EPÍLOGO

Llevamos mapas de la ciudad y de la red de metro. Además, podemos contar con una base —sonrió Ferran haciendo un gesto como si pusiera unas comillas—. Podemos ir y venir, ya conocemos bien el lago interior y tenemos embarcaciones.

A la luz del pequeño farol de gas butano parecía como si el gran almacén de muebles acogiera un espectáculo de sombras chinescas: un puñado de jóvenes, sentados en cónclave alrededor de Ferran Clos y de Bernat López. Era como si en pocas horas, la llegada de los exploradores hubiera abierto a los muchachos del instituto un nuevo horizonte.

—Nosotros conocemos bien los túneles que hay al otro lado del canal —les dijo Gerard— y estamos comunicados con los edificios de los alrededores. Siempre encontramos algo para comer o cosas útiles, como herramientas, combustible, pilas…

—Y tenemos explosivos —añadió Pep.

Todos se volvieron a mirarle y López le palmeó en el hombro.

—Tú y yo nos llevaremos bien —le dijo.

—¿Habéis remontado el curso de agua? —preguntó Ferran.

—Unos cien metros, pero hay muchas cloacas que desembocan en él. Yo creo que se puede ir a cualquier parte.

—Podríamos unir los dos grupos y movernos hacia el centro —dijo Ferran—. Es lo que queríais hacer, ¿no?

—Sí —asintió Gerard—, sería estupendo.

—Es posible que encontremos algo organizado —siguió Ferran—. Alguna autoridad, tal vez un hospital o policía…

—Tú eres policía, ¿no? —dijo Jaume.

Ferran asintió.

—Espera. A propósito… —empezó Gerard. Sacó de su cinturón la Walther P229 y se la alargó a Ferran—. Creo que esto es tuyo. Y siento lo del disparo…

Ferran la tomó en sus manos y no pudo evitar emocionarse un poco. Asintió sin decir nada. Desde su sillón, cómodamente sentada, Mercè contempló al grupo. A su hijo, con el pantalón rasgado y la pierna derecha vendada por encima de la rodilla; a Gerard, el chico despierto e inteligente con el que había tenido tantas charlas en poco tiempo; a Mireia, la chica aparentemente frágil y sin embargo decidida y animosa. A todos ellos les oyó hablar de planes, entusiasmados, como si estuvieran viviendo una aventura, como si se dispusieran a descubrir un nuevo mundo. Fuera, a través de las ventanas, sólo podía ver oscuridad envolviendo la ciudad silenciosa. Y sin embargo, se sentía feliz. La mujer más feliz del mundo.

Desde la ventana Jakob podía ver la inmensa extensión blanca. Las primeras nieves habían ocultado la capa de cenizas ya frías, y aquella mañana el sol volvía a brillar en todo su esplendor, aunque por poco tiempo. Como hacía todos los días desde aquel lejano sábado de junio, encendió la radio e hizo infinidad de llamadas en todas las frecuencias con el mismo resultado de siempre: nada. Después encendió la cafetera y se preparó el café del día. Había tenido que racionarlo a uno solo porque las existencias bajaban rápidamente. Por lo demás, los suministros acumulados en la despensa del refugio le garantizaban aún unos meses de subsistencia. Había perdido peso, desde luego, pero la gimnasia que hacía todos los días y la higiene personal lo mantenían con un aspecto aceptable. De un modo autodidacta había aprendido a tocar el laúd que alguien se había dejado en un rincón cuando salieron huyendo, algo que él no quiso hacer porque su casa quedaba muy lejos y además no lo esperaba nadie. Eso sin contar con que en ningún lugar encontraría tantos alimentos como en el almacén de lo que era a la vez refugio y proveedor para los excursionistas y montañeros. No tenía ni idea de qué le pasaba, sólo que le resultaba imposible salir al exterior, aunque sí podía mirar por la ventana cerrada, soportar el sol, e incluso podía abrir las ventanas para ventilar a condición de meterse rápidamente en el sótano. Era un hombre solitario, siempre lo había sido, y sólo echaba de menos la lectura, pues los pocos libros que había encontrado en el refugio ya se los sabía prácticamente de memoria.

Su hábitat no era en realidad tan reducido; un refugio de tres pisos con sótano, cocina, doce habitaciones y un gran salón con chimenea. Claro que no todo era tan perfecto. En invierno el frío lo obligaría a quemar enseres y maderas del edificio en la chimenea, pues aunque consiguiera horadar la pared y llegar a la leñera, también la leña cortada se acabaría. Y luego estaba la cuestión evidente de que la comida se agotaría algún día. Pero Jakob estaba tranquilo, porque de todos los libros que había encontrado en el refugio había uno que era clave para su bienestar: La vida y las extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe.

Todas las noches, antes de dormir y después de la habitual partida de ajedrez contra sí mismo, Jakob se tumbaba en la cama, cómodamente recostado sobre las almohadas, y leía hasta que lo vencía el sueño.

«Es todo lo que necesito para ser feliz», se decía.