8

Conforme me adentraba en la selva, a bordo del todo terreno que alquilé en cuanto me bajé del avión de KLM, comenzaron a salirme al paso un montón de recuerdos que estaban ahí, esperándome. Había sido demasiado ingenuo al pensar que podía pasarme la vida sin regresar a La Portuguesa, y que podía preservarla de la ruina con el acto simple de ignorar su deterioro. Lo que vi en cuanto llegué me hizo recordar lo que había pensado siempre, que la selva es de ellos y que nosotros estábamos de paso, que con el tiempo, de nosotros, que parecíamos los amos y señores de aquella plantación, no quedaría ni rastro, eso fue exactamente lo que vi en cuanto llegué, no que no había ni rastro, que hubiese sido más fácil: vi la forma en que estamos desapareciendo. Ya todo es selva menos la casa ruinosa de Bages que sigue en pie como el último vestigio de aquello que fue un cafetal y una próspera comunidad, todo lo que queda de aquella república sentimental es esa casa ruinosa presidida, y esto fue lo que de verdad me partió el alma, por su ruinosa bandera republicana. «La ruina que sigue a la ruina», pensé. Apague él motor frente a la casa y permanecí un rato cogido al volante sin decidirme a bajar, acobardado frente a esa ruina, o quizá esperando una señal, en todo caso me pareció un preámbulo pésimo para la operación que me había encomendado mi madre. Precisamente cuando esperaba una señal reparé en la canción que venía oyendo en el iPod, una canción francesa que dice: la dernière heure du dernier jour, à la bonne heure, à nos amours; lo anoto porque, por alguna razón, esa idea de «la última hora del último día», no sólo me infundió el valor y la decisión que me faltaban para bajarme del coche, para poner los pies por primera vez en años en esa selva, también me pareció que esa parte de la línea estaba relacionada con el día de la invasión, con el momento en que La Portuguesa comenzó a irse a pique, con el instante en que vi lo que no debí haber visto nunca. Antes de bajar del todoterreno me puse el iPod en el bolsillo, lo hice con un movimiento reflejo del que apenas fui consciente, pero ahora que lo voy poniendo por escrito pienso que bajé con ese pequeño artefacto de la modernidad para que me defendiera del mundo arcaico donde acababa de poner los pies, para que me sirviera de amuleto contra esa selva, o mejor, contra lo que había de mí mismo en ella. Caminé hacia la puerta de la casa sintiéndome protegido, con la determinación que el conjuro de «la última hora del último día» me había insuflado, un hechizo que no sólo eran las palabras y su significado, también el timbre de la voz que las cantaba, la forma en que eran dichas y la música que las sostenía, una fórmula mágica integral que oída en otro momento quizá me hubiera parecido una canción común y corriente. Era un día nublado y húmedo y soplaba algo de norte, hacía fresco y era probable que lloviera en la tarde. Cuando estaba ya muy cerca de la puerta apareció Chepa Lima con un gesto huraño y una pregunta de bienvenida que sumé a la ruina que veía por todas partes: «y qué busca por aquí el señorito», dijo y enseguida, sin darme tiempo para responderle nada, dio media vuelta y dijo que iba a avisarle al patrón. «Pasa nen, endavant», oí que gritaba Bages unos segundos después, con un ánimo donde podía detectarse un resto de jolgorio. Crucé el recibidor, el comedor y el salón que se comunicaba con la terraza, tres espacios demasiado amplios para un viejo que vivía solo, estaban amueblados con las mismas piezas, ahora horriblemente desvencijadas, que tenía cuando yo era un niño. De inmediato sentí el golpe del olor a encierro, había un tufo general a humedad, a tabaco y a orines, todas las ventanas estaban tapadas por unas cortinas lustrosas de terciopelo rojo, y esto obligaba a Bages a tener las luces encendidas todo el tiempo, un contrasentido en aquella selva donde la luz del sol, incluso en un día nublado como aquél, entra a saco por todas partes. Al final del salón, acurrucado en un equipal en la terraza, enmarcado por la única ventana que tenía las cortinas descorridas, estaba el viejo Bages, encorvado, con una manta en las piernas y una taza en la mano, miraba hacia la selva o quizá nada más posaba ahí los ojos. Como estaba de espaldas a la ventana, tuve un momento para observarlo sin que se diera cuenta, frente a él tenía una mesa donde había un teléfono inalámbrico, una cafetera y media botella de whisky con la que, a juzgar por el jolgorio con el que me había invitado a entrar, iba bautizando los cafés de la mañana. Junto al suyo había un equipal vacío y a sus pies dormitaba un perro al que no le importó que un extraño irrumpiera en la casa. «Hola Antoni, com anem, com va tot», le dije. Bages brincó en su asiento y con cara de sorpresa me dijo: «pero a qué hora has arribat, pasa nen, seu aquí», y dijo esto poniendo la mano sobre el asiento del equipal vacío que estaba junto al suyo. «Pero si acabas de saludarme a gritos hace un minuto», le dije y por la cara que puso entendí que no lo recordaba y también calculé que la misión que me había encargado Laia sería mucho más difícil de lo que había previsto. «Seu aquí», repitió manoteando sobre el equipal y, en lo que me disponía a ocupar el lugar que me había ofrecido, vi con pena lo viejo que estaba, él que era un oso se había puesto flaco y enjuto y vestía, y esto me horrorizó tanto como la bandera que seguía ondeando frente a la casa, su camisa guerrera de soldado republicano, una prenda agónica, color marrón deslavado, que le venía grande y que estaba sembrada de lamparones y quemaduras de puro. «Sabías que tu abuelo y yo estuvimos a punto de matar al cabrón de Franco», me dijo en cuanto me senté. «Ya lo sé, Bages», le respondí y él, apretando la mano que acababa de poner sobre mi antebrazo dijo «qué más da», y añadió, «¿vols un whisky?». «¡Ya ha bebido bastante, señor!», gritó Abelina, una de sus criadas que estaba agazapada en algún sitio entre la terraza y el salón. «¡Calla y trae dos vasos largos y una bandeja con hielos!», gritó Bages súbitamente revivido y recompuesto, furibundo, incluso desencorvado, y si la criada le hubiera replicado, si se hubiese puesto un poco flamenca, seguramente el viejo hubiese abandonado su equipal de un salto para ir a gritarle de cerca cuatro cosas. «Te tienen bien controlado», dije para disipar un poco la furia de Bages. «A mí no m’ha controlat mai ningú», zanjó y yo me arrepentí de lo que había dicho porque en esa casa lo que justamente no había era control. En un extremo de la terraza estaban apiladas una docena de cajas de madera con productos importados de España, vinos, turrones, embutidos empacados al vacío, viandas que seguía comprando Bages como si en su casa viviera una familia completa; era una forma cara y lastimosa de pasar por alto que La Portuguesa se había acabado y que él llevaba años solo viviendo con sus criadas en ese caserón. Una de las cajas, que escapaba a la precaria cubierta de plástico que protegía la mercancía de la lluvia, tenía un hoyo que había hecho algún roedor, un mapache, una rata o un tejón. «Agafa el que vulguis», me dijo en cuanto se dio cuenta de que estaba mirando sus cajas. «Después buscamos un vino para la comida», le dije y añadí, «si es que quieres invitarme a comer». «Aquesta és la teva casa, nen, ja ho saps», y me dio unas palmadas en la nuca, como si de verdad fuera un nen.

La que llegó con los vasos largos fue Chepa Lima, la criada que detentaba la autoridad en esa casa, se acercó a la mesa con una bandeja y colocó sonoramente y con un gruñido los dos vasos y un recipiente con hielos. «¿Se ofrece algo más?», preguntó mirando hacia la jungla, hacia un tlacoache que olisqueaba sospechosamente la base de una palma y que quizá calculaba las posibilidades que tenía de correr y zamparse uno de los jamones importados de Bages, sin que lo pilláramos. «Nada», dijo el patrón, «puedes irte». La relación de Bages con sus criadas era famosa en Galatea, desde que Carmen, su mujer, lo había dejado para volverse a España, se había aficionado, como lo había hecho en su tiempo su amigo Fontanet, a la dimensión erótica de las nativas que, años después de soportárselo todo empezaban a cobrarle sus excesos, vivían a su costa y lo trataban, las cuatro «odaliscas» que ahí vivían, como a un esposo borracho y calenturiento al que hay que tolerar porque es el que aporta la comida y el vestido y, sobre todo, el estatus, porque sus cuatro criadas, según me había contado Laia, no hacían más que mirar todo el día la televisión, viajaban cada mes al Puerto de Veracruz a comprarse ropa, andaban de arriba a abajo por Galatea en el automóvil del patrón y cada vez que a éste se le iba el santo al cielo, organizaban parrandas con sus novios en casa y se bebían los vinos y se comían los jamones que llegaban por barco, todo a cambio de mantener la casa más o menos limpia y de permitirle al señor que de cuando en cuando les metiera mano o a veces, cuando no había manera de evitarlo, Chepa se metía desnuda con él en su cama y lo dejaba «hacerle porquerías», me había dicho Laia antes de soltar una carcajada. Esas cajas amontonadas donde yo veía un nexo de Bages con el pasado, eran para Laia los bastimentos que el viejo compraba para que las criadas estuvieran contentas y no lo abandonaran, y puede que tuviera razón, aunque también era cierto que mi madre estaba muy enfadada con él por la forma en que la había tratado, y por la zacapela con las criadas en la que se había visto envuelta. Bages cogió dos cubitos de hielo, que en unos instantes por el calor habían menguado en tamaño y consistencia, los puso en mi vaso y sirvió tres dedos de whisky; después hizo lo mismo con su vaso, pero mis tres dedos crecieron a cinco o seis en el suyo, «salut», dijo, y chocamos los vasos y también los ojos y durante un instante sentí que el fulgor que le quedaba en la mirada, espoleado por el entusiasmo que le provocaba beberse sus seis dedos de whisky, armonizaba con su camisa guerrera, y que a fin de cuentas el haber peleado y perdido una guerra, y el haberse resistido durante décadas de exilio a la pérdida total, le daban el derecho de usar esa camisa, de izar todos los días esa bandera; incluso me avergoncé de haber sentido pena y, mientras duró ese fulgor, pensé que la misión que me había encargado Laia era una putada y que lo decente era esperar a que el viejo muriera para vender esa parcela, y no cobrarle, ni decirle, ni insinuarle nada acerca de la deuda que tenía con mi madre porque, todo esto pensaba mientras duraba el fulgor, Bages era el único nexo vivo que teníamos con la guerra y había que protegerlo porque sin él, sin esta pieza clave, «nos será mucho más difícil entender el rompecabezas de nuestra pérdida y de nuestra ruina», pensé y el fulgor pasó, di un trago largo al whisky que me había servido Bages y me sentí feliz de estar ahí, sentado en esa terraza, palpitando confortablemente a ochocientos cincuenta metros sobre el nivel del mar donde nací y crecí, me sentí orgulloso de estar junto al compañero de guerra de Arcadi y olvidé por el momento la fórmula mágica que me había insuflado valor, y el tótem electrónico que me protegía desde el fondo del bolsillo. Al siguiente trago de whisky comenzó a llover, una lluvia de gotas gruesas y espaciadas que de inmediato disparó toda la paleta de aromas de la selva, el perro se desperezó con el sonido del agua sobre las hojas, y fue a instalarse a la orilla de la terraza, a montar una guardia, como lo habían hecho siempre los perros de La Portuguesa, para que los bichos que escapan del agua no escaparan por nuestro territorio, así que Floquet, así se llamaba el perro en honor a Copito de Nieve el gorila blanco de Barcelona, no había terminado de instalarse cuando ya le ladraba a una tarántula y a un par de arañas capulinas que buscaban el techo y el abrigo de la terraza. «Molt bé, Floquet, molt bé!», gritaba Bages entusiasmado con la bravura de su perro que no era blanco como el gorila de Barcelona, sino negro azabache, «pero qué más da», decía Bages cuando alguien le hacía notar la excentricidad de aquel nombre. El Floquet logró ahuyentar a las arañas, la tarántula optó por el cobijo de un helecho y las capulinas corrieron espantadas selva adentro, así que, como no había más enemigos que repeler por el momento, el perro se echó ahí, pendiente y listo por si se aproximaban otros bichos. La lluvia arreció y yo bebí lo que me quedaba de whisky, y todavía feliz le dije a Bages, «de pronto he tenido la certeza de que somos las dos puntas de la guerra, tú que la hiciste y yo que me empeño en que no se nos olvide, cuando quizás», agregué, «lo normal sería olvidarlo todo». «Y por qué hemos de olvidarlo todo», dijo Bages con una irritación que dio al traste con mi entusiasmo y mi felicidad, «¿vamos a olvidarlo porque hemos perdido?». «No», le respondí, «porque ya todo ha pasado, se ha ido, y la prueba somos tú y yo solos conversando en los últimos metros cuadrados que nos quedan de La Portuguesa», dije esto y en seguida me arrepentí, era una idea confusa que pretendía ser un matiz de lo que en realidad deseaba decir: la prueba somos tú y yo conversando entre estas ruinas. «Quizá deberías pensarte la propuesta de Laia», le dije para aprovechar su irritación y no estropear otro momento del día con eso que tenía que decirle. La propuesta de mi madre era que vendiera esa casa y se comprara un piso de proporciones normales en la ciudad de México, o una casita en Galatea si no quería abandonar la zona, y la saqué al tema porque me parecía que Bages podría vivir mejor, el tiempo que le quedara, en un sitio más manejable, menos ruinoso; aunque, por otra parte, no podía quitarme de la cabeza la idea de que Laia quería recuperar su parcela y convencer a Bages de que se fuera de ahí para resolver su asunto financiero, así que lo dije y decidí que no insistiría si Bages no hacía crecer el tema, y además aclaré, porque vi en su gesto lo mucho que le había molestado lo que había dicho: «no te enfades, Bages, tenía que decírtelo, no hablemos del tema si no te apetece». Bages repuso los tragos, ahora sin hielos porque en el recipiente había quedado un charco de agua caldeada, tres dedos para mí y seis o siete para él, y en cuanto terminó me miró fijamente y me dijo: «Quiero morir aquí y en paz, como tu abuelo, ¿vale?». Chepa Lima llegó a la terraza con una bandeja donde había jamón y butifarra negra, productos que, sin ninguna duda, habían salido de las cajas que importaba su patrón. «Muchas gracias, Chepa», dije para ganarme su simpatía, o quizá no tanto, me conformaba con restarle virulencia al rencor que sentía por mí, y de paso al que yo sentía por ella porque sabía que había golpeado a mamá y tenía que contenerme para no armar ahí una trapatiesta. Por otra parte me preocupaba y me daba asco que a la hora de la comida me sirviera una sopa escupida por las cuatro odaliscas, o alguna cosa más dañina como una carne tratada, tratada con magia oscura quiero decir, uno de esos bocados embrujados que te comes y a partir de ese momento infeliz tu vida no vuelve a ser la misma. En cuanto Chepa se fue me acerqué a la bandeja para, con el pretexto de apreciar mejor los embutidos, buscar si a simple vista podía distinguir un escupitajo o alguna yerba cargada de maldiciones, dije que el jamón y la butifarra, a pesar de haber cruzado el mar, tenían una pinta estupenda y, por precaución, esperé a que Bages picara algo primero y después, por si acaso, cogí una loncha de jamón de la misma parte de la bandeja de donde él había cogido la suya. Di un trago largo a mi whisky recién servido para fijar el sabor del jamón y de una butifarra que había cogido siguiendo las mismas precauciones. Luego la lluvia, que hasta ese momento había sido tupida y de gotas gruesas, comenzó a amainar y a volverse fina hasta que cinco minutos más tarde dejó de caer del todo y un rayo de sol, que era el anuncio de que el cielo comenzaba a despejarse, entró a la terraza y pegó directamente sobre la pila de cajas de madera. Floquet estaba de pie martirizando a un tlaconete que se había aventurado a cruzar la terraza con una lentitud suicida que el perro aprovechaba para destazar con saña al pobre bicho. «Floquet, ets un fill de puta», le dijo Bages mientras se metía a la boca una rodaja de butifarra, y después volteó a verme, volvió a chocar su vaso contra el mío y preguntó, con un tono paternal que iba bastante mal con su camisa de guerrero republicano y su aspecto de borrachín: «y tu madre como está fa temps que no la veig». «Qué dices, Bages», repliqué, «si hace una semana estuvo aquí mismo y tus criadas le montaron un follón». «¿Laia estuvo aquí?», preguntó genuinamente sorprendido, aunque yo pensé que podía estar haciéndose el olvidadizo para que no tratásemos el escabroso tema por el que yo estaba ahí sentado en su terraza, así que dejé a un lado la decisión que había tomado hacía unos minutos, durante mi breve periodo de felicidad, y le dije, con más malicia de la que pretendía: «He venido desde Barcelona para hablar contigo y ahora resulta que no recuerdas ni que Laia estuvo aquí»; dije esto y sentí que había dicho una bajeza, que encima era un poco mentira porque también estaba ahí para que la chamana me revisara el ojo. Bages se quedó mirándome con una fijeza y una seriedad que me hicieron pensar que iba a dejar de hacerse el olvidadizo y el tonto y que estaba dispuesto a abordar de una buena vez el capítulo de la parcela, pero lo que me dijo con esa seriedad y esa fijeza fue: «¿y ya se puede hablar catalán en Barcelona?», y después agregó, con una media sonrisa de pillo: «¿sabías que Arcadi y yo estuvimos a punto de cargarnos a Franco?», luego se puso serio otra vez y se enderezó en su equipal para gritarle a Chepa que nos llevara un par de puros; «ya ha parado la lluvia y ahora vendrán los moscos», dijo cerrando un ojo con complicidad. Una tercera criada, que no era ni Chepa ni Abelina, llegó con una caja de puros de San Andrés Tuxtla. Yo todavía no sabía de qué forma responder al monólogo inconexo que acababa de soltarme Bages, me quedaba casi claro que no podía estar haciéndose el turco con el tema de la parcela, de todas formas yo ya había decidido, como he escrito más arriba, que hablaría con Laia para que dejáramos en paz al pobre viejo, pero también me interesaba que él se enterara de que, aún cuando esa parcela era nuestra y de que la venderíamos cuando lo estimáramos pertinente, habíamos decidido, por el cariño que le teníamos, que la conservara el tiempo que él quisiera. «Gracias, guapa», le dijo Bages a la criada e inmediatamente después tronó un grito de Chepa que, desde algún rincón de la cocina, exigía la inmediata presencia de la muchacha: «¡Altagracia!». El grito acabó de disolver lo que pensaba decirle a Bages, que ya había empezado a disolverse con la llegada de los puros y, a decir verdad, se había desintegrado del todo frente a la inquietante presencia de Altagracia, tan inquietante que, apenas se hubo ido, en lugar de rehacer mi discurso, solté: «Qué guapa aquesta noia, Bages». El viejo sonrió socarrón y dijo mientras encendía su puro con grandes llamas: «hay que echar mano de todo para sobrellevar la vejez», e inmediatamente después dijo, echando un nubarrón de humo por la nariz y por la boca, «vols un altre whisky», y sin darme oportunidad de decir que sí o que no escanció los tres dedos que me tocaban y con éstos se terminó la botella, «las gotas de la felicidad», dijo agitándola con torpeza sobre mi vaso, intentando que escurrieran desde el fondo hasta los últimos vestigios. «Gracias», le dije y luego calé mi puro y eché hacia arriba un primer nubarrón que pegó en el centro de una mancha de chaquistes que ya me auroleaba la cabeza. «¡Altagracia!», gritó Bages mientras me miraba con complicidad, con unos ojos donde se leía con mucha claridad el propósito de que yo disfrutara con otra visión, más dilatada y profunda, de su criada. «Tráenos otra botella y más hielos», ordenó Bages, y antes de que la mucama cumpliera con el encargo se asomó Chepa Lima a la terraza para repetirle al señor que ya había bebido mucho. «¡Calla!», gritó Bages y Chepa murmuró «allá usté», y luego envió a esa mujer que, en esa ocasión, me pareció todavía más guapa, a lo mejor porque ya estaba preparado para contemplar su belleza, o quizá porque la vi más de cerca en cuanto se agachó encima de la mesa para dejar la bandeja donde venía una botella nueva y otro recipiente con hielos, que unos minutos más tarde estarían convertidos en agua caldeada. Mientras ponía las cosas sobre la mesa le vi las manos, pequeñas y largas, y de ahí pasé a las rodillas y a las corvas que me quedaban muy cerca y después a los pies, que eran pequeños y sin embargo alargados como las manos, y mientras ella reposicionaba la botella y el recipiente de los hielos para que Bages no fuera a tirarlos en una de sus trastabilladas, le vi, desde muy cerca, un hombro, el cuello, el perfil de la boca y tuve el impulso de acercarme a olerle la zona que había detrás de su oreja, un paisaje claroscuro bañado a chorros por su cabellera negra que, desde donde yo estaba porque no me animé a arrimarme, olía a agua de gardenias y su cuerpo a ropa limpia, lo sé porque en cuanto se fue removió el aire y dejó un rastro; «qué guapa», repetí ahora para mí mismo y también abrigué la ilusión, quizá hasta el proyecto, de seducirla, de liarme con ella, total estaba ahí solo, sin más cosas que hacer que conversar con Bages y consultar a la chamana, así que había tiempo de sobra para intimar con Altagracia, y cuando esa ocurrencia agarraba calado de ensoñación y yo pensaba que igual podría extender mi viaje, hacerlo más largo y diverso, me detuve en seco, paré y dije, «ya estoy un poco borracho Bages, estic una mica torrat», dije en catalán, «y si no me das algo sustancioso de comer soy capaz de hacer una tontería», una «bestiesa» dije textualmente y lo escribo porque esta palabra catalana define mejor lo que hubiera podido hacer y, por fortuna, no hice. El cielo había vuelto a encapotarse y Floquet se había ido, en algún momento corrió detrás de algo y no había regresado; una nube interrumpía el rayo de sol que hasta hacía muy poco medraba en la terraza, primero sobre las cajas de productos importados, y luego pasando por el cuerpo dormido del perro, por una jardinera descuidada, que era más bien un breñal salpicado de anturios y copas de oro, y justamente frente a nuestros pies, ahí, la nube había interrumpido su ruta. Un pijul cantaba inquieto selva adentro, con un graznido hondo que era el anuncio de que no tardaba en volver a llover en La Portuguesa. La comida fue servida, sobre la misma mesa donde habíamos liquidado el whisky y el jamón y la butifarra negra, por un factótum que me recordó a Sacrosanto, apareció en la terraza con un mantel blanco y dos servicios de mesa y, a diferencia de las criadas, me saludó muy amablemente e incluso me hizo un poco de conversación en lo que ponía todo a punto, una conversación que me desconcertó porque parecía que me conocía, que sabía cosas de mí, y estaba concluyendo que Bages, o Chepa Lima lo habían puesto al tanto cuando me interpeló directamente, «no se acuerda usted de mí, ¿verdad?». Le dije que no, ligeramente contrariado. «Soy Cruif», dijo, con una sonrisa entre amable e ingenua que volvió a recordarme a Sacrosanto, y entonces recordé y le dije, «claro, eres el hijo del señor Rosales», y él para darme la razón, asintió con un modismo que, por como lo dijo y por lo mucho que contrastaba con su solemnidad, me hizo reír: «a huevo», dijo y después de decirlo, acaso por mi risa, se quedó turbado y dio media vuelta y se fue. Cruif era uno de los hijos del caporal que por haber nacido en 1974, el año que vivimos fanatizados por Johann Cruyff, recibió ese nombre conmemorativo, Cruif Rosales, y además sirvió de precedente para que otros padres de la zona, al tanto de las hazañas, reales e inventadas, que contábamos del crack, le pusieran Cruif a sus hijos, un fenómeno similar, aunque a escala modesta y regional, al de todos esos padres que después de las olimpiadas de Montreal le habían puesto Nadia a sus hijas, como homenaje a la gimnasta rumana. Yo al Cruif factótum, de entrada, no lo recordaba, era un crío cuando me fui de La Portuguesa y ahora se presentaba conmigo hecho un adulto, pero en cuanto me interpeló, me había obligado a mirarlo con más atención y había visto en su cara la de aquel crío, que desde entonces tenía una nariz desmesuradamente ancha que iba escoltada por dos ojitos hundidos y negros. Pero había otro Cruif con quien sí había tenido mucho contacto, Cruif Hernández, que trabaja en la alcaldía de Galatea y que, gracias a la amistad que su mentor, Laureano Ñanga, tiene con lo que queda de nuestra familia, me ha arreglado durante todos estos años algunos asuntos alrededor de mi partida de nacimiento, un documento anómalo que reposa en el registro civil de Galatea, donde no se entiende si soy mexicano o español, y el punto especifico donde nací aparece como «un lugar indefinido entre Galatea y San Julián de los Aerolitos»; ese documento, con el que batalla Cruif periódicamente, cada vez que yo o cualquiera de los que nacimos en la plantación necesita comprobar que nació y es hijo de alguien, ilustra a la perfección nuestro desarraigo, y comprueba esa idea que tengo de que el exilio de uno lo heredan sus descendientes, durante varias generaciones. Dejé el puro encendido para que siguiera produciendo humo y de vez en vez hacía una pausa en la comida para reactivar los nubarrones que mantenían a raya a los chaquistes. Un plato de huevos revueltos con frijoles montados sobre un bistec rebajó con eficiencia los niveles de ensoñación erótica que había alcanzado con la explosiva combinación del whisky y los encantos de Altagracia. Bages picoteaba con desgana lo que le habían puesto, un pescado blanco hervido, «como recomendó el médico», había dicho Cruif al dejar el plato porque sabía que el señor hubiera preferido lo que yo estaba comiendo. No se sabía si Cruif no estaba al tanto de las butifarras negras que había devorado su patrón, o si buscaba equilibrar las toxinas del embutido con la carne menos violenta del pescado, y tampoco quedaba muy claro qué papel jugaba el médico frente al torrente de whisky que bebía Bages todos los días. Los huevos y el bistec me habían bajado a tierra y me sentía con ánimo suficiente para buscarme una botella de vino en una de las cajas, cosa que hice auxiliado por el atento Cruif que no dejaba de decirme, como en su tiempo lo había hecho Sacrosanto, «tenga cuidado», «déjeme hacer eso a mí», «regrese usted a su lugar que yo se lo llevo». Por otra parte había notado que ese muchacho servicial montaba la misma guardia incómoda que su padre, el caporal de la plantación, que durante toda la comida permanecía de pie junto a la mesa, por si algo se les ofrecía a los señores que comían y conversaban y de vez en cuando, para no perder la conciencia de que ahí había un trabajador escuchándolo todo, le daban un poco de bola preguntándole algo, ofreciéndole comida de la que había en la mesa o haciéndole, de vez en cuando, una broma.

Bages vio que yo miraba con curiosidad la guardia que montaba el factótum al pie de la mesa y le dijo, mirándome otra vez no sé si con socarronería o desde alguno de los pliegues adonde lo habían llevado tantos whiskys: «Lo mismo hacía el pesado de tu padre». «Que en gloria esté», replicó Cruif muy serio y sin moverse de su sitio. «Lo bueno es que éste anda a su aire y no se embolica con las criadas», dijo Bages desde el mismo pliegue y a manera, supongo, de piropo.

Al final de la comida, cuando Cruif regresaba de la cocina con la bandeja del café, se desató una lluvia torrencial, un estruendo de agua que amplificaban las hojas de la selva. Bages se levantó de su equipal con una agilidad que me sorprendió porque, basado en su aspecto decrépito y en lo que se había bebido, yo había calculado que ya no podría moverse por sí mismo, pero en cuanto abandonó su asiento me pareció que todavía era un hombre alto y que algo conservaba del oso que había sido. «Haré una siesta», dijo, a modo de disculpa y se metió en la casa rumbo al baño mientras Cruif volaba a acondicionarle el sillón, a ponerle una almohada a la altura de los riñones y a prepararse con una manta para echársela encima una vez que llegara a su destino, y mientras el patrón salía del baño, se había quedado de pie, inmóvil, como un Manolete con el trapo entre las manos. Acepté la manta que me ofreció después de arropar al viejo, porque con la lluvia había llegado el fresco del norte, y yo tenía ganas de echarme en el diván que había en la terraza; el whisky seguido del vino más la digestión de la comida me iban conduciendo a una siesta profunda que se disparó en cuanto tuve la manta encima y me conecté con el sonido de mi infancia que es el de la lluvia, con los olores que despierta el agua al mojar la selva y con esos ochocientos cincuenta metros sobre el nivel del mar que es la cota donde mi altímetro biológico encuentra su punto de reposo; y una vez conectado me quedé dormido, consentido por todos esos elementos entrañables y ahora que escribo esto y recuerdo la manera en que me despeñé y perdí en aquella media hora gloriosa de siesta, noto que he echado en falta todos los días de mi vida fuera de La Portuguesa. Cuando abrí los ojos me asusté porque no recordaba dónde estaba, seguía lloviendo y me había despertado la discusión que una vez más sostenían Bages y Chepa Lima sobre la conveniencia de que el señor quisiera beber más whisky. Bages estaba de vuelta en su equipal, con un jersey sobre su camisa de guerrero republicano y el pelo peinado hacia atrás con agua. Echado en una esquina de la terraza, Floquet mordisqueaba un palo largo que de cuando en cuando golpeaba contra el mosaico y producía un ruido agudo y seco que se perdía aleteando en un rincón del techo. «Vols un altre whisky», me preguntó Bages, pasando por alto la pataleta de Chepa Lima, en cuanto vio que había abierto los ojos. «Preferiría otro café», le dije, «para quitarme de encima la siesta», agregué para que mi deserción del trago no fuese tomada como una traición, pero en cuanto vi el efecto que había producido mi petición en la pesada de Chepa, añadí una coda que me situara solidariamente junto a Bages: «y después del café desde luego que me bebería otro whisky contigo, faltaba más», dije para dejar bien claro de qué lado estaba. Regresé a ocupar mi lugar en el equipal junto a Bages y le conté lo bien que había dormido y mi teoría de que donde mejor se duerme es en los sitios que tienen la altura exacta sobre el nivel del mar donde has nacido, y después, porque me pareció que estaba interesado en el tema, comencé a decirle que en Guixers, en casa de Màrius Puig, también hago unas siestas formidables porque es un sitio que tiene exactamente la misma altitud que La Portuguesa, pero Bages me paró en seco y me dijo: «del Màrius prefiero no saber nada».

Había dejado de llover, y antes de que se hiciera de noche, le dije a Bages que iría a saludar a la chamana; hacía meses, como he venido contando, que tenía una infección que iba y venía, y la situación había empezado a inquietarme, los tres especialistas que habían dictaminado, cada uno por su cuenta, que se trataba de una conjuntivitis agravada por las horas que paso todos los días frente a la pantalla del ordenador, me habían recetado gotas y pomadas que no hacían más que disimular la infección y, durante los últimos meses, ya habían ascendido al nivel de los antibióticos y uno de ellos, el doctor Catalá, empezaba a contemplar la posibilidad de una intervención con rayo láser, cosa que me espantaba. La chamana, no sé si ya lo he dicho, me había librado dos veces de una infección similar, una cuando era niño y otra cuando era ya un adulto con demasiadas horas frente al ordenador, y en esa última ocasión la chamana me había hecho ver que las infecciones en el ojo izquierdo no son necesariamente un problema ocular, pueden ser la manifestación de un desajuste en la energía del cuerpo. Los brujos y los curanderos, la gente que trabaja en el reacomodo de estas energías, tienen el ojo izquierdo mucho más desarrollado que el derecho, la misma chamana lo tiene así, por ahí, según me explicó aquella vez, «entran y salen sus poderes». Lo mío no tenía que ver con el poder ni con la magia, sino con el desajuste energético, esto había dictaminado aquella vez y yo, años más tarde, sentía que la dolencia era exactamente la misma. Cuando salí de la casa de Bages pensaba en esto, y también pensaba que había tardado demasiados meses en animarme a cruzar el mar para verla, que había perdido tiempo y dinero con los especialistas y eso quería decir, iba pensando ya un poco avergonzado, que no había confiado suficientemente en ella y que, en cuanto le contara lo que me habían dicho mis oculistas europeos, porque a la chamana no hay forma de ocultarle eso ni nada, iba a decirme lo que me decía siempre en casos como éste: «y por qué andas tirando tu dinero con esos fantoches, ¡serás pendejo!». A Bages lo había dejado en la terraza preparándose su enésimo whisky y sosteniendo por enésima ocasión el mismo rifirrafe con Chepa Lima que insistía en controlar el flujo de bebida que el patrón iba ingiriendo, sin ningún éxito, aunque puede ser que en el tiempo que duraba ese rifirrafe, el hígado de Bages se ahorrara un par de tragos que, sumados a los que se ahorraba en los otros rifirrafes, acabarían al final del día escatimándole un vaso completo de whisky. «Llévale esto a la chamana», me había dicho Bages antes de que saliera rumbo a su bohío, y me había dado un billete de cien pesos que me guardé en la bolsa de la camisa. «Regreso en un rato», le dije y al salir de la casa me sentí aliviado, algo tenía Bages de opresivo que no había notado hasta entonces, hasta que dejé de tenerlo enfrente y me encontré fuera, lejos de su terraza y desde ahí, a unos cuantos metros de su casa, miré el todoterreno de alquiler que estaba ahí a mi disposición, recién lavado por el diluvio que acababa de caerle encima, y sentí un alivio que traté de reprimir porque algo tenía de vergonzoso, y sin embargo metí la mano en el bolsillo para palpar el iPod, el tótem de la modernidad que me protegía de la ruina de Bages que es también la mía, y en cuanto lo hice además de la vergüenza que me dio, también me sentí un poco canalla. Comencé a caminar selva adentro, hacia la zona de la plantación que ha ido sepultando la maleza y que ahora es propiedad de una compañía papelera norteamericana. Esta compañía compró casi todo el terreno seis meses después de que muriera Arcadi y desde entonces no han hecho ahí absolutamente nada, aunque de tanto en tanto un grupo de personas, «unos siniestros de americana clara y gafas de sol, se pasean por ahí, toman medidas, hacen anotaciones, luego se emborrachan en una cantina de Galatea, y se tira cada quien a su nativa, y al día siguiente salen rumbo a sus oficinas en Atlanta, y si te vi no me acuerdo», me había dicho el viejo en algún momento de nuestra conversación en la terraza. En cuanto abandoné el jardín de la casa y me interné en la jungla, sentí el golpe virulento de la humedad, un calor mojado que reverberaba desde el suelo y caía de las hojas de los árboles; al día le quedaba todavía una hora de luz, encendí el cabo que todavía tenía de puro porque los nubarrones de moscos comenzaban a arreciar. Floquet había dejado su palo largo y su modorra en cuanto vio que me ponía de pie, y había abandonado detrás de mí, siguiéndome los pasos como si fuera mi perro fiel, la terraza y la casa y ahora caminaba conmigo selva adentro, caminaba detrás y a mi lado y de pronto se adelantaba con la intención, supongo, de demostrarme quién era el que estaba al día en esa brecha. El cafetal seguía ahí, en medio de un breñal inexpugnable donde podían distinguirse las filas de cafetos, que seguían produciendo con su ritmo habitual granos que nadie recogía desde hacía años; brotaban, maduraban, se pudrían y después caían a tierra sin que nadie los aprovechara, cumplían así cada año, desde hacía muchos, su ciclo estéril, un ciclo por otra parte típicamente mexicano, un ciclo tocado por el contrasentido que existe entre ese campo rico y exuberante y la gente que vive alrededor muriéndose de hambre. En un claro de la selva vi a lo lejos la nave donde se producía el café y el galerón de las oficinas desde donde mi abuelo y sus socios dirigían el negocio, Floquet corrió un trecho corto a lo largo del claro y después volteó a mirar si lo seguía, si me había entusiasmado esa idea suya de que fuéramos a explorar la nave, y quizás un poco más allá donde debían seguir los establos, ya sin animales y seguramente derruidos por el abandono y devorados por la vegetación. La selva se espesaba en ciertos tramos, a veces tenía que agacharme para evitar un tallo largo que se arqueaba sobre el camino, o una rama que lo obstruía, y otras había que abrirse paso a saco, tanto que iba lamentando no haber cogido un machete de casa de Bages. Todo el tiempo oía, y olía y sentía la presencia de la vida que hervía del otro lado de la cortina vegetal, un zumbido, una palpitación intensa y permanente, la reverberación de lo muy vivo, de lo más vivo, lo vivo al límite y sin ningún matiz, el ruido y la reverberación, el aire saturado de savias y de jugos, el aire pegajoso, viscoso, untoso, mucilaginoso. El perro y yo llegamos a lo que queda de la casa de Arcadi, de mi casa, y ahí me quedé mudo frente a la ruina, porque el desapego que tienen los nuevos dueños por ese terreno ha dejado margen para que la gente de la zona, los dueños tradicionales de esas tierras, vandalicen las casas; de la nuestra queda la estructura, con los años los vándalos se han ido llevando las rejas y las ventanas, los muebles de los baños, las alacenas y las repisas, las tejas del techo, las tuberías y los tinacos y han dejado nada más lo que yo he visto, el cascarón de la casa tomado por la selva. Donde estaba el salón, donde mirábamos la única tele de la plantación, crece una maraña de ortigas y una palma real que sobresale entre las vigas del techo, y dentro de nuestra habitación hay un árbol de plátano entre un grupo de arbustos y dos tallos de milpa. Precedido por el perro, que parecía que iba leyéndome el pensamiento, di una vuelta por la casa, por donde se podía porque había sitios donde el breñal cortaba el paso. El espectáculo no era tan conmovedor como había esperado, como Laia me había dicho que sería, porque todo estaba tan saqueado que no parecía la casa, parecía otro sitio. Al cruzar de vuelta el salón vi que las raíces de la palma habían destruido buena parte del piso y fue cuando salí a la terraza, quizá porque su construcción simple no ha permitido que se deteriore tanto, quizá porque recordé vívidamente lo que ahí había sucedido, que se me vino encima el día de la invasión.