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De pronto aparecía Marianne hecha una furia, nunca se sabía bien por qué, ni tampoco lo que sería capaz de hacer, aparecía hecha un basilisco con la greña rubia desordenada y sus ojos azules y estrábicos y lo que quedaba era huir despavorido y esconderse debajo de un sillón o de una furgoneta, o arriba de un árbol o en el cafetal, aunque ahí, si no cuidaba uno bien lo que podía verse entre las ramas, se corría el riesgo de ser descubierto y de correr la misma suerte que le había tocado por ejemplo a Lauro, por citar un caso, un percance que tengo fresco en la memoria, ése de Lauro el hijo de Teodora, una de las criadas, que por incauto, por no haberse ocultado bien y haberse dejado una rodilla fuera, al aire, había sido descubierto por Marianne que, sin perder un instante, había metido la mano entre dos cafetos y había sacado en vilo al chaval que lloraba y pedía a gritos clemencia, o auxilio a alguien que anduviera cerca, porque él ya tenía la mano de esa mujer furibunda en el cuello y estaba a punto de recibir de ella el puñetazo que iba a mandarlo cafetal adentro con la nariz rota y un burbujeo de sangre en el centro de la cara que iba a convertirse en lodillo en cuanto diera con la frente en la tierra, y la cosa hubiera pasado a mayores, como había ocurrido más de una vez, si no es porque Laia oye que su hermana había escapado hecha una furia, porque aunque estuviera lejos Laia oía siempre el revuelo que levantaban sus fugas, el portazo contra la pared, las cosas que iban cayendo a su paso y los gritos de las criadas avisando que la señorita Marianne había escapado, y eso bastaba para que Laia saliera disparada porque en medio de esas trifulcas solían estar siempre sus hijos, Joan y yo, los otros niños de la casa que ponían enferma a Marianne, y Laia solía llegar en un santiamén armada con una escoba, una escoba inútil que nunca usó, y recorría a grandes zancadas el cafetal, guiándose por nuestros gritos histéricos, hasta que daba con Marianne que siempre estaba fuera de sí, en el proceso de azotar a alguien con la fuerza bruta de sus veintitantos años, su fuerza inconmensurable, su fuerza sin riendas de loca que era casi siempre incontrolable, y entonces cuando Laia daba como dio entonces con ella, le gritaba que parara, que dejara en paz a esa criatura, o a ese señor cuando era el caso, y entonces Marianne se olvidaba de su víctima, como se olvidó aquel día de rematar a Lauro que sangraba en la tierra, y se enfrentaba, con una furia redoblada contra su hermana que ya estaba ahí frente a ella, armada con su escoba absurda y soportando la presión del griterío de las criadas, y de Sacrosanto y de Carlota que le pedía llorando que no fuera a lastimarla, la horrenda presión de tener que apalear a su hermana porque si no era capaz de matar a alguien, y ahí, en medio del griterío, toda arañada por su carrera a través del cafetal, Laia hacía fintas y amagos con su escoba inútil, mientras su hermana le tiraba golpes efectivos y escupitajos y mordiscos y unas patadas que mi madre esquivaba como podía, o que a veces no podía esquivar y se iba al suelo doblada de dolor con su escoba tonta entre los brazos y ése era el momento que aprovechaba Marianne para patearla más o para buscarse una piedra con que partirle la cabeza y cuando la cosa llegaba a ese extremo, como había llegado aquel día en que Lauro fue la víctima, Sacrosanto, que era un muchacho desnutrido y bastante menos sólido que mi madre, tenía que intervenir y aupado y ayudado por las criadas trataba de contener a Marianne, generalmente sin mucho éxito porque la señorita era bastante más alta y más fuerte que todos ellos, le bastaba sacudirse para quitárselos de encima, para que fueran volando uno a uno por los aires y fueran cayendo en medio del cafetal, pero aquella resistencia flaca servía siquiera para dar tiempo a que llegara Arcadi, o mi padre, o el señor Rosales que era el caporal de la plantación, y entonces sí, cualquiera de los tres brincaba sobre esa fiera que era mi tía la loca y la tiraba al suelo y se le sentaba encima a horcajadas tratando de esquivar las mordidas y los escupitajos en lo que llegaba Jovita con la inyección, esa jeringa llena de líquido ámbar que le metían en un hombro, o en un muslo, o donde se pudiera según hubiera caído al suelo, según se hubiera acomodado el hombre que trataba de controlarla a horcajadas, y una vez inyectada empezaba a amainar su furia y en unos cuantos segundos, un minuto quizá, dejaba de escupir y de tirar mordiscos y de gritar insultos y poco a poco, invadida por el bálsamo color ámbar que recorría su organismo, se iba tranquilizando y adormeciendo hasta que llegaba a un punto en que era factible cargarla entre dos hasta su habitación. La jeringa era el remedio extremo que se aplicaba cuando la furia de Marianne se había salido de su cauce, o sea con mucha frecuencia, y el resto de los días podía mantenérsela dentro de una relativa normalidad con sus dosis puntuales de Mesantoina y de Fenobarbital, las pastillas que dopaban a la bestia, la idiotizaban y le aflojaban la tensión de la mandíbula, y eso más la baba que comenzaba a escurrírsele era siempre buena noticia, era el anuncio de que estábamos atravesando por un periodo de calma donde no tenía uno que andarse cuidando de sus embates brutales, fair weather, mar tranquila, un periodo que había sin embargo que vigilar, había que ir viendo cómo las pastillas perdían su efecto y también había que calcular cuando la bestia podía empezar a desperezarse, cuando ya no había baba y empezaba a posar en objetos sus ojos estrábicos, unos ojos que no podían corregirse con gafas porque Marianne en sus periodos iracundos las rompía, unos ojos que se adivinaban debajo de la greña llena de lodo y babas que le cubría parcialmente la cara, unos ojos que sembraban el terror cuando se posaban en mí y me obligaban a comprobar obsesivamente, con un juego de miradas nerviosas, que la cadena estuviera bien sujeta a la pared y que Marianne estuviera bien sujeta a la cadena. A media tarde, para reforzar la medicación que iba después de la comida, aparecían Jovita o doña Julia con un remedio de la chamana disfrazado de merienda, un vaso espumoso cargado de tilas y flores mercuriales, y algunas sustancias más oscuras que la chamana extraía del hígado de los monos, o eso decía para dejar claro que sus remedios eran tan efectivos y sofisticados como el Fenobarbital y la Mesantoina que llegaban cada semana de la capital. Aunque es cierto que más de una vez se la vio trepando un árbol o brincando de una rama a otra detrás de un chango, una cosa inverosímil porque la chamana era una mujer lenta, gorda y gruesa, pero en esas situaciones, y en algunas otras, no era raro verla correr entre la maleza, o más bien oírla corriendo, con una agilidad sobrenatural y también con un grado de destructividad nada más comparable al del elefante que vivía con nosotros y que, como la chamana, más que desplazarse por la selva iba abriéndole una brecha.

A Marianne no podía dejársela desatendida y después de la poción de la chamana se la sentaba nuevamente en su mecedora en la terraza, para que se distrajera y tomara el fresco mientras llegaba la hora de la cena y con ésta el bendito momento en que volvieran a dársele la Mesantoina y el Fenobarbital, pero mientras se llegaba hasta esa hora, para no correr riesgos y siendo consecuentes con el acuerdo a que habían llegado con Arcadi los otros dueños de la plantación, a Marianne se le ponía, por si acaso, una elegante gargantilla que se cerraba con llave y que estaba unida a una cadena que iba a dar a una alcayata clavada en la pared, esa cadena y ese amarre que veía yo con aprensión cada vez que mi tía empezaba a despertar de su letargo químico. Un remedio inhumano por el que nadie daba nunca explicaciones, supongo que porque habían llegado todos juntos, su familia y sus vecinos, hasta ese punto, hasta esa solución inevitable porque cuando Marianne empezó a crecer dejó rápidamente de ser la joya de La Portuguesa, dejó de recordarse que era la primera hija del exilio nacida ahí, dejó de tenerse en cuenta que ella era la punta de la prole de republicanos nacidos en México, y empezó a vérsela como una amenaza, porque a los quince años era una mujer perfectamente desarrollada que hablaba y se comportaba como una niña de tres, y ese desequilibrio entre el cerebro y el cuerpo fue haciéndose más evidente conforme el cuerpo crecía y se desarrollaba, y entonces las rabietas de niña, sus enfados porque encima tenía muy mal genio, se fueron convirtiendo en las crisis y en los ataques de una mujer loca, que además tenía una fuerza descomunal y daba pánico y así, prácticamente de un día para otro, la niña se convirtió en eso, en la loca, y comenzó a hacer cosas que cogieron a todos desprevenidos, golpes a su madre y a su hermana, golpes a las criadas, episodios horribles que esa gente que vivía con ella y que la había visto nacer, podía soportar y tolerar, cuando menos un tiempo en lo que se pensaba qué hacer con ella, pero otra cosa distinta era la gente de La Portuguesa, las otras familias que también de buenas a primeras se enfrentaban con la hija loca de Arcadi y Carlota, y que después de varios incidentes ya no tenían por qué soportarla y comenzaron a exigirle a Arcadi lo mínimo que puede pedírsele a un jefe de familia: que pusiera orden en su casa, que metiera a Marianne en cintura porque la situación había sobrepasado rápidamente sus límites, y la aprensión que generaban sus explosiones tenía en estado de sitio a la plantación. De un día para otro se dieron cuenta de que el asunto estaba fuera de control, una mañana en que Bages, como lo hacía todos los días desde que habían fundado la plantación, izaba una vieja bandera republicana, que había cargado y defendido durante todo su exilio por Francia, en un asta que había clavado frente a su casa. Se trataba de una ceremonia sentimental que hacía Bages solo pero que era importante porque todos ellos consideraban que La Portuguesa era su país en el exilio, su república, su Cataluña, la España que les quedaba, y la bandera de Bages, y su ceremonia, les reafirmaba todo aquello, era un acto sentimental y por ello tremendamente efectivo, muy al estilo del astronauta que clava su bandera en la Luna y eso es suficiente para que sienta que es suya. Aquella mañana Bages amarraba su bandera al cabo del asta cuando Marianne se acercó a ver lo que hacía, algo normal en ese jardín que era de todos, pero que Bages no encontró ni normal ni nada por el gesto que llevaba la niña, su media sonrisa y sus ganas evidentes de hacer una trastada, así que la saludó de manera breve y cortante, casi sin verla, procurando no darle ninguna conversación porque quería completar su ceremonia íntima en paz, esa ceremonia que no hacía nadie más que él, con la excepción de un par de días en que la malaria lo había postrado en la cama y entonces Arcadi había tenido que hacerse cargo de enganchar la bandera en la mañana y de arriarla en la tarde, todo bajo la celosa supervisión de Bages que observaba los movimientos de su colega desde la ventana, con un cristal de por medio y sostenido por dos de sus criadas. Conozco estos detalles porque Laia tiene una fotografía de aquel momento que ella misma tituló en la parte de atrás con una letra larga y negra trazada con estilográfica: «papá arriando la bandera». En esta imagen puede verse lo que he descrito, Arcadi jalando el cabo del asta y la bandera subiendo a media altura y Bages, de bata y pijama, greñudo y pachón, con mala cara de malaria y sus dos criadas sirviéndole de apoyo, una de ellas Chepa Lima, esa vieja odalisca que hace muy poco se lió a golpes con Laia a causa del último terreno que nos queda en La Portuguesa. Desde entonces las criadas, y esto es lo que más llama mi atención ahora en esta fotografía, eran la parte fundamental de la vida de Bages, y aunque entonces seguía herméticamente casado con Carmen, alguien observador hubiera podido prever la forma en que Bages iba a terminar viviendo, rodeado de esa mafia que no lo deja ni a sol ni a sombra, ese grupo de cinco o seis chicas indias que viven desde hace años con el viejo soldado y que, de una forma extraña, yo diría que siniestra incluso, le han dado la vuelta al paradigma mexicano del blanco que gobierna al indio, porque en esa casa el único que no manda es el patrón, ahí sí se han consumado cabalmente la independencia del imperio español y la revolución mexicana, las indias tienen oprimido al viejo que a sus noventa y tantos años, según me ha dicho Laia, sigue apasionándose con sus carnes morenas y también sigue dando alguna batalla el viejo íncubo. Pero vuelvo a la mañana en que Bages izaba su bandera observado de cerca por Marianne, en un momento en que la relación de la niña con la plantación era muy tensa, porque ya había hecho una serie de gamberradas que las otras familias no tenían por qué tolerar, por eso Bages había optado por el saludo breve y cortante, pretendía cumplir rápidamente con su ceremonia y después irse a la oficina a atender los asuntos del día, pero resulta que Marianne detectó la hostilidad que sin duda había tenido el saludo y pasó, de manera explosiva como pasaba siempre ella, a tirarle un manotazo a la bandera mientras le espetaba violentamente a Bages que ella quería hacerse cargo de la ceremonia. Bages la había apartado y había dicho, otra vez breve y cortante, que nadie más que él podía hacerse cargo de esa ceremonia, cosa que era cierta porque entonces la malaria todavía no lo había puesto dos días fuera de combate. Marianne lo entendió, o eso creyó Bages, y se fue por ahí llorosa y cabizbaja, pero unos instantes después, cuando la bandera había alcanzado su máxima altura y Bages amarraba el cabo al asta, llegó Marianne por detrás con un palo que le reventó al soldado en la cabeza. Sin permitir que se enfriaran ni el golpe ni el suceso, Bages le quitó a Marianne el palo de las manos y la arrastró hasta casa de Arcadi, tuvo que cargarla como un saco por la cintura mientras ella gritaba y pataleaba, así que cuando llegaron a casa, Carlota, Arcadi y las criadas ya estaban afuera alertados por el griterío, pero Bages ignoró ese comité de recepción, pasó de largo mascullando maldiciones hacia el desayunador donde humeaban dos platos intactos, y ahí depositó a Marianne en una silla, como quien deja un paquete antes de sentarse a la mesa, cosa que hizo con el palo todavía en la mano al tiempo que empezaba a contar lo que había pasado, mirando severamente a Arcadi que siguiendo los pasos de su amigo se había sentado en su propia silla, frente a su propio plato todavía humeante, para oír lo que tenían que decirle, ninguna sorpresa porque ahí relucían Marianne, el palo y la cabeza herida de Bages, la secuencia de los elementos que el mismo Bages narraba con un exceso de improperios, ninguno para Marianne desde luego, ni para ellos que eran los padres, sino improperios en general y al aire, vías de fuga para su enorme enfado y mientras se desahogaba y trataba de plantear, haciendo acopio de sosiego, los extremos que empezaba a alcanzar aquella situación incontrolable, Carlota le examinaba la herida recién abierta en la cabeza y mandaba a doña Julia por algodón y gasas y un poco de alcohol para hacerse cargo del nuevo daño que había causado su hija, un daño que se sumaba a otros y que empezaba a arrinconarlos en una posición incómoda frente al resto de los habitantes de la plantación, así que mientras Bages se quejaba y Arcadi lamentaba lo ocurrido y prometía tomar medidas urgentes, Carlota y doña Julia limpiaban la herida y la cubrían con una gasa, observadas atentamente por Marianne, la causante del daño, que no se había movido de la silla donde Bages la había depositado, y ya entonces bebía uno de los brebajes con yerbas tranquilizantes que le había preparado la chamana. Esa misma noche Arcadi tomó las medidas más drásticas que pudo, habló seriamente con Marianne, le dijo que si no se comportaba no iba a tener más remedio que internarla en un sanatorio, opción que ni él ni Carlota se atrevían siquiera a contemplar, pero que de no poner un remedio efectivo iban a terminar haciendo. Por otra parte a Marianne no le afectaba la amenaza del sanatorio, simplemente no la entendía y como Arcadi esa noche estaba por tomar medidas drásticas y palpables, optó por redoblarle, previa consulta telefónica con el doctor Domínguez, las dosis de Fenobarbital, un remedio francamente bestia, resultado de la situación extremosa, del entorno en que vivían y supongo que de la época, principios de los años sesenta, cuando los niños nacían de madres dopadas por cócteles de barbitúricos y los médicos recetaban Talidomida con una ligereza histórica, la época en que los «efectos secundarios» no eran un factor de consideración a la hora de medicarse. Esa noche Arcadi, puesto a tomar medidas que fueran muy evidentes para la comunidad, además de redoblar la dosis de Fenobarbital, les encargó a Jovita y a Sacrosanto que no dejaran nunca sola a Marianne y que intervinieran en cualquier acto de ella que pudiera derivar en un estropicio. Las medidas drásticas de Arcadi funcionaron hasta que una semana después del palazo a Bages dejaron de funcionar, durante una comida que ofrecía Puig en su terraza al alcalde de Galatea, una comida crítica que se hacía periódicamente, cada vez que las fuerzas del entorno se revertían contra los cinco extranjeros que poseían la plantación, por causas que estaban generalmente fuera de su control y que siempre obedecían al mismo motivo: los indios, los habitantes de esas tierras, se quejaban de que los españoles o les hablaban muy golpeado, o los hacían trabajar demasiado, o no les respetaban tal fiesta o tal puente, o cualquier otro motivo planteado siempre desde la visión del trabajador explotado frente a su explotador, que encima era extranjero y hablaba en una lengua rara, y estos argumentos, cuya traducción práctica era el puro resentimiento que toda la región sentía frente a la plantación, eran sumamente útiles para los gobernantes de la zona porque les permitía, por ejemplo al alcalde, amenazarlos periódicamente, de manera encantadora y con unos tragos de por medio, con el artículo 33 de la Constitución mexicana que lo facultaba para echar del país a cualquier extranjero que atentara contra el orden y la feliz convivencia de la sociedad, cosa que desde la óptica del trabajador indígena y explotado, que era invariablemente la óptica del alcalde, calificaba como delito suficiente para echar a todos los extranjeros de La Portuguesa y del país; y aunque los patrones, formados todos en el partido comunista, en la guerra que habían perdido, y en la injusticia atroz del exilio, eran incapaces de explotar a nadie, no querían exponerse a discutir mucho el tema y simplemente aceptaban las multas preventivas que establecía el alcalde, unas multas cuyo pronto pago volvía sordos los oídos de los funcionarios, los hacía incapaces de enterarse de las quejas exageradas, cuando no inventadas, de los trabajadores, y evitaban que los soldados republicanos y sus familias tuvieran que marcharse a un segundo exilio. Aquellas multas preventivas eran un primor, iban desde la donación para pavimentar o alumbrar tal calle, hasta la compra de una furgoneta para la querida del alcalde o del predio donde el gobernador de Veracruz, una vez terminada su legislatura, planeaba construirse una casa para retirarse, un primor aquellas multas de las que no quedaban ni actas, ni comprobantes, ni recibos, y que se establecían en aquellas comidas periódicas en La Portuguesa, a la hora que llegaban a la mesa los habanos y los tragos fuertes. Justamente a esa hora, aquella tarde, apareció Marianne, cuando empezaba el crepúsculo y fumar se volvía una urgencia para combatir los escuadrones de tábanos y chaquistes que caían en masa en cuanto se encendía la luz eléctrica, apareció a la hora de las negociaciones formuladas y tragadas a fuerza de Gran Duque de Alba de importación, a la hora en que se jugaba, por enésima vez, si se aplicaba o no el temible 33 frente al alcalde, que era entonces un tal Froilán Changó, que llevaba cuatro años en el poder y cada visita a la plantación regresaba más insaciable. Changó era un gordo que, con la excepción del día de su concierto de despedida, vestía siempre de caqui, el eco militar de sus antepasados, y que en esa ocasión ocupaba, como en todas las anteriores, la cabecera de la mesa, un espacio amplio que había diseñado Puig para sí mismo, desde el cual podía echar mano de las botellas del bar, de la campanilla con que llamaba a la servidumbre, y gozar de la mejor vista de la mesa que era el enorme volcán que surgía de la selva como un cono azul con nieve en la punta. Puig sostenía que desde su lugar, luego de pasar media comida expuesto a esa visión majestuosa, de tanto ir los ojos a esa punta lejana con nieve, comenzaba a sentirse frío, no importaba que la selva hirviera; pero al cuerpo gordo de Froilán Changó le fallaba el termostato, o era miope y sus ojos no alcanzaban la punta del volcán, porque a medida que avanzaba la comida él iba sudando y mojando su camisa caqui temerariamente ajustada, que ya para la hora delicada de los tragos el sudor la había dejado de un color marrón subido. Los vinos y los primeros tragos de brandy habían puesto festivo al alcalde y también algo lascivo porque entre carcajada y carcajada, como complemento para la catarata de obscenidades que había empezado de pronto a liberar, tocaba la campanilla para que apareciera una criada y él, en su calidad de alcalde constitucional de Galatea, le hacía algunas preguntas y de paso le metía un poco de mano mientras regresaba a la carcajada abierta y expuesta, arqueado contra el respaldo y enseñando su dentadura grisácea donde faltaban cuatro piezas cardinales. Los patrones de La Portuguesa lo pasaban mal en esos momentos donde lo que cabía era salir corriendo, pero su deber era aguantar los desplantes de la autoridad y tolerar cualquier exceso de ese marrano que, de no haber tenido aquel poder ilimitado, nunca hubiera sido invitado a esa mesa; quiero decir que en esas comidas la corrupción era total: el alcalde iba a extorsionar a esos extranjeros que odiaba y mientras lo hacía comía con ellos y fingía que lo pasaba bomba, y ellos detestaban a ese cerdo que no era más que un hampón que periódicamente los esquilmaba y sin embargo lo agasajaban, le reían sus chistes palurdos y sus obscenidades y no decían nada cuando le tocaba el culo a sus criadas; y todo aquel teatro servía para quitarle a aquella transacción su calidad de asalto, cuando puede ser que lo mejor hubiera sido el asalto tal cual, que el alcalde Changó los obligara con violencia a darle dinero y ya está, se hubiera perdido lo mismo y se hubieran ahorrado esas comidas tan desagradables, la visión del tapir aquel metiéndose los cubiertos al hocico y posando sus labios en la copa, pero no, encima del asalto había que purgar la ceremonia, el circunloquio, el regodeo, y aquella tarde en especial, justamente a la hora de los tragos y los puros y la mano en el culo y la carcajada expuesta, Marianne, en un descuido de Jovita y doña Julia, brincó fuera de la bañera donde la enjabonaban, escapó del baño, de su habitación y de la casa y salió corriendo al jardín, perseguida por las criadas y por Carlota y Carmen, la mujer de Bages, que la habían visto pasar desnuda frente a la terraza mientras fumaban y bebían menjul y esperaban a que el jabalí terminara de esquilmar a sus maridos, y habían salido detrás de ella volcando a su paso la mesilla y las bebidas, y detrás iba Sacrosanto, por si se requería su apoyo, tratando de mirar para otro lado porque le parecía impropio que lo vieran que iba viendo la desnudez de la señorita, pero Marianne era muy fuerte y muy alta y muy veloz como ya he dicho y en unas cuantas zancadas atravesó medio jardín y comenzó a dirigirse, para desesperación de Carlota y Carmen, hacia donde estaban la luz y el jaleo, que era la terraza de Puig donde fumaba y bebía tragos y tocaba culos y exponía sus maxilares podridos el alcalde constitucional por la gracia del tongo don Froilán Changó, gran cerdo y excelentísimo jabalí mayor de la región. Hacia aquella luz y aquel jaleo corría Marianne cuando la criada, que esquivaba uno de los acercamientos del altísimo tapir, pegó un grito y soltó la bandeja y se llevó las manos a la cara y miró con tal impresión hacia el jardín que hizo voltear a los comensales e hizo fijar la vista al alcalde que fumaba y bebía y se descuajaringaba mirando en esa misma dirección y que en ese instante, obnubilado por el humo y el Duque de Alba, pensaba que por fin se le hacía justicia a su persona y a su rango con esa rubia que corría desnuda hacia el sitio donde él bebía y se descoyuntaba; pero González y Arcadi interrumpieron la ensoñación del alcalde Changó, brincaron en dirección a Marianne y cortaron de tajo su carrera, González que era grande y gordo la detuvo, procurando meter poco las manos y respetar hasta donde fuera posible el cuerpo desnudo de la hija de su hermano de exilio, pero algo agarró en su intento, una mano bajó más allá de la espalda y Marianne respondió furibunda conectándole una trompada que le hizo sangre súbita en la boca, sangre manchando su barba roja, y luego gritó a todo pulmón una frase que encajó como un guante en el silencio profundo que guardaban todos: ¡no me toques el culo!, gritó sin saber que también lo hacía por todas las criadas a las que el alcalde había metido mano y no se habían atrevido a gritar, como ella, que después de conectar su trompada había sido cargada en vilo por Arcadi, que ejercía su derecho de sujetar a su hija loca aunque fuera por el culo, y se la llevaba lejos de los belfos de Changó, parcialmente cubierta por el mantel que Fontanet había arrancado precipitadamente de la mesa. Arcadi desapareció por el jardín con su hija a cuestas, seguido por las mujeres y Sacrosanto, en una procesión a la que el volcán, pintado en ese momento por un rayo agónico de sol, daba un toque religioso. «Y adónde se llevan a la chamaca», preguntó el alcalde, súbitamente desinteresado en meterle mano a la criada que lo atendía, y antes de que alguien pudiera responderle apuntó a Fontanet con el dedo índice de la mano donde le humeaba el puro y le dijo, «y por qué tanta prisa en taparle sus cositas»; Fontanet, que llegaba a la mesa un poco sofocado por la carrera que le habían hecho pegar lo miró como si no pudiera creer lo que estaba oyendo y cuando estaba a punto de protestar por eso que el alcalde había dicho y que no podía tener lugar en esa mesa, Bages lo detuvo y empezó a decirle al invitado que Marianne estaba enferma, que sufría un retraso mental y que no era responsable de sus actos y que lo que ahí había sucedido es que la niña había escapado del baño y se había echado a correr, nada más, que la mujer que había llegado corriendo hasta ahí era en realidad una niña metida en el cuerpo de una mujer. «¡Pos qué mejor!», interrumpió el alcalde Changó y después se desvertebró en una tanda de carcajadas, con manotazos en la mesa, una secuencia que los dejó helados a todos porque las multas preventivas que eran un primor nunca habían llegado a ese nivel, o casi nunca porque lo cierto es que una vez, muy al principio de su legislatura, Changó le había dicho a Fontanet, en una confidencia entre un tequila y otro, con la boca babeante y calurosa demasiado cerca de su oreja, que lo del artículo 33 de la Constitución preferiría negociarlo con Carlota, con Carmen y con Isolda, y que negociando con ellas era probable, si ellos estaban interesados, que les consiguiera la nacionalidad mexicana a los exiliados de La Portuguesa, para que no tuvieran que seguir lidiando con el temible artículo de la Constitución. Fontanet no había sabido qué responderle entonces, simplemente se había quedado callado mientras la boca babeante y caldeada se despegaba de su oído y pasaba como si nada a otro tema, a preguntarle cómo era la vida en España y luego a decirle delante de todos, y casi a gritos, que comparada con la Revolución Mexicana la Guerra Civil había sido una mariconada, que de ninguna manera podían compararse «esos putos gachupines» con «titanes de la talla de un Pancho Villa o un Emiliano Zapata»; «ésos sí eran hombres», le había dicho entonces a Fontanet y toda la mesa se había echado a reír con ganas la ocurrencia de Froilán Changó, una mesa donde había funcionarios, deportistas veracruzanos, líderes sindicales y muchachas de la vida alegre, o triste si se veía con detalle la manera en que se insinuaban, la forma en que eran tratadas y el lodazal erótico en que terminaban siempre esas insinuaciones; una mesa de restaurante en el puerto de Veracruz donde se celebraba san Froilán, el santo del tapir mayor de Galatea, que festejaba por todo lo alto y a la orilla del mar, el día de su llegada al mundo, el día del santo que lo había amparado al nacer, una fiesta donde había sido invitada la crema y nata de la región y donde Fontanet representaba a los extranjeros de La Portuguesa, una encomienda que solía tocarle porque era el único soltero de los socios y además después de cumplir siempre había forma de irse con alguna de las invitadas de la vida triste que le encantaban. En aquella comida, muy al principio de la legislatura del alcalde, Fontanet había visto que la extorsión que les hacía periódicamente el poder podía llegar hasta las mujeres de sus colegas, pero inmediatamente había descartado esa posibilidad porque Changó y su boca caldosa ya estaban muy adentro en un viaje de tequila cuando lo habían dicho, y en esas condiciones, había pensado entonces Fontanet, la sugerencia no calificaba como amenaza, sino como una grosería simple de borracho, así lo había interpretado y después la fiesta había seguido y él había olvidado momentáneamente el episodio, porque le había parecido un comentario descalificable, pero también porque la boca babeante había pasado de insuflarle la sugerencia con vaho en el oído, a espabilarse y a ponerse vivaracha y a divertirse a distancia a costa de él, a decirle aquello de que la Guerra Civil había sido pura mariconada y luego habían pasado, la boca y su alcalde, a cuestiones más arquetípicas y más inmanejables para Fontanet: después de rellenar su vaso constitucional de tequila Froilán comenzó a decir que México se había jodido con la llegada de Hernán Cortés, ese español que había entrado por ahí mismo, por Veracruz, muy cerca de donde ellos celebraban esa fiesta, ahí mismo a unos cuantos metros habían desembarcado con el único objetivo, así lo había dicho el alcalde, de violar a las mujeres indígenas y de manchar así para siempre «la gloriosa raza de bronce». Fontanet había empezado a empalidecer porque además de ser el único español que había en aquella mesa, tenía un gusto bien conocido, abundante y notorio, por las nativas. La filípica de Froilán Changó, que había empezado con la voz muy alta para sobreponerse a la música de los jaraneros que animaban su fiesta, había quedado en ese momento sin fondo musical, la pieza había acabado y algún funcionario les había dicho a los músicos que hicieran una pausa en lo que el alcalde terminaba su espich, de manera que la última parte de su revisión histórica, de esa simplificación de los hechos que su boca babeante dedicaba a Fontanet, se había oído limpia y sin interrupciones; levantando el dedo de la mano con que sostenía el puro, el alcalde había dicho, en un tono festivo que hizo que la sentencia sonara a chiste, que quizás era la hora de la revancha, de que los hombres de la raza de bronce como él mismo, los herederos de Cuahutemoc y Zapata, le dieran la vuelta a la tortilla violándose a unas cuantas españolas; y dicha su atrocidad se había echado a reír como acababa de hacerlo en la terraza de Puig, en aquella sobremesa de negociaciones con tragos y puro, que había sido interrumpida por la desafortunada aparición de Marianne. Fontanet había reducido todo lo que se había dicho en aquella comida de santo a meras bravuconadas de borracho, pero aquella tarde, al enfrentarse a la forma en que Changó había frivolizado el drama de la hija de Arcadi, comprendió que todo aquello que había dicho hacía cuatro años, lo había dicho muy en serio, y algo iba a decir él al respecto, a dejar en claro que ése no podía ser el tono de las negociaciones, pero el alcalde, después de partirse de risa y desvertebrarse, hizo una señal con la mano para avisar a sus hombres que se iba, que la comida para él había terminado y que era hora de regresar a trabajar a su palacio de gobierno; dos hombres que habían permanecido toda la comida haciendo guardia en el jardín, y que se habían llevado la mano al arma en el momento de la corretiza, se acercaron a su jefe para ayudarlo a incorporarse, porque los tragos ya empezaban a inutilizarlo y Froilán Changó no estaba dispuesto a correr el riesgo de caerse delante de esa gente a la que tenía cogida por el cuello y a su merced, así que debidamente apoyado por sus hombres se puso de pie, dio cuatro o cinco pasos en dirección a su automóvil y se detuvo para decirles a sus anfitriones, a todos menos a Arcadi que seguía lidiando en su casa con su hija, que ya hablarían de negocios más adelante, y señalando hacia ellos con el dedo índice de la mano donde humeaba el puro, completamente serio y ya sin rastro de las carcajadas que acababa de soltar les dijo: «la próxima vez quiero que la comida me la sirva la chamaca», e hizo un ademán con la cabeza que apuntaba en la dirección por donde acababa de irse Marianne cargada por Arcadi. Luego dijo «que pasen ustedes buena noche» y siguió su camino tambaleante hacia el automóvil oficial.

Aquello fue para Marianne la gota que derramó el vaso, por su culpa el alcalde había puesto en jaque a la plantación y Arcadi y Carlota, por no internarla en la infernal institución mental que prestaba sus servicios en Galatea, y al no estar dispuestos a idiotizarla con más carga de Fenobarbital, le pusieron aquella elegante gargantilla que la amarraba con una cadena a la pared de la terraza, para que tomara el fresco de la tarde en su sillón, sin causar más problemas, sujeta por el cuello como un perro.