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Jaleados por Lauro y El Titorro nos habíamos ido a meter al establo de las vacas, justamente donde mi padre había dicho que no quería vernos ni por equivocación. El establo era un territorio proscrito para nosotros en cuanto se lo asociaba con esos chavales que sin ningún escrúpulo, y a pesar de que se los mantenía y se los aupaba para que algún día salieran de pericoperro, robaban costales de café de la bodega, o latas, paquetes y botellas de las casas, que luego vendían en el mercado de Galatea. Aquello era el trópico, la selva que todo lo pudre y lo carcome, el paraíso corrompido por las alimañas y los bichos insalubres, y las plantas y las raíces y las extensiones nudosas de esas plantas que si no se las troceaba todo el tiempo con el machete podían acabar devorándose el camino y las casas. «Se quedó dormido junto a un laurel de la India y en la tarde despertó abrazado por una raíz», aseguraba El Titorro que le había pasado a su padre una vez que dormía la gigantesca mona. «Puros cuentos», le decía a El Titorro el caporal cada vez que lo sorprendía contando la aventura de su padre, «lo que sucede», completaba el caporal, «es que tu padre es un borracho», y lo decía como si ése fuera un problema en aquel culo vegetal del mundo, donde la única forma de vislumbrar algo esperanzador era con una buena dosis de tragos circulando por el torrente sanguíneo. Lauro y El Titorro guardaban una parte de las botellas que se robaban para bebérselas en el crepúsculo, a la hora en que los moscos caían encima de cualquier cuerpo con sangre, a la hora en que el sol se iba poniendo y con su decadencia sembraba la selva de melancolía, de una tristeza húmeda y vital que había que combatir con unos tragos. Arcadi y sus colegas eran de whiskys y menjules, y en el caso particular del señor Bages los whiskys, ya desde aquel año de 1974, empezaban a ocupar un espectro amplio y generoso que arrancaba a las siete de la mañana, cuando se preparaba su primer carajillo, y terminaba, o declinaba, o caía de bruces para ser más específicos, sobre las nueve y media de la noche, la hora de su crepúsculo personal que lo alcanzaba siempre en alguna de las terrazas, todas las noches de la misma forma que era irse despeñando poco a poco hasta que su cabeza rodaba cuerpo abajo y se daba de frente contra la mesa, o se quedaba recargado sobre el descansabrazos o, como pasó en no pocas ocasiones, la cabeza se iba tan cuerpo abajo que él mismo acababa de bruces en el suelo y entonces sus amigos, que observaban crepúsculos menos violentos, lo auxiliaban, le echaban una chaqueta o el mantel encima cuando soplaba el norte y hacía fresco, y le espantaban periódicamente del cuello y de la cara las palomillas y las campamochas, y ya cuando se iba cada quien a su cama, a gestionar cada uno su crepúsculo, le avisaban a Carmen para que enviara al mozo o a las criadas a recoger a su marido. Todo esto era parte de la cotidianidad, nadie pretendía que en aquella plantación de soldados exiliados, de catalanes sin patria, de españoles hijos de Hernán Cortés rodeados de indígenas vengativos, tuviera que vivirse a palo seco. La dosis exagerada de realidad que había en la plantación, exigía dosis igualmente exageradas de alcohol, de menjules, de whiskys y de guarapos, y también de ginebras que venían de Inglaterra y que era lo que Laia y Carlota bebían, y cuento esto para que se entienda por qué, cada vez que alguien me pregunta cómo llevaban el exilio los soldados que habían perdido la guerra, o cómo soportaba mi familia vivir en aquella selva tan lejos de Barcelona, yo respondo que borrachos, que gracias a esa ficción de esperanza que proporciona media botella, y cuando me preguntan por el saldo real del exilio, por lo que quedó y nos dejaron aquellas décadas de plantación de café, nunca digo ni que nos volvimos profundamente republicanos, ni que al correr del tiempo fuimos viendo que no éramos ni mexicanos ni españoles, ni que nos convertimos en una familia rabiosamente antifranquista, sino que digo, respondo, sin la menor malicia ni cinismo, que el único saldo real es que nos fuimos convirtiendo en una familia de alcohólicos, y lo pienso y lo digo y ahora lo escribo con toda objetividad, sin consideraciones morales, porque al final se sobrevivió, se sacó adelante a aquella tribu echando mano de lo que había, de lo que servía para no desmoronarse, para no perder la cabeza y todo el juicio en episodios negros como aquel desastroso día de la invasión. Pero estaba yo contando aquella vez en que Joan y yo, jaleados por Lauro y El Titorro, y también por el alcohol que íbamos bebiendo, nos fuimos a meter al establo que no era nada especial por sí solo, pero que con la compañía de esos dos chavales se convertía en un sitio proscrito por mi padre. Así fuimos caminando de noche por el cafetal, mientras en alguna de las terrazas se bebían menjules y whiskys y se hablaba de la cosecha de café, o de las desproporcionadas exigencias del alcalde Changó, o de cuándo llegaría el día en que el hijo de puta de Franco iba a morirse y todos los republicanos abandonados en aquella selva, «dejados de la mano de Dios», iban a poder regresar a sus casas. Todo eso lo íbamos oyendo como un murmullo que se iba quedando atrás e iba siendo sustituido por los ruidos de la selva, ese fragor sordo que no para, ese estruendo velado y contenido por tantas ramas, la música continua de los grillos y las chicharras rajada todo el tiempo por un tecolote, un picho, un pijul, el cascabel de una culebra, el gruñido de un perro o un cerdo, el relincho de un caballo, el ramoneo despreocupado de una chiva o de una vaca, o el paso categórico del elefante; ése era el fragor que iba sepultando al ruido de la terraza y conforme nos alejábamos de las casas yo me iba entusiasmando más y más con la perspectiva de hacer algo que estaba prohibido y, sobre todo, de hacer algo con ellos, de compartir lo que fuera con esos dos chavales indígenas que más bien nos despreciaban y nos hacían a un lado, porque siempre nos había quedado claro que los dueños de la selva eran ellos, ellos sabían cómo conducirse dentro de ella y cómo controlar a sus bestias, dominaban el territorio mientras nosotros vivíamos en nuestra Cataluña de ultramar, en nuestro país de mentiras, donde se vivía y se hablaba y se vestía como si estuviéramos en la calle Muntaner y no en esa selva infecta y fantástica. Encima ellos sabían que nuestra estancia era pasajera, que unas cuantas décadas no significaban nada en su dinastía que se medía en milenios, ellos sabían que al cabo de un tiempo nos iríamos de ahí y que la plantación de La Portuguesa sería devorada por la vegetación y que nuestro paso sería borrado por la selva, que de nosotros no quedaría ni rastro, como en efecto ha pasado y yo he podido comprobar hace muy poco. Joan y yo seguíamos a Lauro y a El Titorro cafetal adentro rumbo a los establos, bebiendo los cuatro fraternalmente de la misma botella que habían robado de nuestra alacena, y a nosotros nos daba igual, en esa noche de camaradería intensa casi hubiéramos suscrito el proyecto de asaltar nuestra propia casa para repartir el botín entre los que tenían menos, entre los pobres que veían de lejos nuestras comidas dispendiosas, y nuestra ropa cara que nos compraban en la ciudad de México y nuestro televisor; en ese estado de ánimo llegamos al establo, sintiéndonos tan hijos de la selva como ellos, sintiéndonos de los suyos, una ilusión que no lo parecía, que tenía pinta de ser una verdad palpable, tan real como el establo y la paja y la tierra batida y lodosa que pisábamos y el olor a mierda de vaca que lo invadía todo, el mismo olor que percibíamos los cuatro y que nos hacía partícipes a Joan y a mí de esa cosa real. «Dame el quinqué», le dijo Lauro a El Titorro y éste trepó como un mono a un altillo donde había costales de forraje y en un momento bajó con una lámpara de aceite y unas cerillas. La llama que encendió Lauro produjo un haz modesto pero suficiente para vislumbrar gran parte del establo, las vacas, los corrales y abajo nuestros zapatos llenos de lodo, y mi pantalón roto por alguna rama que me había enganchado en nuestro tránsito por los cafetales, dos cosas, la mierda en los zapatos y mi ropa desgarrada, que confirmaban la realidad de lo que ahí sucedía, y que me infundieron un ánimo maniaco que sirvió para contrarrestar el desánimo creciente de mi hermano, que empezaba a mirar con serias dudas nuestra presencia en ese establo, nuestro empeño por ser como esos niños de la selva. Una vez encendida la lámpara Lauro ofreció una última ronda de tragos y mientras él bebía lo suyo nos designó a cada quien una vaca y aclaró que había elegido «las más mansitas», porque él y El Titorro ya las tenían dictaminadas a todas, y la puntualización de este conocimiento que ellos poseían y nosotros no, me provocó en el ánimo un descalabro que no contabilicé por no menguar mi proceso de integración, mejor me concentré en seguir los pasos de Lauro que, después de designarle a cada quien su vaca, se quitó los pantalones y se montó en la suya, y en lo que trepaba al lomo del animal, con la ayuda de unas cajas de madera, pudimos ver, con la luz temblona de la lámpara, que tenía una erección desproporcionadamente larga, un palo flaco y nudoso como un tallo que insertó con gran precisión, después de quitar de en medio la cola, con una delicadeza que parecía fuera de lugar. El Titorro cogió otras cajas y siguió uno a uno sus pasos, y sin que la vaca se diera por enterada, le clavó un pitorro chato y gordo, y antes de que Joan y yo pudiéramos replantearnos nuestra integración con la selva, ya los dos trasegaban con bufidos teatrales encima de sus vacas y aprovechaban para recordarnos, desde la superioridad que les daban la altura y esa gimnasia incuestionablemente viril, que éramos un par de maricones, jotos y mayates, volteados, chotos, rotos y putos, y todo lo iban intercalando entre los bufidos y nosotros, en lugar de mandarlos a la mierda como correspondía, nos quedamos pasmados, porque en el fondo envidiábamos la resolución con que estaban atados a su tierra y a su tiempo, y un instante después, por eso que envidiábamos y para acallar los insultos, cogimos las cajas y subimos cada uno a su vaca, yo con los zapatos llenos de lodo y sin el pantalón que me había desgarrado una rama y así, con cierta desesperación porque me urgía dejar de ser maricón, choto, volteado y puto, me fui metiendo y comencé a sentir placer, un placer supeditado a los componentes de esa integración que yo buscaba, como si yo embonado dentro de la vaca hubiera sido, durante ese lapso, parte real de la selva, como si durante ese paréntesis se hubieran fundido por fin mis dos mundos.

La lámpara se había apagado cuando terminamos, busqué a tientas mis pantalones y al ponérmelos sentí que se habían batido de mierda y lodo, los había dejado colgados en un pesebre, demasiado cerca de las patas de la vaca y ella los había pisado y restregado contra los fangos del piso. Saliendo al campo vi, con la luz de la luna, que yo era el único que llevaba manchados los pantalones, Joan, que tampoco era niño de la selva, los tenía limpios y enteros, sin mierda ni desgarrones. Íbamos los cuatro en silencio por el cafetal, ninguno se atrevía a hablar, ni siquiera ellos que unos minutos antes, desde la imponente altura de su vaca, nos habían insultado a placer; caminábamos en un silencio que yo agradecía porque no deseaba oír comentarios sobre mis pantalones llenos de lodo, que era lo que en realidad me preocupaba porque esas manchas contrastaban con los pantalones limpios de mis tres acompañantes, hablaban de mi incompetencia en ese territorio que era mío, porque ahí había nacido y ahí estaban mi familia y mi casa. Caminábamos en silencio rodeados por aquel fragor de bichos y bestias que no calla nunca, absorbidos por la humedad y la calina y los olores verdes y vivos de la savia, aturdidos por esa vitalidad exacerbada de la selva, que colindaba todo el tiempo con la transgresión.