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El día de la invasión empezó con una de las crisis de Marianne. El jaleo que habíamos tenido en la plantación los últimos días, a causa de los preparativos para el concierto, había provocado, entre otras cosas, que a Carlota y a Teodora se les fuera el santo al cielo, y se olvidaran de encargar las cápsulas de Fenobarbital que necesitaba Marianne para conservar su punto de equilibrio. Sacrosanto había irrumpido esa mañana en el desayunador para decirle a Carlota que el Fenobarbital se había acabado y Arcadi había salido disparado, dejando su plato de huevos intacto, a decirle al caporal que dejara todo lo que tenía que hacer para concentrarse en la búsqueda de un frasco de pastillas, que peinara las farmacias de Galatea, Fortín y Orizaba y que, si no hallaba ahí el medicamento, extendiera su pesquisa hasta Jalapa y, de ahí, si no había suerte, que siguiera hasta México. El caporal salió también disparado, se montó en la furgoneta y empezó una búsqueda frenética que culminó, gracias al pitazo de un boticario, en Veracruz, donde había un cargamento de medicamentos detenido por la autoridad portuaria. Mediante un soborno el señor Rosales había conseguido que el almacenista de la aduana abriera el paquete y le vendiera un frasco a un precio astronómico. El caporal había regresado sudoroso y satisfecho después de las cuatro de la tarde, cuando los preparativos del concierto ya habían inundado de gente extraña la plantación, y después de que Marianne hubiera sufrido la crisis que le había provocado la ausencia de Fenobarbital en su sistema nervioso. Los medicamentos de Marianne se encargaban mensualmente a una farmacia de la ciudad de México, pero en aquella ocasión se les había ido el santo al cielo y en lo que Arcadi salía a buscar al caporal, Teodora había volado a buscar a la chamana para que intentara controlar la crisis que era inminente. Marianne desayunaba de mal humor como siempre, se comía a regañadientes lo que le habían servido y se metía con Carlota y con nosotros, «¡qué me miras!», «¡no me molesten!», «¡pareces loca!», le gritaba a mi abuela, el ambiente usual del desayuno que se pacificaba en cuanto se tomaba sus medicamentos con el vaso final de leche. Pero esa mañana no había Fenobarbital y Marianne comenzaba a ponerse nerviosa y el ambiente en la plantación no ayudaba porque, desde hacía días, el equipo de logística del alcalde Changó había tomado posesión de nuestra propiedad, y desde muy temprano llegaban camiones con tubos para las gradas y planchas de madera para la escenografía y pululaban técnicos y carpinteros por todas partes, y ese día se había añadido una plaga más que era la parte electrificada del evento, unas bocinas enormes y un sistema de microfonía chirriante que, en cuanto la chamana hizo su aparición, comenzó a lanzar una pedorrera de sonidos agudos que hizo correr despavorido al Gos y dar un peligroso respingo al elefante que en ese momento, como era habitual en él, metía la cabeza por la ventana para ver si alguien se compadecía y le ponía algo de comer en la trompa, y a causa de aquel peligroso respingo, su cabeza golpeó el marco y el golpe cimbró de manera alarmante la pared del desayunador. «Nada más falta que se nos venga esa pared encima», dijo Carlota visiblemente salida de quicio. Marianne miró con recelo a la chamana que se había sentado al lado de ella, «¡qué haces tú aquí!», le gritó y la chamana se quedó impasible, mirándola como si fuera una piedra que ni entendía ni se conmovía con los aspavientos de los seres animados. Doña Julia apareció con una jarra de agua que le había pedido la chamana para mezclar ahí mismo el brebaje, era una situación de urgencia y si no se actuaba rápido Carlota iba a tener que recurrir a la inyección y ésa era una medida que, aunque se aplicaba con asiduidad, no le gustaba y prefería evitar, porque al aplicar esa inyección la niña se quedaba idiotizada, babeaba y se movía con dificultad y no podía articular bien las palabras. «¿Quién crees que va a tomarse eso?», gritó Marianne y a la vez le tiró un manotazo a la chamana que, contra todo pronóstico, esquivó con impecable agilidad. Al oír el grito y el revoloteo que había armado el manotazo, Sacrosanto apareció con la cadena preparada en una mano que ocultaba en la espalda. Ya para entonces había una expectación irrespirable, Joan y yo no nos atrevíamos ni a parpadear porque sabíamos que cualquier movimiento, incluso de párpados, era capaz de desatar la ira de Marianne contra nosotros. Detrás de Sacrosanto habían entrado Laia y Arcadi, que venía de hacerle el encargo urgente al caporal. La chamana había terminado de mezclar su pócima y la vaciaba en una taza, se había pasado a otra silla para evitar otro manotazo pero ya entonces Marianne había entrado de lleno en su crisis y, sin dar tiempo de reaccionar a nadie, brincó de su silla y tiró la jarra que fue a dar a las piernas de Joan y lo hizo gritar y brincar instintivamente y a partir de ese momento la cosa se salió de madre, Sacrosanto trató de ponerle la cadena en la gargantilla pero al ver sus intenciones Marianne le dio un empujón que lo mandó al suelo e inmediatamente después comenzó a manotear contra Joan y contra mí. Al ver lo que se nos venía encima echamos a correr por el pasillo y ella detrás de nosotros, con algo de desventaja y de retraso porque le costó trabajo esquivar las sillas y los cuerpos que le impedían el paso, que obstruían su carrera imparable y furibunda hacia los niños de la casa; de un instante a otro Joan y yo estábamos una vez más inmersos en la pesadilla de ser perseguidos por Marianne, que gritaba como una loca mientras nosotros tratábamos de calcular las posibilidades que teníamos, encerrarnos en un baño o en la habitación de Arcadi, o salir corriendo de la casa y perdernos por el cafetal que fue lo que al final hicimos, brincamos por la ventana, como lo habíamos hecho en otras ocasiones, y comenzamos a correr desesperados rumbo al cafetal con Marianne pisándonos los talones, a pesar de la desventaja y el retraso que le habían impuesto las sillas y los cuerpos; detrás de ella venía Laia y detrás de Laia, Arcadi y Sacrosanto, persiguiéndola a toda velocidad porque sabían que podía pasarnos cualquier cosa si caíamos en sus manos; yo corría detrás de Joan lo más rápido que podía, lo más rápido que he corrido nunca y sin embargo sentía que a cada paso Marianne se aproximaba más y más, tanto que alcanzar el cafetal me parecía imposible y si Marianne lograba pillarme en el descampado no iba a tener ni debajo de qué meterme, ni de qué forma quitarme de encima las patadas y los mamporros. En determinado momento de la persecución Marianne cogió un palo, lo lanzó al vuelo contra sus perseguidores y le dio a Arcadi de lleno en la cabeza y eso hizo que Sacrosanto abandonara su carrera para auxiliar al patrón y que Marianne perdiera un poco el paso y nos diera tiempo de internarnos en el cafetal, justamente cuando Laia le caía a su hermana encima y rodaba con ella recibiendo patadas y puñetazos de Marianne que ya para entonces era una bestia, una loca capaz de matar a alguien si no se la detenía, y en cuanto Joan y yo habíamos oído el ruido de la caída, nos habíamos parado en seco para contemplar, una vez más, cómo su hermana golpeaba a mamá y entonces, como pasaba siempre, Joan y yo tratamos de ayudarla pero Marianne nos envió a volar por los aires de una sola sacudida, y aquella escena horrible de mamá tirada recibiendo una lluvia de golpes terminó como era habitual, con Laia defendiéndose de la tunda pero sin conectar ni un golpe, por más que nosotros, desesperados le gritábamos «¡pégale mamá!», «¡pégale!», y ella sin hacer nada hasta que llegó Carlota, unos segundos después con la jeringa preparada, y entre Arcadi, que sangraba de la cabeza, y Sacrosanto se la quitaban de encima. Carlota tuvo que administrarle la inyección que nunca quería ponerle, una maniobra nada fácil porque mi tía no paraba de moverse y de gritarle a Arcadi que era un cerdo porque le había manchado la cara de sangre, cosa que era cierta pues, distraído como estaba con el forcejeo, Arcadi no había reparado en que su pelo empapado en sangre dejaba caer, cada vez que sacudía la cabeza, una constelación de gotas rojas. Por otra parte, y esto hacía la maniobra menos fácil todavía, el esfuerzo para sujetarla tenía sus puntos flacos, porque la fuerza de Sacrosanto no era suficiente, además de que no se animaba a poner las manos encima de la niña, y Arcadi no podía cogerla con el garfio por miedo a lastimarla y lo que hacía era sujetarla con su única mano y apoyarse encima de ella con el antebrazo de la prótesis. Marianne, todavía más enfurecida por las gotas de sangre que le caían encima, había comenzado a tirar patadas y a retorcerse y a gritarle más insultos a su padre y en esas condiciones había tenido Carlota que aplicar su remedio extremo, en la parte media de un muslo con un piquete que la hizo brincar y dar un cabezazo que fue a dar a la mandíbula de Sacrosanto. Todo pasaba en un instante, mientras nosotros ayudábamos a Laia a incorporarse y le preguntábamos «¿mamá, estás bien?», «¿què t’ha fet la Marianne?», y ella se cogía el cuello, en la parte donde su hermana le había dejado los cinco dedos de la mano marcados, cinco manchas rojas que al día siguiente serían un manchón purpurino, al día siguiente cuando ya hubiese sobrevenido la tragedia que se cocinaba desde hacía días en la plantación, y desde hacía años en nuestras vidas porque, ahora que lo voy escribiendo y poniéndolo todo en orden, veo que lo que pasó tenía que pasar así y no de otra manera, aunque también es cierto que, y ésta es quizá la verdadera desgracia, los acontecimientos tienen una lógica contundente una vez que han sucedido, y que antes de que ocurran todo lo que hay son cábalas, intuiciones y pronósticos de aquello que puede pasar o no, o que puede suceder de una manera o de otra. Y aquí conviene que no le dé más vueltas, que no me interne demasiado en el poco control que tenemos sobre los acontecimientos, y que me concentre en esto, en lo que estoy haciendo ahora, en reconstruir aquel mundo, en revivir lo que pasó, en leer la vida de adelante hacia atrás, que es la única forma en que puedo entenderla y controlarla. Marianne cayó pronto en el estado de idiotez que tanto desesperaba a Carlota, y en cuanto dejó de patalear y proferir insultos, Arcadi y Sacrosanto la llevaron casi a rastras hasta la casa y en su arrastre no dejaba de mirarnos con sus ojos estrábicos donde la furia, gracias a la magia de la inyección, comenzaba a desaparecer. Además del cuello a Laia le dolía un golpe en las costillas y el labio de abajo había comenzado a hinchársele y tenía sangre, en la trifulca había perdido un zapato y su pie descalzo, y la cojera con la que empezó a andar hacia la casa, acentuaban horriblemente su derrota; yo iba llorando junto a ella, porque no soportaba ver así a mi madre, golpeada de esa manera brutal por su hermana, y todavía soportaba menos que ella nunca metiera las manos y fuera incapaz de responderle los golpes a esa loca, y esto era lo que más me hacía llorar, un llanto de rabia y de impotencia que me hizo decirle a Laia eso de lo que me he arrepentido toda la vida, le dije: «quisiera matar a Marianne», «quisiera verla muerta para que nunca vuelva a pegarte», y Laia, al oír esto, se detuvo en seco y después de mirarme con espanto me cruzó la cara de un bofetón que me tiró al suelo y me gritó que nunca jamás me atreviera a repetir eso y yo, lloroso y herido y lleno de rabia volví a gritarle desde el suelo que quería que Marianne muriera y que fuera pronto para que dejara de hacernos daño y entonces Laia me miró otra vez asustada, espantada de que su hijo odiara de esa manera a su hermana, y sin decir nada más se dio la vuelta y siguió renqueando hasta la casa. Eran las ocho y media de la mañana y el día era ya un desastre, toda esa violencia se amplificaba por el caos en que estaba sumida la plantación desde hacía días. A los chirridos de las pruebas de sonido, se habían sumado los martillazos y el escándalo y la humareda que producía un generador eléctrico que trabajaba con diesel, un cacharro enorme de color amarillo situado justamente detrás de nuestra casa, y que cada vez que cogía ritmo soltaba un cumulonimbus denso y negro, el vestíbulo de una tormenta que se metía por las ventanas de la cocina y luego recorría solemnemente los pasillos de la casa. Marianne había sido depositada en su cama, dormía profundamente bajo los efectos del nocáut químico que le había producido la inyección de Carlota. Arcadi y sus socios veían que el concierto de despedida del alcalde, que en un principio había sido pactado como un evento en la periferia de la plantación que no alteraría nuestra cotidianidad, comenzaba a crecer de manera inquietante. González, que era quien se encargaba de las finanzas de La Portuguesa, llevaba días diciéndoles a sus socios que aquello sería una pésima inversión, que los beneficios que pudieran sacar de ese favor que le hacían al alcalde nunca serían tan cuantiosos como los destrozos que se multiplicaban todos los días, aunque la verdad era que no se trataba ni de un favor ni de un intercambio, simplemente no tenían más remedio que hacerlo porque si no se complacía a Changó, éste iba a aplicarnos el artículo 33 de la Constitución y nos iba a expulsar del país a un nuevo exilio. A esas horas los cuatro socios deambulaban nerviosos por la plantación, el caporal se había ido a buscar el Fenobarbital por todas las farmacias de la región, y había dejado a dos muchachos controlando la entrada, que era un paso improvisado que habían abierto en el otro extremo de la propiedad, con la idea de que los que trabajaban en el escenario y posteriormente el tumulto que asistiría al concierto, no pasaran delante de las casas, aunque lo que acababa pasando es que aquella cuadrilla interminable de trabajadores, una vez que había franqueado la entrada, se desplazaba por todos los rincones como Pedro por su casa, llevábamos ya una semana de verlos con el mono del ayuntamiento asomados por la ventana, o sentados en las tumbonas que tenía Puig en su jardín, o correteados por el Gos que no entendía lo que pasaba o, como vimos un par de veces, tocando con precaución, curiosidad y algo de pánico la piel rugosa del elefante mientras dormía una de sus siestas inexplicables, inexplicables porque con tanto ruido y tanto movimiento no se veía cómo podía pegar ojo. Los muchachos a los que el caporal había encargado el control de la entrada mientras salía a buscar el Fenobarbital, eran un retén laxo sin mucha iniciativa y por su puerta se colaba prácticamente quien quisiera. A las diez de la mañana ya rondaban por la plantación los primeros jipis, los jipis locales que no se perdían un evento donde pudiera haber más jipis y ocasión de hacer fogatas y de rasguear una guitarra y forjar consignas espontáneas alrededor del peace&love. Unos días antes Laia, mientras miraba por la ventana a un par de ellos olisqueando por los rincones del jardín, tratando de encontrar un yacimiento de hongos beta, había soltado una larga perorata, la casa, según ella, iba a llenársenos de jipis, de jipis latinoamericanos, tardíos y trasnochados, que por pura imitación del modelo sajón del flower power, se vestían con pantalones acampanados, camisas con flores bordadas y huaraches, y que lejos de intentar parar la guerra de Vietnam o de encumbrar el amor libre en las páginas de la Constitución, se limitaban a vagar por ahí, a no bañarse, a consumir cualquier tipo de pastilla o hierbajo que los hiciera sentirse como auténticos flower powers de San Francisco, o a oír a Jefferson Airplane sin entender lo que decían las canciones, o a encender fogatas y rasguñar guitarras y a cantar el abominable Perro Lanudo. Todo eso, según ella, hacían los jipis que amenazaban con invadirnos la casa, y también se amancebaban por el campo, entre los arbustos o a mitad de una pradera, como los jipis modélicos de Woodstock, sólo que éstos no formaban tribus rubicundas con los hijos que iban teniendo por los campos y que iban creciendo libremente sin taras ni ataduras sociales, sino que éstos en cuanto la novia se embarazaba corrían a cortarse el pelo, a bañarse y a casarse por la iglesia. «Qué falsos nuestros jipis en comparación de los jipis modélicos», decía Laia refiriéndose a aquella tribu sajona que asumía con valentía todas las etapas de la vida, y que han ido llegando a los setenta años con sus pelos largos blancos, sus atuendos y collares, sin bañarse desde 1963 y fumando porros y bebiendo como cosacos y compartiendo sus mujeres; «aquellos sí son jipis, no los nuestros», remataba, «que van claudicando y al cabo de unos años obligan a su hijo a hacer la primera comunión y en cuanto le crece un poco el cabello le dicen: córtate esos pelos que pareces un mecapalero».

El asunto de los hongos beta no era cualquier cosa, Sacrosanto y el señor Rosales tenían que echar todos los días a tres o cuatro intrusos que irrumpían en nuestra propiedad para hacerse de esos hongos que crecían espontáneamente dentro de la plantación, y quizá también crecían afuera pero de ahí eran inmediatamente depredados por esos jipis que Laia detestaba. El caso es que aquellos hongos tenían un alto potencial psicotrópico y que las irrupciones en la propiedad se habían multiplicado desde que Lauro y El Chollón, sin el permiso de nadie, se habían puesto a vender canastas de hongos beta en el mercado de Galatea. La constante presencia de intrusos era un fenómeno indeseable por varios motivos, pero el que más preocupaba era el contacto de esos jóvenes con Marianne, que todos los días veía pasar alguno frente a la terraza, correteado por Sacrosanto o por el caporal, y nunca se sabía cómo iba a reaccionar, o peor, se temía que alguno de ellos pudiera hacerle algo, porque por más que estuviese enferma y estallara de improviso en aquellos prontos brutales en los que era capaz de arrancarle la cabeza a quien estuviera enfrente, no podía soslayarse que a los ojos de esos intrusos que amenazaban con invadirnos la casa, Marianne era una mujer joven, rubia, guapa, que estaba sentada sola en la terraza, es decir, una tentación, así que un día, el mismo en que se enteraron del mercado negro que habían montado Lauro y El Chollón, el caporal, siguiendo las órdenes de los patrones, había quemado la ladera donde crecían los hongos. El asunto quedó zanjado temporalmente, los chavales que asaltaban la plantación se enteraron de que los hongos habían sido erradicados, pero en esos días previos al concierto habían empezado a llegar jóvenes de otras comarcas a los que alguien había encandilado con la historia de los hongos que crecían en La Portuguesa y el asunto revivió.

«Nada más esto nos faltaba», dijo Bages con un cabreo de los suyos y golpeó la mesa con tal fuerza que tiró al suelo la cafetera que acababa de poner Sacrosanto; no había terminado de sentarse en la terraza de Arcadi para beberse un café, cuando vio a lo lejos, husmeando en los linderos de la casa de Puig, a una pareja de muchachos que se agachaban a mirar debajo de las hojas de una mafafa, con la ilusión de dar con una familia de hongos. Después del manotazo y de volcar la cafetera que por nada le cae encima a Arcadi, Bages se levantó y se dirigió a grandes zancadas hacia el lugar donde los muchachos investigaban los bajos de la mafafa. «¿Puedo ayudarles en algo?», dijo con una voz que los sacó de golpe de la concentración que exigía su pesquisa. Los muchachos dijeron que nada, que sólo andaban mirando la interesante estructura de esas hojas y se disculparon y se escurrieron entre unos matojos. Arcadi y Bages caminaron hasta la puerta del concierto y ahí vieron que a los chavales que había dejado el caporal podía colárseles cualquier turba y entonces decidieron que hablarían con el responsable del concierto en la alcaldía para que enviara, desde ese momento, un grupo de policías que se hicieran cargo del control del acceso y de los asistentes al concierto que ya empezaban a aparecer por los rincones más remotos de la plantación, unos asistentes que llegaban llamados por la cosa gregaria y el huateque, pero también por la leyenda de los hongos beta, y además por la presencia del grupo los Locos del Ritmo, que figuraba en el programa de esa noche como el número sustancial, después de que tocaran los dos grupos regionales que se encargarían de ir calentando la fiesta para que Los Locos, que venían aterrizando de una gira prácticamente clandestina por España y el sur de los Estados Unidos, brillaran en ese evento que suponía la mayor experiencia internacional que podía tenerse en aquella selva dejada de la mano de Dios. A Arcadi le tembló la mano cuando llamó a la alcaldía para que enviaran refuerzos, porque él y sus socios sabían que un cuerpo policiaco mexicano que mantiene el orden es siempre un arma de dos filos, y estaban al tanto de que la policía de Galatea estaba compuesta de bandidos, hampones y asesinos disimulados bajo un uniforme y una que otra charretera. La decisión se meditó y se discutió rápidamente en la oficina y, con todo y las dudas de Arcadi, se solicitaron los refuerzos que llegaron media hora más tarde en la parte de atrás de un camión que transportaba refrescos del Sabalito Risón; una docena de elementos parcialmente uniformados y acomodados aleatoriamente en los espacios libres que dejaban las cajas. «Soy el comandante del operativo», dijo, mientras brincaba a tierra, un morenazo con un torso que merecía unas piernas más largas. Arcadi y Bages cogieron la mano regordeta que les extendía el comandante a manera de saludo, se habían acercado hasta el área donde se celebraría el concierto para dejar bien claro que su campo de acción sería la vigilancia de la puerta y los alrededores del escenario, para no dar pie a que esa sexteta de uniformados se pusiera a curiosear por la zona íntima de la plantación, aunque la realidad era que dando pie o sin darlo la cosa andaba ya desde esas horas un poco descontrolada, y la prueba eran los muchachos que acababan de sorprender revisando los bajos de la mafafa. «Soy Teófilo y estoy al servicio de ustedes», dijo el comandante una vez que hubo estrechado las manos de Bages y de Arcadi, con una marcialidad que quedaba destruida por la barriga que erupcionaba por encima del cinturón. «¡A trabajar mis jovenazos!», gritó y en el acto bajaron los cinco que esperaban la orden a bordo del camión, entre los refrescos. Arcadi le explicó al comandante Teófilo que el caporal había tenido que ausentarse y que a los muchachos que había dejado en su lugar se les habían colado ya una buena cantidad de individuos que seguramente permanecerían dentro de la plantación hasta que comenzara el concierto, y eso, si no empezaba a controlarse, terminaría complicando el montaje del escenario y las labores en la plantación. «Ningún problema, mi jefe», dijo Teófilo, «aquí estamos nosotros para mantener el orden», y mientras decía esto describía con su mano regordeta un arco imaginario que comprendía a sus cinco subalternos, otros morenazos de barriga erupcionada que parecían sus clones. «Muchas gracias, comandante», dijo Bages, «nos ha dejado más tranquilos», añadió con un creciente desasosiego. Para esas horas, las 10:30 de la mañana, Marianne todavía dormía profundamente, vigilada de cerca por la chamana, que montaba una guardia silente y celosa, mirando con fijeza la pared y haciendo rechinar la silla cada vez que se reacomodaba. Había instalado en una estufa piedras de incienso que humeaban la habitación y sus reacomodos en la silla obedecían a las abanicadas que aplicaba de vez en vez a las brasas. La humareda que había en la habitación de Marianne era considerable e insano el calor que provocaba la estufa encendida, yo había entrado buscando a Laia y había tenido que salir de inmediato porque el ambiente era irrespirable. Encontré a Laia en la cocina envuelta en su propia nube, en el cumulonimbus oscuro y aceitoso que periódicamente expulsaba el generador a diesel, estaba sentada en una silla con la cabeza echada hacia atrás, para que Teodora y doña Julia pudieran aplicarle con tino un trozo de hielo en el labio y dos extremos de pepino que le iban pasando alternativamente por las marcas que le había dejado Marianne en el cuello y por los alrededores del ojo izquierdo, que una vez enfriado el golpe mostraba un notable magullón. En cuanto Laia me vio mirando la curación que le hacían, contemplando las lastimaduras que le había dejado su hermana en la cara, hizo un movimiento con la mano para quitarse de encima el hielo y los pepinos, se incorporó en la silla y mirándome fijamente, con un ojo más gacho que otro por la tunda, me dijo que lo mejor era que olvidáramos lo que había sucedido, que de ahí en adelante serían más rigurosos en el control de las pastillas de Marianne y que eso no tenía por qué repetirse, y entonces me puso una mano cariñosa en la mejilla para acentuar eso que acababa de decirme y que yo no había creído del todo, porque los prontos de Marianne no siempre tenían que ver con la medicación, súbitamente venía esa fuerza que se apoderaba de ella y no había dios que la controlara, y además eso mismo ya se me había dicho las veces que necesitaba para desconfiar, para no creerlo, para que me quedara muy claro que Marianne estaba fuera de control, por eso no podían dejarla sola ni a sol ni a sombra, por eso le habían puesto esa gargantilla, «venga, nen, que no passa res», dijo Laia palmeándome como a un perro la cabeza y regresó a su posición en la silla para que siguieran curándole las evidencias de que algo sí que había pasado y sin duda seguiría pasando, y en esa angustia comenzaba yo a abismarme cuando se oyó afuera un griterío que se superpuso al ruido del generador de diesel y a la bullanga que producía el montaje del escenario y las graderías; Laia se puso de un brinco fuera de la casa y yo detrás seguido por las criadas, me subí al barandal de la terraza para ver lo que pasaba más allá, cerca de la casa de Puig, donde vi a un policía de uniforme que perseguía a un muchacho, una escena inconcebible ésa del policía pisoteando macetas y tiestos, e inmediatamente después, una vez que había completado su aprensión comenzaba a pisotear al muchacho, una, dos, tres veces hasta que le sacó un grito, un grito escalofriante que fue el punto final de la persecución y del derribo, porque lo que siguió fue la intervención de otro policía uniformado que lo levantó cogido de una axila y lo comenzó a arrastrar, como un ave herida, rumbo a la zona del cafetal donde se preparaba el concierto. Laia interrumpió el arrastre para pedirle explicaciones al policía, el chaval iba aterrado y adolorido y además al jalarlo de un ala lo lastimaban, «¿qué hacen ustedes aquí?», preguntó Laia que por ser partícipe de sus propias trifulcas, no había reparado en que desde temprano había jipis rondando las mafafas, ni en que Arcadi había pedido refuerzos policiacos a la alcaldía. «Aquí manteniendo el orden, señorita», dijo el policía e iba agregar algo más pero en eso llegó Puig y puso a Laia al tanto de lo que estaba sucediendo y mientras el policía aprovechó para seguir cumpliendo con su deber y continuó jalando al pobre chaval de un ala.