Marianne crecía normalmente, se relacionaba con Laia y con los demás niños de la plantación, como lo hubiese hecho cualquier niña de su edad, pero en cuanto cumplió tres años, Carlota empezó a notar que los ojos se le escapaban y a partir de ahí, en unos cuantos días, comenzaron a embonar las piezas de la verdadera Marianne, justamente después de que Carlota viera lo que vio en la habitación de su hija. Carlota no quería alarmar a Arcadi, la plantación atravesaba por un periodo crítico, pasaba por una cosecha prematura de emergencia y lo de Marianne, junto al trasiego de camiones y jornaleros temporales que tenía patas arriba a La Portuguesa, parecía un asunto si no trivial, sí muy poco definido, muy pegado a la corazonada y al presentimiento, que desde luego podía posponerse para otro momento. En una de sus sesiones de masaje Carlota rompió el riguroso silencio que solía observarse a esas horas dentro de la habitación para contarle a la chamana, que a fin de cuentas era el único doctor que tenía a mano, de los ojos estrábicos de su hija y de una cosa que la había visto hacer y que la tenía preocupada, contó que Marianne de pronto se había quedado como ausente, unos instantes vertiginosos en los que se desconectó de su entorno y se fue a algún sitio lejano del que por fortuna regresó pronto. La chamana, sin decir una palabra, suspendió el masaje y se fue directamente a su guarida, ese bohío oculto en la selva que hasta hoy está protegido por toda suerte de estacas, collares y amuletos colgantes, y ahí comenzó a preparar cataplasmas y a «bendecir» el huevo que iba a servirle para hacer un diagnóstico. A primera hora de la tarde regresó a la casa cargando un paquete de remedios, que en sus manazas se veía más pequeño de lo que en realidad era. La niña sonrió en cuanto vio a la chamana, que le simpatizaba a pesar de su severo rostro pétreo, quizá porque más allá de esa piedra que era su cara lograba percibir su aura mágica, una magia que yo no he dejado de comprobar a lo largo de mi vida y que experimenté por primera vez de niño, cuando Laia me llevó a su bohío para que me viera esta misma infección recurrente que tengo en el ojo izquierdo, que me llena de pus los conductos lagrimales y produce una hinchazón en el párpado que no me deja ver bien. La chamana entonces me había hecho sentar en el centro de su choza, frente a un caldero que ardía y que, combinado con el calor que de por sí hacía, volvía infernal la temperatura de su consultorio. Aquel día, luego de mirar fugazmente la infección, cogió de la estantería uno de sus huevos bendecidos y me lo pasó por enfrente de los ojos; después murmuró unas oraciones ininteligibles y al cabo de un rato, en lo que Laia conjuraba su impaciencia despachándose medio puro, partió el huevo y me enseñó que la yema y la clara estaban completamente negras, «aquí está tu enfermedad», dijo señalando el interior del huevo e inmediatamente después lo tiró a la lumbre. Ese mismo día en la noche, como ha pasado siempre que la chamana me aplica su huevo mágico, yo estaba radicalmente curado, o eso pensaba, porque desde luego no sabía que décadas después, en Barcelona, volvería a padecer la misma infección. Para Joan y para mí ir al médico significaba visitar el bohío y someternos a un repertorio mágico, y la primera vez que fuimos auscultados por un doctor de bata blanca, cuando ya vivíamos en la ciudad de México, sentimos desconfianza de su simpleza, del escaso instrumental y de la nula ceremonia con la que alcanzaba su diagnóstico. Pero nos habíamos quedado en esa tarde en que la chamana llegó cargando su paquete de remedios, y después de aplicarle a la niña la tanda de cataplasmas, la tendió en la cama y le pasó uno de sus huevos bendecidos por todo el cuerpo. Marianne se reía con ella mientras la chamana, que probablemente sonreía aunque nadie podía notarlo, pasaba de arriba abajo ese huevo que en sus manazas parecía una aceituna. Carlota, Laia y Teodora contemplaban la maniobra al pie de la cama, mi abuela crispada y nerviosa por la «ausencia» de su hija, pero también por lo que había visto en su habitación y que por vergüenza, y porque albergaba ciertas dudas de lo que habían visto sus ojos, no le había dicho a nadie. La chamana terminó y se fue con el huevo cerca de la ventana, lo partió, analizó su interior y lo tiró en una cacerola que se puso bajo el brazo. «¿Qué has visto?», preguntó Carlota que seguía al pie de la cama flanqueada por las niñas que, contagiadas por ella, ahora tenían un semblante grave y serio. La mirada que le dirigió la chamana le produjo un ataque de pánico, la cogió del brazo, cosa que no hacía nunca, mandó a las niñas a jugar fuera y una vez que estuvieron solas volvió a hacerle la misma pregunta. Por toda respuesta la chamana le enseñó el huevo en la cacerola y lo que Carlota vio le revolvió el estómago, «no puedo hacer nada», dijo la chamana, «lo siento», y salió de la habitación y se internó en la selva para enterrar el huevo. Al día siguiente, en lo que Arcadi organizaba un viaje urgente para visitar a un médico en la ciudad, Marianne cayó en otra de sus ausencias, Laia corrió a avisarle a Carlota y las dos, arrodilladas junto a ella, la vieron irse más lejos que de costumbre hasta que cerró los ojos y quedó tendida e inmóvil, en el mismo desorden con que había alcanzado el suelo. Carlota comenzó a buscarle el pulso, a pasarle nerviosamente las manos de las muñecas al cuello, y de ahí a la frente y a la cara, y algo de tranquilidad sintió cuando comprobó que no estaba muerta, sino desmayada o profundamente dormida. Sacrosanto cogió a Marianne en brazos y la llevó a su cama, la tendió sobre la colcha con un cuidado excesivo, como si temiera que un movimiento brusco pudiera desajustar su relojería interior, interrumpir esa energía básica que la conservaba dormida en lugar de muerta, dormida en un sueño profundo que de inmediato convocó a su alrededor a la plana mayor de la plantación. Bages y Puig cogieron un coche y volaron a México por un médico, todos pensaban, igual que Sacrosanto, que era mejor no mover a la niña, no desajustarla. En las doce horas que tardaron en regresar, Arcadi hizo todo tipo de cábalas y pronósticos, y sobre todo intentó mantener la calma; Carmen, la mujer de Bages, e Isolda, la de Puig, transmitían a Carlota una solidaridad que él se sentía incapaz de darle, y los gestos de aliento que Fontanet y González tenían con él empezaban a abrumarlo. El ambiente se volvió irrespirable al atardecer, cuando la habitación de Marianne quedó a oscuras y las sirvientas empezaron a encender las lámparas de queroseno y fue por éstas, por su luz amarilla y desigual, por las sombras tétricas que manchaban el haz, que Arcadi reparó en que no había salido en todo el día de esa habitación, así que sin decir nada salió rumbo al cafetal, a fumar y a reconfortarse él solo que era lo que en realidad necesitaba, pensar un poco lejos del lecho de su hija, y de la angustia de su mujer y del torpe consuelo de sus colegas, y ahí caminando entre los cafetos, aprovechando una luna espléndida que bañaba de luz azul la selva, golpeando con una vara la maleza para espantar a las serpientes, comenzó a pensar en lo que no debía, lo que no hubiera pasado si no hubiese perdido la guerra, si no hubiera tenido que huir de España y si el destino no lo hubiese confinado a aquella selva, sin hospitales y sin médicos y sin manera de hacer nada por su hija que yacía dormida o desmayada o quizá ya muerta, y adentrándose todavía más en esa línea destructiva de pensamiento, concluyó que su hija estaba como estaba por culpa de una sola persona, por culpa del dictador que no lo dejaba regresar a su país a reactivar esa vida que había dejado interrumpida, y después se detuvo en seco, dejó de pensar en lo que no debía, esa noche no le quedaban redaños para lidiar con tanto veneno. A las seis de la mañana llegaron Bages y Puig con el médico, un tal doctor Domínguez que les habían recomendado y que a cambio de unos honorarios desproporcionados había aceptado hacer el viaje a La Portuguesa. Arcadi había regresado de su caminata por el cafetal cerca de la medianoche, iba repuesto y casi furioso cuando entró en la habitación de Marianne y vio a Carlota dormida, arrodillada en el suelo con medio cuerpo echado encima de la cama y el brazo derecho como almohada debajo de la cabeza; daba la impresión de que se había quedado dormida mientras lloraba. Arcadi había intentado convencerla de que se echara en el sillón, para que descansara y al día siguiente tuviera fuerzas y entereza para soportar lo que pudiera venir, pero Carlota se negó en redondo, jaló una silla, la arrimó hasta la orilla de la cama y se sentó ahí, dura y espartana, a vigilar a su hija. «No quiero que despierte y me vea dormida», dijo, así que Arcadi jaló una silla y la puso junto a la de ella y se sentó, también duro y espartano, a vigilar junto a su mujer la respiración de Marianne, una respiración suave, apacible, «casi angelical», decía Carlota cuando se refería a ese episodio lóbrego de su vida. Así los encontraron Bages, Puig y el doctor al amanecer, entraron a la habitación y los vieron de espaldas en sus sillas, parecían una pareja de viejos contemplando un paisaje o el ir y venir del mar. El doctor saludó brevemente, se lavó las manos en el aguamanil y dispuso junto al cuerpo de la niña el instrumental que iba sacando de su maletín. Puig apagó la lámpara y abrió puertas y ventanas para que corriera la brisa y disipara los residuos de la noche que seguían ahí estancados. El doctor sintió el pulso de Marianne en la muñeca, le puso el brazalete para medirle la tensión, revisó pupilas y oídos asomándose por un instrumento largo y metálico y finalmente comprobó sus reflejos golpeándole las rodillas con un martillo de goma. Después, mientras tomaba muestras de sangre y pasaba un hisopo por la cavidad bucal para efectuar un cultivo, hizo unas cuantas preguntas que terminaron de redondear, a reserva de que los análisis indicaran otra cosa, su diagnóstico: la niña tenía meningitis y despertaría en cuanto cediera la inflamación, podía permanecer dormida unas horas o varias semanas, no se sabía, y tampoco podía calcularse si iba a despertar como era antes o con alguna lesión que ya tratarían cuando llegara el momento y que podía ser algún tipo de parálisis, o que la niña quedara ciega o sorda, o que perdiera la capacidad del habla, o todas esas cosas juntas en el peor de los escenarios o, en el mejor de ellos, ya rozando el milagro, podía pasar que se levantara como si nada, que amaneciera normalmente un día como si se hubiera acostado a dormir la noche anterior; y ante tanta incertidumbre, dijo el médico, había que tomar medidas y mientras decía esto comenzó a sacar de otro maletín la piezas para ir armando, en lo que Arcadi y Carlota le hacían preguntas, una percha para colgar suero y después les enseñó cómo conectar las vías a la niña, para que no se deshidratara mientras dormía ese sueño profundo de longitud incierta. «¿Y los ojos?», preguntó Carlota, y el doctor le dijo que no tenía que ver con eso, que probablemente la niña era estrábica o miope y que seguiría empeorando mientras no le pusieran gafas. Cuando se agotaron las preguntas y los pormenores de la manutención del cuerpo dormido quedaron debidamente explicados, el doctor regresó el instrumental a su maletín y se sentó en la cama a escribir una receta larga y detallada con fórmulas que tendrían que conseguir en México, dijo mirando a Puig y a Bages que en unas horas, después de desayunar los olorosos platillos que ya preparaban las criadas en la cocina, estarían emprendiendo el camino de vuelta al consultorio del doctor.
Quince días más tarde llegaron por correo los resultados de los exámenes que confirmaban el diagnóstico del doctor: Marianne tenía meningitis. Carlota no quedó conforme, ni ese día ni nunca, porque justamente antes de la primera ausencia de su hija, ella había presenciado una visión tan estrafalaria que prefirió no revelarla a nadie, porque no tenía ninguna prueba y lo que pensaba que podía haber sucedido se contraponía con el diagnóstico científico del doctor. Una noche había entrado a la habitación de Marianne, como lo hacía siempre, para ver que todo estuviera en orden, que su hija dormía bien, que estaba arropada, que no hacía ruidos desconcertantes ni estaba a punto de caerse de la cama. En el momento en que abrió la puerta vio que un vampiro se levantaba del cuerpo de la niña y, después de revolotear desorientado unos instantes, salió volando por la puerta con tanta velocidad que Carlota tuvo que agacharse para que no la golpeara en la cabeza. Lo que Carlota vio era desde luego una rareza, pero no tenía nada de sobrenatural porque en la plantación había vampiros que se alimentaban de la sangre del ganado y con cierta frecuencia aparecían volando de noche entre las casas; sin embargo a Carlota le preocupaba que el tiempo en que había enfermado su hija coincidía exactamente con la aparición del vampiro, y pensaba con insistencia en la posibilidad de que el problema de su hija no fuera la meningitis, sino algún parásito que le hubiese inoculado el animal; por otra parte, y como agravante de aquellas dudas que la atormentaban, el remedio de las gafas para los ojos de Marianne, tan súbitamente anómalos y sobrecogedores, parecía una ingenuidad.
Carlota pensó en el vampiro hasta el final de sus días y, fuera de la chamana, nadie supo nada hasta hace muy poco cuando debilitada por la enfermedad de la que murió, decidió liberarse de ese lastre y le contó a Laia lo que había visto, con un preámbulo excesivo para que mamá no fuera a pensar que su madre, a causa de una demencia senil fulminante, confundía capítulos de su vida con los de la novela de Bram Stoker. Carlota decía, y aquí habría que descontar las alteraciones que pudo sufrir la imagen de tanto recordarla y repensarla, que al abrir la puerta había visto que Marianne tenía la cara cubierta con un paño negro, pero que pasado apenas un instante se había dado cuenta de que no era un paño, sino un vampiro que, unos segundos después, se echó a volar. Lo primero que hizo después de recobrarse del susto inicial, fue precipitarse sobre su hija para revisar si el animal le había hecho algún daño; como no veía gran cosa encendió una lámpara y lo primero que vio fue a Marianne mirándola con un gesto y una actitud que la hicieron retroceder, «parecía una desconocida», decía Carlota para describir el momento en que sintió que su hija «comenzaba a irse». Bastante desconcertada por el rechazo de Marianne, se acercó a ella para comprobar que el animal no la hubiera mordido o rasguñado, revisó cuidadosamente la cara, la cabeza y el cuello y no encontró nada, ni el más mínimo rasguño, y esto la hizo dudar de lo que había visto. Cuando apagó la lámpara para retirarse de la habitación, Marianne seguía mirándola con esa mirada penetrante que no le conocía. Al margen de lo que haya visto Carlota aquella noche y descontando que el tiempo pudo haber transformado la imagen original, en La Portuguesa surgían cíclicamente personajes que alegaban haber sido mordidos por un vampiro y aseguraban que aquello había transformado de manera decisiva sus relaciones con el entorno. Esta imaginería, alimentada por las historias de vampiros que programaba el cine ambulante de Galatea, fue encarnada en los años setenta por Maximiliano, un personaje que aparecía aleatoriamente por las noches, con sombrero grande y chaparreras, luciendo un bigote y unos ojos fúnebres que hubiese envidiado Emiliano Zapata. Lauro y el Chubeto juraban que habían visto a Maximiliano, en los establos de la plantación, chupándole la sangre a las vacas, y el señor Rosales, que era el caporal, los paraba siempre en seco y los acusaba de fantasiosos y de habladores. Lo cierto es que Maximiliano le daba un susto al miedo, aparecía de improviso deambulando por el cafetal o por el jardín, con una mirada torva que oficialmente se adjudicaba al guarapo, produciendo un ruido rítmico con las correas y los herrajes de las chaparreras, y después desaparecía selva adentro, se iba tras la siguiente copa, o quién sabe si por la siguiente vaca.
Unos días después del diagnóstico del doctor Domínguez, los habitantes de La Portuguesa ya habían aprendido a convivir con el cuerpo dormido de la niña, entre Carlota y las criadas se ocupaban del suero y de la higiene, y los demás desfilaban con cierta frecuencia por la silla que estaba ahí permanentemente para quien quisiera hacerle una visita y cooperar con la terapia recetada, que consistía en hablarle al cuerpo dormido de cualquier cosa porque así, según había reiterado un par de veces el doctor, esa bulla continua a su alrededor podía influir para que despertara más pronto. «Ésas son mafufadas», había opinado la chamana en cuanto se enteró, y para sustituir esa terapia, que según ella no servía para nada, le pidió a Carlota permiso para aplicarle a la niña unos masajes, y desde su posición inmóvil debajo del marco de la puerta, en lo que esperaba con cara de piedra el visto bueno, miró con profundo desdén la percha donde colgaba la bolsa de suero. A las visitas verbales que recibía Marianne, se sumaron los masajes mudos de la chamana que, una semana más tarde, motu propio y sin consultarlo con nadie, empezó a colgarle a la niña toda suerte de amuletos, comenzó amarrándole un lazo rojo al tobillo, «para el mal diojo», explicó, y luego siguió día tras día, después de su masaje silencioso, colonizándole el cuerpo con plumas, esferas de colores, frutas desecadas, lazos, toda suerte de objetos que iba colgando de los dedos de los pies y de las manos, o del pelo, o prendidos con alfileres del vestido, «ya verás cómo se cura», decía con su rostro impasible, mirando la pared como si fuera el horizonte, cada vez que Arcadi o Carlota le preguntaban que si no eran ya demasiados tiliches los que tenía su hija encima, «ya verás como la curan mejor que esas agüitas», decía y miraba con encono la percha que había dejado ahí el doctor Domínguez, y ellos la dejaban hacer, no querían descartar ninguna posibilidad, ni la ciencia, ni la magia, ni la cura conversacional que había recomendado el médico y que tres semanas más tarde ya había progresado hacia lo abiertamente social, porque durante una comida colectiva que había organizado Carmen, la mujer de Bages, se les ocurrió que en lugar de estar escapándose a la habitación de Marianne para monologar con su cuerpo dormido, podían sacar su cama y transportarla hasta la terraza donde se celebraba la comida; así que los cinco soldados republicanos, entusiasmados de más por los whiskys que habían bebido de aperitivo, y auxiliados por Sacrosanto, transportaron la cama por el jardín, en un contingente bamboleante donde la extravagancia mayor era el señor Puig, que iba detrás muy erguido y tan alto como la percha que iba sosteniendo, unido a la cama por la sonda que Marianne tenía en el brazo. Todo esto lo sé porque Laia conserva fotografías de aquel día y un par de ellas forman parte de la marea de imágenes que invade las mesitas, las estanterías y la parte superior de la chimenea del salón de su casa. La otra foto, la que no es del contingente bamboleante, fue hecha con maestría por el ojo enemigo de la criada; gracias a esa enemistad la composición de aquel grupo que come y bebe, o mejor, que ya ha comido y bebido, resulta no sólo rara, también parece que quien estaba detrás de la cámara se empeñó en que los comensales aparecieran con su peor aspecto. Aquel ojo enemigo ilustra la colisión entre los dos mundos que poblaban la plantación: los dueños milenarios de esa tierra frente a los nuevos dueños, los nativos contra los invasores, los indios que servían ese banquete de domingo a la intemperie mientras los extranjeros blancos comían, bebían y se carcajeaban. El ojo enemigo de aquella criada, que quizá nunca en su vida había hecho una fotografía, no veía ni buscaba en la foto lo mismo que sus patrones, no iba tras la imagen congelada de una comida familiar y entrañable, estaba accediendo a una petición, cumpliendo una orden, haciendo su trabajo, desquitando un sueldo, así que ni avisó cuando se disponía a oprimir el obturador, ni dijo que por favor dijeran whisky, ni tomó en cuenta que las frentes de Fontanet, Arcadi y la mujer de González estaban fuera de cuadro, ni que la barriga de Bages era demasiado protagónica, en fin, lo que ella hacía era cumplir mientras su ojo enemigo registraba, no esa comida entrañable, sino a la tribu invasora que la hacía trabajar y servir por tres perras un domingo. «Gracias, Xóchitl», deben haberle dicho cuando les dijo que ya había hecho la fotografía, y ella, con toda seguridad, respondió «de nada» muy sonriente, y luego debe haber entregado la cámara a Puig y se debe haber ido a seguir fregando platos. O quizás el encuadre raro se deba nada más a que Xóchitl lo ignoraba todo de la técnica fotográfica, quizá se deba a esta simpleza y yo, como más de una vez me lo ha hecho ver Laia, estoy exagerando, puede ser, sin embargo se trata de una exageración, de una invención si se quiere, rigurosamente basada en la realidad, en lo que en aquella selva sucedía y todavía sucede: que los blancos mandan y lo tienen todo, y los indios no tienen nada y sirven y obedecen. El caso es que en aquella fotografía que perpetró el ojo enemigo de Xochitl, puede verse que junto a la mesa donde todos comen, beben y se carcajean, está la cama y encima de ella, vestida con un atuendo blanco de domingo, yace Marianne, dormida y ajena al jaleo, invadida de amuletos de todos tamaños, que le cuelgan de los pies, del vestido, del pelo y de las manos y que se extienden, como una ola que se encrespa, hacia la cabecera. Laia está de pie junto a la cama, parece que monta guardia para que el sueño de su hermana sea apacible, y junto a ella aparece Teodora, la criada que era de su edad y su amiga íntima, con quien compartía absolutamente todo, hasta que crecieron y entonces la cuna y el color de piel y el aspecto y la posición social las separaron, fueron distanciadas en resumen por lo que tenía cada una de futuro. Laia y Teodora montan guardia junto a la cama, se ven sonrientes y sudorosas, parece que andaban jugando por ahí cuando alguien les gritó que se acercaran porque iban a hacer una foto, y probablemente después de que Xochitl disparara el obturador, ellas salieron disparadas a seguir jugando. Todos miran a la cámara, al ojo enemigo de la criada que cumple lo que se le ha pedido, excepto González que mira hacia abajo, hacia su copa, mientras se mesa su barba roja, y Carlota, que desde su silla mira con aflicción a Marianne; la mesa está cubierta con un mantel claro que arrastra por las baldosas y debajo de éste viene saliendo la cara de un perro, pillado en el momento justo en que el mantel le cubre la cabeza como si fuera un velo, seguramente andaba buscando restos de comida debajo de la mesa sin reparar en que Xochitl acababa de pescarlo en una de sus salidas a la superficie, ni en que lo había inmortalizado de esa manera, ni en que sesenta años más tarde, en el salón de Laia, seguiría compareciendo como la criatura más extraña de la foto.
Marianne despertó a los cuarenta y cinco días, cuando todos empezaban a acostumbrarse a monologar con su cuerpo dormido y a traerla de acá para allá en su cama por todas las casas de la plantación. Despertó como si nada una mañana después del masaje de la chamana, abrió los ojos y dijo que tenía ganas de hacer pipí, y dicho esto se levantó, sin saber que llevaba cuarenta y cinco días conectada a una botella de suero, y en su camino al baño jaló la percha que cayó al suelo con un gran escándalo que incluyó el de la botella haciéndose añicos contra el suelo. Llamada por el estrépito, Carlota voló a la habitación de Marianne y ahí encontró que se había obrado el milagro, su hija estaba de pie y parecía sana y en un instante comprobó que veía, oía y hablaba. «Me quitan esto por favor», dijo la niña señalando el enchufe de la sonda y también el pañal, un poco extrañada porque no sabía a qué hora le habían puesto esos accesorios, y una vez liberada por Carlota, que no se echaba a llorar para no asustarla, se sentó a hacer pipí como si nada. «Un milagro», confirmó el doctor Domínguez que había sido llevado otra vez desde la ciudad, y otra vez había sido exageradamente remunerado por Arcadi. Unos días más tarde, abrumado por las dudas de Carlota, Arcadi organizó un viaje a México para que le hicieran a Marianne radiografías y unos análisis más completos. Los resultados fueron los que todos conocían ya: la niña estaba perfectamente, se había curado como por arte de magia. Así se cerró para todos el capítulo de la meningitis de Marianne, para todos menos para Carlota que, pese al resultado de los exámenes, no dejaba de pensar en el vampiro, ni en la forma en que su hija la había mirado aquella noche, y conforme pasaban los meses, y con todo y que el médico y su ciencia decían lo contrario, notaba que su hija no había quedado del todo bien, había algo en ella que no era normal, hasta que una mañana no aguantó más y le pidió a la chamana que la revisara. El interior del bohío ardía por el efecto de la lumbre que multiplicaba el calor, Carlota y Marianne sudaban sin parar mientras la chamana, seca y puede ser que hasta fresca, desplazaba su enorme masa a lo largo de las estanterías, y cogía un frasco, o una cazuela, o descolgaba una maraña de yerbas que pendía del techo. Mezcló una pócima en el caldero que le dio en un frasco a Carlota, luego tendió a Marianne en el suelo y abriendo apenas la boca murmuró una oración mientras le pasaba por el cuerpo uno de sus huevos infalibles. Carlota sollozó ruidosamente y luego rompió a llorar en silencio porque ya sabía lo que iba a salir de ese huevo, lo sabía desde que la había visto despertar, lo había sabido sin tregua desde la noche del vampiro. Cuando terminó la chamana partió en dos el huevo y vertió el contenido en una de sus cazuelas. Lo observó gravemente durante unos segundos y se lo pasó a Carlota que vio, aterrada, exactamente lo mismo que había visto un día antes de que Marianne cayera en su sueño profundo.