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En el verano de 1974, tres meses antes de la invasión, el mundial de fútbol fue marcando el ritmo de la plantación. Arcadi instaló el televisor en la terraza, era el único que había en varios kilómetros a la redonda y el salón de casa no era suficientemente grande para contener a la multitud que quería mirar los partidos transmitidos en directo desde Alemania. «¿Y eso está pasando ahorita mismo en otro país?», preguntaba Teodora la criada asombrada de que ese hecho milagroso se produjera ahí mismo, en esa selva que como ella misma declaraba con frecuencia, «estaba dejada de la mano de Dios». Ver las imágenes de otro país bajando a ese aparato, que soltaba tronidos y se sobrecalentaba en un extremo de la terraza, en algo redondeaba la relación de la servidumbre con aquellos señores que, como esas imágenes, también habían llegado de lejos, y por otra parte, como razonaría la misma Teodora después del encuentro entre Holanda y Bulgaria, si llegaba «eso desde quién sabe dónde, ¿cómo iba a ser que no llegara la mano de Dios?». Meses antes de que empezara el campeonato nos habíamos llevado el chasco de que España y México habían quedado fuera en las eliminatorias y nos habían dejado sin equipo, pero en cuanto hubo pasado el descalabro, un descalabro nada menor pues de dos posibilidades que teníamos no habíamos logrado ninguna, González propuso con mucho tino que nuestro equipo fuera Holanda porque Cruyff jugaba en el Barça, y Neeskens se uniría al equipo la temporada siguiente. Al Barça lo seguíamos en las páginas de Las rías de Galatea, el periódico local que era propiedad de un viejo gallego que había hecho fortuna durante la primera mitad del siglo pasado y que, como todos los españoles de la zona, tenía una estrecha relación con Arcadi y sus socios, tanta que cada lunes, como una atención para sus suscriptores catalanes, que éramos exclusivamente los que vivíamos en la plantación, publicaba el resultado del partido del Barça, con una letrita que había que buscar entre el remolino de noticias que generaba la liga regional de béisbol, y con mucha frecuencia se trataba de resultados que habían tenido lugar una o dos semanas antes, es decir, que el triunfo o la derrota del equipo llegaba hasta nosotros cuando ya los culés de Barcelona la habían celebrado o digerido, y quizás olvidado porque ya iban dos partidos más adelante. El fenómeno se parecía al de las estrellas, que brillan de noche con una luz que viene de tan lejos, y que salió hace tanto tiempo de quién sabe qué confín espacial, que es probable que la estrella que uno ve ya se haya extinguido desde hace años, y me parece importante escribir esto para que se sume al montón de irrealidades que constituían nuestra vida, un montón de irrealidades que contrastaba con la realidad brutal, incontestable y absoluta que proveía permanentemente la selva. Encima la noticia que publicaba los lunes el gallego aquel, nada más contenía el nombre del equipo rival y el número de goles que se habían anotado, nunca había ni fotografías, ni detalles del partido, ni tabla de posiciones para enterarnos de cómo íbamos con relación a los otros equipos, y esta información en bruto, despojada de su contexto, nos hacía ver al Barça, además de como a una estrella que en un descuido ya se había extinguido, como a un héroe solitario que se batía cada semana con un enemigo distinto. Aquel descalabro de habernos quedado sin equipo en el mundial, representaba la situación de la prole que había nacido y crecía en la plantación, una prole que vivía como en España pero que había nacido en México y por esto tenía dos países y dos identidades. Pero había otra lectura, menos optimista, que nos hacía sentir que no éramos ni de un lugar ni del otro, éramos, en todo caso, de ese limbo vegetal que gravitaba al oeste de Barcelona. Por otra parte, y por ese mismo limbo en que vivíamos, nuestra afición por esas dos selecciones incompetentes estaba fuertemente acotada por los hechos: España no podía ser nuestro equipo porque era el país del que nos habían echado y además lo gobernaba el dictador, el verdugo de nuestra familia, y México tampoco porque cada dos por tres se nos hacía sentir que no éramos de ahí, que éramos los invasores y los herederos de Hernán Cortés y de su tribu de rufianes que habían llegado a México a rebautizar esa tierra con el nombre de La Nueva España, y acto seguido se habían entregado a la violación desenfrenada de las pobres mujeres mexicanas, cuyas criaturas irían conformando una recua de hijos de la chingada, una fina recua que era representada todos los días por alguien en La Portuguesa, un trabajador, un criado, el dueño de un establo de caballos, un político o su excelencia el señor alcalde; todos ellos, en determinado momento, recurrían a la retórica del conquistado, del violado, del chingado, y reclamaban, por ejemplo, un aumento de sueldo o una contribución, con una rabia y un resentimiento que hacía parecer que los dueños de la plantación, lejos de estar negociando la donación o el sueldo, acababan de violarle a su madre.

En aquel territorio de la indefinición donde no podíamos sentirnos ni mexicanos ni españoles, nos sentíamos del Barça, o del sucedáneo que teníamos a mano, que en el mundial de 1974 era la gloriosa selección de Holanda.

Meses antes de que empezara el mundial nos habíamos enterado, de buenas a primeras, de que el Barça había sido campeón de liga; aquel lunes el director de Las rías de Galatea había redoblado sus atenciones con una información más completa, no sólo con el anuncio de que habíamos ganado, sino con una fotografía en blanco y negro de Johan Cruyff y una lista parcial de los cracks que conformaban ese equipo y que todavía recuerdo; es más, cada vez que coincido con mi hermano Joan en algún lugar del planeta, siempre sale a cuento aquella fórmula mágica, aquel conjuro que nos transporta a la plantación, a aquel limbo que está al oeste de Barcelona donde nacimos por obra y gracia de la guerra: Sadurní, Rifé, Torres, Rexach, Asensi, Marcial, Sotil y Cruyff. La foto del crack holandés era una imagen borrosa donde apenas se distinguía el uniforme y por supuesto ninguna de las facciones o el gesto del jugador que peleaba el balón a otro, al número siete de algún equipo de uniforme claro; sin embargo, con todas sus carencias, era una imagen llena de garra y de épica que de inmediato se convirtió en un tesoro que fue a parar a un marco con vidrio, para que la humedad y las manchas que dejaban los insectos no terminaran de desdibujar la única imagen del astro que, en 1974, había llegado a ese rincón de Veracruz. El lunes que fuimos campeones, aunque en realidad lo habíamos sido una semana antes, Puig descorchó unas botellas de champán para celebrar ese acontecimiento que no se repetía desde el campeonato de 1960. Puig había llamado a todos a grandes voces mientras Isolda, su mujer, auxiliada por dos de sus criadas, montaba una mesa de mantel blanco y largo, con platones de embutidos y un islote de copas metido en una bandeja. El gallego de Las rías de Galatea fue convidado al festejo, porque era amigo de la plantación, pero también porque era nuestro nexo involuntario con el equipo, una categoría que él mismo, según pudo constatarse en esa ocasión, se tomaba muy en serio pues él, que era más bien desaliñado, apareció todo vestido de blanco, desde los zapatos hasta el sombrero Panamá, seguido por un séquito que encabezaba su mujer, una morena fogosa que llevaba una cazuela de pulpos, y se completaba con dos mozos que cargaban cajas de vino, «para que no falte de nada en este día histórico», dijo, y de inmediato se sirvió una copa del champán que había sacado Puig y se instaló en el centro del festejo como si hubiera sido el más culé de todos, y como si su desorden editorial no nos hubiera tenido ese mediodía festejando el campeonato con una semana de retraso. El caso del gallego tenía gracia, de tanto escribir cada lunes los resultados de los partidos del Barca, había terminado convertido en un barcelonista furioso, que ya para esos días renegaba del Celta, que había sido su equipo de toda la vida. Unas semanas después de aquel festejo llegó una carta de la tía Neus, la hermana de Arcadi que se había quedado en Barcelona después de la guerra y de quien sólo conocíamos la voz que salía cada fin de año por el teléfono; la carta, donde ponía a su hermano más o menos al tanto de su vida, traía un anexo que nos dejó perplejos y que progresivamente iría perplejizando a La Portuguesa y después, como una infección, a Galatea y sus alrededores: dentro del sobre venía un papelito blanco y rectangular con un garabato que, según explicaba Neus, era la firma de Johan Cruyff. Aquel garabato que de boca en boca fue convirtiéndose rápidamente en objeto de culto, había sido conseguido por Alicia, la hija de Neus y prima de Laia, que en uno de sus trabajos periodísticos se había encontrado con el futbolista en el aeropuerto de El Prat, le había pedido un autógrafo para sus sobrinos que vivían en México y se lo había dado a su madre para que lo enviara en la siguiente carta, así de simple, con esa naturalidad había llegado a la selva aquel objeto increíble que fue colocado en otro marco, sobre un fondo azulgrana, y colgado junto a la fotografía del astro en la habitación que compartía con mi hermano Joan. Pero el interés desmesurado que produjo el autógrafo de Cruyff, un raro efecto que promovió aquel intenso boca a boca, pronto nos obligó a exhibirlo a determinadas horas en la terraza, porque durante los días que había pasado dentro, los curiosos que iban desfilando para contemplarlo, una tropa heterodoxa y generosa de niños y adultos, habían dejado los pasillos de la casa negros de barro, y por otra parte, como si el barro por los pasillos no hubiera sido motivo suficiente, Sacrosanto, que había quedado inmediatamente fanatizado por el garabato de Cruyff, había expresado sus temores de que alguien se colara en nuestra habitación y lo hurtara, y como sugerencia propuso la iniciativa de exhibirlo en la terraza que, según él, pondría remedio a los dos inconvenientes, al del robo y al de los lodazales porque ahí, como siempre había alguien, sería más fácil controlarlo; de manera que, al ver que Sacrosanto se había tomado la protección del autógrafo como un asunto personal, optamos por hacerle caso y exhibirlo a ciertas horas, no calculamos que eso podía ser interpretado en la clave de aquellas casas que exhibían la imagen de la virgen o de un santo para que los fieles fueran a adorarla, y que esta confusión ayudaría a que la noticia del autógrafo se fuera expandiendo a gran velocidad más allá de La Portuguesa y llegara hasta Potrero Viejo, Ñanga, Conejos y Paso del Macho, desde donde los devotos, no del fútbol ni de Cruyff, sino de cualquier objeto que tuviera aires de reliquia llegaban a contemplarlo. El autógrafo era expuesto en el lapso que había entre el final de la siesta y el primer menjul, que era servido puntualmente a las seis por Sacrosanto y para entonces, de acuerdo con las estrictas normas que había vociferado Arcadi, ya no podía haber extraños armando bulla en la terraza. Durante las horas de exhibición había un hervidero de peregrinos con diversas intenciones, rigurosamente vigilados por Sacrosanto y por nosotros que de vez en cuando, y en nuestro papel de dueños de ese objeto increíble, dábamos una escueta explicación sobre su origen, o sobre los variados actos heroicos que había realizado el futbolista por los estadios del orbe, y hago notar las diversas intenciones porque cuando llegaron los negros de Ñanga, que eran viejos amigos de la plantación, se postraron frente al objeto, que Sacrosanto ya había montado junto a la fotografía borrosa en una tabla cubierta de terciopelo morado, y se pusieron a entonar canciones de sus antepasados africanos que hablaban, según contaron antes de irse, del apego a la tierra y la labranza, valores que bien poco tenían que ver con ese futbolista, que efectuaba sus hazañas en campos incultivables y en una tierra que no era la suya. En la misma frecuencia de los negros de Ñanga llegaban otros desorientados, y debidamente orientados por el púrpura obispal que cubría la tabla donde Sacrosanto colgaba el autógrafo, se arrodillaban con mucha ceremonia y arrobados por la devoción pedían cosas y después enganchaban una medalla en la superficie púrpura, o una petición escrita, o un milagrito, de forma que al cabo de unos días el autógrafo de Cruyff había cambiado de hábitat y se encontraba en el centro de una marea de objetos pequeños y brillantes, vírgenes, ángeles, jesucristos, niños dioses, más algunas figuras de la devoción local como el niño jaguar, el papalotl, un Quetzalcoatl de lámina, una diosa Chalchiuhtlicue bordada en hilos de colores y la virgen Tonantzin pintada en una hoja de casuarina, todo eso rodeaba la firma del futbolista y así se quedó hasta el último día de su exhibición, cuando Sacrosanto, desencajado, echó con cajas destempladas a unos peregrinos que venían de Motzorongo en los que el mozo había adivinado, o alucinado, intenciones nada nobles, y para evitarnos a todos un susto nos pidió, desde su crispación, que nos lleváramos el cuadro mientras él acompañaba a los peregrinos fuera de la plantación. Al margen de los bravos de Motzorongo, que efectivamente tenían pinta de facinerosos, Arcadi y mi padre ya habían advertido que tantos extraños alrededor de Marianne, que sesteaba en la terraza a la par de la exhibición del autógrafo, constituían una convivencia explosiva que podía detonar en cualquier momento. De manera que el destino del cuadro purpurino, con facinerosos o sin ellos, era regresar a la pared de nuestra habitación, donde permaneció los siguientes años, lejos de los ojos de sus devotos. Cuando perdimos definitivamente La Portuguesa, Joan se hizo cargo del cuadro y lo colgó en el salón de la casa donde vive en la ciudad de México, le puso a la tabla un marco grueso de madera oscura que le dio una novedosa dignidad y también una nueva identidad porque el día que me reencontré con él pensé que era un collage del pintor Gironella hasta que, de pronto, comencé a distinguir las figuras y los milagritos y en cuanto llegué al autógrafo y a la imagen borrosa del astro holandés, el corazón me dio un vuelco.

El equipo de Holanda, comandado por Cruyff, que desde la llegada de su autógrafo era nuestra estrella particular, pasó holgadamente a la segunda fase en el mundial del 74, empató con Suecia y les ganó a Uruguay y a Bulgaria. Arcadi, como he dicho, sacaba la televisión a la terraza que había sido reforzada con sillas del comedor y una mesa grande donde Teodora, doña Julia y Jovita, preparaban cosas para picar, un surtido de tapas mestizas donde campeaban las butifarras de importación, la cecina y los langostinos de Potrero Viejo, y unas sofisticadas tortillas de patata que hacía Jovita siguiendo las rigurosas instrucciones de Laia, que eran un poco excesivas porque el rigor incluía el ritmo con que debían batirse los huevos, un ritmo que mamá iba marcando con números, un, dos, tres, cuatro, un dos, tres, cuatro, como si fuera encaramada con un megáfono en la punta de una piragua. La mesa de viandas todo el tiempo era acosada por mayates, moscas, abejas y marimbolas, que formaban una nube histérica que iba de un platón al otro y que era sistemáticamente espantada por Lauro, el hijo de Teodora que era contemporáneo nuestro, y que estaba ahí apostado con un ejemplar de Las rías de Galatea, listo para ser descargado contra un bicho que se pasara de listo, y a pesar de que su encomienda era ejecutada con un celo conmovedor, durante el partido contra Bulgaria tuvo que ser relevado de su puesto por Chubeto, su primo, porque en uno de los goles holandeses, no se sabe si por júbilo, descuido, o por simple mala leche, había reventado una campamocha contra la pierna de jabugo que había aportado a la mesa el señor Bages. El complemento de las viandas era el bar que había instalado Sacrosanto a un lado del televisor, desde donde había una vista privilegiada del terreno de juego y esto hacía que los niños nos peleáramos por ser sus asistentes, por ocuparnos de los hielos, o las hojas de yerbabuena, o la enjuagada de los vasos sucios en una palangana enorme de metal. Para el juego contra Uruguay, que era el primero, Arcadi había dispuesto un bar muy completo, había una tinaja llena de hielo con cervezas, refrescos inmundos del Sabalito Risón, y botellas de vino blanco que llevaba cada partido el gallego del periódico, ese culé advenedizo que inmediatamente había suscrito, y redoblado, nuestra pasión por la selección holandesa, y para que su entusiasmo quedara patente, como si las doce botellas que llevaba cada partido no fueran el testimonio de un forofo eufórico, se presentaba con una camiseta anaranjada que le venía pequeña, del tono exacto que usaba la selección holandesa, sólo que la suya tenía unas palmeras estampadas entre el pecho y la barriga, y una leyenda que rezaba: «en Veracruz la vida es más sabrosa». En el bar que regenteaba Sacrosanto también había tragos fuertes, whisky, ron y varias garrafas del guarapo que se vendía en la cantina de abajo, que era lo que tomaban siempre los empleados de la plantación, siempre menos aquel verano de fútbol cuando, en respetuosa consonancia con los patrones, se pasaron al whisky y dejaron arrumbadas las garrafas. Eran los tiempos en que la señal que salía de la ciudad de México iba volando de repetidora en repetidora rumbo al puerto de Veracruz, y volaba tan alto que para poder pescarla, para poder atrapar esa señal que iba de paso, se había tenido que fabricar una estructura altísima, un armatoste que sobresalía entre las copas de los árboles, con una antena en la punta que capturaba imágenes, manchadas por ráfagas periódicas de estática, que a la menor provocación climatológica, una ventisca o un chipichipi, desaparecían, iban perdiendo el contorno hasta que se disolvían en la borrasca electrónica que ocupaba toda la pantalla. Una de aquellas borrascas cayó en el centro del juego de Holanda contra Brasil, cuando ya estábamos adentrados en la segunda fase del mundial y con los ánimos bastante caldeados en la terraza, porque en cuanto tuvimos de rival a la selección carioca, la servidumbre de casa, los empleados de la plantación y los vecinos que eran el público mayoritario, se olvidaron de nuestro autógrafo de culto y de nuestra admiración por Cruyff, y desertaron en masa y comenzaron a aplaudir la samba de Rivelino, de Jairzinho y de Dirceu. Durante aquel juego no dejó de soplar el viento norte, era un viento a rachas que consonaba con el enfado resoplante del señor Puig, que se tomó muy mal, y como una afrenta a su persona, la escandalosa deserción de los empleados, y en algún momento del partido estuvo a punto de cortar el flujo de whisky y de regresar a los desertores, a los garrafones de guarapo, y a su embriaguez tenebrosa. El viento soplaba con un in crescendo que, cuando empezaba el segundo tiempo, se materializó en una tormenta, aupada por violentos ventarrones, que tiró la antena de su estructura y nos dejó la pantalla borrascosa y el alma pendiendo de un hilo. Cuando todavía no terminaba el lamento que nos arrancó la desaparición de Jairzinho haciéndole a Neeskens un contagioso juego de cintura, el fiel Sacrosanto, que por cierto era él único que, quizá porque era el guardián del autógrafo, no había desertado de la hinchada naranja, ya brincaba fuera de su barra estratégica y, sin que le importara arruinar las galas blancas con que iba vestido, salió a la selva a recoger la antena y, ayudado por Arcadi y por mi padre, y por media docena de espabilados, trepó por la estructura y al ver que un arreglo expedito era imposible, porque el viento había arrancado de raíz los tornillos, decidió que permanecería ahí, expuesto al aguacero y a los vendavales, con la antena en ristre como una Juana de Arco empapada y trágica, hasta que el partido tuviera a bien finalizar. Así, controlando de vez en cuando que a Sacrosanto no lo hubiese liquidado un rayo, o que un ventarrón no se lo hubiese llevado hasta Orizaba, fue como terminamos de ver aquel juego, con los dos goles heroicos que metieron los nuestros en la portería de Emerson Leao.

La terraza se abarrotaba también cuando el juego, por la diferencia de horario entre los dos continentes, caía a las ocho de la mañana; entonces los tragos se transformaban en zumos y cafés y en un chocolate que humeaba dentro de una olla enorme y que se servía con cucharón. El espacio se llenaba con sillas de la casa y con las que la gente iba llevando y acomodando en los huecos que quedaban libres, y también había quien se montaba en el barandal o en la jardinera. La plantación se paralizaba durante los juegos de Holanda y todos nos metíamos en esa terraza, incluido el Gos que era nuestro perro y el elefante que, no sé si ya lo he dicho, se había quedado a vivir ahí como resultado de una estampida de animales que habían escapado, años atrás, del circo Frank Brown.

En medio de toda aquella multitud, parcialmente protegida detrás de la barra de Sacrosanto, estaba Marianne, mirando de un lado a otro con sus ojos estrábicos más allá del juego, más bien observando a la concurrencia y bebiendo uno de los brebajes con pócima tranquilizadora que le preparaba la chamana, y aunque estaba con la gargantilla atada a la pared, y Sacrosanto estaba a un paso de ella, a pesar de ese cerco estrecho que la acotaba, su presencia vigilante en la silla, su tremenda fuerza contenida, «amartillada» como un arma pienso ahora, generaba una incómoda tensión en los que convivíamos con ella todos los días, una tensión que aparentemente no nos afectaba pero que impedía en nosotros la relajación completa, la entrega total a las líneas maestras con que Johan Cruyff iba liquidando a sus rivales porque sabíamos que Marianne, que vigilaba todo con sus ojos azules estrábicos, medio ocultos detrás de su greña de loca, podía estallar por cualquier cosa y en cualquier momento. Además de las nubes de moscas, mayates y marimbolas que iba liquidando primero Lauro con Las rías de Galatea, y después Chubeto a mano limpia, había que lidiar con las mariposas que se iban posando sobre la luz de la pantalla y el remedio era, después de mucho DDT, un ventilador cuyo chorro de aire barría los insectos y de paso enfriaba un poco el regulador de voltaje, que era un cacharro de fierro pintado de verde, con una bombilla pulsante que salvaguardaba el televisor de que, en una de esas subidas o bajadas que solía dar la electricidad, se le fundieran los bulbos y nos dejara en la plantación sin contacto con el exterior. En el juego contra Suecia, que empatamos a cero, el elefante se tiró a hacer la siesta a un lado de la terraza, que era una cosa que no hacía nunca pero, quizás ese día, se había sentido cómodo junto al alboroto que generaba el partido; se echó a dormir con gran estrépito junto al barandal y, como era su costumbre, no se fijó que una de sus patas traseras había caído encima de la bicicleta que usaba Sacrosanto para hacer recados, y ese destrozo que normalmente hubiera sacado a Arcadi de quicio, a la luz del probable triunfo de nuestro equipo, fue tomado con una ligereza insólita. Cuando el primer tiempo alcanzaba los quince minutos, Leopito, un chaval que ayudaba en las jornadas de siembra y de cosecha, se trepó cuidadosamente en el lomo del elefante, como hacía con cierta frecuencia, y siguió el juego desde esa altura privilegiada. Al chaval le gustaba treparse ahí por gamberro, por desafiar a la mole y porque eso le daba, según había dicho él mismo varias veces, estatus de valiente. A mí me parecía lo contrario, que ese acto confirmaba que era un muchacho idiota. Al medio tiempo, Leopito bajó a devorar viandas y a beberse un Sabalito Risón de grosella bautizado a hurtadillas con whisky, y en cuanto empezó el segundo tiempo volvió a esa altura privilegiada que lo hacía a la vez valiente e idiota, pero ya entonces fue imitado por otros dos chavales, el Chollón y El Titorro, que escalaron con cuidado hasta la posición de Leopito y fueron festejados por la parte simplona de la multitud que veía el partido. «Ahora resulta que le van a Suecia ¿no?», dijo con sorna el señor Puig, mirando a la mayoría olmeca y totonaca que había desertado en el juego contra Brasil. «Pues yo sí», dijo el Heriberto, que era un gordo moreno de manos adiposas y con un diente de oro que tenía a su cargo el almacén y a quien, para más definición, apodaban El Tláloc. Después de aquella rotunda afirmación, él mismo añadió: «porque ahí nacieron mis abuelitos», y luego soltó una carcajada reveladora, que nos enseñó a todos que no sólo tenía un diente de oro, también un colmillo y un par de muelas. El chiste del Tláloc, que encima presumía siempre de que era descendiente directo del dios mexicano de la lluvia, levantó una carcajada general que provocó que el elefante pegara un respingo, un movimiento brusco e instantáneo que hizo rechinar las ruinas de la bicicleta que tenía debajo y mandó volar por los aires a los tres chavales, y después, como si nada hubiera pasado, reanudó su sueño colosal.

El chorro de aire del ventilador barría todo tipo de insectos excepto las viudas, esas mariposas enormes y negras que se plantaban en la pantalla y por más que el chorro las golpeaba con fuerza, a veces con tanta que manchaban la imagen con el polvillo aceitoso que se les arrancaba de las alas, no lograba moverlas de su posición porque, según Sacrosanto, que era aficionado a los pasquines científicos, la panza del insecto generaba un importante magnetismo al entrar en contacto con las fuerzas electrónicas que liberaba la pantalla, una explicación que se daba por buena, seguramente por pereza, y que nunca nadie se ocupó de verificar. Las cuijas también eran inmunes a los poderes del ventilador, eran unos bichos engañosos que a simple vista parecían lagartijas pero que con la luz de la pantalla, al adherirse con fuerza en ella, dejaban aflorar su naturaleza psicodélica, se volvían traslúcidas y permitían que los colores de las imágenes que pasaban debajo de ellas formaran diseños estrambóticos con los órganos que palpitaban en su interior. Pero había un tercer bicho que se peleaba el territorio de la pantalla con las viudas y las cuijas: el tlaconete, un molusco marrón, largo y baboso que dejaba una estela húmeda en sus recorridos y, como era de arrastre muy lento, su ruta hacia la pantalla era muy previsible y por tanto controlable, con un método que, ahora que lo escribo, me parece inadmisible y salvaje: bastaba echarle encima un puño de sal, para que el tlaconete se retorciera y se fuera plegando sobre sí mismo hasta la desintegración, hasta quedar convertido en un pequeño charco de baba, y durante este proceso desgraciado, que a nosotros nos divertía una barbaridad, el molusco producía un sonido agudo que parecía un grito. Pero a veces durante esas mañanas de mundial, en periodos de mucha tensión futbolística, cuando nadie atendía ni el suelo ni las paredes, ni había nadie preparado con un puño de sal, lograba colarse un tlaconete hasta el campo de la televisión y se iba resbalando juego abajo hasta que alguien lo echaba de ahí, generalmente Arcadi que como era el dueño de la casa ocupaba el palco de honor, y además el garfio que tenía en lugar de la mano que había perdido en un accidente era el instrumento ideal para desterrar al bicho.

Durante el partido final entre Holanda y Alemania Federal, hubo una premonición que nos desmoralizó desde el principio. Y como si esto no hubiese sido suficiente, media hora antes de que empezara el partido apareció Maximiliano, ese personaje que, de acuerdo con la imaginería de la plantación, se colgaba de las vacas para chuparles la sangre del cuello. Maximiliano tensó el ambiente en la terraza, era un tío esquelético, de color verde, que murmuraba parlamentos inasequibles y que llegó directamente a pedirle vasos de guarapo a Sacrosanto; y aunque se fue justo antes de que empezara el partido, dejó instalada una mala onda que podía palparse; su dieta a base de sangre era un asunto nimio, junto a esa carga negativa tan poderosa que iba derramando por ahí. Inmediatamente después de la retirada de Maximiliano vino la premonición. No entrábamos todavía al minuto quince del primer tiempo cuando el grito destemplado de doña Julia, y el paso de una serpiente nahuyaca de varios metros, a la velocidad de un proyectil, entre las piernas de la hinchada, sembraron el pánico en la terraza. Primero vino el grito y luego el siseo inconfundible de la víbora y los otros gritos de quienes iban siendo tocados en los tobillos por esa bestia rápida, húmeda y fría. «Se jodió el campeonato», dictaminó El Tláloc una vez que la bestia, como todos habíamos podido ver, había salido por entre los barrotes del barandal rumbo a la selva. Y así fue, Alemania nos clavó dos goles y nosotros nomás uno, el campeonato se había jodido por culpa de la nahuyaca, y Holanda quedaba subcampeón, un resultado que nos dejó una tristeza volátil, porque el triunfo del Barça en la liga era capaz de relativizar cualquier otra catástrofe futbolística. Ahora que voy escribiendo estas líneas me queda claro que el paso de la nahuyaca entre las piernas de todos, un acontecimiento raro porque las serpientes suelen más bien rehuir de las personas y más a las multitudes, no significaba que perderíamos la final de fútbol: era el aviso de que se avecinaba el día de la invasión.