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1974 fue el último año de gobierno del alcalde de Galatea, a fuerza de chanchullos electorales había logrado mantenerse dieciséis años en el poder y para despedirse con bombo, y darle a su imagen futura un toque fresco y juvenil, organizó un concierto en un descampado que había en la orilla norte del cafetal, en La Portuguesa. La idea era pésima y el proyecto hacía agua por todas partes, pero Arcadi y Bages no podían negarse, no había cómo y además no tenía sentido, ya habían pasado la parte más cruda de su mandato, habían capoteado todo tipo de extorsiones y esa última arbitrariedad no parecía tan complicada: consistía en ceder, durante unos cuantos días, una zona de la plantación que en esa época no se utilizaba. Por otra parte, como había sido siempre, no tenían más remedio que complacer al alcalde que en un enfado, si se le antojaba, podía enviarnos a todos a un segundo exilio. Pero Arcadi y sus socios no estaban solos, otros empresarios de la región también habían sido invitados a cooperar con la magna despedida de Froilán Changó que, además del concierto, de «música moderna» decía orgulloso el alcalde, incluía un banquete popular y multitudinario que pagaría el dueño de la concesionaria Ford, y una estatua en la plaza que patrocinaría un refresco fuertemente carbonatado y de color chillón, misteriosamente líder del mercado, que tenía el disparatado nombre de El sabalito risón, y el logotipo de un sábalo sonriente que guardaba un desagradable parecido con el gato de Alicia en el país de las Maravillas. La fábrica del Sabalito pertenecía a un cuñado del alcalde y su liderazgo obedecía a la desaparición súbita, a la obvia mano negra, que habían sufrido en los últimos años la Cocacola y la Pepsicola en la región; aquella conveniente ausencia había favorecido las ventas de ese brebaje dulcísimo e inmundo que sembró durante años de diabetes la zona, y que convirtió el acto simple de beber un refresco, en una ruleta rusa del sabor, pues nunca sabía uno a qué iba a saber el refresco de limón o el de naranja, porque no sólo no coincidía el sabor que se anunciaba en la etiqueta, sino que tampoco sabían nunca igual dos refrescos de la misma fruta, lo normal era que un refresco de naranja supiera a grosella y otro también de naranja a esencia de canela. Además del banquete y la estatua, los festejos de despedida incluirían también la inauguración de un hospital construido por el gremio de cañeros, con quirófano y tres habitaciones, que dirigiría el hijo del doctor Efrén y llevaría, en letras bañadas de oro sobre la fachada, el nombre largo de «Hospital Alcalde Licenciado Froilán Changó». Por último habría una espectacular sesión de juegos pirotécnicos, que cerrarían con broche de oro el banquete popular de su último día en el poder, y que pagarían, por su complejidad y altísimos costos, entre varios empresarios e instituciones: supermercado el Radiante Tulipán, cervecería Mondongo, gasolinería El Chivato, motel El Alborozo y el mismo excelentísimo ayuntamiento de Galatea, la ciudad de los treinta caballeros. Arcadi sospechaba que algo iba a pedirles el alcalde para su despedida, porque en la comida donde se festejaba su último san Froilán en el poder, había asistido a la tirante conversación entre Bonifaz Mondongo, el dueño de la próspera cervecería, y el secretario de eventos especiales, que había sido nombrado, y su puesto inventado, para coordinar los esfuerzos económicos y físicos que entrañaba la despedida.

Desde la trágica muerte de Fontanet, que había sido arteramente asesinado en una cantina, Arcadi y Bages tenían que turnarse para asistir a los compromisos sociales del alcalde, y en aquel último santo fue cuando Arcadi había calibrado la magnitud de la despedida al enterarse, accidentalmente y entre un tequila y otro más, del proyecto de los juegos pirotécnicos que se habían importado de China, con unas cantidades prohibitivas de pólvora, un despliegue de andamiajes dignos de un edificio, y el lujo añadido de un experto en cohetes que viajaría especialmente desde Los Ángeles, California, para poner en escena todo el material de importación, respaldado por un impresionante currículum que incluía los cohetones alegóricos con que se había celebrado la última entrega de los premios Oscar y la serie de explosiones coloridas con que cada año empezaba y se clausuraba el carnaval de Nueva Orleans. El chino de la pólvora y los andamiajes había sido invitado al santo del alcalde, era un burócrata del gobierno de la revolución que había viajado a México para supervisar el montaje de sus productos y para asegurarse de que su cliente pagara la cuenta, porque ya antes habían tenido experiencias amargas con otras alcaldías de pueblos mexicanos que pedían pólvora y estructuras para sus festividades y una vez quemados los cohetones «si te he visto no me acuerdo» y no te pago ni por las buenas «ni a lo chino». Pero la misión de aquel señor, que se había sentado frente a Arcadi en esa comida, no terminaba con la supervisión y el cobro del material, pues don Froilán Changó había prometido al gobierno de aquel lejano país que donaría unas tierras para que un equipo de científicos realizara experimentos. Tres años antes Froilán había sido condecorado, gracias a una inverosímil trama de corruptelas, como «Amigo Ilustre de la Revolución» por el mismo Mao Tse-Tung, en Pekín, en una ceremonia solemne en la que él había llenado de alabanzas al líder comunista y de piropos a las «chinitas», vulgaridad que el traductor pasaba al chino con el más conveniente «mujeres de China», y una vez que había llenado el podio de eso y de semblanzas exageradas de Galatea, se había lanzado con el generoso ofrecimiento de regalarles unas tierras para sus experimentos, y como los chinos sospechaban que el día que dejara el poder iba a dejarlos a ellos con un palmo de narices, y como también sabían que el dinero de los cohetes no llegaría nunca a China a menos que fueran a por él, habían enviado a aquel señor, el delegado Ming, un cuadro medio de la alcaldía de Pekín cuyas inquietudes, que eran muchas, que eran en realidad todo lo que él en esa misión tenía, iban siendo traducidas al castellano por el secretario de negocios de la alcaldía de Galatea, que decía que sabía chino. Arcadi le contaría más tarde a sus colegas, porque el tema de los donativos para la despedida había empezado a volverse agobiante, de la conversación que había tenido durante la comida con el funcionario chino, una conversación de la que había entendido menos de la mitad pero donde, a pesar de la rudimentaria traducción del secretario Gualberto Gómez, había traslucido su profunda preocupación de que los mexicanos le jugaran chueco al gobierno revolucionario. El pobre chino ni comía ni bebía de la preocupación, les contaba Arcadi a sus socios, pero tampoco parecía que controlara mucho ni el proyecto que iba a supervisar, ni el dinero que iba a recibir, ni el predio que a su país le iban a donar, el pobre chinito no controlaba absolutamente nada y, gracias a las deshilachadas traducciones del secretario Gualberto, entendía la tercera parte de lo que se le decía; lo que le quedaba en aquella comida tormentosa, era ver cómo el alcalde festejaba su santo, como se desvertebraba en cada una de sus carcajadas y cómo golpeaba la mesa y palmoteaba el lomo de sus colaboradores que se acercaban a decirle feliz santo don Froilán, muchos días de estos licenciado Changó, que Dios nos lo conserve muchos años su excelencia, y cosas por el estilo. La historia de los juegos pirotécnicos había inquietado a los socios de La Portuguesa, Arcadi los había reunido a todos en su terraza para contarlo, porque al ser los valedores más frecuentes de los negocios oscuros del alcalde, era seguro que iba a pedírseles algo para la fastuosa despedida, algo mucho más costoso que los cohetones de China con su experto importado de Hollywood; de manera que cuando se enteraron de que la única cooperación que se les exigía era un pedazo de terreno para montar el concierto de «música moderna» se quedaron tranquilos, no sabían que después del festejo que les había tocado apadrinar, y que dejaría sumida a la plantación en la desgracia, les iba a tocar cargar con el ofrecimiento que el alcalde Changó le había hecho tres años atrás en Pekín al pueblo de China, porque unos días antes de la sofisticada pirotecnia que marcaría su adiós definitivo, Changó se había enfrentado al chino y a sus ayudantes que exigían la tierra prometida, además del pago inmediato del material que se había importado. La escena se había dado en la oficina de Changó, en el palacio municipal de Galatea, y sus habitantes la recuerdan hasta la fecha, porque en determinado momento cúspide de la discusión, cuando el secretario Gualberto había hecho con las ideas del delegado Ming una maraña y las gesticulaciones y los gruñidos y los aspavientos se habían convertido en el único vehículo de comunicación posible, los dos ayudantes, que eran dos chinos temibles y sobrealimentados, habían arrinconado al alcalde al borde del balcón de las grandes solemnidades y frente a todos los ciudadanos que pasaban en esos momentos por la plaza, lo habían apergollado y habían amenazado con lanzarlo al vacío si no cumplía en el acto con sus dos demandas; así que Changó no tuvo más remedio que extraer una paca de dinero de su caja fuerte para liquidar su cuenta, y lo de las tierras lo resolvió como había resuelto siempre la mitad de los conflictos económicos que había tenido su legislatura: «eso que lo pongan los españoles», y dicho y hecho, cuando en La Portuguesa apenas empezaba a calibrarse la tragedia que había dejado el concierto, llegó el secretario de gobierno Axayácatl Barbosa, acompañado por un contingente de chinos y apoyado por un policía municipal, que llevaba la encomienda de dotar de valor legal al legajo de expropiación que había firmado a toda prisa el alcalde. Arcadi y Bages le habían pedido explicaciones al secretario Axayácatl, pero éste no había hecho más que leerles el legajo firmado por el alcalde y cuando le pidieron más explicaciones, por ejemplo de qué forma podía amparar la ley esa expropiación instantánea, Axayácatl los invitó a pasar al palacio de gobierno, cosa que hicieron Arcadi y Bages inmediatamente, Arcadi se subió hecho un zombi a la furgoneta, iba destrozado por lo que había sucedido en su casa la noche anterior, tenía la cabeza ocupada por lo que le había pasado a Marianne que en esos momentos deliraba en su cama y que, para consolidar la desgracia, moriría tres días después, a pesar de los esfuerzos que la chamana y un médico de México hicieron por mantenerla viva. Arcadi y Bages llegaron a la plaza de Galatea donde un grupo de trabajadores, coordinado por un rubio que era la luminaria en pirotecnia que había llegado de Estados Unidos, levantaba la sofisticada estructura. Cruzaron la plaza buscándose un camino entre los tubos y las piezas metálicas que cubrían el adoquín, irrumpieron en el palacio y exigieron ver al alcalde pero el secretario particular, habituado a los exabruptos que solía provocar el talante autoritario de su patrón, los mandó a esperar a un salón, pero Bages no iba dispuesto a perder el tiempo en antesalas, lo hizo violentamente a un lado y también a un guardia obeso que no ofreció la mínima resistencia, y cuando abrió la puerta se encontró con los ojos furibundos del alcalde, que algo arreglaba con dos indios de sombrero y, sin levantarse de su asiento, sin hacerles ni un gesto a los señores que hablaban con él, empezó a decirles a Bages y a Arcadi, sin dejarlos pronunciar ni una palabra, que esa expropiación era inamovible, que no podría quitarla ni Dios padre, que lo mejor era que regresaran a su plantación sin hacer tanto irigote y que si no abandonaban inmediatamente su oficina, su palacio y Galatea, los iba a encerrar en la cárcel mientras él personalmente iba a violar una por una a las mujeres de la plantación y después, antes de que su gobierno alcanzara su inminente final, les aplicaría el artículo 33 de la Constitución y los mandaría a todos a Nicaragua. Bages quedó desarmado y mudo frente a ese poder ilimitado, ante esa crudeza inconcebible, y Arcadi aprovechó ese momento de pasmo para sacar de ahí a su amigo y evitar que en la explosión de furia que él calculaba que vendría después los metiera en un lío mayor con el alcalde. Pero Arcadi se equivocaba, los disturbios del día anterior habían afectado profundamente a Bages, lo habían acobardado; después de aquel palo, que venía a sumarse a otros muchos, Bages se volvió súbitamente viejo, envejeció ahí mismo mientras Arcadi lo sacaba del palacio municipal y lo conducía por la plaza rumbo a la furgoneta.