10

«Qué haces ahí tan tristón», preguntó la chamana, desparramada contra el tronco de un árbol, mirándome con mucha sorna desde hacía no sé cuánto tiempo. Estaba tan concentrado en la tromba de recuerdos que caía sobre la terraza derruida, sobre esa ruina que había sido mi casa, que su voz me hizo brincar y al Floquet, que estaba echado junto a mí, pegar dos ladridos. «¿Hace mucho que estás ahí?», pregunté con la voz pastosa, como si acabara de despertarme de un largo sueño. «Algo», dijo lacónica la chamana y después agregó, «¿y el soldadito no te dio algo para mí?». «¿Quién?», pregunté desconcertado pero inmediatamente después, conociendo su mala leche, que era célebre e ilimitada, agregué, «el soldadito no es Bages, ¿o sí?». «Pos quién va ser si no», dijo, mirándome con más sorna aún y todavía echada contra el tronco, un tronco grueso y contundente que se le parecía bastante. «¿Y qué tal estás?», le pregunté mientras me buscaba en todos los bolsillos el dinero que me había dado Bages, pasé velozmente por todos hasta que lo encontré en el de la camisa. «Pos ya ves», dijo la chamana despegándose trabajosamente de su árbol gemelo, y haciendo un gesto con la cabeza que fue a dar al corazón de lo que había sido La Portuguesa, de lo que habíamos sido ella y yo en esa misma selva, bajo esos mismos árboles, y fue a dar al corazón para poner de relieve la ruina que nos tenía rodeados y, de paso la impertinencia de mi pregunta. «¿Y cómo quieres que esté esta pobre mujer?», me pregunté yo mismo mientras le entregaba el billete de Bages. «¿Vas a ver otra vez al soldadito?» me preguntó. «Sí, chamana», le dije, aunque en realidad no estaba seguro, porque en cuanto había abandonado la casa del viejo, y visto la reluciente 4 × 4, había considerado la idea de largarme de ahí en cuanto resolviera el asunto del ojo, sin decirle nada a Bages, que de todas formas, con su demencia senil y tantos whiskys, ni siquiera debería acordarse ya de que yo acababa de estar ahí. «Necesito que le lleves una yerba», me dijo y después se quedó mirándome fijamente a la cara y yo noté que se estaba poniendo vieja, una cosa normal en cualquier persona pero insospechada en ella que siempre nos había hecho pensar que pasaba por el tiempo incólume, como una piedra. «Vamos a curarte ese ojo», dijo e inmediatamente después dio media vuelta y comenzó a dirigir sus pasos rumbo al bohío, sus pasos trepidantes de siempre que iban abriendo brecha pero, que a la vez, eran inexplicablemente gráciles y hasta ligeros, si es que esto es posible, si es que no es una contradicción fuera de aquel microcosmos donde la vida discurre en otra frecuencia. Un par de pichos se comunicaban en la copa altísima de un árbol, volteé a verlos porque había demasiada violencia en los graznidos de uno de ellos, y lo que vi fue sus figuras negras, sobre una rama, recortadas contra el fuego del atardecer. La chamana encendió un cabo de puro, y yo hice lo mismo con el mío porque las nubes de moscos comenzaban a ser insoportables. Soplé un primer nubarrón hacia arriba y después produje otro, menos alto, para irme envuelto en él durante unos cuantos metros. «A ver si tú puedes curarme el ojo», le dije en cuanto soplé el segundo nubarrón, «porque el médico de Barcelona no ha dado pie con bola», agregué y mentí porque me parecía ridículo decirle que había visitado a tres oculistas a los que les había pagado un dineral y no habían resuelto absolutamente nada, y también me parecía que tantas visitas a médicos de bata blanca podían ser tomadas por ella, con cierta razón, como una infidelidad; pero inmediatamente después de manifestar mi esperanza y de verbalizar mi mentira, al ver que ella ni respondía nada ni hacía ningún gesto ni ningún ruido o carraspeo de asentimiento, me arrepentí del comportamiento excesivamente occidental que iba observando, lamenté no haber inhibido esa manía de ir llenando el silencio con sentencias, cuando el protocolo era, como bien lo sabía yo, no hablar cuando no fuera necesario y, sobre todo, no entender el silencio como una carga, ni sus secuelas como una descortesía, porque mientras caminaba detrás de ella, tirando nubarrones y aprovechando la brecha que me franqueaba, y mirando con curiosidad lo que en las copas de los árboles se decían pichos, papagayos y pijules pensaba, con cierto resentimiento, que la chamana no me había preguntado ni por mi mujer ni por mis hijos, ni se había interesado por la vida que llevo en Barcelona, si me iba bien o si extrañaba la selva, y sobre todo me provocaba resentimiento que no me hubiese dicho nada de la muerte de Arcadi y de Carlota, porque la última vez que la chamana y yo nos habíamos visto todavía vivían los dos, y también me apesadumbraba que no hubiese hecho ni la más mínima referencia al estado en que se encontraba La Portuguesa, a la manera en que esa selva, que seguía siendo su casa, se había devorado la mía, a la forma despiadada en que esa jungla nos había borrado del mapa y, pensaba ya en tono melodramático, al golpe artero con que esa puta selva me había despojado del territorio de mi infancia; y sin poder contenerme solté, «es una pena el estado en que está la plantación», y la chamana, que seguía con paso firme delante de mí, soltando nubarrones episódicos como si fuera una locomotora, no dijo por supuesto nada, no me respondió porque mi comentario no tenía sentido, ella sabía, igual que todos los que vivían ahí, que esa selva había sido de los suyos desde hacía milenios y que los años de La Portuguesa no habían sido sino un momento dentro de una extensión enorme de tiempo, y ahí donde yo veía destrucción, la decadencia y la ruina, ellos veían el regreso a la normalidad, a la selva tal como había sido siempre y si mañana los nuevos dueños de esos terrenos decidían construir ahí una fábrica, los nativos se sentarían otra vez a esperar, con su paciencia imperturbable y milenaria, a que la selva volviera a devorarlo todo y les regresara a ellos su hábitat, como había pasado siempre ahí donde el tiempo no iba en línea sino en un círculo detrás de otro y visto desde ahí, desde el tiempo de la chamana que iba en espiral, nuestro reencuentro no era gran cosa, ni tampoco la muerte de Arcadi ni la ruina de mi casa, todo quedaba simplificado a ir pasando de un círculo al otro. La chamana entró en su consultorio, en su bohío por el que efectivamente no había pasado el tiempo, todo seguía igual y al margen de lo que el tiempo en línea había hecho con la plantación. En esa caminata de cinco minutos siguiendo a la chamana, recorriendo el sendero que iba despejando su locomotora, ese sendero que yo había recorrido mil veces, comprendí mi ingenuidad y la de todos nosotros, que habíamos sido siempre unos intrusos en esa selva, entre otras cosas porque transitábamos de otra manera por el tiempo. En cuanto entré en el bohío de la chamana se disipó, en el acto, mi resentimiento y lo apesadumbrado y ajeno e intruso que me iba sintiendo, y de inmediato me sentí nuevamente integrado, otra vez parte de esa selva que cada vez entiendo menos. Ahora que lo pienso y que voy poniendo esto por escrito, me parece que aquella integración se debía a que el entorno me era familiar, e incluso entrañable, a que el tiempo en línea no había pasado por ese bohío que, igual que su dueña, iba sumando años en espiral. La chamana se puso a buscar unos polvos, levantaba sus brazos robustos para manipular los frascos que tenía en la estantería, con sus ramas al aire volvió a asemejarse al árbol en el que unos minutos atrás se había desparramado; viéndola ahí de pie, con su tronco milenario estirándose para alcanzar alguno de los elementos que almacenaba en la estantería, me pareció ridícula la compasión que había sentido por ella, aquel «pobre mujer» que había pensado mientras rumiaba las ruinas que iba mirando, las ruinas mías que, como digo, no tenían que ver con ella que, bien plantada en su mundo como había estado siempre, sin haber salido nunca de esa selva, sin haber dudado jamás de dónde venía, se encontraba en posición para decirme «pobre» a mí: «pobre de ti que ya ni encuentras el sitio donde has nacido», y a partir de esta sentencia que empezaba a darme vueltas en la cabeza, mientras yo daba vueltas en el bohío buscando dónde sentarme, pensé que el exilio es mucho más que no estar en el sitio donde has nacido, y que es mucho más que no poder regresar: es no poder volver, aunque vuelvas. «Y a poco le pagaste a ese doctor», dijo la chamana mientras olisqueaba un polvo amarillo. «Sí», le dije y como ya sabía lo que seguía, no agregué nada más, esperé a que terminara de analizar el polvo para que me dijera, «si serás pendejo, ¿qué no te he curado yo siempre ese pinche ojo?», y dicho esto hizo un mohín, alzó ligeramente la comisura izquierda de la boca y el movimiento cruzó mejilla arriba y fue a rebotarle en el rabillo del ojo, un movimiento casi imperceptible que yo interpreté como una carcajada. «Ya lo sé, chamana, qué quieres que haga, me he equivocado», me defendí. «Siéntate ahí», ordenó señalando un espacio en el piso que había entre dos canastos. Luego empezó a decirme aquello de las energías que entran y salen del cuerpo por el ojo izquierdo, y que eso no era conjuntivitis sino un desajuste emocional (aunque en realidad me dijo «no son esas chingaderas que te dijo el doctor, es el desmadre que tráis adentro»). Mientras preparaba los polvos y el huevo, y ponía una cacerola en la lumbre, comenzó a contarme del día que Carlota vio que un vampiro se levantaba del cuerpo de Marianne, esa historia que yo ya conocía porque Carlota se la había contado a Laia; pero la versión de la chamana era distinta, estaba orientada de otra forma, porque ella no dejaba ver si creía o no esa historia, nada que ver con la versión de Laia que más bien se reía y confirmaba su hipótesis de que esa selva era el sitio ideal para volverse loco. «¿De verdad crees que fue el vampiro?», le pregunté a la chamana y como no dijo nada, ni le vi ninguna intención de agregar detalles a la historia, le pregunté directamente por Maximiliano, ese hombre que de niño me daba morbo y miedo, y entonces ella me miró y dijo: «¿y a qué viene a cuento ése?». «La gente decía que era un vampiro», repliqué rápidamente. «¿Tú crees lo que dice la gente?», preguntó, y después añadió, «parece que ni fueras de aquí». Ese comentario me dejó por segunda vez, en menos de cinco minutos, en off side, y me hizo sentir nuevamente ridículo, porque había dado por hecho que si alguien podía explicarme el capítulo del vampiro era la chamana, incluso empezó a darme vergüenza la rapidez con que yo había replicado que Maximiliano era un vampiro nada más porque la gente lo decía, la chamana, no sé si a posta o involuntariamente, sacaba todo el tiempo a flote mi ingenuidad, la ingenuidad de pensar que esa selva era lo que a mí, a nosotros, nos había pasado en ella, cuando lo más probable es que Bages fuera efectivamente un soldadito y que en esa selva no hubiese cambiado absolutamente nada ni con La Portuguesa ni sin ella y, más que nada, que era probable que nosotros para esa gente no hubiéramos significado gran cosa e incluso es probable, como la realidad se había empeñado en demostrarnos, que toda esa gente nos odiara, que nos toleraba ahí porque aportábamos ciertos beneficios, y sobre todo porque eran perezosos y no querían invertir su energía en echarnos, pues sabían que tarde o temprano la selva iba a acabar con nosotros, que no había necesidad de esforzarse porque estaba claro que no éramos ni de ese mundo ni de ese tiempo y que lo único que existía de verdad ahí era la selva y sus criaturas, la única verdad era ese cosmos vegetal que crece y se multiplica permanentemente y que todo lo contagia y lo contamina y al final lo integra a su corpus húmedo, palpitante y desproporcionadamente vivo, vivo al borde de la descomposición, vivo al límite y entonces, ya situado en ese ferrocarril mental, mientras la chamana preparaba sus instrumentos para curarme, con el puro todavía echándome humo en la mano, pensé que seguramente tampoco la chamana me apreciaba, que iba a curarme el ojo estimulada por el dinero que iba a cobrarme, igual que mis oculistas de Barcelona, y en cuanto pensé esto, en cuanto caí en la cuenta, todo adquirió un orden matemático, una lógica aplastante: el desinterés y el silencio de la chamana tenían más que ver con el desprecio que con la manera indígena de ser que yo estaba imaginando y entonces, como por arte de magia, de su magia quiero decir, me sentí en paz ahí, me sentí de cierta forma curado, me quedó claro que la chamana era como la selva, que las dos eran lo mismo: eran verdad, y justamente cuando llegué ahí, se me acercó con el huevo en la mano, en su mano enorme que volvía todo pequeño, y antes de pasármelo por el ojo y de ponerse a murmurar sus conjuros indescifrables, me dijo algo que confirmaba todo lo que en ese instante de claror acababa de pensar, «no se te olvide que tu abuela bebía un chingo». Ahí estaba la confirmación, la forma en que ellos nos habían visto siempre, lo que para esa selva, de verdad, significábamos. «Quítate los zapatos y acuéstate en el suelo», dijo, yo obedecí rápidamente y como pude, porque mis movimientos estaban restringidos por los canastos que me flanqueaban, me quité las botas y me tendí en el suelo de tierra tratando de no pensar más en eso que había estado pensando todo el tiempo o cuando menos no pensarlo mientras duraba la curación. La chamana comenzó a auscultarme, fue subiendo por mi cuerpo desde las plantas de los pies, diciendo uno de sus conjuros ininteligibles y sin hacer ningún gesto que me diera un indicio de cómo me encontraba. Algo hervía en la cazuela que estaba en el fogón, se oía el burbujeo y de pronto brincaba para fuera una gota que caía en la lumbre y hacía parpadear la llama, aquel parpadeo era como un relámpago en el interior del bohío que estaba a media luz. Había oscurecido y la neblina se metía con timidez por la puerta y la ventana, llegaba hasta el umbral, se estancaba ahí y de cuando en cuando se deshacía de un gajo largo que entraba y flotaba un poco a la deriva y después se deshilachaba y se disolvía contra algún objeto. La chamana se entretuvo en la zona del estómago y luego siguió con el pecho, el cuello y las orejas, yo permanecía inmóvil para no interferir en su concentración, respiraba de cerca su aliento que era una mezcla de olores intensos donde convivían savias y lodalazales, el sexo y las flores, la humedad de las sombras y el alma viciosa de la putrefacción, sentía en plena cara el golpe del aliento que aportaba densidad a su conjuro, y en dos ocasiones vi como la neblina que entraba a gajos largos, antes de desintegrarse, se revolvía con las palabras que pronunciaba y parecía que de la boca le salía un fantasma, un fantasma que aun cuando yo intentaba no pensar en nada, pensé que era el espíritu de la selva que se metía en ella, que ella no era más que el vehículo de esa fuerza ingobernable, de esa verdad con la que nuevamente iba a curarme. De pronto cambió el ritmo de la ceremonia, la chamana interrumpió sus murmullos, sus andanadas de aliento sólido, y me miró con una fijeza que me hizo estremecer, entonces abrió la boca para decir algo, me pasó el huevo lentamente por los ojos, y yo ya no pude ni oír lo que dijo, ni ver lo que hacía después con el huevo, caí en una catatonia que pudo durar varias horas, no lo sé con precisión porque cuando abrí los ojos estaba solo, empapado de pies a cabeza y tiritando de frío, era de madrugada y a la niebla, que seguía en la puerta y en la ventana, se había sumado un frente fresco, el anuncio de que al día siguiente entraría en La Portuguesa un temporal. Me incorporé trabajosamente, me dolían todos los huesos, parecía que alguien me había arrastrado de arriba abajo por la selva, tenía lodo en la ropa y en el pelo y las manos llenas de raspones como si hubiese tratado de agarrarme cuando me revolcaban, o de retener a alguien o a algo extraordinariamente fuerte. La chamana había dejado unas veladoras encendidas a mi alrededor, parecía la marca de tiza que hacen los policías siguiendo el contorno de un cadáver. Me puse de pie y toqué la cazuela que antes de quedarme dormido se calentaba en el fogón, estaba fría; busqué alguna señal y lo único que encontré fue un manojo de hierbas, metido en una bolsa de plástico, puesto encima de una mesita que estaba junto a la puerta; pensé que era el encargo de Bages, así que lo cogí y en su lugar dejé un billete de cien pesos que saqué con las manos temblorosas de la billetera, la tarifa que, supuse, debía pagarle a la chamana. Lo de la ropa mojada y el lodo lo resolví antes de salir de ahí, pensé que la chamana me había puesto alguno de sus emplastes, alguna vez la había visto poner uno enorme, que ocupaba una hoja de palma y que había cubierto de pies a cabeza al señor Rosales; decidí dar por buena esa explicación y no darle más vueltas al asunto. Lo de las manos pensé que era mejor olvidarlo, cualquier posibilidad me ponía la carne de gallina. Salí del bohío rumbo a la casa de Bages, tratando de vislumbrar el camino con la luz de la luna que alcanzaba a filtrarse entre la niebla, y haciendo un ejercicio de memoria sobre esa brecha que había recorrido mil veces. A medida que caminaba me iba desentumeciendo y el dolor general de huesos se iba retrayendo hacia ciertos puntos de los brazos y las piernas. Cuando llegué a las ruinas de lo que había sido mi casa vi que en el barandal de la terraza justamente donde hacía unas horas había estado recordando vívidamente el día de la invasión, había una majestuosa garza blanca, arropada por una niebla espesa, y cuando pasaba de largo frente a ella, con el iPod que me había sacado del bolsillo en la mano, sentí un nudo en el estómago, ese pájaro majestuoso erguido sobre mis ruinas me produjo miedo y rencor, era otra de las encarnaciones del mensaje que no cesaba de acosarme: aquí no queda nada tuyo; no puedes volver, aunque vuelvas. Seguí caminando a tientas por la selva, apretando en la mano mi nexo con la modernidad, hasta que vi el destello de la luna que traspasaba los velos de la niebla para estrellarse contra el capó del 4 × 4. El Floquet comenzó a ladrarme y hasta entonces no reparé en que me había dejado solo cuando la chamana había hecho su aparición. «Eres un cobarde», le dije en cuanto se acercó a saludarme, moviendo la cola y arrimándose para que le diera palmaditas en la cabeza. La casa de Bages estaba a oscuras, dejé la bolsa de yerbas enganchada en la aldaba y caminé hacia la 4 × 4 acompañado por el entusiasmo del Floquet, abrí la puerta y sentí un alivio inmenso al acomodarme frente al volante, no me importó nada el dolor agudo que sentí en cuanto me puse el cinturón de seguridad, eché a andar la máquina y volví a sentir confort al ver la luz azul y tenue del tablero de controles, conecté el iPod y, antes de poner música, encendí la luz de la cabina y me miré el ojo izquierdo en el retrovisor: estaba curado, el ojo estaba perfectamente blanco y no había rastros de la infección. Comencé a avanzar lentamente por el camino, el Floquet me acompañó ladrando unos cuantos metros y después desistió, dio media vuelta y caminó en dirección contraria rumbo a la casa de su amo. Lejos, a la altura del volcán, comenzaban a caer los primeros rayos, el anuncio de esa tempestad que ya no iba a tocarme. Vi en el reloj del tablero que eran las cuatro de la mañana y al tiempo que iba dejando atrás la selva fui pensando en la garza blanca y en el enigma de mis manos heridas, y en la tarde horrible de la invasión.