El caporal regresó de Veracruz con el Fenobarbital cuando Marianne apenas salía del sueño químico de la inyección. Había despertado después de un ataque de tos que le produjeron las piedras humeantes de la chamana y, como solía pasar, se levantó de la cama como si nada, como si unas horas antes no hubiera masacrado a su hermana, ni hubiera asustado de muerte a sus dos sobrinos, ni hubiera puesto la casa patas arriba. Comió sola en la mesa atendida por Teodora y discretamente monitoreada por Sacrosanto, porque si se daba cuenta de que la estaban vigilando, si se sentía acosada por la mirada de alguien, no tardaba en ponerse violenta, en gritonear o en arrojar algo, un vaso o un tenedor, o el plato lleno de comida como había sucedido en más de una ocasión. Antes de que se levantara de la mesa, Sacrosanto le dio su dosis habitual de medicamentos, un acto químicamente temerario, de unas consecuencias que nadie fue capaz de calcular, un acto imprudente que era el resultado de una deliberación rápida y muy práctica de Arcadi, que pensaba, probablemente con razón, que precisamente ese día de caos en la plantación era importante tener a Marianne bajo control y evitar cualquier tipo de furia o pronto que pudiera sobrevenirle, y pensando en esto, después de comunicárselo a Carlota, le dijo a Sacrosanto que a pesar de que la niña hubiera recibido esa inyección tranquilizadora era importante que tomara puntualmente su ración completa de medicamentos, «no importa que pase la tarde un poco atontada», le había dicho Arcadi a Sacrosanto y éste que, como he dicho, sentía una especial devoción por Marianne, había cumplido la orden con su cara compungida y pensando que era un exceso, que la niña ya estaba bastante «lentita» con la inyección, así lo dijo, así se refería siempre, al estado lerdo al que llegaba Marianne luego de tomar sus medicinas. Después de la comida que transcurrió en paz, sin gritos ni objetos arrojados, Sacrosanto, como lo hacía siempre, llevó a Marianne a la terraza y la ayudó a sentarse en la mecedora porque cinco minutos después de haberse tomado las pastillas, que ese día se habían potenciado con los ecos de la inyección, la niña ya comenzaba a trastabillar y a perder el paso. Marianne se derrumbó en la mecedora y Sacrosanto enganchó la cadena a la gargantilla, era importante tenerla bajo un control férreo porque la plantación comenzaba a llenarse de extraños.
El concierto comenzó a las seis y media como se había previsto. El escenario estaba en parte terminado y un par de electricistas todavía estaban montando unas bombillas cuando comenzó a tocar el grupo El Mico Capón, una banda de arpa y jaranas que era muy del gusto del alcalde, que había llegado puntualmente en su automóvil blanco y largo y él mismo, como si la máquina fuera una prolongación suya, iba también vestido de blanco, con traje, sombrero y botines blancos, unos botines cortos que, una vez ocupó su silla y cruzó la pierna, dejaron ver un par de calcetines transparentes como medias de mujer. «¡Permiso compañeros, permiso!», iba gritando uno de sus guardaespaldas para que la multitud que a esas horas llenaba el cafetal dejara pasar sin apretujones a su excelencia. Al alcalde se lo veía orondo, caminaba ceremoniosamente entre la multitud y agradecía de vez en cuando con la mano el saludo de algún admirador que él imaginaba, porque ahí no había admiradores suyos sino entusiastas de los Locos del Ritmo que habían llegado de los pueblos y las rancherías de alrededor e incluso de ciudades lejanas como Jalapa o Puebla. Ismael Aguado, un oscuro empresario que tenía un rancho junto a La Portuguesa, había visto el follón desde temprano y a media tarde se había acercado a casa para informarse y se había encontrado con Laia que ya a esas horas lucía una descomunal hinchazón en el labio, un ojo negro y una horrenda marca en el cuello. «¿Pero qué te ha pasado, mujer?», preguntó Aguado zalamero, tirándole como era su costumbre los tejos a mi madre y, ahora que lo pienso debió haber preguntado eso con la esperanza de que hubiera sido mi padre el autor de esos golpes y así él, que estaba siempre puesto, hubiera encontrado una coyuntura para introducirse. «Me caí en el baño», mintió mi madre y yo que estaba ahí junto a ella tuve ganas de decirle a Aguado que eso no era cierto, que todo eso que no había forma de hacerse en una caída se lo había hecho su propia hermana, su hermana Marianne que estaba loca, pero Aguado me producía tal desconfianza que, a pesar del odio que sentía por mi tía, pensé que lo decente era apoyar a mi madre y callarme la boca. Aguado se enteró del concierto que se avecinaba, y al saber que tocarían los Locos del Ritmo se puso él mismo como un loco, y puede ser que el odio que toda la vida he sentido por esa banda empezara ahí, porque me parecía fundamental odiar todo lo que Aguado amara. A las seis y media de la tarde la plantación era un hervidero, el alcalde había tardado una eternidad en llegar a su silla, que era una especie de trono blanco puesto sobre una tarima frente al escenario. En una de las fotos que el señor Puig tomó ese día aparece la silla blanca, sola y en alto rodeada por la multitud, al mirarla se tiene la impresión de que se trata de un gag fotográfico de esos que se hacen con fotoshop. El alcalde había tardado en llegar a su silla, a pesar de que sus guardaespaldas no escatimaban en técnicas para abrirse paso, gritaban, empujaban, picaban las costillas con sus macanas o movían a un par de jóvenes a golpe limpio, con un puñetazo en la espalda, una patada en las corvas o un sopapo en la oreja; los guardaespaldas no escatimaban esfuerzos y ni así pudieron sentar a tiempo a su excelencia, que por supuesto quería presenciar desde el principio su propio concierto, pero la multitud era tal y tan espesa, que su excelencia se perdió las primeras canciones de El Mico Capón y fue tan grande su molestia y tan patente, que el secretario Axayácatl Barbosa tuvo que subir al escenario entre una pieza y otra a pedirles a los músicos que comenzaran desde el principio, y como éstos se mostraron reticentes y empezaron a alegar conceptos etéreos como su dignidad artística, el secretario Axayácatl no tuvo más remedio que advertirles que si no repetían el show desde el principio no iba a pagarles lo que les había prometido, y como resultó que la dignidad artística no era un concepto etéreo sino con mucho peso específico para los músicos de El Mico Capón, el secretario Axayácatl les dijo que si no repetían inmediatamente todo el show los metía en la cárcel y en el camino violaba a «la chamaca», dijo esto refiriéndose a la arpista, que era una mujer por la que el alcalde se desvivía y la única razón por la que era fan del grupo de El Mico Capón. Puestas así las cosas tuvieron que hacer a un lado su dignidad artística y empezar otra vez desde el principio. Esto me lo contó años después Eleuterio Assam, que era el líder del grupo y además estaba casado con Gloria Fenellosa, la deseada arpista; coincidí con ellos, ya de adulto, en una boda en Galatea, uno de esos compromisos ineludibles donde los invitados menos íntimos, los que no son ni de la familia ni muy amigos, son agrupados en mesas plurales donde nadie conoce a nadie y ahí fue donde haciendo un poco de conversación con la pareja que estaba junto a mí, me fui enterando de que ellos eran los que habían comenzado aquel desastroso concierto de La Portuguesa, y de la horrible extorsión que les había hecho el secretario Axayácatl Barbosa aquel día. Me contaron que Gloria tocaba el arpa en la Sinfónica de Jalapa y que Eleuterio había dejado la música para encargarse de los negocios de su padre, una decisión que nada había tenido que ver con la grosería del alcalde, aclaró Eleuterio, quizá para evitar que yo arriesgara alguna conclusión. «De hecho ya habíamos olvidado todo aquello», puntualizó.
El señor Puig era aficionado a la fotografía, tenía un cuarto oscuro montado en su casa y gracias a su afición queda algo de memoria visual de aquellos tiempos en La Portuguesa. En su colección de fotos pueden verse las comidas, el trabajo en el cafetal, las casas y las oficinas de la plantación y eventos como aquel concierto, que registró con especial meticulosidad porque ya él y sus socios sospechaban que acabaría mal, había demasiada gente y, fuera de los cinco policías que había mandado el municipio, no había quien pusiera orden, y más valía, pensaron ellos, que hubiera un registro gráfico de lo que iba sucediendo; así que Puig se paseaba con su cámara desde antes del concierto, era un tío muy largo de gafas que resaltaba en aquel gentío de jóvenes más bien bajitos y de jipis indígenas que aprovechaban sus atuendos de manta, sus pulseras, sus collares y sus huaraches, aditamentos que de por sí usaban ellos y sus ancestros desde hacía mil años, para insertarse en la moda juvenil cosmopolita, una inserción que consistía en dejarlo todo tal cual estaba, pero ahora suscribiendo el léxico y las actitudes del peace&love, y fondeando su nueva vida con Atahualpa Yupanqui, o en su defecto con los Locos del Ritmo, que era lo que ahí había. Todo esto iba registrando Puig con su cámara, parecía el reportero de algún periódico, lo sé porque mientras ejecutaba su labor alguien probablemente Arcadi, le hizo una extraña fotografía, donde aparece él tomando a su vez una foto, rodeado por todas partes de ese personal que ya he descrito.
Hace unos años, cuando Laia se enteró de que yo trabajaba en un texto sobre La Portuguesa, me dijo que Màrius, su hijo, había conservado el archivo, y que lo sabía porque había recibido varias fotografías de diversas épocas de la plantación que el mismo Màrius le había enviado desde Barcelona. Laia había mantenido un contacto mínimo con los Puig, primero con la viuda y después con Màrius, un contacto que al principio había sido muy intenso, con mucho intercambio de documentos y llamadas telefónicas debido a los trámites que exigía la venta de sus tierras, pero cuando el asunto legal se hubo solucionado el contacto se fue reduciendo a una carta de vez en cuando, a veces cada dos años, y en ocasiones algún envío nostálgico como las fotografías, o los dos kilos de café veracruzano que Laia le enviaba esporádicamente con alguien que viajaba a Barcelona. «Es una pena que se comuniquen tan poco habiendo vivido los dos el mismo exilio», le dije aquella vez a Laia y ella me respondió, con ese gesto que pone cuando no quiere hablar de un tema y lo que va decir será el punto final y definitivo: «Aquello no fue por nuestro gusto, además no veo por qué el Màrius y yo tengamos que tener más contacto». Màrius nació después que Marianne, es diez años menor que mi madre, pero a diferencia de ella, que ha tratado de llevar una vida normal, lo más parecida posible a la de Lorenzo y Pepita, él vivió la plantación a contrapelo, era rico, blanco, extranjero y homosexual, y esa combinación era una bomba en Galatea y sus alrededores, una bomba que sacaba de sus casillas a Puig, su padre, y a Bages y Arcadi, que continuamente tenían que ir a rescatar a Màrius de la cárcel o de algún tugurio o rincón patibulario, como aquel que se había alquilado en el mercado de Galatea, un cuartucho arriba de los puestos del pescado, que había arreglado como una leonera para poder ver a sus novios que tenían prohibida la entrada a La Portuguesa. Puig montaba en cólera cada vez que se enteraba de las andanzas de su hijo, así que Màrius prefería recurrir a Arcadi o a Bages cuando se le complicaban las cosas. Pero un día esas cosas se salieron de control, Aurorita, la dueña del puesto de pescado que estaba justamente debajo de la leonera, llamó a Arcadi a la oficina para avisar que Màrius estaba mal herido. Eran las siete de la mañana y Arcadi había sido el primero en llegar, por eso había cogido él la llamada de auxilio que, de haberse hecho una hora más tarde, le hubiese tocado al mismo Puig. Arcadi pasó por casa de Bages para contarle lo que había sucedido y después se montó en su coche y condujo hasta el mercado de Galatea. Había acordado con su socio que primero vería la gravedad de la herida y después le avisarían a Puig, porque Aurorita ya había hecho, tiempo atrás, un par de llamadas similares que habían disparado la ira de Puig y al final había resultado que Màrius ni estaba tan mal y que Aurorita era un poco histérica. Arcadi llegó al mercado de Galatea y subió directamente al departamento de Màrius. Llamarle departamento a aquello es una inexactitud porque se trataba de un viejo granero que, aunque Màrius había ido acondicionando, conservaba todavía sus líneas generales como, por ejemplo, los barrotes en las ventanas y la forma de entrar a la buhardilla, mediante una escalera de madera enclavada en la calle entre dos puestos de fruta, aunque ya en esa época Màrius, por seguridad pero también por chulería, había sustituido la escalera de madera por una escala de gato que le había dejado el capitán de un barco noruego, que lo visitaba cada vez que atracaba en el puerto de Veracruz. Cuando Arcadi llegó se encontró con el imprevisto de que la escala estaba recogida y no había forma de subir a la buhardilla. Todo el mercado estaba al tanto de la trifulca que había armado «el español», así conocían a Màrius, y había cierta expectación por ver qué era lo que iba a hacer Arcadi, una expectación divertida y cachonda, llena de risitas cómplices porque todos sabían que el español era mayate y que usaba el granero para retozar con los jovencitos del mercado, y además habían visto en una ocasión la pataleta que había hecho Puig al descubrir la «pocilga» donde se «divertía» su heredero, así había dicho como si el sexo fuera nada más un juego y no una necesidad inaplazable y urgente. «¡Màrius, sóc l’Arcadi, tira’m l’escala!», gritó y en el acto apareció un joven moreno que tiró la escalera. Arcadi trepó observado atentamente por la gente del mercado, eran las siete y media de la mañana y había una niebla tropical que bajaba hasta la altura de la buhardilla, así que Arcadi no había podido ver bien desde abajo al joven, pero en cuanto llegó arriba y logró incorporarse en aquel espacio agobiante, vio que Màrius estaba ovillado en un rincón cubierto por una manta y que el joven moreno que lo acompañaba estaba tiritando por la humedad y por los nervios y que tenía, y esto lo escandalizó, un manchón de carmín en la boca y la pintura de los ojos corrida de tanto llorar. Arcadi lo miró asombrado porque un muchacho con maquillaje de mujer, «de bailarina de cancán» diría más tarde, era una rareza a esas horas y en ese mercado horrible y en ese purulento trópico. El joven se quedó a su vez mirándolo y antes de que Arcadi pudiera presentarse o decir nada, comenzó a sollozar y le dijo que él había matado al español por celos. Arcadi miró nuevamente el bulto cubierto con la cobija y vio que no se movía y sintió que «el alma se le iba a los pies», así lo diría más tarde, con esa expresión tan precisa y plástica, tan dramática, que suele decirse como si fuera cualquier expresión y no esa imagen misteriosa, profundamente mística de un hombre que ante un asombro mayor, siente cómo el alma se le despeña cuerpo abajo y lo deja vacío, vulnerable, listo para morirse de ese asombro. Arcadi se agachó junto al bulto y retiró la cobija y lo primero que vio fue que Màrius estaba echado sobre un charco de sangre, con las manos puestas sobre el estómago protegiendo el mango de un puñal. «No em toquis el ganivet, si us plau», dijo Màrius con un hilo de voz. Arcadi apareció en la puerta de la buhardilla, como un ser fantasmal borrado por la niebla, y suplicó la ayuda de la gente que seguía ahí expectante. El silencio que vino después de su súplica, porque el español no era ni muy bien visto ni muy querido, fue desactivado por un oportuno grito de Aurorita: «¡Hay que ayudar al mayatito, no hay que ser!», y ese grito movilizó a tres mecapaleros que improvisaron una camilla con unas tablas y entre los tres, sin que Arcadi tuviera oportunidad de intervenir en nada, bajaron el cuerpo doliente de Màrius y lo colocaron en el asiento trasero del automóvil. Arcadi repartió dinero y agradecimientos y voló al bohío de la chamana que lo arreglaría todo a fuerza de emplastes, mejunjes, oraciones excéntricas y murmullos sumamente misteriosos. Después de aquella experiencia y una vez recuperado, Màrius, que entonces tenía casi treinta años, acordó con su padre que se iría a vivir a Barcelona y Puig, para ayudarlo pero también para ir preparando su propio regreso, le compró un piso y un local para que fuera montando un negocio, y Màrius lo hizo tan bien que cuando los Puig regresaron a su tierra pudieron vivir holgadamente hasta el final de sus días. Màrius sigue al frente de ese exitoso negocio que es un restaurante llamado La vasta China, un nombre ingrato porque en sus mesas se sirven porciones más bien magras y el local es de unas dimensiones claustrofóbicas, sin embargo, pese a su nombre disparatado, lleva más de dos décadas funcionando a tope en el barrio de Sant Gervasi. En fin, siguiendo el consejo de Laia me presenté un día en el restaurante, que por cierto queda muy cerca de casa, y ahí entré en contacto con Màrius, que ahora es un hombre mayor y muy refinado, un hombre serio que durante el día dirige su negocio y en las noches sale a buscar amores furtivos en las saunas de Barcelona. Gracias a nuestro pasado común, aunque con cierto destiempo porque él era un adulto y yo un niño cuando vivíamos en la plantación, entramos rápidamente en confianza, como si fuéramos de la misma familia, «aquella selva nos hizo parientes», dijo el día que nos encontramos y a partir de entonces nos vemos con frecuencia y, curiosamente, hemos vuelto a ser vecinos. La primera vez que me invitó a su casa de campo en Guixers era domingo y yo tuve la ocurrencia de llevar a mi mujer y a mis hijos, se lo había preguntado antes a Màrius y él se había mostrado encantado con la idea pero al estar ahí en su casa quedó claro que no era muy de niños, y que era también algo misógino, y a partir de entonces nos hemos visto solos, comemos periódicamente en un restaurante del barrio (jamás en el suyo) pero, sobre todo, en su casa de Guixers, quizá porque crecimos los dos en el campo y ahí nos sentimos más cómodos conversando, por ejemplo, un jueves por la mañana a la intemperie, luego preparamos algo de comer y antes de regresar a Barcelona hago una siesta fantástica en el sillón que tiene junto a la chimenea, una de esas siestas que empecé a platicarle a Bages pero que en cuanto se había enterado que la cosa tenía que ver con Màrius había cortado por lo sano. Ahí en esa casa fue donde miré con detenimiento las fotografías de Puig, que había visto descuidadamente de niño, sin mucho interés porque La Portuguesa todavía estaba ahí, completa y vigente, y yo no tenía entonces ninguna necesidad de reconstruirla. La idea de Laia no sólo me había conducido a la memoria gráfica de la plantación, también me había permitido hacerme amigo de Màrius que es, por decirlo así, el guardián de mi memoria, y ahora que lo tengo y lo frecuento, no puedo explicarme cómo no lo busqué antes, cómo no procuré desde hace años nuestro acercamiento, porque hay cosas que no puedo compartir más que con él, cosas simples, un olor, un ruido, una temperatura y cierto grado de humedad, la canción nocturna de un búho, el paso de una bestia detrás del breñal, el olor a boñiga y a paja y a fruta podrida, el trazo urgido de una víbora, la niebla y las urticarias, un puro a la hora de los moscos y el menjul que los dos sabemos preparar de aperitivo, todo dicho y experimentado en catalán de ultramar, esa lengua mezclada con palabras castellanas pero también nahuatls y otomíes, y también con jarochismos del español que se habla en Veracruz, esa lengua trenzada con rebotes: pazumáquina, pazumango y pazuputamadre, cosas que no puedo compartir con nadie que no haya nacido en esa selva. Ahí en la casa de Guixers vi, y miro todavía cada vez que voy, la colección de Puig, ahí está la foto del trono del alcalde el día del concierto y, junto a ésta, otra donde se puede ver a su excelencia cómodamente sentado, en el momento en que suelta una carcajada muy al principio del concierto, quizá cuando el secretario Axayácatl acababa de lograr que El Mico Capón empezara otra vez su show; se ve que es muy al principio porque el alcalde se fue emborrachando conforme avanzaba el concierto, de forma rotunda y muy patente, y en esta fotografía todavía se lo ve fresco, recién duchado y vestido de blanco, recién enfundados los pies en sus calcetines de media de mujer, que se ven perfectamente porque a la hora de soltar la carcajada, suelta también las piernas que automáticamente ascienden y esto provoca que se le vean sus siniestros calcetines. Puig lo iba fotografiando todo y mientras él recopilaba imágenes Joan y yo espiábamos el concierto desde el tejado de la casa, veíamos a esa horda de jipis latinoamericanos cabeceando y moviendo las caderas con las piezas étnicas del grupo Los garañones de Acultzingo, un quinteto de minotauros con el pecho al aire que tocaban lo mismo una pieza andina que un son jarocho, con una mezcla inverosímil de instrumentos acústicos y eléctricos que producían una pasta sonora difícilmente descifrable.