«Todo va a pedir de boca», decía el secretario Axayácatl a Arcadi en sus idas y venidas del concierto a la zona de las casas, un vaivén que obedecía a cosas muy diversas: que su excelencia mandaba preguntar si podían obsequiarle «un purito de esos cubanos con los que terminan ustedes sus comidas», o que se había acabado el ron o el guarapo o los refrescos y su excelencia preguntaba si podían mandar a comprar más, o que a una prima hermana de su excelencia le «andaba de ganas de ir al baño» y que si no sería mucha lata que usara uno de los baños de la casa; una serie de peticiones que tensaban todavía más la tarde, se sumaban a la inquietud que empezaban a generar los grupos de jóvenes que se colaban en la zona privada de la plantación, en busca de esos hongos beta que hacía tiempo habían sido quemados y erradicados. Ya para esas alturas los intrusos tenían que ser controlados por el caporal y sus hombres, porque la vigilancia, de por sí laxa, de los policías que había enviado el ayuntamiento, se había relajado todavía más e incluso el comandante Teófilo se había apoltronado, en una silla de lámina, junto al trono de su excelencia para disfrutar mejor del concierto y beberse el brandy que, por supuesto, había proporcionado Arcadi. Todo esto puede verse y comprobarse en otra de las fotografías de la colección de Puig, donde aparecen las dos autoridades, cada una con su copa en la mano, comentando algún incidente del concierto, con la solemnidad de quien contempla el Réquiem de Mozart; la foto fue hecha en el momento en que su excelencia le dice algo al comandante Teófilo, se ve que de su boca acaba de salir una palabra y tiene la cabeza escorada hacia la derecha para que su compañero lo escuche mejor; por su parte Teófilo, sin dejar de mirar lo que sucede en el escenario, lo atiende con una notoria sumisión, tiene un gesto de entrega al jefe que le sienta muy mal a la copa de gran señor que sostiene en el aire, con una delicadeza que, al asociarse con su barriga y su manita gorda, resulta desternillante. El alcalde tiene su copa en la mano derecha, y en el límite inferior de la fotografía, alcanza a verse que con la izquierda se está jalando el pantalón a la altura de la ingle, parece que las prendas ajustadas que viste le han oprimido demasiado un testículo y que ha aprovechado el forzoso escoramiento a que lo ha llevado el comentario en la oreja de su canchanchán, para liberarlo de la presión. Joan y yo bajamos del tejado desde donde observábamos el concierto, y nos dedicamos a triscar por ahí el resto de la tarde y en ocasiones, cuando se oía el grito de la multitud o alguna canción audible y contagiosa, volvíamos a nuestra posición en las alturas y mirábamos desde ahí a aquella masa movediza, una masa inusual en esa zona del cafetal donde no solía haber nunca nadie. Durante toda la tarde vimos cómo el caporal echaba gente de la plantación, sabíamos que iban a buscar los famosos hongos beta, pero en ningún momento nos preguntábamos cuál era el gancho de esas setas ni que utilidad podían tener, nuestra vida provinciana no daba para más, vivíamos en las márgenes del mundo y si alguien nos hubiera explicado los encantos de los paraísos psicotrópicos de todas formas nos habría parecido exagerado, si no absurdo, el esfuerzo que hacían esos chavales por conseguir los hongos, sus enfrentamientos con el caporal y el riesgo de hacerlo enfadar y de que acabara todo aquello en un acto violento. Yo seguía furioso con Marianne y también seguía deseando su muerte, sobre todo cada vez que veía a Laia con sus golpes ya maduros y oscurecidos afeándole las facciones, ¡qué se muera la loca!, seguía diciendo y zapatoneando furibundo. En algún momento de aquella tarde horrible, que había ido descomponiéndose porque a mitad del concierto ya había una seria amenaza de chubasco, Sacrosanto había montado en cólera y había echado a un trío de jipis que se habían acercado a la terraza donde Marianne sesteaba, todavía aturdida por la mezcla de la inyección y de las cápsulas de Mesantoina y Fenobarbital. El cielo se había cargado de vejigas oscuras, de un oscuro cercano al violeta o al azul profundo, y a lo lejos, a la altura del pico de Orizaba, podían verse los avances de una tormenta eléctrica. El trío de jipis había llegado hasta las casas, no se sabía muy bien de qué forma porque los hombres del caporal no descuidaban ni un momento esa zona, que era en todo caso la importante, donde estaban las familias y las casas, lo que había que proteger y preservar; hasta ahí habían llegado aquellos tres, buscando no se sabía bien qué, o quizá nada más curioseando, intentando comprobar aquellas cosas que se decían de los españoles de La Portuguesa, cosas tontas referentes a la lengua que se hablaba y a las comidas familiares al aire libre, cosas sin importancia que en esa selva donde no había muchas distracciones acababan siendo materia de conversación e incluso tema predilecto y objeto idóneo para los chismes y las habladurías, porque además de los que ahí vivíamos siempre había algún personaje, el alcalde mismo, o el cura, o el gobernador o una estrella del béisbol que recalaban ahí, a comer o a beber un aperitivo y casi siempre a darle a alguno de los republicanos un sablazo, y quizás aquellos tres además de la entendible curiosidad también pensaban en el sableo, en coger algo de alguna de las terrazas y salir corriendo. «¡Qué buscan aquí!», había gritado Sacrosanto montado en cólera, cuando salía de la casa con un té para la niña y los había sorprendido viéndola, mirándola con curiosidad y cierta malicia, porque Marianne tenía algo raro, era una mujer aparentemente normal pero miraba y, sobre todo, desafiaba con la mirada como la niña que era, y también hablaba así y así se comportaba, sin filtro ni tapujo alguno, y en cuanto se había acercado aquel trío, aturdida y todo con los calmantes, los había interpelado con cierta grosería, con una grosería extraña porque estaba «lentita» y la calma química le torcía la boca y eso había divertido mucho al trío que, más allá de las cosas tontas que de los españoles se contaban, y sin desde luego dejar de lado el sableo, quizás estuvieran ahí buscándola a ella, porque todos sabían que había una rubia loca que no salía nunca de la plantación, pero sobre todo sabían, y quizá por eso estaban ahí, que un día esa rubia se había desnudado en presencia del alcalde y había corrido así desnuda y con sus carnes blancas al aire por todo el jardín y eso ahí, una rubia desnuda en aquel territorio era un fenómeno que provocaba mucha expectación, quiero decir que es casi seguro que aquellos tres hubieran llegado hasta allí triscando con la idea de ver a la española encuerada, porque lo que en realidad se decía en los alrededores de la plantación, como suele pasar con los rumores y los chismes, es que no era raro encontrarse así con Marianne, que se pasaba el día con sus partes al aire, todo esto lo sabía Sacrosanto y es por esto que había montado en cólera, una cólera que lo hizo gritar «¡qué hacen aquí!», e inmediatamente dejar el té y, con esa desmesura que tiene la violencia en el trópico, coger un machete que estaba ahí colgando de un clavo, desenvainarlo, y antes de que el trío pudiera responderle hacer el amago de que arrasaría con ellos a machetazos y ellos, riéndose como si Sacrosanto hubiera hecho un chiste, o quizá de nervios, salieron corriendo de regreso al concierto. «¿Te hicieron algo, mi niña?», preguntó Sacrosanto preocupado, y yo que estaba ahí viéndolo todo, y todavía furibundo contra ella, le dije que no había pasado nada, que los chavales estaban ahí curioseando y que no entendía por qué había sacado así el machete, con esa violencia y Sacrosanto comenzó a defenderse de mi comentario desorbitado por el coraje que yo le tenía a Marianne, cuando ella misma, con esa mala leche que se le agudizaba con las resacas de los medicamentos, nos mandó callar con uno de sus gritos y al ver que ni Sacrosanto ni yo hacíamos caso, quiso levantarse de la mecedora pero la gargantilla se lo impidió, se alzó un poco y de inmediato fue jalada, devuelta con violencia a la silla, y ahora que lo recuerdo y que lo escribo ya era mucha la violencia que ahí se estaba generando, la de ella, la que había en mí y en mi deseo de que muriera, la violencia de Sacrosanto y las nubes que se oscurecían cada vez más y convocaban más de cerca los relámpagos. Marianne fue devuelta por la cadena y cayó en el asiento con la cara de sorpresa, casi cómica, la que ponía siempre, como si en cada ocasión que la cadena la retenía fuese la primera vez; luego se revolvió en la silla, como una fiera, pero desistió pronto porque ya sabía, había aprendido, que más valía no forzar la gargantilla, no promover el roce del cuero contra su cuello, así que se quedó quieta, expectante pero quieta, furibunda y sin embargo quieta y haciéndome saber, por la ira con la que me miraba, que si no llevaba cuidado ella sería la que me iba a matar a mí, y a mí, no se por qué, en lugar de darme miedo como hubiese sido lo normal me dieron ganas de desafiarla, de joderla, de chingarla y entonces me acerqué y supe por qué quería joderla, porque en ese momento mi ventaja frente a ella era absoluta y era mi oportunidad de hacer algo que nos redimiera a mi madre a mi hermano y a mí, me acerqué todo lo que pude, a una distancia que me mantuviera a salvo por más que ella manoteara y le dije, articulando cada letra lo mejor posible y en voz alta para que pudiera oírme porque a esas horas, no sé si ya lo he dicho, había un escándalo en la plantación que no nos dejaba ni hablar, un escándalo al que tuve que sobreponerme para decirle a Marianne una sola palabra: «loca». Sacrosanto brincó en cuanto oyó lo que había dicho y me miró sorprendido y asustado y un segundo más tarde, el tiempo que a la palabra que acababa de pronunciar le tomó cruzar el velo de la Mesantoina y el Fenobarbital, Marianne tiró un manotazo que no llegó a mi cara porque yo había calculado la distancia, pero lo tiró con tal fuerza que la mecedora se volcó y ella cayó al suelo y ahí siguió manoteando y pataleando hasta que Sacrosanto logró contenerla, se le echó encima hasta que dejó de patalear y entonces la ayudó a incorporarse y vimos el daño que le había hecho la gargantilla en el cuello, le había dejado la piel viva y en lo que Marianne trataba de acomodarse en la mecedora se quejó y se llevó las manos al cuello y yo salí corriendo, más asustado que redimido, atemorizado con aquel daño que le había infligido, que era mínimo si se comparaba con la muerte que le había deseado, y si se comparaba también con todo el daño que nos había hecho. Cuando salía corriendo oí que Sacrosanto gritaba «¡vas a ver!», una amenaza tonta porque los dos sabíamos a la perfección que yo era el hijo de los patrones y que él era el sirviente y que por más mal que yo hiciera nunca sería tan malo como él al denunciarme, así funcionaba esa selva, con esa lógica había operado el día que Màrius le metió mano a uno de los niños que trabajaban en la plantación, un escándalo que había sacado al señor Puig y a sus socios de sus casillas pero a la vez se había solucionado en la terraza, a la hora del aperitivo, de la manera en que se solucionaban las cosas ahí, hablando severamente con Màrius y echando de la plantación al niño que había sido manoseado, la lógica latinoamericana que opera en la convivencia entre los blancos y los indios, esa lógica que todavía hoy te permite abusar de la sirvienta o del chofer, porque son indios y su palabra, y su denuncia, no vale nada frente a la de uno que no lo sea. «Nunca he podido digerir aquello que le hiciste al Vicentillo», le dije a Màrius una tarde de franqueza en su casa de Guixers, refiriéndome al incidente del niño que había manoseado en la plantación. Se lo dije porque estaba un poco borracho, pero también porque es verdad que no he podido digerirlo y ese episodio del que nunca había hablado estorba en nuestra amistad, porque no comprendo qué mecanismo lo lleva a hacer esas cosas y además tengo hijos; y acabé diciéndoselo porque había tratado de resolverlo de una forma torpe que ya he explicado aquí, presentándome con mis hijos y mi mujer en su casa, sabía que no pasaría nada y pensé que el hecho de convivir en familia con él exorcizaría en mí, o si siquiera atenuaría, la historia sórdida que tuvo con Vicentillo, pero me equivoqué, aquello no hizo más que acentuarla, sufrí mucho cada vez que le dirigía la palabra a mis hijos, vigilé la intención de cada una de sus miradas y aunque es verdad que no distinguí nada anormal, nada de lo que yo temía, sufrí todo el tiempo, y entendí que si quiero seguir siendo su amigo tengo que serlo solo y sin cuestionar esa debilidad suya, aprender a convivir con él y su defecto o dejarlo de ver y mientras tanto no volver a hablar con él del tema porque aquella vez que lo saqué a colación él me respondió una cosa que zanjó mi intento de sanear dialogando nuestra relación: «yo tampoco he podido digerirlo», dijo, como si lo que le hizo al Vicentillo no hubiera sido cosa suya. Después de decirle loca a Marianne salí corriendo rumbo al cafetal, las nubes cargadas de lluvia habían oscurecido la tarde y las descargas eléctricas que hacía unos minutos aguijoneaban el volcán, ahora caían más cerca de La Portuguesa. Aquel día los negros, como pasaba siempre en los periodos críticos de la plantación, se habían ofrecido a echar una mano; Bages les había dicho, más que nada para no desairarlos, que una tormenta podía ser útil para que el concierto terminara pronto y todos esos intrusos que nos invadían se fueran rápido a su casa, de manera que Chabelo y sus discípulos, entre los que estaba el infaltable Lorena, se habían instalado desde muy temprano en una zona invisible del jardín para poner en marcha, a fuerza de bailes y tamborazos, la maquinaria de la lluvia. La ceremonia de los negros pasó desapercibida, sus ritmos mágicos quedaron sepultados debajo del escándalo que hacían los trabajadores del ayuntamiento, y su coreografía africana estaba fuera del campo de visión; Bages era el único que estaba enterado, pero con todo el movimiento que había se olvidó del asunto y lo recordó hasta bien entrada la tarde, cuando los primeros relámpagos comenzaron a estallar encima del Citlaltépetl. Tomando en cuenta la estadística que indicaba con toda claridad que la magia de aquellos negros era inocua y chambona, lo que puede pensarse es que aquella tormenta se desamarró espontáneamente, con total independencia de la ceremonia africana, sin embargo yo en mi huida hacia el cafetal, con el inútil «vas a ver» que había gritado Sacrosanto todavía resonándome en los tímpanos, vi a lo lejos la danza de los negros y concluí, de forma automática y sin ninguna duda, que ellos eran los promotores de la tormenta.
Los garañones de Acultzingo tocaban una versión atronadora de Juana La cubana y un grupo de intrusos que había llegado hasta esa zona de la plantación la bailaba animadamente, con un ritmo y unos movimientos que no sólo contrastaban con la danza africana que se celebraba a unos metros de ahí, sino que daba la impresión de que podían anularla, así que pensé en denunciarlos en cuanto viera a Arcadi o a alguno de sus socios, porque aquel grupo además de interferir con la magia de Chabelo, corría a los chavales por los surcos que había entre los cafetos y eso era algo que nosotros no hacíamos nunca porque, como en más de una ocasión se nos había dicho, se amargaba el café; mientras iba viendo todo esto noté que el elefante estaba también ahí, no con los chavales sino ahí en el cafetal, y lo sabía porque había todo un surco con los cafetos pisoteados, una impronta característica del elefante pero también muy poco habitual, se había metido ahí una sola vez huyendo de un incendio que había consumido, hacía años, una de las bodegas, un incendio por cierto espeluznante, no por la destrucción, que había sido mayor sin rebasar los límites de la desgracia exclusivamente material, sino por la chispa social que lo había encendido: un jornalero se había hecho un tajo en la pierna con una máquina, una herida no muy grave pero sumamente aparatosa, con mucha sangre, que terminó en el consultorio del hijo de don Efrén, aquel doctor alcohólico de bigotito y manos tembleques que había velado durante décadas por la salud de Galatea; el hijo también se llama Efrén, sin el «don» para distinguirlo del padre, y heredó su forma oscura de practicar la medicina y su gusto por los botellines de ron, los frascos de alcohol medicinal y los goteros de yodo. Nosotros, como he contado, confiábamos en la chamana y no nos fiábamos de los médicos de bata blanca, y en cambio los trabajadores se negaban a dejarse curar por una india y exigían un médico que les diera una receta y, sobre todo, un acta de incapacidad firmada que les permitiera, bien respaldados por la ley, recuperarse tranquilamente de sus dolencias. González llevó a César, el jornalero herido, al consultorio de Efrén, y regresó tres horas después con él, ya curado y legalmente incapacitado para trabajar durante quince días. César era quién manejaba la zaranda, la máquina que escurría los granos de café después de que pasaban por la lavadora, era una máquina compleja porque durante años habían ido parchando las descomposturas con piezas inventadas, un resorte, una goma, un alambrito agarrado a la cabeza de un tornillo, de manera que en el momento del accidente, la máquina era un Frankenstein que sólo entendía César y por tanto su recuperación era esperada con cierta ansiedad, sobre todo porque a la primera consulta sobre la zaranda que le había hecho Bages durante su convalecencia, César le había dicho que estaba de baja médica por un accidente laboral y que no tenía por qué ocuparse, durante ese periodo, de asuntos de trabajo. Quince días más tarde apareció César en las oficinas con un bastón, la pierna todavía vendada y una nueva baja médica que le otorgaba otros quince días de convalecencia, firmada por la mano tembleque de Efrén, o Efrencito como era mejor conocido en la plantación. La historia se repitió dos veces más exactamente igual, aparecía César por las oficinas con su baja médica renovada y su pierna maltrecha envuelta en una venda. La operación al tanteo de la zaranda comenzaba a reflejarse en la contabilidad de la plantación, cada vez que surgía algún desperfecto, un resorte, un engranaje, una pieza rota, había que resolverlo a golpes de inspiración porque César se negaba a cooperar mientras estuviera de baja médica, y la ley lo respaldaba, como él mismo decía cada vez que Arcadi o Bages le insinuaban que su actitud comenzaba a costarles mucho dinero. En ese tira y afloja estaban cuando un día el doctor Ángulo, un amigo de Arcadi que vivía en Orizaba, llegó a comer a La Portuguesa y a la hora de los digestivos salió en la conversación el caso de César y de su herida incurable que iba ya para los dos meses. El doctor se interesó en el caso porque le parecía extraño que la herida ni cicatrizaba ni se complicaba en una infección mayor y, según lo que se le había explicado, permanecía en una especie de limbo que, si se miraba con malos ojos, era muy conveniente para el trabajador, así que animado por Arcadi y también por los anises que habían bebido, el doctor Ángulo se levantó de la sobremesa para ir a revisar la herida. Lo primero que vieron al llegar a la casa, una casa modesta de madera con techo de palma, fue a César, sentado en un sillón desvencijado, bebiendo cerveza; a su alrededor correteaba una galaxia de niños desharrapados y a su mujer podía vérsele al fondo, cocinando algo en el fogón. «Buenas tardes, César», dijo Arcadi y enseguida explicó el motivo de su presencia y añadió que tenía la impresión de que Efrencito no lo estaba curando bien y en seguida ofreció los servicios de su amigo, y antes de que César pudiera protestar el doctor Ángulo ya le quitaba el vendaje para revisarle la herida, tocó aquí y allá y pidió permiso al paciente para hacerle un cultivo, «¿duele?», preguntó César sin soltar la botella que tenía en la mano, «nada», dijo el doctor y en un momento cogió una muestra de la herida y la metió en un tubo de ensayo. Al día siguiente el doctor Ángulo llamó a Arcadi para decirle que la herida de César difícilmente iba a curarse porque estaba continuamente alimentada con caca de caballo. Una investigación mínima, con dos o tres compañeros suyos y el testimonio del doctor Efrencito, sacaron a la luz que César se infectaba a mansalva la herida para seguir de baja médica. El caso enfureció a los socios de La Portuguesa y decidieron por unanimidad echar a César, su chanchullo lo había señalado como un individuo funesto, y además, de tanto batallar contra la zaranda que era un Frankenstein, habían aprendido entre todos a resolver sus dolencias y sus caprichos. César llevó su caso a la alcaldía pero su fraude era tan evidente que, a pesar de que se fallaba siempre por sistema en contra de los españoles, esa vez se falló en contra de él y tuvo que irse de la plantación. Unos días después, un domingo a medianoche cuando todos dormíamos, César se metió en la plantación, roció de gasolina las paredes de la bodega donde se guardaba el café ya empaquetado, y le prendió fuego. Huyendo de aquellas llamas, que según la gente pudieron verse en Galatea y en San Julián de los Aerolitos, fue que el elefante había ido a recalar asustado al cafetal, igual que aquella tarde, cada vez más amenazada por la lluvia que invocaban los negros con sus bailes. El elefante fuera de control podía convertirse en un arma de destrucción masiva, y aunque era el alma más pacífica de la plantación, y aunque jamás se lo había visto enfadado, sí había ido dejando a lo largo de los años, de manera involuntaria, pruebas de los destrozos que era capaz de producir; había destruido objetos y aparatos con una escalofriante contundencia y nos hacía correr despavoridos cada vez que lo veíamos buscando un sitio donde caer para hacer la siesta. En su larga estela de destrucción había árboles, un par de muros, el capó de la furgoneta que usaba el caporal, una máquina podadora de césped, un asador de carne y dos capítulos tétricos que incluían seres vivos, el primero de ellos fue el de dos pollitos que nos había comprado Carlota en el mercado y que Joan y yo cuidábamos con dedicación y esmero, les habíamos hecho una casa con una caja de cartón y todos los días les poníamos agua y alpiste, y no los sacábamos nunca de ahí porque ya en alguna ocasión otros pollitos se habían tirado al pozo, así que con éstos habíamos extremado las precauciones, pasaban la mayor parte del tiempo en nuestra habitación y los dejábamos salir de la caja a ratos y bajo estricta vigilancia, porque además del pozo también nos preocupaba que el Gos, o que algún felino o víbora se los comiera. Pero una tarde nos distrajimos, bajamos la guardia, fuimos por un chocolate y los dejamos un momento solos en su caja, al aire libre tomando el sol y picoteando alpiste, y cuando regresábamos al jardín vimos aterrorizados cómo el elefante pasaba por encima de la caja y seguía de largo como si nada, como si no acabara de perpetrar un homicidio doble de un solo pisotón; Joan y yo corrimos al sitio donde estaba la caja y todo lo que encontramos fue una plasta de cartón, alpiste y plumas amarillas. El segundo capítulo fue también dramático, aunque ahora que lo escribo también me parece que tuvo su lado cómico: cada vez que el elefante se echaba a dormir aparecía su compañero de siestas que era Félix, un viejo gato que vivía en la plantación desde antes de que yo naciera, un buen día había aparecido en el jardín y desde entonces se había quedado, exactamente igual que el elefante, que también había recalado ahí después de participar en la estampida que había dejado sin animales al circo Frank Brown, y en lo que los socios de La Portuguesa pensaban si lo devolvían o llamaban al director del zoo de Veracruz, nos fuimos encariñando con él y como nadie lo reclamaba ni él hacía nada por irse terminó quedándose. Quizá por esto, porque los dos habían llegado de la misma forma a la plantación, dormían juntos la siesta, el elefante se echaba con gran estrépito y en seguida llegaba el gato a acurrucarse junto a él; hasta que un día el elefante cambió de posición durante el sueño y acabó con la siesta y con la séptima vida de su compañero; o eso fue lo que creímos que había pasado, lo que pudo reconstruirse a partir del saldo de aquella tragedia, porque el elefante se había levantado con normalidad, fresco y de buen humor después de su siesta, y se había ido a caminar por la selva, y fue hasta el día siguiente, casi veinticuatro horas más tarde, que Teodora descubrió un manchón negro en el césped, que a primera vista parecía de lodo pero que, mirado con atención, era todo lo que quedaba del pobre Félix. «Lo bueno es que murió sin sufrimiento», había apuntado entonces Sacrosanto, que siempre tenía lista alguna frase para consolar a los demás, mientras erradicaba con un azadón los restos del gato. Aquellas evidencias de su destructividad nos hacían pensar en el momento hipotético en que orillado por el dolor, el miedo o el acoso, perdiera el control y arrasara la plantación; aquello era algo en lo que a veces se pensaba y nada más, el elefante enloquecido no podía ser una de nuestras preocupaciones porque en La Portuguesa teníamos miedos más arraigados, más clásicos, como el miedo a la invasión, o a la expulsión, o a la revuelta indígena, el miedo a quedarnos otra vez sin nada, otra vez sin país, el miedo a purgar un segundo exilio.
Siguiendo el surco devastado por su paso di con él, estaba junto a la barda que delimitaba la plantación ramoneando unos yerbajos, con la cabeza metida en la propiedad del empresario Aguado; a pesar del escándalo de la música electrificada y del jaleo de los jóvenes que corrían y bailoteaban cerca de ahí y de los relámpagos que caían cada vez más cerca, al elefante se lo veía tranquilo, extrañamente ajeno al caos que lo rodeaba, era probablemente el único habitante de La Portuguesa que no acusaba la neurosis que empezaba a minarnos a todos, aunque unos minutos más tarde, en plena revuelta, cruzaría corriendo el jardín, con la trompa en alto y barritando a todo pulmón y, milagrosamente, no dejaría más que cosas rotas y golpes simples, personas tiradas que al cabo de un momento, una vez recuperadas del susto, se levantaban y se iban andando solas, algunas rengueando, otras cogiéndose un brazo, pero solas. La horrenda versión de Juana La Cubana había sido la última de los Garañones de Acultzingo e inmediatamente después, cuando yo ya caminaba de regreso a casa luego de haber visto al elefante, subieron al escenario Los Locos del Ritmo, lo supe por el griterío que provocó su aparición, pero también porque inmediatamente comenzaron, temerosos de que la lluvia los interrumpiera en cualquier momento, con la absurda canción de Popotitos, ese tema menso que oíamos en la radio de las criadas sobre una flaca desvaída que no era un «primor», pero bailaba que daba «pavor», una cosa absurda que te produzca pavor el baile de una flaca, pero en fin, ésas eran las estrellas mexicanas de rock que permitía el gobierno, grupos de jóvenes inocuos, insulsos, que cantaban sus desavenencias con un perro lanudo que no los dejaba estar solos con sus novias, años después de que Jim Morrison cantara que le apetecía matar a su padre y tirarse un polvo con su propia madre; aquello era lo que había en la fiesta del alcalde Changó quien, por cierto, a esas alturas, de acuerdo con el minucioso registro fotográfico que hizo Puig, ya se echaba sus cabezaditas en el hombro de su comandante Teófilo, ese hombre de manos cortas y tórax inconmensurable que finalmente había optado por la convivencia y el brandy, y había dejado de lado, o peor, en manos de sus ayudantes, la seguridad del evento. El alcalde pasaba de la somnolencia alcohólica que lo depositaba en el hombro rechoncho de su comandante a la explosión jubilosa y rockera que lo llevaba a alzar su copa, y casi siempre a derramarla, y a mostrar con sus carcajadas sus dientes cubiertos de toscas amalgamas y sus calcetines de mujer con sus respingos; el ánimo del alcalde subía y declinaba según los reflujos del ánimo general y del griterío que profería o escatimaba el populacho, era, como quien dice, un títere de la colectividad, lo sé porque Màrius estuvo ahí cerca y me lo ha dicho. La horda de bravos que brincaban, bailaban y serpenteaban, que ya para esas horas se habían cargado el césped, los arbustos y algunos árboles, hacían de su excelencia el alcalde, que seguía sentado en su trono blanco, un personaje excéntrico; hay una foto donde aparece él adormilado, a punto de ir a dar nuevamente al hombro rechoncho del comandante, rodeado de jóvenes que, de acuerdo con la memoria visual de Màrius, están bailando la canción Popotitos, y uno de ellos, que aparece a su izquierda, está pegando un salto tremendo y puede vérselo con las piernas recogidas en el aire y la greña dispersa tapándole la cara, a una altura insólita, más arriba de la cabeza del alcalde cuyo trono, como se ha dicho, estaba montado sobre una tarima. Precisamente después de que Puig hiciera esa foto, al parecer a la mitad de Popotitos, cayó un relámpago con un tronido que se superpuso a la canción e inmediatamente después comenzó el chubasco. Los músicos tenían un techo precario que resistió la siguiente pieza, que fue desde luego Perro Lanudo, después de la cual tuvieron que retirarse, pero antes de esto, cuando comenzaba el aguacero, un numeroso grupo de chavales que no habían podido entrar al evento, y que se habían quedado ahí oyendo la música fuera de la plantación, aprovechó el desconcierto que generó la lluvia para meterse a la fuerza, y la violenta cargada que hicieron produjo, como reacción, que la gente que estaba dentro derribara una de las alambradas y que decenas de asistentes irrumpieran bruscamente en las zonas privadas de La Portuguesa. Yo veía todo esto desde el cafetal donde me había sorprendido la lluvia, iba corriendo a comunicar el paradero del elefante y también la presencia de los intrusos, pero cuando llegué al jardín vi que bajo el alerón de la parte trasera de casa había una veintena de desconocidos refugiándose del chubasco; y conforme me acercaba vi que en las demás casas pasaba lo mismo, detrás de la de Bages había otro tumulto y más allá, camino de las oficinas, un grupo de individuos desorientados buscaban donde resguardarse del agua que caía con mucha fuerza. La oscuridad que habían promovido los nubarrones se había sumado a la del atardecer, sobre la selva había caído una noche súbita, y el escándalo del diluvio sobre la flora y la tierra había puesto un velo al estruendo de la música eléctrica, un velo que más que atenuar distorsionaba el estrépito. Por momentos, a causa del espectacular juego de relámpagos que iluminaba de golpe toda la plantación, el paisaje alcanzaba notas dramáticas y, sobre todo, potenciaba la irrealidad del entorno, ponía de relieve esa situación anómala: las siluetas de los invasores se recortaban aquí y allá con cada fogonazo de luz blanca, cada rayo calaba mi retina con una impronta del peligro. Arcadi y sus socios estaban concentrados en la terraza de Puig, y mi padre, que había llegado hacía unas horas de México departía con ellos, no tenían ángulo para ver lo que había empezado a pasar hacía unos instantes, hablaban alrededor de la mesa y bebían un menjul intranquilo, porque estaba claro que la situación no estaba para aperitivos, pero por otra parte, supongo, estaban contentos de que la lluvia acelerara el final del concierto y de que ese paréntesis de caos en La Portuguesa estuviera a punto de cerrarse. Yo los veía de lejos, desde la punta del cafetal, mientras corría hacía ellos, estaban ahí sentados como siempre, como si no pasara nada, como si estuvieran atravesando, montados en una ristra de tragos, una tarde cualquiera; vi con ansiedad cómo, en el instante en que un relámpago dibujaba las siluetas de media docena de intrusos que se amontonaban debajo de una palmera, los patrones de la plantación, permanentemente expuestos bajo la luz eléctrica de la terraza, estallaban en una carcajada por algo que decía Puig, que estaba de pie con una toalla en los hombros y un menjul que acababa de ponerle en la mano una de sus criadas, ¿cómo podían reírse?, ¿por qué nadie era consciente de que nos estaban invadiendo la casa? Me iba acercando a la terraza y lo iba viendo todo a través del montón de lluvia que me caía en los ojos, procuraba no caerme porque en la plantación bastaban unos minutos de tormenta para que el suelo se volviera un lodazal, un pantano, donde los pies podían hundirse hasta el tobillo, que sacaba a flote a los «gusanos de agua», unas larvas blancas que vivían en el limo del subsuelo y que salían a la intemperie, o eran expulsadas, siempre que caía cierta cantidad de lluvia, y esa noche las larvas refulgían cada vez que estallaba un relámpago, eran un hervidero, un lío de criaturas nerviosas que invadían la tierra y se pegaban en los zapatos y en los pantalones. En algún momento pensé que lo mejor era ir a casa, que estaba más cerca, pero rápidamente descarté la idea porque no vi a nadie en la terraza y adentro no sabía quién podía estar, y en cualquier caso era mejor avisar del desastre en casa de Puig donde sí había gente a la vista que podía hacer algo. Dos minutos más tarde me enteraría de que en la terraza de casa había alguien, que la lluvia me impedía ver, y el lodazal que entorpecía mis pasos y me distraía. En las últimas fotos que hizo Puig aquel día, antes de reunirse con sus socios en la terraza, pueden verse los destrozos a los que fue sometida la zona del concierto, en cuanto empezó a llover aquello se convirtió en un barrizal sobre el que muchos seguían bailando, mientras otros, más entusiastas, habían pasado a los patinazos y a los revolcones en el fango. Son estas fotos una serie de imágenes infernales donde las personas aparecen tiranizadas por la lluvia y por el lodo, batidas en el suelo o cayendo de mala forma como para romperse un hueso y en las que sin embargo todos, hombres y mujeres, sonríen, y la asociación de estas sonrisas con el acto inmundo que las provoca, hace pensar en un sabbat donde se baila alrededor del macho cabrío. Esas fotos infernales que hizo Puig antes de refugiarse de la lluvia en su terraza, han quedado como el preámbulo de la desgracia que llegó unos minutos más tarde. Hay una imagen que Màrius hizo ampliar y enmarcar, y que cuelga en el salón de su casa en Barcelona, es una foto por la que Puig, su padre, recibió el único premio de su vida, si se descuenta el galardón Blue Jay of Ontario, que les fue otorgado, a él y a sus socios, por la Cámara de Comercio de aquella región canadiense, como reconocimiento a la calidad del café que se producía en la plantación; descontado éste, no queda en la biografía de Puig más premio que el Barbara Forbes Award, una medalla que otorga esa asociación de fotógrafos con sede en Agustín, Texas, en cuya sala de exhibiciones se presentó, gracias a la persistencia del empresario Aguado, esa breve selección de fotografías, de la que ya he hablado antes, titulada: A Sight of the Mexican Jungle; y en medio de aquel batiburrillo que, basado en una caprichosa jerarquización, había curado el empresario, iba esta foto que fue premiada y después incluida en el catálogo de fotografías que tiene la asociación colgado hasta la fecha en su página de Internet. En la imagen que preside el salón de la casa de Màrius, una de las últimas que hizo Puig aquella tarde, se ve al alcalde con su traje blanco, su copa de brandy en la mano y la cabeza sobre el hombro rechoncho del comandante Teófilo quien, a su vez, también dormido y con copa en la mano, recarga su cabeza en la del alcalde; alrededor bailan bajo la lluvia y se revuelcan en el lodo aquellos jóvenes infernales a quienes el Perro Lanudo ponía eufóricos, mientras el alcalde y su comandante, aislados del escándalo y bajo el chubasco inclemente, duermen la mona de sus vidas. La versión de esta fotografía colgada en Internet lleva un título que ideó la gente de la Fundación Barbara Forbes, donde es evidente la mala leche y el desprecio que estos fotógrafos de Texas observan frente a sus vecinos mexicanos; el título es simple e incisivo: Mexican Dreams. Otra de las fotos de la serie final, nos tuvo a Màrius y a mí divertidos toda una tarde; durante esa etapa, hace unos meses, pasé mucho tiempo en la casa de Guixers observando, con una lupa, las fotografías de Puig; estaba reconstruyendo esta historia y necesitaba hurgar en los detalles de cada imagen, había querido llevarme la colección a Barcelona para mirarla en mi estudio con calma y tener la oportunidad de ir haciendo notas de manera más ordenada y sistemática, pero Màrius se había negado en redondo aduciendo pretextos absurdos, había salido con una serie de cautelas y miramientos excesivos, como si las fotos hubieran sido de Robert Capa, y no de Puig el exiliado, y tan mal se había puesto cada vez que le había insistido en que me prestara la colección, que terminé observando las fotos y haciendo mis notas en el comedor de su casa, expuesto a los bufidos de Ming el chino, y distraído por las continuas intervenciones de mi anfitrión, «aquesta foto és bellíssima», decía mirando una imagen con los ojos entrecerrados; «¿fem un gin tonic?», gritaba desde la terraza cada vez que consideraba que yo había pasado demasiado tiempo observando las fotografías, y cuando le decía que no, salía de la cocina con un platito y una sonrisa de sátiro: «¿vols una oliveta?». Pero aquella tarde en especial la interrupción de Màrius fue muy provechosa, y además llegó justo cuando empezaba a cansarme de observar y de hacer notas, fue él quien me señaló un detalle que me hizo soltar una carcajada y dar un manotazo en la mesa que provocó un bufido largo y profundo del chino. La foto es un encuadre típico de concierto, con la banda en pleno tocando seguramente el inefable Perro Lanudo, y un montón de machitos cabríos, inmunes al lodazal y al chubasco, apiñados frente al escenario. Los locos del ritmo tienen mala cara, se ve que temen que de un momento a otro se venga abajo la precaria techumbre y que el efecto del agua sobre los instrumentos eléctricos les dé un susto. La imagen es, nuevamente, de una excentricidad pasmosa, el escenario con sus músicos eléctricos está embutido en la espesura de la selva, hay en la composición un rudo contraste entre la farándula musical y la vegetación salida de su cauce, que no le pide nada al proyecto de aquel empresario que montaba óperas en la selva del Amazonas. Siguiendo la observación que con una sonrisa socarrona acababa de hacerme Màrius, puse la lupa sobre la batería de la banda, concretamente sobre el tambor grande donde los grupos suelen poner su nombre, y lo que vi me hizo soltar una carcajada y dar el manotazo que puso a bufar al chino: el nombre no era Los Locos, sino Los «Cholos» del Ritmo. «Así que encima esos hijos de puta eran unos impostores», le dije a Màrius y él, que estuvo ahí en primera línea, me aseguró que eran muy convincentes, «tocaban tan mal como los auténticos», dijo. Haciendo memoria recordamos que algo se había dicho al día siguiente en Las rías de Galatea, pero no había tenido ninguna relevancia porque lo que sucedió después del concierto acabó eclipsándolo todo. Pero yo me había quedado corriendo bajo el chubasco rumbo a la terraza de Puig, donde los patrones, permanentemente alumbrados por la lámpara que colgaba del techo, acababan de estallar en una carcajada; iba tratando de mantener el equilibrio en el lodazal, con lluvia en los ojos, los zapatos y los pantalones llenos de larvas, y vigilando con creciente aprensión, cada vez que caía un relámpago, las siluetas de los invasores recortadas sobre el fogonazo blanco, debajo de un alerón, o de una palmera, o errando de un lado a otro movidos por la curiosidad y la malicia, porque ya he dicho que se decían cosas, casi siempre exageradas, de la vida que llevábamos y de las cosas que ahí sucedían, o quizás erraban porque no sabían cómo salir de la plantación, no se sabía, todo pasaba en segundos y no había tiempo para hacer ningún diagnóstico. Los falsos locos del ritmo suspendieron el concierto al terminar la segunda canción, el techo se había venido abajo y se había producido algún chispazo, así que los impostores no quisieron tocar más pese a las exigencias y amenazas del secretario Axayácatl que, en cuanto había visto que su patrón y el comandante seguían enfrascados en la mona de sus vidas, había aceptado el argumento de los chispazos y la electrocución, que por otra parte eran argumentos más sólidos y palpables que la dignidad artística que habían esgrimido, dos horas antes, los integrantes del grupo El Mico Capón. La gente que había venido desde lejos para ver a la banda internacional se sintió muy defraudada y pronto pasó de la euforia al enfado y del enfado a la cólera. La música se acabó justamente cuando yo alcanzaba la terraza de Puig, de pronto no quedó más que el ruido de la lluvia cayendo sobre la selva y un murmullo de voces que crecía. Entré en la terraza chorreando agua, más que del cafetal parecía que había salido del fondo del río, y en lo que iba a explicar lo que había visto, lo que me preocupaba y me había hecho correr a la intemperie bajo el aguacero, cayó un relámpago ensordecedor que fundió la instalación eléctrica y dejó la plantación a oscuras. «¿Qué hace toda esta gente aquí?», preguntó Bages exaltado, porque al verme recién sacado del río se había topado, por primera vez, con los intrusos que empezaban a llenar el jardín, y en lo que decía esto se puso bruscamente de pie y algo de vidrio, probablemente su vaso, cayó al suelo y se hizo pedazos; yo ya no tuve que explicar nada, enseguida cayó otro relámpago que iluminó a la turba; el Gos ladraba con desesperación a lo lejos, quizás en el sitio donde se había caído la valla, y el caporal, con una linterna en la mano, trataba de hacerse oír frente a un grupo que le gritoneaba y le exigía responsabilidades. Mi padre me dijo que corriera a casa y que me encerrara ahí con todos, y que no saliera nadie hasta que la crisis hubiera terminado, y dicho esto se fue con los demás a enfrentar a la camarilla que acosaba al caporal. Salí nuevamente al chubasco y al lodazal rumbo a casa, habían pasado apenas unos minutos desde que empezara mi carrera por el cafetal y ya costaba trabajo desplazarse por el jardín, tuve que abrirme paso entre la gente que estaba ahí, bajo la lluvia, pensando qué hacer o hacia dónde dirigirse; en mi tortuoso desplazamiento me topé de frente con Lorena que buscaba desconcertado a los suyos, escrutaba la oscuridad con los ojos muy abiertos y al toparse conmigo esbozó una sonrisa, su sonrisa irresponsable de negro pícaro y dijo «ya viste cómo llueve, nuestra magia es grande»; yo le dije que sí con prisa porque me urgía llegar a casa y también porque entonces no dudaba de la efectividad de sus hechizos. Al llegar vi que la única luz era una lámpara de petróleo que había encendido Sacrosanto y que colgaba de un gancho en la terraza. Todo había sucedido demasiado rápido, el final del concierto y la invasión habían cogido por sorpresa al mozo y a Marianne que estaba, como era habitual, esperando la hora de la cena en la terraza. Sacrosanto había sido sorprendido por la turba y cuando había querido maniobrar, meterse en casa o llamar a alguien para que lo ayudara, ya no era posible porque los intrusos bloqueaban la entrada y observaban una actitud que no invitaba ni a la negociación ni al diálogo. Pero esto no son más que suposiciones porque nadie pudo preguntarle nada a Sacrosanto, ni nadie volvió a verlo después de esa noche. Lo que yo vi llegando a casa, después de mirar la lámpara de petróleo, no necesitaba explicaciones: Sacrosanto había desenganchado el machete y amenazaba con éste a la turba; estaba de espaldas a Marianne, la defendía valientemente con su cuerpo al tiempo que discutía con un par de chavales, y antes de que yo pudiera oír nada de lo que decían, uno le arrebató el machete, mientras el otro lo empujó con fuerza y lo hizo caer violentamente al suelo. Todo pasaba en segundos, yo estaba ahí pasmado sin poder entrar a casa cuando Marianne, al ver que los intrusos le habían pegado a Sacrosanto, alcanzó una de sus furias súbitas y se levantó bruscamente, y antes de que la cadena volviera a jalarla hacia atrás, empujó la mecedora y quedó de pie, sujetada por la gargantilla, pero en una posición que le permitió golpear brutalmente en la cara al muchacho que había empujado a Sacrosanto, y darle un par de patadas a otro que tenía cerca, y en cuanto quiso golpear a uno de más allá sufrió un tirón de la cadena que la hizo perder el equilibrio y caer también al suelo. Los intrusos estaban paralizados frente a esa rubia furibunda que los atacaba pero uno de ellos, el que se había llevado el golpe en la cara, arremetió contra Marianne que seguía en el suelo, comenzó a darle patadas y Marianne, que era más fuerte que él, lo cogió de un pie y lo tiró junto a ella y ahí comenzó a tupirlo de golpes en la cara y en el tórax hasta que otro de sus colegas comenzó a golpearla a ella. A partir de ese momento empezó el pandemónium, la docena de invasores que había al principio frente a la terraza se había multiplicado y ya no había forma, no sólo de entrar a casa, sino de avisarle a alguien lo que estaba pasando, y a mí lo único que se me ocurrió fue pedir auxilio a todo pulmón, auxilio para esa mujer a la que todo el día le había deseado la muerte pero en ese instante, cuando otros estaban a punto de hacer realidad mi deseo fervoroso, pensé que no podía permitirlo ni iba a soportar que alguien la matara, así que cogí la correa del Gos que estaba ahí puesta en un equipal y con ella comencé a pegarle en la espalda al individuo que golpeaba a Marianne, y pude hacerlo dos veces porque cuando iba a intentar la tercera el individuo reviró y me golpeó a mi, era un muchacho de cola de caballo y afeites jipis que apelaban al peace&love y a la tolerancia y sin embargo me dio un golpe que nada tenía que ver con eso, un trancazo certero que me envió al suelo y me dejó aturdido. En cuanto pudo recuperarse Sacrosanto se trenzó a trompadas, ya sin su machete que había volado con el empujón, contra el individuo que tenía Marianne encima, pero de poco sirvió su esfuerzo y en todo caso enardeció al resto de los intrusos, que a esas alturas de la trifulca ya habían alcanzado a digerir que esa mujer rubia y blanca era un peligro, una fiera y un enemigo a vencer como cualquier otro. Sacrosanto, que no era ni muy fuerte ni muy feroz quedó otra vez fuera de combate, y a mí lo único que se me ocurrió al ver cómo golpeaban entre cuatro a la pobre Marianne, que se retorcía desesperada en el suelo sujeta por la cadena, fue arrastrarme hasta donde estaba Sacrosanto, pedirle la llave de la gargantilla y liberarla para que pudiera defenderse sin esa desventaja, era todo lo que podía hacer porque entonces ya me parecía muy claro que nadie vendría a ayudarnos, los que estaban dentro de la casa o no podían salir o no se habían enterado de lo que estaba pasando en la terraza, y los que estaban fuera como mi padre y mi abuelo andaban enfrascados en sus propias batallas, así que me arrastré hasta donde yacía Sacrosanto maltrecho, con sangre en la boca y doliéndose de un golpe en las costillas, pero no alcancé a pedirle la llave porque en el instante en que iba a hacerlo, un instante capturado dentro de los segundos en que estaba ocurriendo todo, cambió el cariz de la violencia: el jipi que me había golpeado a mí, el que originalmente había sido golpeado por Marianne, un tal Chuy según oí, ordenó a sus compañeros que pararan porque la golpiza comenzaba a ser excesiva, «se está yendo la muchacha», dijo textualmente el Chuy y en cuanto sus compañeros suspendieron el chubasco de golpes él extendió el cuerpo ovillado de Marianne y ante la vista de todos, ante la de ellos pero también ante la mía y la de Sacrosanto, le arrancó las bragas, se abrió la bragueta y comenzó a violarla. Entonces para mí el tiempo se detuvo, cayó en la terraza un espeso silencio, una coraza que durante varios segundos no permitió que pasara el escándalo de la tormenta y los relámpagos, una sordera equivocada y vana porque lo que tocaba era cerrar los ojos. Marianne tenía sangre en la cara y en el vestido y tan inerte como estaba pensé que se había muerto y me sentí aliviado de que no hubiese visto el abuso que se cometía con ella y también me alivió que nadie más de la familia estuviera viendo lo que yo veía, se trataba desde luego de un alivio relativo, de un pretexto para no desmoronarme porque viéndola muerta no dejaba de pensar que las palabras que durante toda la mañana había dicho y con tanta saña repetido, la habían matado, pero al instante siguiente, porque todo pasaba muy de prisa, Marianne abrió los ojos y su mirada estrábica dio contra los míos, estábamos los dos tirados en el piso y a mí esa mirada me dejó de pronto sin el alivio de verla muerta, súbitamente desmoronado, y fue desde aquel fondo que percibí que no había ningún silencio y que los amigos de Chuy lo jaleaban a gritos y a frases procaces y a silbidos, y entonces me levanté y en cuanto quise hacer algo, algo a la altura de mi desventaja, algo seguramente inútil e inocuo, fui retenido por dos de sus colegas y entonces volví a gritar auxilio y le grité a Sacrosanto que hiciera algo, dos o tres veces, pero él seguía muy golpeado, fuera de combate, miraba extraviado a la pobre Marianne que ya ni se defendía, estaba tumbada inmóvil, inerme y con la cabeza que se le sacudía de forma grotesca, emancipada del cuerpo, según el ritmo que le imponían los violentos enviones de Chuy, «¡déjenla ya!» gritaba yo inútilmente porque nadie podía oírme con aquel escándalo de gritos, agua cayendo a raudales y unos relámpagos que lo iluminaban todo y un instante después nos dejaban sumidos en la oscuridad mortecina que procuraba la lámpara de petróleo. De pronto la multitud se dispersó y sobre los gritos se oyó un griterío e inmediatamente después pasó corriendo el elefante, con la trompa en alto y barritando con un ímpetu que mandó callar a todos y a todo, a los invasores y a los relámpagos, pasó de largo haciendo temblar la casa, arrollando a quien no lograba quitarse y su carrera contundente, que se percibía como un derrumbe, como un desgajamiento de la tierra, hizo que Chuy abandonara precipitadamente el cuerpo inerte de Marianne y que en la terraza se organizara una turbamulta de chavales aterrorizados, que no sabían si echarse a correr o quedarse ahí o irrumpir en la casa para refugiarse. La terraza se llenó de piernas y yo perdí de vista el cuerpo de Marianne, quedé libre de las manos que me sujetaban gracias al desorden súbito. Me abrí paso como pude para socorrerla, para ver si seguía viva y en qué condiciones la había dejado el animal que la había violado y en cuanto llegué hasta ella, en cuanto por fin dieron mis ojos con los suyos, vi que otro hombre la violaba aprovechando el caos, otro hombre que se había abierto un espacio, entre el tumulto de piernas y zapatos, acometía con dureza y brutalidad su cuerpo. Me acerqué hasta él, lo jalé con toda mi fuerza de los hombros y del cuello y, cuando por fin quedamos cara a cara, vi que el hombre era Sacrosanto.