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Marianne era la hermana mexicana de Laia, la punta de una estirpe que por culpa de la guerra nacería en aquella selva. Para Arcadi esa niña era el regreso al orden, el final de un paréntesis de nómada y de desterrado porque tener hijos, esto debía pensar entonces, significa anclarse a la tierra donde han nacido, tener otro país, prodigarse en otra latitud, y eso no era poca cosa para ese soldado que más de una vez había considerado que su vida estaba irremediablemente destruida y que lo que quedaba era esperar el final. Pero resulta que años después, contra todo pronóstico, se reencontró con su mujer y que muy pronto engendraron una hija. Aquello era un augurio extraordinario porque lo normal en la vida de Arcadi hubiese sido que, después de perder la guerra, hubiera seguido perdiéndolo todo. Carlota quedó embarazada y aquella diana coincidió con la inauguración de la plantación de café, un negocio que prometía prosperidad, una vida estable e incluso cierta abundancia. Las cosas habían cambiado de cariz cuando, en plena postguerra, Arcadi había logrado sacar a Laia y a Carlota de Barcelona y conseguido que cruzaran el mar, en un viaje lleno de penurias, hasta esa selva mexicana donde él las esperaba desde hacía años. Todo aquello parecía la evidencia de que, después de perder la guerra, puede tenerse una victoria.

Marianne nació rubia, grande y saludable, el acontecimiento fue muy importante porque, como vengo diciendo, se trataba de la primera criatura que nacía en La Portuguesa. Hacía poco que Arcadi y sus socios habían inaugurado sus casas dentro de la plantación y aquel nacimiento parecía la consolidación del proyecto de vivir juntos, con sus familias, en el mismo terreno, algo así como la fundación emocional de la república que les había arrebatado el general Franco, una ilusión a fin de cuentas que el nacimiento de Marianne, la primera republicana nativa de la plantación, fortalecía.

La encargada de traer a Marianne al mundo fue la chamana, ese portento moreno y tosco que cuando cerraba los ojos parecía una piedra, una piedra con un brillo distintivo en los pómulos que bien podía ser de sudor, o un efecto fosfórico producido por el limo o el liquen; poseía un tórax soberbio que la hacía verse enorme cuando estaba sentada, y sentada cuando andaba de pie, tenía el ancho de un gigante aunque de altura no rebasaba el metro y medio; era un personaje imprescindible en el microcosmos de La Portuguesa, pues no sólo era capaz de aliviar cualquier enfermedad, también tenía, a contrapelo de su ruda corporeidad, una sensibilidad fuera de lo común para dictaminar una plaga, o el mal de ojo en una cosecha, o el embrujo que descomponía un cuerpo y que cualquier médico hubiera confundido con una enfermedad. En La Portuguesa se confiaba mucho en ella, no había médicos en la plantación y el consultorio que había en Galatea era un tejaván a los cuatro vientos que atendía el doctor Efrén, un viejo alcohólico de bigotito y manos tembleques, cuyos títulos de médico nadie había visto nunca y que, entre paciente y paciente, se iba terminando un botellín de ron y luego, cuando no había tomado la precaución de llevar un repuesto, continuaba con el alcohol medicinal y el yodo. Lo del yodo, que es un dato desaforado y sórdido, se sabía porque a veces el doctor Efrén aparecía por la calle, después de cerrar puntualmente su consultorio, con la boca manchada de un amarillo inequívoco y un poderoso aliento a erizo de mar. Por esto y por otras cosas, también sórdidas y desaforadas que ahora no vienen a cuento, fue que cuando Carlota había anunciado que estaba de parto, nadie pensó en don Efrén y fueron directamente a buscar a la chamana que, por otra parte, gozaba del prestigio que le había dejado la curación de Fontanet, que unas semanas antes, mientras levantaba una valla en el lado sur del cafetal, había sido mordido por una nahuyaca, esa serpiente con un veneno capaz de matar una vaca en cinco minutos. Arcadi y Bages habían corrido a auxiliarlo y habían visto que su colega iba asfixiándose y poniéndose azul por segundos y que se arrastraba desesperado haciéndose daño con los troncos y las ramas de los cafetos. Bages lo cogió en vilo y lo llevó al bohío de la chamana y ella, con una tranquilidad que rozaba la irrealidad e incluso la pose, ordenó que tendieran al herido en el suelo y después de mirarlo, no más de un par de segundos, le rasgó el pantalón a mano limpia, puso un dedo en la llaga que era, según contaba Arcadi, de un horrible azul marino, y le pidió su machete a Bages para efectuar una incisión, tosca y precisa, a un palmo de la mordida; después succionó a boca limpia el veneno, escupió el producto en una cacerola, se limpió el morro con el dorso ingente de su mano y se fue a buscar un frasco de polvos que tenía en una repisa; luego puso la cacerola al fuego, roció con los polvos el veneno que acababa de escupir, y en cuanto aquella mezcla comenzó a soltar un humo pardusco, la chamana anunció que Fontanet estaba curado, que se lo llevaran de ahí y que por ese servicio se le debían cinco pesos. Bages y Arcadi pusieron cinco monedas en su basta palma y luego vieron cómo la chamana se guardaba el dinero en un sitio indeterminado entre los riñones y las nalgas, y después, sin decir ni adiós ni nada, se quedaba profundamente dormida, como una piedra. Fontanet se había recuperado velozmente y unas cuantas horas después ya trabajaba de vuelta en la valla del cafetal.

Cuando el parto de Carlota alcanzaba su punto climático, la chamana llevaba más de una hora dormida, había encargado a las criadas que atendieran las contracciones y que le avisaran cuando pudiera verse la cabeza de la criatura, cosa que hicieron sacudiéndola con creciente violencia hasta que despertó, hasta que regresó a la vida con un mechón de pelo que le había caído en medio de la cara y en la boca una mueca que podía ser el principio de un cabreo o, en un descuido, el proyecto de una sonrisa. La chamana se incorporó en cuanto salió de su letargo, mandó el mechón a su sitio con un cabezazo enérgico y pidió una manta para recibir a la criatura.

Arcadi entró primero en la habitación donde convalecía Carlota, con la niña recién nacida en los brazos y la chamana aplicándole un masaje en las piernas que, de no haber sido por su gesto impávido, podía haberse pensado que estaba pasando por un trance intenso de lujuria; se acercó a ver a la niña y a preguntarle a Carlota cómo se encontraba, lo que de verdad le apetecía era estar solo con ellas pero la chamana no dejaba de masajearle las piernas a su mujer, ora las pantorrillas, ora las rodillas y ora muy al fondo de los muslos, con la mano muy dirigida a palpar, por la forma en que exploraba y apretaba, la médula del sacro o el alma del iliaco. «Me haces daño», dijo Carlota y entonces la chamana bajó con el mismo gesto nulo, pero sin reducir la intensidad, a los talones y a los pies. Los masajes de la chamana que empezaron, al parecer, ese día, duraron décadas, eran un componente inamovible de la vida en La Portuguesa; a mediodía, antes de la comida, se encerraban durante cuarenta y cinco minutos, Carlota se tendía desnuda en su cama mientras la chamana le untaba lociones y linimentos en todos los rincones del cuerpo. Más de una vez espiamos, mi hermano y yo, esas sesiones al amparo de la noche artificial que procuraban los postigos, la brisa del ventilador y la radio sintonizada en la hora de Agustín Lara; eran unas sesiones penumbrosas, llenas de olores a violeta, a lima y a canela, que hoy me parecen intensamente eróticas, ligeramente perversas, tanto que ahora que estuve con la chamana para que me curara el ojo, le pregunté si hallaba placer en aquellos masajes que le daba a Carlota. La pregunta la desconcertó un poco pero enseguida me respondió que no, que le hacía esos masajes porque notaba que le servían y porque Carlota era una mujer a la que quería como a una hermana, pero que era cierto, e innegable, que algo de morbo le producía ponerle las manos encima a un cuerpo tan blanco, «tan lechoso» dijo textualmente, supongo que para no caer en la entrega total, para salvarse por ese calificativo que tenía una partícula, mínima si se quiere, de grosería; me dijo lechoso y no blanco para dejarme ver, o así lo interpreté entonces, que aquellas sesiones no podían haberle producido placer porque eran, más bien, la prestación de un servicio, una transacción entre la que sirve y quien le paga, y ella sabía que, por más que quisiera a su patrona, y por más que Carlota la quisiera a ella, nunca podrían trascender el paradigma latinoamericano de que los blancos mandan y los indios sirven y esto las convertía, muy a su pesar, en enemigas potenciales. Pero ahora que lo escribo y vuelvo a pensar en esto me pregunto ¿y la perversión de manosear un cuerpo que no le estaba destinado?; puede ser, aunque me parece que para gozar en esos términos se necesita cierto refinamiento y La Portuguesa era una selva brutal y la libido de sus habitantes rudimentaria, así que opto por creer en lo que me dijo la chamana: el placer que sentía al manosear a mi abuela tenía más que ver con la revancha que con la lubricidad.

En cuanto Arcadi entró en la habitación, lo que de verdad le apetecía era estar solo con su mujer y su hija recién nacida, y con Laia que entraría un minuto después, un poco enfadada porque su hermana había tardado horas en llegar y ella había tenido que esperar aburrida, jugando por ahí a algo que le había puesto las rodillas negras y sendos manchones de lodo en los antebrazos y en la cara. «Mira cómo te has puesto, Laia», le dijo Puig que venía entrando en la habitación detrás de Arcadi, y detrás de él venían los otros tres socios, todos querían ver a la primera criatura que nacía en la plantación y Arcadi no tuvo más remedio que guardar sus ganas de estar solo con su familia para otro momento. La vida en la comunidad era así, así se había ido configurando, entre todos iban tirando y saliendo adelante, se apoyaban unos a otros cuando los sofocaba el exilio y todo lo que tenían, sus casas y su negocio, se debía al empuje colectivo y en esas circunstancias, y desde cierta perspectiva, aquella niña recién nacida era de todos. Nadie se imaginaba que aquel nacimiento feliz, que aquel momento fundacional de La Portuguesa, era el germen de la catástrofe, el principio de otra espantosa pérdida, el primer capítulo de la siguiente guerra que también iba a perderse.