13

De aquella pléyade de personajes que llevó el autógrafo de Johan Cruyff a La Portuguesa, los negros de Ñanga fueron los más entusiastas. Habían llegado como todos a mirarlo y a dejarse seducir, y también como todos iban prejuiciados y bien dispuestos a añadir ese objeto a la recua de símbolos que contaban con su devoción, ni siquiera se interesaban por su origen ni por su naturaleza, que con toda seguridad los hubiera desconcertado, iban por el poder de convocatoria que este objeto tenía. A nadie le importaba que se tratara de la firma de un futbolista holandés, es más, es probable que muchos de los peregrinos ni siquiera entendieran lo que «futbolista holandés» significaba, lo relevante era el poder que ese objeto tenía en sí mismo, el poder de hacer bajar a la gente desde Naolinco, Zentla o Yahualica, una cosa rara pero habitual en aquella tierra donde los signos eran fundamentales, donde la magia y la religión se entrecruzaban y los dioses indígenas se disfrazaban de dioses católicos, y aquella eclosión entre lo occidental y lo indígena daba lugar a una órbita religiosa donde cabía todo, lazos rojos, ojos de venado, muñecos, ropa «trabajada», santos de yeso, nahuales, animales totémicos, figuritas de barro, estampas de la virgen, y en esa galaxia de objetos con poder, entraba perfectamente el cuadro púrpura donde estaban expuestos el autógrafo y la fotografía borrosa de Johan Cruyff.

Hace unos años, en una llamada telefónica a mi hermano Joan, él en su casa en México y yo en la mía en Barcelona nos pusimos a enumerar de memoria las figuras que tenía la chamana en el altar que presidía su bohío, yo iba escribiendo lo que íbamos recordando y el resultado fue una lista que ilustra a la perfección aquella órbita religiosa: un Chac-mol y un Tláloc de barro, una dentadura de tiburón, una veladora encendida dentro de un vaso rojo que tenía pintada la efigie de la virgen de Guadalupe, otra con la efigie de Cristo Rey, una chapa del PRI, un niño dios de barro con pañal y piel excesivamente rosa, una pata de cerdo disecada, un cáliz de iglesia (no sé si robado, donado o aparecido) donde hacía algunas pócimas, un collar de ajos, un caracol marino que tocaba a veces en alguna curación, tres ojos (no sé de qué bestias) que formaban un triángulo equilátero, un Batman de plástico que a insistencia suya (una insistencia parca y pétrea y sin embargo insoslayable) habíamos donado, una figura de yeso de san Martín de Porres y otra de la Virgen de Montserrat (donación de Isolda, la mujer de Puig), un frasco azul de Nivea con una planta mágica de nombre pelos de bruja, un Cristo crucificado, una fotografía enmarcada de Carlota y otra de ella misma abrazando al padre Lupe, un afiche de la diosa Chalchiuhtlicue, otro de Quetzalcoatl y a todo esto, esporádicamente y durante una temporada, fue a sumarse el autógrafo de Cruyff que ella solicitó para efectuar algunas curaciones. En esta reciente incursión que hice a su bohío, comprobé que la lista que habíamos hecho Joan y yo por teléfono era bastante precisa, habíamos acertado en todo excepto en un mico disecado y en un platito con una imagen bucólica llena de verdes y azules que dice «Catalunya» (donación de Fontanet).

Regreso a los peregrinos que visitaban el autógrafo de Cruyff cuando lo teníamos expuesto en la terraza, a ese grupo de negros de Ñanga que, a diferencia de los otros peregrinos que nada más miraban o se postraban, se ponían a tocar los tambores y a bailar, regresaban una y otra vez, un día tras otro, a diferencia del resto que iba una sola vez y quedaba, digamos, saciado. «¿No serán peligrosos estos negros?», preguntaba Teodora preocupada y luego agregaba que no eran cristianos y que bailar así frente a una imagen era una falta de respeto; «pero si la imagen es la firma de un futbolista», le decía Laia para tranquilizarla pero Teodora vivía metida dentro de esa órbita donde cabía todo, hasta el Batman de plástico. La danza que un día sí y otro también ejecutaban los negros era una mezcolanza que conservaba algún aire de danza africana, dos o tres requiebros o actitudes y unos gritos pero nada más, porque hacía siglos que sus antepasados habían llegado a México y sus lazos con África se reducían a la facha que tenían, y a la «pureza de su sangre», decían ellos para contrarrestar la suspicacia que despertaba tanta pasión africana, y también para disimular el hecho de que en aquella selva nadie había querido nunca intimar con un negro y ellos habían tenido que relacionarse unos con otros y décadas más tarde, con tanta endogamia, ya no podía distinguirse quién era quién. En la pared de la choza del patriarca, que efectivamente parecía una vivienda africana con sus escudos y sus lanzas clavadas junto a la puerta, colgaba una sucesión de retratos al carboncillo, y de fotografías en el caso de los más recientes, de los patriarcas de aquella tribu, la tribu de Ñanga como se hacían llamar en recuerdo del hijo de un príncipe negro que había llegado como esclavo a Veracruz en las crujías de un barco negrero. La decena de patriarcas que colgaba de aquella pared ilustraba perfectamente los estragos genéticos que asolaban a su exigua población: los diez eran idénticos, tenían la nariz ganchuda, una manzana de Adán descomunal y la tendencia del ojo izquierdo a mirar para arriba por su cuenta, que a veces rebasaba los límites del párpado y dejaba el ojo completamente en blanco. El patriarca en los tiempos de Cruyff, que por supuesto reunía todos los distintivos de su pueblo, se llamaba Chabelo, un nombre no muy africano que por otra parte no era raro, porque los patriarcas anteriores que habían tenido contacto con la plantación habían sido Benito y Carlomagno. Este último se había acercado a La Portuguesa desde su fundación, con la idea de establecer algún tipo de alianza con los españoles; aquella asociación al principio parecía estrambótica, como el nombre de su promotor, pero con el tiempo comenzó a cobrar una sólida lógica, porque en aquel universo indígena estas dos tribus, la de los negros y la de los españoles, eran consideradas por los indios como tribus enemigas, así que el líder Carlomagno, que entonces era un viejo encorvado de nariz ganchuda, de pelo y ojo blanco, que usaba su lanza como bastón y un taparrabos tachonado de motivos africanos, se acercó a la plantación a ofrecer su alianza estratégica y también la mano de obra de su pueblo. El linaje de aquellos negros se remontaba hasta el África de mediados del siglo XVI, y estaba centrado en la figura de Yanga, el príncipe de los Dincas, hijo del rey de los Bora del Alto Nilo, al sudoeste de Gondoco. Un mal día de aquel siglo convulso, había aparecido un pelotón de soldados españoles que irrumpió, sin ningún protocolo, a mitad de una ceremonia, con una grosería que pasaba por pisotear las ofrendas que había puesto el pueblo para sus dioses, y también por patear cabras, gallinas y chiquillos indistintamente. En un minuto la aldea había sido invadida y pisoteada y al minuto siguiente los soldados, repartiendo patadas y gritos, habían cogido a los pobres negros y amarrado del cuello a uno detrás de otro en una hilera lastimosa. El objetivo de aquella invasión al sudoeste de Gondoco, era secuestrar mano de obra y meterla a la fuerza en las crujías de un barco rumbo a Veracruz para que allá, en aquellas tierras lejanísimas de la Nueva España, los negros echaran una mano, o más bien se hicieran completamente cargo de las labores del campo, concretamente de las cosechas de caña de azúcar, que constituían uno de los motores económicos de la recién consolidada expansión del imperio español. Parece que el negro Yanga fue sorprendido en su cabaña mientras se acicalaba para la ceremonia de los dioses de la fertilidad, que un soldado de casco y botas hasta los muslos entró y lo cogió del cuello ante los ojos de la atónita princesa, que se hallaba concentrada en la labor de pintar el distintivo de los dincas en las mejillas de su marido. A Yanga lo amarraron como a todos a la fila de los esclavos y después de que los enviados del imperio le prendieran fuego a la ciudadela, lo subieron al barco ante el doble desconcierto de sus súbditos: el que les producía ese secuestro salvaje, y el de ver cómo el príncipe, que era el puente entre los dioses y su pueblo, era vejado y humillado por esa tribu de hombres blancos y barbados. El viaje en barco negrero fue una pesadilla, los soldados, calculando que en el trayecto su botín de esclavos sufriría una merma, atiborraron la crujía; donde cabían doscientos habían metido cuatrocientos cincuenta, en un espacio oscuro, húmedo y salitroso que iba por debajo de la línea de flotación del barco, y donde escaseaban la comida y el agua y desde luego las literas y los retretes, y en esas ignominiosas condiciones, en ese zulo infernal donde los negros iban hombro con hombro y pecho con espalda y no tenían espacio ni para sentarse, ni para sesgarse un poco a la hora de defecar, hizo su viaje Yanga, el otrora príncipe de los Bora del Alto Nilo, que vio con desesperación cómo muchos de sus súbditos, menos dotados que él, morían de pie, apoyados en los cuerpos de sus paisanos. De cuando en cuando los soldados abrían la tapa de la crujía y, como era costumbre en los barcos negreros, sacaban a los muertos y los tiraban al mar, aplicaban ese método conocido simple y llanamente como «el purgue», una palabra rara y en desuso, obviamente derivada de «purga», que aparece en las «actas reales de los barcos negreros», que hasta la fecha se encuentran en un sótano del fuerte de San Juan de Ulúa en el puerto de Veracruz. Gracias a estas actas ahora puede saberse que en el barco del príncipe Yanga, que tenía el nombre de Nuestra señora de Covadonga III llegaron ciento cinco negros de los cuatrocientos cincuenta que habían embarcado después de la incursión militar en El Alto Nilo. Antes de subirlos a unas carretas que los llevarían a su destino, los negros tuvieron su primera comida al aire libre luego de dos meses y medio de encierro, ahí mismo en los muelles del puerto se les sirvió, según consta en el acta, encima de una improvisada mesa formada con cajas de madera, «una cabeza de bagre, una patata y un vaso de agua de piña». En el acta también dice que uno de los negros, «el más distinguido», tenía pintado en la mejilla «un símbolo prehistórico», refiriéndose, al parecer, al distintivo dinca que le había pintado a Yanga su mujer. Después de la frugal comida y antes de volverlos a hacinar en esas carretas que normalmente transportaban aves de corral, un enviado del virrey leyó un edicto donde se especificaba que a partir de ese momento todos los Bora del Alto Nilo pasaban a ser esclavos de la corona española. El edicto fue leído en castellano y ninguno de los destinatarios, que no hablaban más que dinco, entendió ni una palabra. El acta, que está firmada con un garabato ilegible y fechada en el año de 1552, tiene un título tan simple que toca lo brutal: «Expedición negrera XX-XII-IV». Presumiblemente, después de la lectura del edicto, las carretas repartieron a los esclavos por los cañaverales de Veracruz y ahí, en grupos de diez o quince, trabajaron los pobres negros durante décadas, sin sueldo y hasta la extenuación. Pero resulta que Yanga no sólo era «el más distinguido», como bien rezaba el acta, también tenía un espíritu incompatible con su condición de esclavo y desde su primer día de trabajo en los cañaverales de Metlác, comenzó a sembrar las semillas de una rebelión que estalló dieciocho años más tarde, en 1570. Todo empezó con una vengativa matachina de los españoles que eran dueños de las plantaciones de caña, muy bien planeada y con el fin de que el virrey se enterara del descontento general que hervía en la tribu Bora del Alto Nilo, y también en otras que de inmediato se sumaron a la rebelión y que suscribían las arengas libertarias del príncipe Yanga, que había cambiado su dinco natal por el castellano y se había rebautizado como Gaspar Yanga. Así fue como el heredero de la nación de los Dincas, al sudoeste de Gondoco, se reconvirtió en comandante guerrillero y reunió un potente ejército de rebeldes, que sumaba más de quinientos negros con sed de venganza y un físico hercúleo que habían ganado con dieciocho años de jornadas bestiales y extenuantes. «Los negros que no morían extenuados por el trabajo inhumano del cañaveral, se convertían en hombres extremadamente fuertes, en verdaderos centauros agrícolas», apunta el historiador Cosme Villagrán en su libro Negros y chinos de Veracruz, donde analiza minuciosamente la importancia que han tenido estas razas en el desarrollo de la región. En el capítulo dedicado a la rebelión, Villagrán duda de la cifra del ejército de Gaspar Yanga: «Aun cuando fueran quinientos los hombres del ejército de rebeldes, no cometo una imprudencia al asegurar, basado en los censos poblacionales de Fray Toribio de Valverde, que había muchos, quizá la mitad, que seguían a Yanga por sus ideales libertarios, aunque no fueran precisamente negros». Como quiera que fuese, Gaspar Yanga dio el golpe en 1570 y luego de asaltar junto con sus secuaces las casas más ricas de la región, se refugió en las faldas del Citlaltépetl, y con el tiempo se ocultó en la sierra de Zongolica y en los alrededores del Cofre de Perote. La rebelión de los negros que era, como he apuntado más arriba, técnicamente una guerrilla, hizo durante los siguientes treinta y nueve años, hasta 1609, la vida imposible al virreinato; durante todo ese tiempo, refugiados en la clandestinidad que les ofrecía la selva, atacaron permanentemente a las fuerzas del orden y lo hicieron con todo tipo de armas y estrategias, «igual destrozaban un cuartel con balas de cañón, que envenenaban un regimiento con pócimas, o lo diezmaban a golpes de vudú», apunta el historiador Villagrán. Para mantener la revuelta en pie, un tema muy gordo que entrañaba mucha inventiva ideológica y el techo y el rancho de quinientos elementos durante más de tres décadas, los negros de Yanga (como se los conocía popularmente) asaltaban las diligencias que recorrían el camino de México a Veracruz, y de Veracruz a Jalapa, y lo hacían siguiendo el protocolo clásico de los salteadores de caminos, que salían de improviso en una curva, empuñando sus armas y con la boca y la nariz cubiertas por un pañuelo, un detalle hasta cierto punto hilarante en esos negros que andaban siempre con taparrabos. Al poco tiempo de iniciada la revuelta, el príncipe Yanga, seguro de que nunca más regresaría a sus dominios, ni volvería a reencontrarse con su princesa, se casó con una mujer, plebeya y veinticinco años menor que él, pero que también había sido secuestrada, en una redada posterior, en el Alto Nilo, al sudoeste de Gondoco. El primer hijo de Yanga nació en 1571, recibió el nombre de Ñanga y la responsabilidad de ser el príncipe heredero de la nación Dinca en el exilio. Ñanga creció en el centro de la revuelta y a los doce años se integró en el ejército, comenzó a desmantelar cuarteles, y a cargarse soldados del virrey y a asaltar diligencias con una efectividad y una maestría que lo llevaron a tomar el mando cuando el príncipe, que ya por pura temporalidad era rey, comenzó a sentirse fatigado de tanta lucha. En 1609 el virrey, agobiado por las presiones de los terratenientes veracruzanos, se vio obligado a pactar con Yanga y con Ñanga, y con todos los miembros de su ejército, los invito a abandonar la clandestinidad, prometió no ejercer ninguna acción legal contra ellos y olvidar los treinta y tantos años de tropelías que habían dejado sensiblemente tocada la gobernabilidad en ese territorio. Durante los siguientes años la lucha armada de los negros se transformó en una efectiva batalla política, que fue consiguiendo victorias insólitas para la época, como la abolición de la esclavitud en esa zona de Veracruz y con el tiempo, en el año 1624, cuando Yanga ya era un rey vetusto, la fundación de una comunidad autónoma, gestionada por ellos mismos, que fue bautizada como San Lorenzo de los Negros, aunque un tiempo después, por motivos que obedecían menos a la corrección que a la ambición política, cambió su nombre por San Lorenzo de Cerralvo, por insistencia del virrey don Rodrigo Pacheco y Osorio, que era marqués de aquella localidad. Trescientos años después, en 1932, el pueblo de San Lorenzo, cuya población seguía siendo mayoritariamente negra, obtuvo el nombre de Yanga, que le correspondía desde el principio.

El príncipe Yanga tuvo una vida muy larga, «más allá de los cien», dice Cosme Villagrán, sobrevivió a su mujer que era mucho menor que él, y se casó otras dos veces. Los últimos años de su vida recogió los frutos de su ingente lucha, vivió como un viejo sabio mimado por su pueblo y entregado a la vida doméstica, con una energía que dejó un saldo de once hijos, repartidos entre su segunda y tercera mujer, que fueron a sumarse a los catorce que tuvo con la primera, en los tiempos aciagos, y ociosos, de la clandestinidad. La historia de Ñanga, en cambio, en los años de San Lorenzo, fue un rosario de exabruptos que acabaron diluyendo sus hazañas legendarias en los tiempos de la guerrilla; la desgracia de ser un rey sin reino, un hombre de la realeza Bora que por un palo del destino había acabado como esclavo en Veracruz, a años luz del sudoeste de Gondoco, fue poco a poco trastornándolo; y tampoco ayudó la laxitud social y política que comenzó a corromper a los habitantes de San Lorenzo, hombres acostumbrados a pelear y a estar en pie de guerra, que no encontraban cómo encajar su ímpetu belicoso en las tareas rutinarias que les imponía el ayuntamiento. Ñanga estaba llamado a ser rey y su rol de alcalde, aun cuando era la culminación de la lucha de su padre y de la suya le pareció poca cosa y para paliar su frustración se puso a reproducir, primero de manera inconsciente y más tarde desde la conciencia exacerbada que le proporcionaba el aguardiente, los protocolos que observaban los Bora del Alto Nilo al sudoeste de Gondoco. Existe la fotografía de un retrato de Ñanga pintado por un tal Junípero, cuyo paradero se desconoce, que forma parte del seguimiento que el virreinato hacía de los grupos de esclavos que llegaban a Veracruz; esta fotografía, que se encuentra hasta hoy en la sección de anexos de las «actas reales de los barcos negreros», se titula «El alcalde de San Lorenzo», y en ella aparece, de cuerpo completo y plenamente emperifollado, el mismísimo rey Ñanga, rodeado por sus cuatro primeras damas que lo miran hacia arriba con adoración, porque están arrodilladas en el suelo, no se sabe si por sugerencia de Junípero, o si el artista no hizo más que copiar la realidad; en todo caso el cuadro nos ofrece un generoso acercamiento a la «patología real», según la terminología del historiador Villagrán, que «padecía» el alcalde, y también, y este detalle fue el que más me interesó cuando vi la foto del retrato, que se trataba de un negro espigado y atlético, como se supone que era su padre, con una nariz chata y gruesa que nada tenía que ver con la nariz ganchuda, ni desde luego con el ojo en blanco, de los negros que visitaban La Portuguesa. Ñanga comparece ante el pintor Junípero con mucho orgullo, con los brazos cruzados y un pie adelantado que nos permite apreciar las sofisticadas sandalias que utilizaba; desde aquella extremidad enviada al frente, como señal de su carácter emprendedor, de su paso firme, se levanta una túnica, verdosa, que por sus brillos y pliegues bien podría ser de seda, que lo cubre hasta las clavículas, hasta lo que alcanza a verse de éstas porque el alcalde, que en realidad era rey, tiene echada al cuello una piel de zorro, o «de vil coyote», si se atiende a la interpretación de la pintura que ofrece el historiador Villagrán en el volumen mencionado anteriormente. La cabeza de Ñanga está tocada con un arreglo de flores y plumas que recuerda los penachos que utilizaban los gobernantes prehispánicos, y del cuello, salida entre la pelambre de zorro o «de vil coyote», le cuelga una calavera, un cráneo que por sus dimensiones debe haber pertenecido a un hombre pequeño o a un niño, y que con toda seguridad le servía para mezclar los elementos de sus pócimas, aunque el historiador Villagrán apunta, con esa inexplicable mala baba que se le agudiza a medida que se adentra en la biografía, que en sus últimos días «el alcalde de San Lorenzo utilizaba su calavera para mezclar aguardiente con yerba santa y luego, in situ (sic), se lo bebía». Las mujeres que adoran a Ñanga arrodilladas en el suelo, están vestidas con túnicas, también de aspecto sedoso, y tienen tocados de pluma, mucho más modestos que el de su rey; cada una de ellas sostiene una cesta con algo, fruta, una masa que parece de pan, un montón de flores y un águila viva, otra metáfora del carácter emprendedor del monarca, de la sagacidad, la fuerza y el buen ojo con que había llevado a los Boras del Alto Nilo desde la ignominiosa esclavitud, hasta la apacible autonomía donde todos se aburrían como ostras. Aquella pintura de Ñanga, cuya fotografía se encuentra hasta la fecha, como dije, en uno de los sótanos del fuerte de San Juan de Ulúa en el puerto de Veracruz, es la representación gráfica de la «patología real» que efectivamente carcomía al rey que también era alcalde, su vestimenta extravagante y sus alardes poligámicos correspondían a su gobierno, caprichoso y anárquico que el virreinato pasaba por alto con tal de que los negros permanecieran encerrados en su territorio autónomo, y al virrey le importaba poco que el dinero que se destinaba al ayuntamiento de San Lorenzo, se lo gastara el alcalde en ajuares y fastos. La historia de Ñanga se parece a la de muchos gobernantes, de pueblos recónditos, que acaban enloqueciendo envenenados por su poder ilimitado, se parece, para no ir más lejos, a la de Froilán Changó, aquel nefasto alcalde de Galatea; pero a diferencia de éstas, la historia del negro tiene un reino perdido que la matiza y la distingue de las otras. Ñanga efectivamente se volvió loco de poder, pero también es verdad que aquella pérdida era elemento suficiente para enloquecerlo, y es aquí justamente, en el asunto de la pérdida, donde los negros de Ñanga y los españoles de La Portuguesa teníamos algo en común: las dos tribus arrastrábamos un reino perdido, cuando lo que tocaba, la única solución posible, era de verdad perderlo. He ido reconstruyendo la historia de Yanga y Ñanga y de los Bora del Alto Nilo, al sudoeste de Gundoco, la he ido reconstruyendo a partir de ciertos textos, entre los que se encuentran el libro de Cosme Villagrán y las «actas reales de los barcos negreros», y también he aprovechado lo que Laureano Ñanga, secretario de Obras Públicas del ayuntamiento de Galatea y heredero directo de esta historia, me ha ido contando, y he procurado ignorar el conveniente sesgo que Laureano le ha dado a la biografía de Ñanga, un sesgo que añade a la vida excéntrica del alcalde de San Lorenzo una orientación homosexual y una serie de anécdotas donde aparece mucho más libertino, mucho más enloquecido de lo que, se supone, era. Pero estábamos en el día en que Carlomagno apareció por primera vez en La Portuguesa; aquel momento quedó plasmado en una fotografía que es parte de la colección de Màrius, y que está en la serie A Sight of the Mexican Jungle de la Fundación Barbara Forbes, donde aparece Arcadi junto a Carlomagno el día que se conocieron. La jungla espesa que aparece detrás, más la vestimenta de mi abuelo, que no sé por qué precisamente ese día iba vestido como de safari, hacen pensar que la foto fue hecha en África, incluso la fundación la rechazó al principio porque aquello parecía más bien the african jungle, pero el empresario Aguado, nuestro inefable vecino, había pujado con tal energía y había ofrecido una justificación tan esmerada, que el curador de la Forbes había terminado incluyéndola. No se sabe muy bien por qué el empresario Aguado eligió esa fotografía y no cualquiera de las otras, que son para mi gusto mucho mejores, donde puede verse la gestación de La Portuguesa, cuando todavía no construían ni sus casas ni era aquello una comunidad sino un cafetal en potencia, cuando españoles, negros e indígenas trabajan codo con codo haciendo los surcos donde más tarde plantarían el café. Desde aquel día histórico en que el patriarca Carlomagno había aparecido en la plantación, se había establecido una firme alianza entre La Portuguesa y los negros de Ñanga, una relación que nunca había contado con el beneplácito ni de los trabajadores ni de las criadas, a los que no les daba la gana ni de pronunciar bien sus nombres, Carlomagno era «Carlomango» y su sucesor Benito era simple y llanamente «Negrito», y cada vez que podían, criadas o trabajadores, les hacían perradas a los pobres negros. Benito, el sucesor, había tenido un patriarcado efímero porque cuando Carlomagno pasó a mejor vida, él tenía su misma edad y la misma nariz ganchuda y el ojo blanco idéntico, y por supuesto no resistió ni tres años y pronto dio paso al siguiente patriarca en la línea, al Chabelo, también de idéntica cara pero veinte años más joven que sus antecesores. Dice Màrius que el funeral de Negrito fue muy conmovedor, a él le tocó formar parte de la delegación representativa de La Portuguesa que fue a Ñanga a mostrar su solidaridad con el patriarca muerto. Laia también estuvo ahí acompañando a Arcadi pero ella todo lo que vio, según me ha dicho, fueron las mismas danzas que veíamos siempre en la plantación, «no sé si el Màrius es más sensible que yo y por eso se conmovió tanto», me dijo Laia el otro día por teléfono con un tremendo retintín. Según Màrius aquella memorable ceremonia «destapó» su devoción por África cosa que por otra parte es cierta porque cada año se inventa un viaje al continente negro, a pesar de las protestas de Ming, su pareja, que es algunos años mayor que él y que cada viaje soporta menos los aviones y el turismo esforzado. De modo que las visitas que pagaban los negros al autógrafo de Johan Cruyff, y las vistosas danzas que ejecutaban frente a éste tenían un fuerte componente de solidaridad con Arcadi y sus socios; por otra parte y como compensación, los negros gozaban del desprecio que les dispensaban los trabajadores y las criadas que sin perder el tiempo habían rebautizado a Chabelo como «Chabuelo», por su pelo blanco y sus maneras de patriarca viejo. El ceremonial africano que dispensaban los negros era sumamente mestizo, porque además de que las danzas no eran precisamente canónicas incluían una especie de taconeo jarocho (es un decir porque iban descalzos), y a los bongos, las congas y las tumbadoras con que hacían su música, habían añadido un violín, «cosas de estos tiempos», se disculpaba Chabelo cuando alguien cuestionaba la pureza del ceremonial. Años antes, durante el patriarcado de Carlomagno, cuando la relación con la tribu de Ñanga llevaba poco tiempo y no las tres décadas y pico que cumplía en 1974, los republicanos, en una tarde de menjules en la terraza que se prolongó con whiskys hacia la noche, se sintieron en la obligación social de integrar a Carlomagno y a su hijo Tebaldo a la tertulia; los dos negros, con sus caras idénticas, habían aparecido de improviso con el obsequio de un cuenco de frutas y se habían plantado, como lo hacían siempre, sin decir nada y con extremada solemnidad, frente a los patrones que disfrutaban del fresco mientras avivaban las brasas de la nostalgia, a fuerza de recuerdos acomodaticios, ensoñaciones sobre la tercera república y una consistente batería de tragos. Carlomagno y Tebaldo habían aceptado sentarse un momento con ellos, luego de colocar trabajosamente su cuenco de fruta encima de la mesa que estaba invadida de platos, vasos y ceniceros; el tema de la conversación, que no era más que el avivamiento de aquellas brasas, los enganchó inmediatamente, les impresionó mucho la historia de esos hombres que habían salido expulsados de su país por haber perdido una guerra, era una historia con la que Carlomagno y su hijo no podían más que simpatizar porque ellos también se sentían exiliados, aún cuando su tribu ya era más mexicana que africana. Aquello sucedía, según las cuentas que he hecho con Laia, y después con Màrius, en 1955, cuando Arcadi y sus socios ya habían perdido la esperanza de regresar a España porque Franco no sólo seguía en el poder después de casi veinte años de haber dado su golpe de Estado, sino que ya era tratado por el resto de los países como un presidente normal. En aquella terraza, en aquel año, ya se soñaba con la muerte del dictador y también se acariciaba la esperanza de que alguien organizara un compló para asesinarlo. Todo aquello lo oyeron Carlomagno y su hijo durante un rato considerable, quizás hora y media, envueltos en la humareda que hacían los puros y bebiendo limonada porque el alcohol lo tenían prohibido por su religión, «¿y qué religión es ésa?», había preguntado Fontanet con curiosidad, «la religión africana», había respondido severo Carlomagno. Al día siguiente apareció Tebaldo en la oficina y les dijo que su padre lo había mandado a que les pidiera una fotografía de Franco, «¿para qué?», preguntó Arcadi, «¿para hacerle un vudú?», respondió Tebaldo. Nadie en la plantación tenía una foto de Franco, pero la idea de hacerle vudú al dictador les pareció tan atractiva, que el mismo Arcadi se montó en la furgoneta y fue a pedir una foto al archivo de Las rías de Galatea. La posibilidad de matar a Franco con un envión de magia negra, a control remoto y sin mayores implicaciones, era un proyecto tan seductor, tan irresistible, que había que apoyarlo, aun cuando ninguno de los socios se tomara muy en serio el vudú del Carlomagno. Ésta es una historia que mi abuelo, al final de su vida, se empeñaba en negar porque le daba vergüenza haber estado involucrado en aquella conspiración esotérica, pero su empeño era inútil porque todos habíamos visto durante años el muñeco del general Franco que tenía en la oficina. «Tú y yo sabemos que ese muñeco existía, Arcadi», le dije a mi abuelo en dos o tres ocasiones, cuando yo estaba obsesionado con la idea de reconstruir su historia, que es también la mía, y él me respondió invariablemente todas las veces que estaba loco, «tu ets boig, nen», como si entre los dos el propenso a la locura hubiese sido yo, como si aquel muñeco hubiera sido un escape más deshonroso que el whisky, o los menjules, o la bandera de Bages, o el catalán que hablábamos; en realidad en La Portuguesa todo era escapar de ahí, por eso vivíamos como en la calle Muntaner, en nuestra Cataluña imaginaria, dentro de nuestra empalizada de Astérix, en una huida permanente hacia el reino perdido. Los republicanos se habían inventado todo aquello para no morir de desesperación y a mí el proyecto del vudú, en contra de lo que pensaba Arcadi, siempre me ha parecido un capítulo más de aquella permanente huida, ni más ni menos. Media hora más tarde Arcadi estaba de vuelta con la foto de Franco, una foto donde la cara del dictador salía de perfil, como en las monedas, «la llevaré al patriarca», dijo Tebaldo y de inmediato emprendió el regreso a Ñanga, por el camino que usaban ellos que era a campo traviesa porque si lo hacían por la carretera, como hubiese sido lo más práctico y normal, la gente no tardaría en hostilizarlos, a burlarse de sus taparrabos y de sus lanzas y escudos, y a gritarles «¡pazuputamadre pinche negro, regrésate a África!», como si ahí donde vivíamos todos hubiera sido el Jardín de Luxemburgo, y no la selva infecta. En la oficina de la plantación, el proyecto del vudú se había tomado básicamente como una actividad divertida, pero la verdad es que en el fondo todos esperaban que la magia negra de Carlomagno tuviera algún efecto y la prueba era la velocidad con la que Arcadi había conseguido la fotografía. Dos días más tarde había llegado un enviado del patriarca, un muchacho negro idéntico a todos los hombres de Ñanga, que respondía al nombre de Lorena; fue directamente a la oficina y les dijo a los socios que el muñeco estaba listo y que el patriarca Carlomagno los invitaba esa noche a la ceremonia donde le darían el «soplo vital». Puig trató de posponer el acto porque esa noche recibirían la visita de un empresario canadiense que estaba interesado en comprar café para venderlo en una cadena de supermercados que operaba en Ontario, pero Lorena replicó que aquello era imposible pues la ceremonia dependía de la alineación que los astros tendrían esa misma noche; Puig lo consultó con sus socios y entre todos concluyeron que con vudú o sin éste, la posibilidad de hacerle daño al dictador era la cosa más seria del mundo. Una vez que el enviado de Carlomagno se hubo ido, resolvieron que al empresario podían atenderlo perfectamente sus mujeres, apoyadas por el caporal, que estaba capacitado para responder cualquier pregunta sobre las calidades y los precios del café. Había escrito más arriba que tanta ceremonia alrededor del autógrafo de Cruyff aquel día de 1974, obedecía a la estrecha relación que los negros de Ñanga habían tenido durante décadas con La Portuguesa, pero también hay que decir que Lorena era uno de los motores de aquel entusiasmo. Aquel joven negro, de nariz también ganchuda e idéntica manzana de Adán y ojo casi blanco, que era ya un adulto en los tiempos del autógrafo, había profesado desde la época del vudú una desmedida pasión por Màrius, y esa pasión terminó redundando en la deferencia y las atenciones que de por sí tenía la tribu de Ñanga con nosotros. No se sabía si Lorena era homosexual y por eso lo habían llamado así, o si ese nombre estrambótico lo había vuelto como era, el caso es que, cuando comenzó a ir con más frecuencia a la plantación, Puig, que ya estaba al tanto de la sexualidad de su hijo, puso el grito en el cielo porque Lorena era un negro cachondo de maneras femeninas que, en la medida en que cogía confianza, se había ido desinhibiendo. Lorena aparecía en la plantación con cualquier pretexto, llegaba con un cuenco de frutas y se sentaba en la terraza a conversar con Sacrosanto mientras éste velaba las siestas químicas de Marianne o, con el pretexto de aprender a cocinar, por ejemplo, la carn d’olla, se apostaba en la cocina entre Carlota y doña Julia, y como a todos les caía en gracia el negrito, le hacían un hueco y conversación mientras él desplegaba sus encantos, con un ojo siempre atento al jardín por si aparecía Màrius. Pero esto que cuento ahora de manera tan explícita, el gusto de Lorena por Màrius que por escrito parece tan evidente, tan craso, no lo era tanto, ninguno nos dimos cuenta de que entre Màrius y él había una tormentosa relación, ni de que las idas a Ñanga a recoger a Màrius tenían que ver con ésta; en Lorena veíamos a un negrito maricón que nos simpatizaba y que la mayoría de las veces nos alegraba el día, y a Màrius lo veíamos muy a su aire. Fue hasta hace muy poco, en una de nuestras tardes en Guixers, que le pregunté sobre Lorena, porque aparecía en varias fotografías, una de ellas frente al perol de carn d’olla precisamente. «Con él me pegué mis primeros polvos», me respondió Màrius tan tranquilo y añadió lascivo, después de darle un trago a su whisky y de cerciorarse de que Ming, su pareja, lo estaba oyendo: «tenía el príapo del tamaño de su lanza».

A la ceremonia del «soplo» asistieron los socios más Màrius y Laia, Arcadi había cargado con su hija para quitarle peso a la presencia del hijo de su amigo que había insistido hasta el bochorno en acompañarlos a Ñanga, y así, con la presencia de Laia, el asunto quedaba como una actividad divertida para «los niños». Lo primero que notaron al llegar a casa de Carlomagno fue la solemnidad del acto, los negros habían construido una especie de altar donde comparecía el instrumento del magnicidio, un monigote de tela burda con la fotografía de la cara de Franco pegada a la cabeza; la composición era extraña porque la cara del general estaba de perfil y eso forzaba la antropometría del cuerpo que estaba de frente. Alrededor del altar comparecía la tribu en pleno, hombres, mujeres y niños, todos idénticos, se habían solidarizado con la historia de los españoles que les había transmitido Carlomagno. El espacio estaba delimitado por cuatro hogueras y había un grupo de congas, tumbadoras y bongos alimentando permanentemente la ceremonia. Lo socios de La Portuguesa se sentían un poco fuera de lugar porque no habían calculado que aquello era un acto muy serio, y habían ido vestidos como cualquier día y con ánimo más bien ambiguo y receloso, y en cuanto llegaron ahí y fueron colocados en el centro del cuadro que marcaban las hogueras, cayeron en la cuenta de que todo aquello se había montado para ayudarlos y que lo que ahí se fraguaba era un asesinato, ni más ni menos, porque el asesinato empieza con la disposición del que va a cometerlo, con la instrumentalización del deseo de matar a alguien. Ésta era justamente la lectura del vudú que no soportaba Arcadi, que durante años había dicho que el vudú no había sido más que un divertimento y al final había terminado por negarlo del todo, por erradicarlo de su historial, cuando la realidad es que aquella noche en Ñanga, y luego durante varias semanas, los socios de La Portuguesa no sólo habían deseado, colectivamente y de forma organizada, la muerte del dictador, habían ido mucho más allá al materializar ese deseo en la figura del muñeco y esto, siendo rigurosos, no tiene nada que ver con la diversión ni con el juego. La ceremonia fue un acto lleno de parrafadas en su lengua, un dinco macarrónico, y bailes mestizos, y al final Carlomagno pidió que uno de los españoles se acercara para dar el «soplo» al muñeco, un honor que asumió inmediatamente Fontanet que era, como he dicho en alguna parte, el más limítrofe de todos, y que asumió cumpliendo con entusiasmo la petición de que se quitara la camisa y se descalzara, un entusiasmo demasiado físico que chocaba un poco con el aura religiosa que despedía el acto, parecía un deportista listo para competir cuando se acercó al altar donde lo esperaba Carlomagno con el dedo índice lleno de pintura negra, preparado para trazarle rayas en la cara, en el pecho, y en las manos y en los pies, y una vez terminado el diseño, que según Laia duró una eternidad, Carlomagno lo acompañó frente al muñeco y Fontanet, debidamente asesorado, reflexionó un instante, cogió aire y sopló suavemente para insuflarle vida al hechizo.

Aquella noche regresaron a La Portuguesa con el muñeco, que guardaron en la oficina de Arcadi, porque nadie quería tener ese objeto cargado de magia en casa, ni dejarlo en un área común de las oficinas, les daba vergüenza lo que pudieran pensar los empleados, así que Franco fue a parar a una gaveta de donde lo sacaban todos los días, antes de la hora del menjul, y siguiendo escrupulosamente las instrucciones de Carlomagno, le iban clavando cada uno, por turnos, agujas en la cabeza y en el corazón. Así lo hicieron durante algunas semanas hasta que desanimados por la información que obtenían del director de Las rías de Galatea, según la cual la salud del dictador no sufría ninguna merma, lo dejaron, olvidaron al muñeco en el fondo de la gaveta, en la oficina de Arcadi. Varias décadas después, la tarde en que bebía whisky con Bages en su ruinosa casa, con mi iPod totémico en el bolsillo, salió al tema el muñeco y el viejo me contó una cosa deprimente, me dijo que con el tiempo el muñeco había ido quedándose en el olvido y que muy de vez en cuando alguien lo recordaba y entonces se hacían bromas sobre el monigote de Franco y se hablaba con desparpajo y mucha chunga de lo inocua que era la magia de Carlomagno, en fin, que aquel episodio, al cabo de unas semanas, se había convertido en un entremés folclórico, en una más de la extravagancias que tenían esos negros amigos de la plantación, y en una anécdota que salía a veces a la hora del menjul, con cualquier pretexto, «como aquella noche en que me quedé traspuesto y medio dormido en la silla», me contó Bages, quizá para aligerar lo que a continuación iba a revelarme, «y el hijo de puta del Fontanet me señaló la cabeza y les dijo a los muchachos: “¿y si le clavamos las agujas del vudú?”». Dos años más tarde, cuando ya nadie se acordaba del vudú, Bages salió de madrugada a caminar al jardín porque la lenta digestión de los langostinos que había cenado no lo dejaba dormir, eran cerca de las tres y lo sabe porque a esas horas, por alguna razón misteriosa, el elefante hacía lo que llamábamos «el tour du propietaire», se despertaba súbitamente a las tres menos cuarto, siguiendo algún campanazo de su reloj interno, y se ponía a recorrer los jardines con una actitud que no era la del vigilante ni la de la fiera que protege el sueño de sus amos, sino más bien la del dueño satisfecho de su hacienda que recorre con orgullo sus dominios; a veces se cargaba un árbol, una silla o un parterre, y eso nos hacía pensar que era sonámbulo, aunque Sacrosanto, que era aficionado a leer pasquines y folletones científicos, sostenía que los destrozos se debían a que los elefantes ven mal de noche. Bages había salido aquella noche cuando el tour du propietaire concluía y el elefante regresaba a su rincón y al sueño, y caminando por ahí, haciendo tiempo para que las burbujas del bicarbonato pusieran en circulación el atasco de langostinos, vio que había luz en la oficina de Arcadi, cogió una linterna y caminó hasta allá para apagarla, porque pensó que la había dejado encendida por descuido, pero cuando llegó vio a su socio sentado en su escritorio, bebiendo whisky de una botella y clavándole un alfiler tras otro al muñeco de Franco, empecinado en hacer funcionar esa magia que prometía franquearle su regreso a España.

Años más tarde Joan y yo hurgábamos en la oficina de Arcadi, era un sábado en que él y sus socios estaban reunidos para revisar la contabilidad de la plantación y nosotros jugábamos con las máquinas sumadoras, las hojas y los sellos de goma, uno de esos días en que podíamos andar a nuestras anchas por las oficinas, porque era sábado y no había secretarias ni empleados y nosotros íbamos de un escritorio a otro husmeando, disfrutando de ese raro placer infantil que se experimenta cuando te conviertes en el dueño, aunque sea efímero, de los dominios de un adulto y usas su instrumental y te adueñas de sus clips y de sus lápices, una actividad rara en esa selva donde se supone que el placer está a la intemperie, en los jardines a la sombra o bajo el sol y no en aquel galerón lleno de escritorios y máquinas sumadoras que nos daba tanto morbo; y aquella vez hurgando a fondo, porque habíamos echado mano de una silla y una caja para alcanzar las gavetas, dimos con el muñeco de Franco, aunque entonces no sabíamos de quién era esa cara de culo porque desde luego en La Portuguesa no había ninguna foto suya; sólo vimos que se trataba de un militar y nos hizo gracia lo patoso del juguete y también nos intrigó cuál sería el motivo por el que Arcadi guardaba ese mono sucio y mal hecho; por otra parte intuimos que ésa era otra de las cosas sobre las que más valía ni preguntar ni hacer olas y simplemente lo dejamos ahí donde lo habíamos encontrado. A partir de entonces, cada vez que había contabilidad, íbamos a meternos a las oficinas con la consigna de visitar al muñeco, y fue durante la tercera visita que nos atrevimos a clavarle los alfileres que tenía ahí Arcadi en un frasco, eran largos y tenían la cabeza negra, parecían más bien espinas de pescado, y nos habíamos atrevido a clavárselos porque el muñeco ya tenía dos cuando lo vimos por primera vez, uno en la cabeza y otro en el corazón, y lo que hicimos fue concentramos en las zonas libres, el pecho, las piernas, los brazos y el culo, y hacíamos esto sin saber que lo que teníamos entre las manos era un vudú e ignorando que, cada vez que traspasábamos la tela burda del muñeco, cabía la posibilidad de que le estuviésemos haciendo daño al verdugo de nuestra familia. Un sábado se nos ocurrió presentarle el muñeco a Jacinto, el hermano de Màrius, que era más grande que nosotros, y a Pep y a Pol que eran los nietos de González y tenían más o menos nuestra edad, esos niños que también vivían en La Portuguesa y de los que no digo nunca nada porque ellos son la historia de otro y no quiero perder el tiempo contando historias que no sean mías, simplemente los incluyo cuando nuestras historias se cruzan, como sucede también con la vida donde uno va cruzándose con muchas personas y establece relaciones que pueden durar años o minutos, y después no las vuelve a ver nunca, o si, al cabo de varias décadas cuando ya no se tiene nada en común con ellos, ni tampoco hay nada que decirse, porque al final lo que hay es un alma sola que cruza de cabo a rabo la vida, o la novela, y de paso y por accidente va cruzándose con otras almas solas: una abrumadora cuadrícula de la que yo elijo una sola línea. Aquel sábado llegamos con Jacinto, Pep y Pol y esperamos a que la batalla de la contabilidad alcanzara su punto de maduración para escurrirnos a la oficina de Arcadi y presumir del misterioso muñeco que tenía nuestro abuelo en su gaveta. La recepción fue decepcionante, Jacinto que era el mayor de todos preguntó que cuál era el chiste de ese muñeco tan feo, a lo que nosotros respondimos que el chiste era clavarle alfileres y entonces le dimos el frasco y él, como queriendo comprobar si de verdad había en ello algo de chiste, sacó uno por uno y los fue enterrando en el muñeco, luego lo pasó a Pep y a Pol que lo examinaron con el mismo escepticismo y desclavaron un par de alfileres para después volverlos a clavar con un lánguido desinterés, «¿i qui és aquest pallasso?», preguntó Jacinto señalando la fotografía de Franco y como no supimos qué decirle salió de la oficina airado diciendo que no había hecho más que perder el tiempo y que nuestro juego era una tontería y una mierda, y como era el mayor fue seguido por Pep y Pol, y Joan y yo nos quedamos ahí con nuestro juego tonto entre las manos, ignorando qué era lo que hacía ese juego divertido y trascendente, incapaces de imaginar al general retorciéndose en su palacio cada vez que su vudú recibía un aguijonazo.

La chamana, que se reía de la magia de los negros de Ñanga, siempre con su risa pétrea y parienta de la mueca, vaticinó desde el principio que ese vudú no le haría «ni cosquillas» al general, y como se vio con el tiempo tenía razón. Lo mismo sucedió con otras intentonas mágicas de Carlomagno, como aquella muy dramática durante el extraño coma que padeció Marianne, cuando llegó a la plantación con un gran despliegue de personal y montó un irigote lleno de congas, tumbadoras y bailes, algunos de ellos muy paroxísticos, que tuvieron a la plantación en vilo porque cada determinado tiempo la sacerdotisa, que era la mujer de Carlomagno, gritaba «¡ya despierta, ya despierta!», y toda la plantación se agolpaba en la puerta y en las ventanas para constatar ese milagro africano que al final no llegó, por más que Carlomagno, muy presionado por lo mal que estaba quedando, pasó del baile erguido al paroxístico que antes mencioné, y que consistía en tirarse al suelo y con cierto ritmo convulsionarse mientras la sacerdotisa gritaba, «¡ya le ha transmigrado el diablo, ahora despierta la niña!», y al final no despertó, ni tampoco el diablo transmigró al cuerpo de Carlomagno que, en un momento específico, magullado de tanto bailar con paroxismo por los suelos, suspendió de un manotazo el trabajo de las congas y las tumbadoras, y anunció que su magia había calado hondo y que era cuestión de horas que la niña despertara y sin decir más abandonó la plantación seguido por su tribu. Al día siguiente Arcadi y Carlota, que habían creído en las palabras de Carlomagno porque necesitaban creer en cualquier cosa, dieron por buena la idea que expresaba la chamana, cada vez que encontraba el momento oportuno: «esos negros no son ni brujos ni nada: son pinches negros». A pesar de su incompetencia en el plano mágico, la tribu de Ñanga fue siempre muy querida en La Portuguesa y aun cuando se sabía, de forma comprobada y reiterada, que eran brujos chambones, se los seguía consecuentando el empeño que ponían en ayudarnos cuando, por ejemplo, caía una plaga en el cafetal, o la plantación sufría una racha de mal agüero, entonces ellos llegaban con sus tumbadoras a hacer faramallas y aspavientos y después Arcadi y sus socios les agradecían mucho su esfuerzo.

Aquel aciago sábado de contabilidad, Joan y yo, severamente tocados por la decepción que había producido nuestro juego tonto, regresamos al frasco los alfileres que habíamos usado y los guardamos junto con el muñeco en la gaveta; al cerrar la portezuela y quitar la caja y la silla en las que solíamos treparnos, tuve la impresión de que el capítulo del ninot, así llamábamos en catalán al muñeco, se había cerrado para siempre. Décadas después, hace dos veranos para ser exactos, cuando visitábamos a mi madre en su casa de la ciudad de México, en uno de esos viajes anuales que hacemos para que la abuela vea a sus nietos y desempolve su catalán hablando con ellos, mi hija, que es todavía pequeña, apareció en las escaleras cargando un muñeco, venía de hurgar en los cajones, igual que yo había hurgado toda mi infancia en los de Arcadi, y había dado con ese muñeco que abrazaba mientras bajaba las escaleras. «Què t’has trobat, nena», decía Laia con ese tono complaciente que tienen las abuelas con sus nietos, aunque éstos sean unos gamberros y acaben de dejarles la habitación patas arriba. Mi hija llegó al salón donde Laia y yo conversábamos, «¿què tens aquí?», volvió a preguntar Laia, tratando de enfocar con los ojos achicados porque no tenía puestas sus gafas; «m’he trobat un ninot», respondió mi hija y nos enseñó su hallazgo y yo casi me caí de la silla al ver que era el mismo muñeco de Franco, ya sin la cara de culo que se le había caído con los años, pero todavía con los alfileres clavados, uno en la cabeza y otro en el corazón.