11

Todo empezaba a suceder demasiado rápido esa mañana, los acontecimientos iban agolpándose uno detrás de otro y yo no podía quitarme de encima el deseo de que Marianne muriera, era un deseo que iba más allá de mí y sobre el que no tenía ningún control, sabía que estaba mal desear la muerte de alguien y que era todavía peor desear la muerte de la hermana de mi madre y sin embargo lo deseaba, no podía evitarlo, era un deseo que parecía ordenado por otro, como aquel que me había invadido una vez que Teodora se había empeñado en llevarnos a misa, para que se nos quitara «lo renegados», había dicho y acto seguido nos había hecho arrodillar en el altar y, sin rito de iniciación que mediara, nos había invitado a comulgar. Joan y yo nos arrodillamos junto a ella sin mucha idea de lo que aquello significaba, por más que Teodora nos decía «están a punto de recibir el cuerpo de Cristo», no lográbamos empatizar con la emoción que ella sentía, ni siquiera entendíamos lo que significaba eso de «recibir el cuerpo» de alguien, porque lo único que veíamos era una simpleza donde no cabían demasiadas interpretaciones, veíamos al padre Lupe, asiduo visitante de la plantación, dando a sus fieles hostias que iba sacando de un copón dorado que junto a él, con una solemnidad que nos parecía ridícula, sostenía El Titorro, ese niño desastroso que era amigo de Lauro y con quien habíamos estado en el establo la noche de las vacas. Cada vez que el padre Lupe ponía una hostia en la lengua de un fiel decía la frase «el cuerpo de Cristo», la misma frase que nos había adelantado Teodora que volteaba a mirarnos todo el tiempo para ver en nuestros gestos si ya habíamos comprendido la relevancia de aquel acto, cosa que desde luego no sucedía porque para nosotros, que habíamos crecido al margen de la imaginería católica, el padre Lupe era un amigote más de los que recalaban en La Portuguesa y el detalle de sacar la lengua para que él nos pusiera ahí una oblea, que había cogido con la mano del copón que controlaba El Titorro, nos parecía más bien repugnante; para nosotros Lupe era un gordo de mal aliento que intentaba congraciarse a fuerza de cosquillas, cachetes y chistes estúpidos, era, de los amigos de Arcadi, el que más mal nos caía y sin embargo, por respeto a Teodora, ahí estábamos arrodillados oyendo el ritmo de «el cuerpo de Cristo» que repetía el gordo aquel, con tal ritmo y tantas veces que lo que yo empecé a oír ahí arrodillado conforme el amigote de mi abuelo se aproximaba fue «el puerco de Cristo» y me dio risa, una risa ahogada porque todos, hasta El Titorro que era en sí mismo un chiste, estaban muy serios. «¿De qué te ríes?», preguntó Teodora desconcertada porque a las claras se veía que no estábamos captando la intensidad del momento, y como efectivamente no la captábamos le dije, con toda naturalidad y en la voz más baja que entonces me salía, que me reía porque parecía que el padre Lupe decía «el puerco de Cristo». Teodora se puso lívida y no pudo decirme nada porque en ese momento el padre Lupe le decía «el puerco de Cristo» y ella estaba obligada a sacar la lengua; yo dudaba entre sacarla o no, y lo mismo le pasaba a Joan, no contábamos con que el padre, al vernos arrodillados junto a Teodora, simplemente pasó de largo, nos dejó ahí arrodillados y El Titorro, al ver el plantón que nos había dado el cura, le jaló la sotana y se lo hizo ver con un rápido secreteo en el oído. «Esos niños no están bautizados», le dijo Lupe a El Titorro, aunque en realidad lo dijo mirando con enojo a Teodora, y después siguió avanzando en la línea de fieles que lo esperaban arrodillados, profiriendo la enigmática línea «el puerco de Cristo», cada vez que uno de sus fieles sacaba la lengua, y aunque yo sabía que lo que decía era «cuerpo», no era capaz de oír otra cosa que no fuera «puerco». «El puerco de Cristo, el puerco de Cristo», comencé a decir en cuanto salimos de la parroquia, un bodrio barroco que varias generaciones de curas habían terminado de arruinar con capas de pintura verde pastel y angelotes e imágenes de un mal gusto que rayaba en lo divino. «El puerco de Cristo», decía yo entre risas y Joan me secundaba con unas temerarias carcajadas, temerarias porque lo que a continuación nos dijo Teodora, que nos paró en seco, nos dejó aterrados: «si vuelven a repetir eso los va a castigar Dios». «¿Y cómo va a castigarnos?», preguntó Joan todavía riéndose. «Va a hacer que se mueran tu papá y tu mamá». La repuesta de Teodora nos asustó mucho y sirvió para que yo dejara de repetir en voz alta la frase blasfema, pero no para que dejara de pensar en ella y de repetirla mentalmente con una obsesión que me sentía incapaz de controlar, aun cuando sabía que se trataba de una línea maldita, de un hechizo verbal que segaría la vida de mis dos padres. Teodora hacía lo mismo que ha hecho la iglesia durante siglos para retener a sus fieles: sembrar el miedo; pero con todo y el miedo que efectivamente me había metido yo no dejaba de pronunciar mentalmente «el puerco de Cristo», por más que sabía que las consecuencias serían irreparables y funestas, por más que sabía que estaba mal y peor, por más que deseaba no hacerlo, no lograba sacarme de la cabeza ese hechizo y ese mismo día en la tarde, andando solo por el cafetal, me descubrí aterrado diciendo la línea en voz alta, aterrado pero a la vez fascinado por el poder que Teodora me había revelado, el poder para acabar con la vida de alguien cifrado en una fórmula de cuatro palabras. Yo por supuesto no quería matar a mis padres, no quería que mis padres murieran, pero tampoco podía sustraerme a la fascinación que me producía que unas cuantas palabras fueran capaces de provocar algo tan grave, tan grave como dejar huérfanos a dos niños, así que aun sin querer matar a mis padres, aun queriéndolos mucho, iba yo por el cafetal diciendo obsesivamente en voz alta «el puerco de Cristo, el puerco de Cristo», exactamente de la misma forma y con la misma compulsión que iba diciendo aquel día «que se muera Marianne, que se muera Marianne», pero entre la fórmula de Cristo y la de Marianne, había una diferencia importante: que aquel día yo sí quería que se muriera Marianne y cada vez que lo decía no me asfixiaban ni el terror ni el arrepentimiento porque, pensaba entonces, sin Marianne viviríamos mejor y ya no habría nadie que golpeara a mamá, no de esa forma que me desesperaba, sin que ella metiera las manos y dejándose lastimar y hacer daño. Ese mismo día de la invasión había llegado a mi límite, iba caminando por el cafetal deseando en voz alta la muerte de Marianne y oyendo a lo lejos los martillazos que pegaban sin tregua los constructores del escenario, y el escándalo de la planta de energía que llenaba la plantación de humo de diesel, era un día pésimo para llegar al límite porque de vez en cuando me topaba con un policía o con un operario o con un joven de los que se habían podido colar desde temprano que o me saludaban o me preguntaban qué andaba haciendo por ahí solo y taciturno, y yo tenía ganas de contestar que lo que andaba haciendo era desear la muerte de Marianne, pero no decía nada, sólo trataba de oxigenarme a lo largo del cafetal porque había llegado a mi límite, lo cual era un hecho sin importancia porque yo era un niño, y a quién le importa que un niño llegue a su límite, si eso pasa todo el tiempo, si la educación consiste en meter en orden al niño cada vez que llega a ciertos límites, pero yo entonces no lo veía así, yo sentía que desde ese límite podía desatar una tormenta, que pronunciando mi fórmula, mi hechizo, con el empeño suficiente, acabaría provocando la muerte de Marianne, se trataba de un delirio infantil, de un hecho sin importancia, aunque ahora que lo pienso y que lo pongo por escrito, me queda claro que un delirio hay que atenderlo venga de quien venga, que un niño deseando la muerte de alguien con esa rabia es un punto de poder, un número negativo, una sombra que en algo desajusta el entorno. Antes de ese día, no hacía ni una semana, Marianne nos había pegado otra corretiza. Aprovechando una siesta suya en la terraza, uno de esos periodos de somnolencia que le provocaba el Fenobarbital, nos metimos a su habitación con la idea de hojear unos cómics de su colección, tenía decenas de revistas apiladas y escrupulosamente acomodadas, sabía exactamente qué cómic iba en qué pila y el lugar que en ésta le correspondía. Acabábamos de verla dormida en su mecedora, con la cabeza ladeada, la boca abierta, los brazos desmayados al lado del cuerpo y la melena rubia cubriéndole parcialmente la cara. Sacrosanto, como lo hacía desde el día en que Marianne había corrido desnuda por el jardín en presencia del alcalde, había tomado la precaución de engancharle la cadena a la gargantilla, por si despertaba súbitamente y se echaba a perseguir a alguien como una loca, como la loca que era aunque en casa no pudiera pronunciarse esa palabra, no podía decirse que Marianne estaba loca ni de chiste. Sacrosanto la había asegurado con la cadena, y lo había hecho todo compungido, todo pucheros y resoplidos porque Sacrosanto estaba en contra de que amarraran a la niña, «como si fuera un animalito», le había dicho a Arcadi más de una vez y Arcadi le había respondido lo que decía siempre, que a él tampoco le gustaba pero la alternativa era peor, era meterla al manicomio de Galatea y comparado con aquel hervidero de locos la cadena no sólo era un remedio benévolo, también era el medio, el vehículo, el salvoconducto para que Marianne pudiera permanecer en la plantación. Era el año 1974 y en aquella selva dejada de la mano de Dios no llegaban ni las ONG, ni había derechos humanos y en comparación con lo que se veía por ahí la gargantilla de Marianne no parecía un remedio violento ni mucho menos. A pesar de la explicación que Arcadi le había dado dos o tres veces Sacrosanto no estaba convencido de las bondades de la gargantilla y todos los días aseguraba compungido a la niña, con cara de que no le gustaba nada cumplir con esa orden, cosa excepcional en él que era un hombre al que agradaba mucho servir, que había sido capaz de inmolarse como un pararrayos aquel día del mundial de fútbol en que un ventarrón nos había dejado sin antena. «¿Está dormida?», le preguntamos a Sacrosanto y él, que vigilaba celosamente su sueño barbitúrico, nos había dicho «como una piedra», y entonces nosotros habíamos corrido a su habitación a hojear sus cómics, tomando siempre la precaución de fijarnos en el lugar y la posición exacta en que los tenía, cosa no tan difícil porque de todo su universo de cómics nos interesaban dos alteros, el de Lorenzo y Pepita y el del Gato Félix, y no nos interesaban para nada Kalimán, ni Periquita, ni Tarzán, ni La Pequeña Lulú, ni Chanóc, ni Memín Pingüín, no nos interesaba ninguno de ellos que eran la mayoría, y ahora que voy poniendo esto por escrito recuerdo con mucha claridad nuestro gusto por el cómic de Lorenzo y Pepita, un gusto matizado por la añoranza y la envidia que nos producían los personajes: un matrimonio con hijos, perro y casa en un suburbio estadounidense, cuyas historias eran de una domesticidad acogedora; Lorenzo iba a trabajar mientras Pepita preparaba la comida, y más adelante comían juntos con sus hijos que acaban de llegar del colegio, y por la noche veían televisión, una vida familiar vulgar y sosa que nos fascinaba justamente por eso, porque era la vida que no teníamos, porque nosotros vivíamos en permanente zozobra, supeditados a todo tipo de fuerzas oscuras e incontrolables, y también al acoso de mi tía la loca, el enemigo que nos minaba en la intimidad, desde adentro como los bichos que nos colonizaban cíclicamente el organismo y que la chamana echaba fuera con unas infusiones fétidas: taenia solium, taenia saginata, ascaris lumbricoides, giardia lamblia, entamoeba histolytica, strongiloides stercolaris, ancylostoma duodenale y necator americano. La domesticidad de Lorenzo y Pepita nos fascinaba, eran una familia sin parásitos ni parientes locos, con una estabilidad envidiable, no los habían echado de ninguna parte, no tenían enemigos ni fuera ni dentro de casa, ni sus días, ni cada minuto de esos días, gravitaban alrededor de una guerra perdida. Hace muy poco, cuando regresé al mundo del cómic arrastrado por mis hijos, me encontré con Astérix, la historia que tendría que haber leído en La Portuguesa, y me encontré con ella en la vida que llevo ahora en mi barrio de Barcelona, que se parece a la de Lorenzo y Pepita, y ahí en sus páginas vi, con treinta y tantos años de retraso, que nuestra comunidad se parecía a la suya, con su convivencia intensa, sus grandes comidas al aire libre, con esa lengua que sólo hablaban ellos y el mago que todo lo resolvía con pócimas, y sobre todo se parecía en la permanente zozobra, en el temor, en el miedo de que en cualquier momento podían ser invadidos por el otro, en la certeza de que fuera de la empalizada, cruzando los límites de su propiedad, se convertían automáticamente en enemigos.

Aquel día, mientras Marianne hacía su siesta química, bien asegurada con la gargantilla, aprovechamos para hojear sus cómics, nos pasamos una hora sacando revistas y metiendo cartoncitos en su lugar para que no se nos olvidara el sitio que les correspondía, y al cabo de ese tiempo nos dimos cuenta de que faltaba un cartón y ya no fuimos capaces de recordar a qué cómic correspondía. Joan y yo abandonamos la habitación de Marianne con cierto temor pero también convencidos de que no iba a reparar en ese error que nos parecía insignificante, pero en la tarde, después de comer, apareció furibunda en nuestra habitación, gritando fuera de sí, ya sin rastros de su siesta química, y antes de que pudiéramos decir nada se nos tiró encima, estábamos en el suelo jugando parchís y para nuestra fortuna tropezó con una silla y eso nos dio tiempo de incorporarnos pero no el suficiente como para huir de ahí porque Marianne de un manotazo pescó a Joan de un pie y le dio un golpe que lo envió al suelo justamente cuando yo, en un acto menos de valor que de reflejo, le arrojé el tablero del juego y eso la descontroló un instante, instante que Joan aprovechó para brincar por la ventana rumbo al cafetal. El alboroto en nuestra habitación había hecho correr a Sacrosanto y a Laia que iba gritando a su hermana que no se atreviera a ponernos una mano encima, pero yo ya estaba demasiado acorralado, me tenía contra una esquina, junto al baño, sin posibilidad de escapar, y justamente cuando pensaba que Laia estaba al llegar y que no iba a pasarme nada y que me rescatarían a tiempo, Marianne me dio un golpe en la cabeza que me tiró al suelo y desde ahí vi como Laia y Sacrosanto entraban en la habitación y cómo Marianne, sin quitarme los ojos de encima, tentaleaba en los alrededores del lavabo hasta que daba con algo sólido, una pastilla de jabón que sin ningún miramiento lanzó contra mi madre y se la clavó en el centro de la frente, fue un golpe brutal de sonido inolvidable que la hizo perder el paso y caer al suelo, y cuando pensé que lo que seguía era que me machacara a golpes Marianne se detuvo, oteó el campo de batalla, me vio a mí ovillado abajo del lavabo, a Laia despatarrada en el suelo con las dos manos en la cara y a Sacrosanto aterrado afuera de la habitación, y entonces consideró, como no podía ser de otra manera, que había ganado el combate. En cuanto Marianne salió triunfal de la habitación yo me desovillé para socorrer a Laia que tenía un chipote en evolución en el centro de la frente y en cuanto me acerqué se incorporó y me preguntó «¿estás bien?», esa pregunta que se hacen los que han sufrido un accidente. Esto había pasado una semana antes del día de la invasión, el día en que yo había llegado a mi límite y caminaba dando zapatonadas por la tierra húmeda del cafetal diciendo mi fórmula mágica, «que se muera Marianne, que se muera la loca», iba diciendo con un rencor asfixiante y ahora que lo pienso y que lo escribo, veo que la cólera me impedía apreciar la otra parte de Marianne, porque en ese momento no era más que la loca furiosa que nos golpeaba y no tenía en cuenta, no podía hacerlo porque la odiaba, el reverso de nuestra relación, porque aquella vida de golpes y corretizas tenía su contrapunto que era Marianne desnuda bajo la ducha con sus pechos y su pelambre y su sexo de mujer adulta expuesto ante mis ojos espías, un sexo que miraba con curiosidad pero también con deseo, con un deseo de niño que tenía más de juego que de urgencia y sin embargo adivinaba que ahí, entre esos pliegues que Marianne se tallaba largamente con la esponja, latía el misterio de la vida. Aquel misterio estaba relacionado con las cosas excesivamente vivas que componían la selva, con ese sexo ambiental que se prodigaba en la circulación de la savia y en los aromas de la flora putrefacta y que se concentraba en el núcleo de un anturio o en el interior de una guayaba; y así, urgido y jugando fui acercándome a la cama de Marianne cuando dormía sus siestas químicas profundas, aquellas que le sobrevenían al combinar Mesantoina y Fenobarbital con la inyección tranquilizante, y que tenía que hacer en la cama porque en la terraza podía caerse de la silla y estrangularse con la cadena, y siguiendo los latidos de la vida, como un perro o quizá como un cordero, le metía la mano entre los muslos, sorteaba la barrera de las bragas y jugando y urgido y con un vértigo creciente iba desplegándole los pétalos y sentía como al cabo de un rato se le iba volteando y mojando el sexo, se iba distendiendo el canal de la vida y la habitación iba llenándose de su olor primigenio, de una bruma que olía a mar, y a selva y a flora podrida.