de unos tres metros de altura, como un pez azul todavía vivo en la red. Unos pocos bañistas con sus mallas aún sin mojar yacían en torno como si el ojo dorado del sol los hubiera hipnotizado.
Cuando vi a mi presunto cliente en el asoleado patio, fuera del bar, lo reconocí instintivamente. Tenía el aspecto del que disfruta un dinero amasado cerca de tres generaciones atrás. Aunque no podía tener mucho más de veinte años, su cara fofa y untuosa le daba una madurez prematura. Su traje bien cortado por Ivy League no alcanzaba a disimular que estaba revestido por una capa de grasa parecida a una armadura fácilmente vulnerable. Tenía esa clase de ojos castaños y blandos tan frecuentes en los cortos de vista.
Cuando me acerqué a su mesa, se puso de pie con tanta rapidez que casi voltea su malteada doble.
—Usted debe ser Mr. Archer.
Reconocí que así era, en efecto.
—Me alegro de conocerlo —me dejó estrechar su mano grande y amorfa—. Permítame traerle algo de comer. El almuerzo caliente de los lunes es el cocido de New England.
—Gracias. Almorcé antes de salir de Los Ángeles. Tomaría una taza de café.
Se levantó y me la trajo. En la enredadera que cubría una de las paredes del patio, un par de pinzones estaba discutiendo asuntos de familia. El macho, que tenía una mancha roja en el pecho, partió para un mandado. Mis ojos lo siguieron a través del cielo azul, hasta perderlo de vista.
—Es un hermoso día —le dije a Peter Jamieson—. También el café está muy bueno.
—Sí, hacen buen café —sorbió tristemente su malteada y, de golpe, preguntó—: ¿Podría hacer que ella volviera a mi lado?
—No puedo hacer que su chica vuelva si ella no quiere. Ya se lo dije por teléfono.
—Lo sé. Me expresé mal. Aun suponiendo que no vuelva conmigo, podemos salvarla de arruinar su vida —apoyó los brazos sobre la mesa y se inclino hacia mí, tratando de contagiarme su fervor de cruzado—. No podemos dejar que se case con ese hombre. Y no estoy hablando por celos. Aunque no sea para mí, quiero protegerla.
—Del otro hombre, ¿no?
—Hablo en serio, Mr. Archer. Parece que a ese hombre lo busca la policía. Declara ser francés, nada menos que un aristócrata francés, pero nadie sabe en realidad quién es, ni de dónde viene. Quizá ni siquiera es blanco.
—¿De dónde le vino esa idea?
—¡Es tan moreno! Y Ginny tan rubia. Me produce náuseas verla con él.
—Lo que es a ella, no le da náuseas.
—No. No sabe lo que yo sé sobre él. Es un hombre buscado por la policía, posiblemente un delincuente.
—¿Cómo descubrió eso?
—Por intermedio de un detective. Me pescó… quiero decir, yo estaba vigilando la casa anoche, esperando para ver si Ginny regresaba con él…
—¿Tiene usted la costumbre de vigilar la casa de Martel?
—Solamente este fin de semana. No sabía si volverían juntos de su fin de semana.
—¿Se fue a pasar el fin de semana con él?
Peter asintió desganadamente.
—Antes de irse me devolvió el anillo de compromiso. Dijo que ya no le servía para nada… ni yo tampoco…
Buscó en el bolsillo delantero de su pantalón y saco el anillo como una prueba de lo que decía. Y en cierto modo lo era. Los diamantes engarzados en platino, debían valer varios miles de dólares. La devolución significaba que Ginny tomaba muy en serio a Martel.
—¿Qué dijo ese hombre?
Peter pareció no oírme. Estaba absorbido en la contemplación del anillo. Lo hizo girar con lentitud. Los diamantes reflejaron la luz del cielo. Se estremeció, como si su fuego helado le hubiera quemado los dedos.
—¿Qué dijo el detective sobre Martel?
—En realidad no dijo nada definido. Me preguntó qué hacía allí sentado en mi coche y yo le contesté que esperaba a Martel. Quería saber de dónde venía Martel, cuánto hacía que estaba en Montevista, de dónde provenía su dinero…
—¿Martel tiene dinero?
—Parece tenerlo. Lo cierto es que lo desparrama por ahí. Pero, como le dije al hombre, no sé de dónde viene ni él ni su dinero. Entonces trató de averiguarme cosas sobre Ginny, a la que debe haber visto con Martel. Me negué a informarlo y me dejó ir.
—¿Era un detective de la localidad?
—No lo sé. Me mostró algo parecido a una credencial, pero no pude verla bien en la oscuridad. Se metió en mi auto, se sentó a mi lado y comenzó a hablar. Habla muy rápido.
—Descríbamelo. ¿Es joven o viejo?
—Calculo que tendrá unos treinta y cinco años. Tenía puesto un saco de lanilla y usaba un sombrero gris muy echado sobre los ojos. Creo que es más o menos de mi altura: mido un metro setenta y cinco, pero no es tan robusto como yo. No puedo describirle la cara. No me agradaba el tono que usaba al hablar. Al principio creí que se trataba de un pillo que intentaba embaucarme.
—¿Tenía un arma?
—Si la tenía, no la vi. Cuando terminó de interrogarme me dijo que me fuera. Es por eso que decidí comprar un detective.
El dejo de arrogancia que había en sus palabras, me hizo pensar que estaba habituado a comprar cosas y personas. Pero el muchacho era un poco diferente a la gente adinerada que yo conocía. Se dio cuenta de lo que acababa de decir y se excusó:
—Discúlpeme. No quise decir eso.
—Está bien, siempre que comprenda de manera definitiva que todo lo más que puede conseguir es alquilar mis servicios. ¿Qué clase de chica es Ginny?
Mi pregunta lo dejó en silencio durante un minuto. El anillo seguía sobre la mesa. Sus ojos castaños lo enfocaron hasta bizquear. Se oía el ruido de la vajilla y de las conversaciones que venía del bar, mezclado con el canto dulce de los pinzones.
—Es una chica hermosa —me dijo con una mirada soñadora—. Y en realidad muy inocente, poco desarrollada para su edad, lo que perjudica su buen juicio; No comprende bien en lo que se esta metiendo. Traté de hacerle ver el peligro que puede significar para ella el casarse con un hombre del que no sabe nada, ni siquiera su origen. Pero no quiso escucharme. Me contestó que pensaba casarse con él, sin importarle lo que yo dijera.
—¿Le dijo por qué?
—En primer lugar, le recuerda a su padre.
—¿Martel es un hombre maduro?
—No sé qué edad tendrá. Por lo menos treinta años. O, a lo mejor, más.
—¿Puede ser el dinero uno de sus atractivos?
—No lo creo. Si fuera por eso, Ginny podría haberse casado conmigo. Es más: pensábamos casarnos el mes que viene. Y yo no soy pobre —luego añadió, con la cautela de los que tienen dinero—: No seremos unos Rockefeller, pero tampoco somos pobres.
—Bien. Yo cobro cien dólares por día y los gastos.
—No es demasiado.
—Claro que no. En realidad es lo necesario para seguir adelante. Yo no trabajo todo el tiempo y tengo que mantener mi oficina.
—Comprendo.
—Le aceptaré trescientos dólares de anticipo —sabía por experiencia que es muy duro cobrarle a la gente rica, una vez que el caso ha sido resuelto…
Se sobresaltó ante la suma, pero no hizo ninguna objeción.
—Le haré un cheque —dijo, llevándose una mano al bolsillo interior del saco.
—Ante todo, dígame qué espera a cambio de su dinero.
—Quiero que averigüe quién es Martel, de dónde vino y de dónde procede su dinero. Y, en primer lugar, por qué vino aquí, a Montevista. Una vez que sepa algo sobre él, estoy seguro de conseguir que Ginny entre en razón.
—¿Y se case con usted?
—Ante todo que no se case con él. Eso es todo lo que espero conseguir. No creo que se case nunca conmigo.
Pero, cuidadosamente, volvió a colocar el anillo en el bolsillo del pantalón. Luego me extendió un cheque por trescientos dólares, contra el Pacific Point National Bank.
Saqué mi libretita negra.
—¿Cuál es el nombre completo de Ginny?
—Virginia Fablon. Vive con su madre, Marieta, Mrs. Roy Fablon. La casa de ellos está al lado de la nuestra, en Laurel Drive —me dio las dos direcciones.
—¿Estaría Mrs. Fablon dispuesta a hablar conmigo?
—No creo que se niegue. Es la madre de Ginny y le interesa su felicidad.
—¿Qué piensa Mrs. Fablon de Martel?
—No he tocado el tema con ella. Creo que está engañada con respecto a él, como todo el mundo.
—¿Y qué sucede con el padre de Ginny?
—Ya no está en circulación.
—¿Qué quiere decir con eso, Peter?
La pregunta lo incomodó. Se revolvió en el asiento y me contestó, sin mirarme a los ojos:
—Mr. Fablon murió.
—¿Hace poco?
—Seis o siete años. Ginny aún no se ha repuesto. Tenía locura con su padre.
—¿Usted la conocía entonces?
—La conozco de toda la vida. Estoy enamorado de ella desde que tenía once años.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Trece años. Ahora me doy cuenta de que es un número de mal agüero —añadió.
—¿Qué edad tiene Ginny?
—Veinticuatro años. Somos de la misma edad. Pero ella parece más joven y yo más viejo.
Le hice algunas preguntas sobre el otro hombre. Francis Martel había llegado a Montevista manejando su propio Bentley negro, hacía dos meses aproximadamente, en un día lluvioso de marzo y se había instalado en una casa que alquiló amueblada a la viuda del general Bagshaw. Al parecer, la anciana Mrs. Bagshaw lo había presentado en el Club de Tenis. Martel aparecía raramente en el Club, para esconderse en el segundo piso de la cabaña. Lo infernal del caso era que Ginny tenía la costumbre de esconderse también allí, con él.
—Hasta dejó sus estudios en el colegio —dijo Peter— para poder estar con él todo el tiempo.
—¿A qué colegio iba?
—Al del Estado, aquí, en Montevista. Estaba en los cursos superiores de francés. A Virginia siempre la ha fascinado el idioma y la literatura de Francia. Pero los dejó de lado… así —trató de hacer chasquear los dedos pero sólo logró un sonido triste y apagado.
—A lo mejor prefería algo más positivo …
—¿Usted se refiere al hecho de que él se dice francés?
—¿Cómo sabe que no lo es?
—Conozco a un simulador en cuanto lo veo —dijo Peter.
—¿Y Ginny no?
—La tiene hipnotizada. No es una relación normal ni saludable. A Ginny se le ha hecho una confusión entre su padre y el hecho de que Martel aparezca como francés. El año en que murió su padre, se había metido de lleno en ese tema del francés y ahora está en plena crisis.
—No lo entiendo. ¿Qué quiere decir?
—Me doy cuenta. No sé expresarme muy bien. Pero estoy tan preocupado por ella, que me siento enfermo. He comido tanto últimamente, que ni me he atrevido a pesarme. Creo que estoy casi en ochenta y cinco kilogramos —se palpó el estómago con cautela.
—Le haría bien arreglar las calles.
Me miró intrigado:
—¿Qué decía?
—Vaya a la orilla del mar… y corra…
—No podría. Me siento demasiado deprimido —sorbió el último trago de su malteada, haciendo un ruido de matraca—. ¿Se pondrá a trabajar en esto enseguida, no es cierto, Mr. Archer?