11

—¿Qué le pasa? —preguntó Mireia, llorosa. Gabi temblaba ostensiblemente. Seguía sin conocimiento, tendido en la colchoneta, con la frente amoratada y una palidez cadavérica. Mercè, a su lado, lo cogía de la mano y no podía reprimir las lágrimas. Sólo se la oía decir de vez en cuando: «No puc fer res, no puc fer res».

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sara.

Gerard se encogió de hombros con impotencia y Jaume siguió mirando al herido sin saber qué decir.

—Podríamos movernos por ahí y ver si encontramos un médico —sugirió Pep.

Nadie le hizo caso.

—No hay nada que hacer —murmuró Charlie.

—¡No digas eso! —gritó Jaume fuera de sí.

Cogió a Charlie por los hombros y lo empujó con fuerza contra la pared.

—Tiene razón —murmuró Mercè—, no podemos hacer nada.

—¿Qué tiene? —inquirió Sara.

—Debe de ser un traumatismo craneal —respondió Mercè—. He visto alguno, no siempre aparecen en el momento del accidente…

—Los Baquer han vuelto —dijo Gerard señalando con la cabeza.

Por el boquete que los comunicaba con el mundo, ahora más ancho y siempre vigilado, aparecieron los dos gemelos cargados con varias garrafas de plástico llenas de agua. Sudorosos, las dejaron en el suelo.

—Se puede beber —dijo uno de ellos—. Podríamos hacer una conducción hasta aquí. ¿Cómo está Gabi?

—Mal —respondió Gerard—. ¿No habéis visto a nadie?

Martí Baquer negó con la cabeza.

—Está peor —dijo Pep.

Gabi temblaba y sus espasmos eran cada vez más fuertes. Mercè le secaba el sudor de la frente con un trapo húmedo.

—Deberíamos matar a ese tipo —mascullaron los Baquer al unísono.

Gabi dejó de respirar cuando todos dormían. En el reloj de Pep, que estaba de guardia, la esfera anunciaba que eran las tres y diez de la madrugada. Pep era especialmente cuidadoso en su turno. No le quitaba ojo de encima al herido, se aseguraba regularmente de que seguía respirando y, aunque había dejado de temblar, Pep seguía las indicaciones de Mercè y le pasaba un paño húmedo por la frente.

—¡Oh, no! —exclamó en voz baja cuando notó que no respiraba.

Con aprensión, se aseguró de que el pecho no subía y bajaba y luego le tomó el pulso, pero fue incapaz de deducir si latía o no. Finalmente se puso en pie, se encaminó hasta el sofá donde dormía Gerard y lo despertó sacudiéndolo por el hombro.

—Tienes que venir —dijo.

Asistieron todos al entierro, incluso Mercè, a la que hubo que ayudar a bajar las escaleras hasta el sótano. Gerard se fijó en que, en el tiempo que llevaba con ellos, la mujer a la que habían salvado de la muerte había envejecido notablemente, como si hubieran transcurrido años desde que la encontraron tendida en su cama, esperando el final. Lo enterraron en una de las fosas abiertas, tres en total, pues Sara, muy lúcida, había dicho que si dejaban tres o cuatro tumbas abiertas sería menos traumático cuando tuvieran que enterrar a alguien.

Sentado en un sillón, de espaldas a la ventana velada por una sucia cortina, Gerard reflexionó sobre la vida y la muerte. Uno a uno fue observando a sus compañeros, desperdigados por el almacén. Sin pretenderlo, era como si los fuera clasificando según su proximidad a la muerte. La primera, desde luego, era Mercè. No sabía cuántos años tenía, pero debían de ser setenta o más. La siguiente en la lista era Mireia. Era una chica débil y sensible y posiblemente no aguantaría la presión de aquella vida, o mejor dicho, de aquel simulacro de vida. Y luego puso a Jaume. Sí, era un tipo fuerte y con recursos, pero dispuesto siempre a arriesgarse por los demás o para demostrarse algo a sí mismo, de modo que en algún momento se enfrentaría a algo que no podría superar.

—Tenemos que movernos —dijo Gerard.

—No iremos a buscar a ese hombre —le advirtió Jaume.

—¿Crees que soy estúpido? Claro que no. Pero los Baquer tienen razón, remontar por el curso de agua hacia la montaña sería una buena idea. Podemos ir abriendo boquetes de vez en cuando para ver si llegamos a algún sitio. También iremos entrando en nuevos edificios para ir recuperando todo lo que nos haga falta. Como los colonos en las películas, incluso nos podemos ir instalando en otros sitios más cómodos.

—¿Películas? —suspiró Pep estirando los brazos por detrás de la cabeza y cerrando los ojos—. ¿Qué es eso?

—¿Y actuar como colonizadores? —negó con la cabeza Jaume—. ¿Y la gente que viva en esos lugares?

—A la mayor parte el pánico los habrá pillado en el trabajo o en cualquier otro sitio —aseguró Gerard—. Un sábado por la mañana o un viernes por la tarde la gente no está encerrada en su casa.

—¿Ah, no? —adujo Jaume—. Si no hubiéramos tenido la práctica de química tú te habrías quedado durmiendo lo menos hasta las tres.

—Ésa no es la cuestión —replicó Gerard.

—¿Y qué haremos cuando encontremos comida y gente? —preguntó Jaume.

Nadie respondió. Hacía rato que el sol había salido. Los rayos se filtraban por las rendijas entre las cortinas y recorrían el suelo del almacén iluminando montones de desperdicios, restos de frugales comidas y mantas sobre unos sillones y sofás cada vez más sucios.

—Tenemos que movernos —admitió uno de los Baquer.

—Nos estamos quedando sin comida —añadió el otro.

—Bien. Entonces propongo que nos movamos hacia el gran canal —sugirió Gerard—. Organizamos una expedición y un par de nosotros se quedan aquí para mantener el campamento.

—¿Y qué haremos? —preguntó Jaume.

—Está claro —dijo Martí Baquer—. Tenemos una pistola y explosivos. Exploramos los túneles secundarios y localizamos los edificios que nos rodean. Si lo vemos claro, hacemos un boquete, entramos y nos quedamos con la comida que encontremos.

—¿Así, sin más? —dijo Jaume.

—Nadie se atreverá a hacer nada si llevamos la pistola. Y si encontramos al tío que mató a Gabi nos vengaremos.

—A ti Gabi te importa una mierda —le espetó Mireia.

No había dicho una palabra desde hacía días y su aspecto era cada vez más penoso. Apenas comía nada de lo poco que había, y sus ojos estaban siempre como perdidos. Su delgadez se había convertido en fragilidad, y con el pelo sucio y apelmazado y la ropa deteriorada ofrecía una triste imagen de una chica antes atractiva. Gerard la miró apenado y luego se vio a sí mismo, también descuidado, hambriento y absolutamente desmoralizado.

—Ese asunto está olvidado —respondió el otro.

—¿Olvidado? —exclamó Mireia—. ¡Está muerto porque vosotros lo dejasteis allí!

—Déjalo ya, Mireia —terció Gerard—. No podemos estar toda la vida removiendo la misma mierda mientras nos morimos de hambre. Mercè nos ha hecho un regalo, la pistola de su marido. ¿Cómo se llama?

—Manuel Clos —respondió Mercè con voz grave.

—Manuel Clos nos ha regalado su pistola para que podamos sobrevivir. ¿No lo entendéis? ¿Y su hijo? ¿Cómo se llama su hijo?

—Ferran.

—Yo no dispararé a nadie por un poco de comida —afirmó Jaume. Echó mano a su espalda y sacó la pistola. Por un momento todos retrocedieron asustados, pero luego, con un gesto rápido, la tomó por el cañón y se la entregó a Gerard—. Has dicho que dos de nosotros se deben quedar a proteger el campamento, ¿no? Me ofrezco voluntario.

—Y yo —lo secundó Mireia.

—¿Qué haréis si encontráis a una vieja como yo que no quiere daros lo que le queda de comida? —preguntó Mercè.

Gerard no supo qué responder. Sentía el peso de la pistola en su mano y la cabeza embotada, como si ya fuera incapaz de pensar.

—Tiene razón —dijo Sara—. ¿Vamos a disparar contra la gente que se resista?

—Se asustarán sólo de ver la pistola —le aseguró Gerard.

—Claro. Y eso es mejor. Les robamos y los dejamos sin comida. O incluso mejor, los echamos de sus casas o de donde estén y nos quedamos con sus cosas.

—¿Y qué quieres hacer? Apenas nos queda nada. Se acabaron las reservas del bar y de las máquinas. ¿Nos mantenemos de agua o nos convertimos en caníbales?

—Ése será el siguiente paso, ¿no crees?

—Tú siempre tan alegre, Sara.

El enorme túnel al que habían dado en llamar «gran canal» ofrecía un aspecto algo diferente al de la última vez. Circulaba agua, desde luego, pero básicamente por los canales laterales, junto a las aceras, y el centro permanecía relativamente seco. El grupo formado por Gerard y los Baquer suponía la vanguardia, seguidos a poca distancia por Sara, Pep y Charlie. Después de muchas discusiones y experimentos habían conseguido dotarse de antorchas, y aunque tenían algunas linternas eléctricas habían preferido reservarlas para imprevistos. A la luz de las antorchas el gran túnel semejaba una cueva inexplorada, con su curso de agua y sus paredes de roca, altas y húmedas. Un grupo de exploradores perdidos en el submundo.

—Por ahí delante —señaló Baquer— encontramos un túnel, pensamos que era una cloaca muy ancha, pero se alejaba demasiado y no íbamos preparados. Por eso volvimos, y entonces nos sorprendió la riada.

—Bien —asintió Gerard—. Pues entonces remontaremos un poco más y seguiremos buscando.

—¿Y si descendiéramos? —sugirió Pep enfocando en dirección a la corriente de agua—. Por ahí se debe ir hacia el mar, ¿no?

—Lo que quiere decir que pasará al otro lado de la autovía —añadió Martí Baquer—, por el centro comercial o los hoteles.

—Puede que sí, pero no sé… —dudó Sara—. ¿No deberíamos terminar de explorar ese túnel que decíais?

—Yo creo que sí —la secundó Gerard—. Exploremos ese túnel hasta donde nos sea posible. Si no encontramos nada interesante seguiremos el curso de agua.

La mañana del viernes, Mireia se había despertado con la sensación de que iba a ser un buen día. Lo primero, antes de la ducha y del desayuno, era revisar el WhatsApp para ponerse al día de los chismes en los diversos grupos de los que formaba parte. Luego miró su correo personal y finalmente los mensajes o llamadas. Había un par de llamadas perdidas de Gabi, y sonrió cuando oyó el mensaje en el buzón de voz. Podía decir que Gabi era su mejor amigo, aunque estaba segura de que él tenía otras intenciones, pero a ella no le gustaba especialmente, aunque eso sí, era un chico interesante en todos los sentidos y le encantaba ser su amiga. Estudiaban juntos, pasaban muchas horas charlando por el móvil o chateando en la red, salían de copas y se sentaban siempre juntos en clase. Si, pero «sólo amigos» le había dicho más de una vez, cuando él la miraba de una forma especial o le proponía alguna cosa que iba más allá.

Cuando bajó a desayunar, en la cocina había un ambiente que se le antojó tenso. Su padre y su madre estaban de pie, él con un café en la mano y ella intentando sonreír, con las manos apoyadas en el mármol y los ojos todavía arrasados en lágrimas.

—¿Qué pasa? —dijo ella.

—Me alegro de que hayas desertado tan pronto —dijo su madre—. Tengo que ir a trabajar y… tu padre y yo tenemos algo que decirte…

—¡Oh! —exclamó Mireia encogiéndose un poco sobre sí misma.

No se atrevió a decir nada más, aunque desde hacía meses sabía que el ambiente se podía cortar con un cuchillo. Lo primero que pensó fue que sus planes de estudio se iban a ver muy afectados. En realidad no le parecía mal que sus padres se separaran. Los quería a los dos y sabía que no eran felices el uno con el otro, algo que saltaba a la vista en su vida cotidiana, en la falta de detalles de cariño, en las horas que uno y otro pasaban en sus respectivos trabajos sin interés en volver a casa.

—Verás —titubeó su padre—, tu madre y yo hemos decidido separarnos una temporada…

Continuó la disertación en la misma línea de frases hechas: «a ti te queremos igual», «estaremos los dos siempre junto a ti», «ninguno de los dos tiene la culpa…». Especialmente cuando su padre dijo eso, Mireia desvió la mirada hacia su madre, y vio en ella la mentira de aquella afirmación. De hecho, siempre había sospechado que su padre tenía una amante, aunque nunca se había atrevido a hablar de ello o a investigarlo más a fondo. Y si lo sabía ella, probablemente su madre también lo sabía.

—Por el momento papá se irá de casa para poder tomarnos un tiempo de reflexión…

—¿Por qué me queréis engañar? —estalló Mireia—. ¿Os creéis que soy estúpida o que soy una cría? Os separáis, pues bien. Pero no me digáis que es provisional. ¿Creéis que estoy ciega? Nunca mostráis… un poco de cariño el uno con el otro, os pasáis el día fuera…

No quiso continuar, pero las lágrimas afloraron a sus ojos. Se quedó paralizada, incapaz de huir a su cuarto, que es lo que hubiera querido hacer. Fue su madre la que se acercó a ella y trató de acariciarla, pero ella apartó la cara, furiosa.

—Perdona, cielo. No hemos querido hacerte daño, tal vez por eso no te hemos dicho nada y hemos preferido disimular.

—¿Disimular, mamá? Sois un desastre disimulando.

—Somos un desastre en muchos sentidos —dijo su padre, y al momento Mireia dejó escapar un sollozo.

—No llores, pequeña. Lo sentimos mucho. Si por alguien lo sentimos es por ti —dijo su madre—. Intentaremos que tú no sufras esta nueva situación. Vas a vivir aquí, en tu casa. Tu padre y yo nos turnaremos para estar contigo. Nelly cuidará de ti, como siempre. Nada va a cambiar en ese sentido.

—Sí, lo sé. Os veré tanto como siempre y cada uno por su lado. Ya estoy acostumbrada. Está bien, ¿tenemos que hablar de eso de las visitas y las vacaciones y todo eso? —preguntó furiosa.

—No, hija. Todo eso será como tú quieras. Tú decidirás a quién quieres ver y cuándo.

—Pues de momento preferiría irme a mi cuarto y no veros a ninguno de los dos.

Se arrepintió de lo que había dicho cuando subía la escalera, pero pensó que ya era tarde para rectificar. Subió a su habitación y se dejó caer de bruces en la cama, llorando hasta que descargó toda la tensión, todo el rencor y toda la incertidumbre. «Mañana tengo una práctica de química», pensó antes de dormirse.

Despertó cuando el sol estaba muy alto, un sol rojizo y extraño. El móvil no dejaba de pitar con los mensajes WhatsApp, y su habitación y toda la casa estaban en silencio. Antes de nada, Mireia revisó en el ordenador todos los apuntes de química y los experimentos que debían hacer al día siguiente. Estaba segura de que todo iría bien y subiría la nota, pero no podía engañarse y pensar que lo que ocurría en su familia era intrascendente. Tomó el móvil y marcó el número de Gabi.

—Esperaba que me llamaras —dijo él.

—¿Y por qué?

—Porque te he dejado un montón de mensajes. He pensado que mañana cuando acabemos la práctica podríamos ir a la playa.

—No lo sé.

—¿Por qué? ¿Tienes otros planes?

Mireia dudó un instante pero acabó contándoselo todo. Al fin y al cabo era su amigo.

—Y me lo han dicho así, a la hora del desayuno, como si nada.

—¡Qué putada! ¿Estás bien?

—No. No estoy bien. Necesitaba hablar con alguien.

—¿Quieres que nos veamos?

—No. Preferiría estudiar. Nos vemos mañana y… vale, vamos a la playa.

En la cocina estaba Nelly, la asistenta que cuidaba de ellos y de la casa. Sin decir nada, abrazó a Mireia cuando apareció y le dijo:

—Tengo helado para ti.

—¿Qué sabes de todo esto? —preguntó la joven.

—No puedo ir por ahí chismorreando, Mireia.

—Esto no es chismorrear. Son mis padres y estoy segura que sabes más cosas que yo.

—Me tienes que jurar que jamás dirás que yo te he contado algo.

—Te lo juro, Nelly. Y puedes confiar en mí.

—Tu madre se enteró de que tu padre la engañaba.

—Lo suponía. Pero cómo se ha enterado.

—De la manera más directa, mi niña, pero no me pidas que te dé más detalles.

—Entiendo —asintió Mireia después de pensar un momento—. Entiendo. Los pilló… ¿aquí?

Nelly no abrió la boca, se volvió de cara al fregadero y siguió con lo que estaba haciendo, pero no hizo falta que dijera nada más.

Aquella noche, Mireia puso el despertador a las siete. No quería saltarse la práctica de química.

—¿Y si no vuelven? —preguntó Mireia.

—Claro que volverán. No van a hacer nada peligroso, sólo a explorar —respondió Jaume.

—Tengo miedo.

—Ven —la llamó Jaume.

Mireia se alejó del boquete que llevaba hacia lo desconocido y se acurrucó junto a Jaume en el amplio sofá. Más lejos, en su sillón de siempre, dormía Mercè, anunciándolo con un ligero ronquido.

—A veces siento que todo esto es una pesadilla y que despertaremos en algún momento.

—Desde luego que es una pesadilla. Lo que no tengo claro es que despertemos.

—¿Por qué no has querido ir con ellos? —preguntó Mireia.

—Ya se lo he dicho. No quiero disparar a nadie. Además, alguien tenía que quedarse para defender esto, ¿no? ¿Y tú?

—No tengo espíritu de exploradora —dijo ella.

Guardaron un momento de silencio y Mireia notó cómo la mano de Jaume le acariciaba el hombro, lentamente, pero cuando lo miró él tenía los ojos cerrados y parecía estar muy lejos de allí.

—¿Vives con tus padres? —preguntó Mireia.

—Con mi madre. Están separados.

—Los míos también. ¿Y cómo lo llevas?

—Es cosa de ellos. Si no se soportan es mejor que esté cada uno por su lado.

—Supongo que sí.

Mireia también cerró los ojos y se quedó adormecida.

En su sueño, Ferran Clos veía a Pàmies, obviamente muerto, y también a Richard, simplemente herido. También su padre, muerto, naturalmente, pero de pie, empuñando su pistola Walther P229, y aquella chica, la chica de la suerte. ¿Cómo se llamaba? Y Olga, con la cicatriz en la espalda y los labios rojos y muy llenos. Y un individuo sórdido y violento que se dedicaba a traficar con joyas. Trató de explicarse, de explicarles a todos ellos lo que estaba haciendo allí. «Es necesario que tengamos una esperanza. Que salgamos de este encierro, aunque sea viviendo en sótanos, lejos de la superficie. No sé lo que nos pasa, ni me importa, pero debemos movernos, buscar algo más allá de nuestros cuatro metros cuadrados. Por eso estoy aquí, porque este mar es nuestro mar y ese río es nuestro río, y la comunicación con el mundo».

Despertó con un sobresalto, completamente desorientado, y se encontró con el rostro sonriente de Olga a un palmo de su cara.

—Hola, héroe —dijo ella—. ¿Has dormido bien?

—No lo sé. —Ferran sacudió la cabeza—. Me duele horriblemente aquí. —Se señaló las axilas.

—Te han subido con una cuerda desde el fondo del pozo —rió Olga—, y son unos ineptos haciendo nudos.

—¿Y Michael?

—El doctor Roure lo tiene en observación. Tragó un montón de agua pero está bien. Le salvaste la vida. De no ser por ti se habría ahogado.

Estaban en una de las tiendas, a la escasa luz de un farol eléctrico. Ferran se sentía extraordinariamente débil, pero en cierto modo, feliz. «Estoy en casa y con alguien que me esperaba», dijo para sí.

—Es un buen tipo. Nos podemos mover por ahí abajo. —Ferran se entusiasmó—. Con un poco de precaución y bien preparados lo podemos hacer.

—Pero no cuentes con Michael. Es la segunda vez que sobrevive a ese pozo y no creo que quiera volver.

En el centro del gran depósito de agua, el pequeño bote avanzaba contracorriente con gran esfuerzo. Ferran y Bernat López remaban, jadeantes, intentando que no entrara agua en su precaria embarcación.

—Vamos hacia la entrada de aguas —dijo Ferran—. Michael y yo ya exploramos la zona norte, la de los hoteles, y es imposible pasar. Investigaremos las posibilidades de los colectores para moverse por ellos. ¿De acuerdo?

—Lo que tú digas —asintió López.

Con las aguas en calma, la acústica del lugar era casi perfecta, e incluso Olga, desde su puesto de vigilancia en la base del pozo, podía oír sus voces, aunque no tan claramente como para distinguir lo que decían. Arriba, en la boca del pozo, Joan, Torras y un grupo de voluntarios cuidaban de la bomba de agua ya instalada y del material de repuesto, preparado para el caso de que los exploradores lo reclamaran. A través de los hermanos rumanos habían conseguido otro walkie-talkie, de modo que Olga se había convertido en el nodo de comunicaciones entre el bote y el aparcamiento.

Abajo, la ligera embarcación avanzaba contra una débil corriente mientras Ferran trataba de ver algo en la oscuridad ayudado por una de las linternas, pero el estruendo de una cascada o algo parecido les iba anunciando que se acercaban a algún lugar más peligroso.

—Hacia allí —gritó López señalando a la derecha—. El ruido es del agua que está entrando.

Unos minutos después el estruendo se hizo más intenso, y ante ellos apareció una hilera de grandes portillas metálicas de las que manaban gruesos chorros de agua que caían como una cascada desde unos cinco metros de altura. Eran seis en total, y en el centro, con tres desagües a cada lado, los exploradores descubrieron un espacio abierto de la anchura de una calle del Ensanche barcelonés.

—¡Hay que joderse! —exclamó Ferran haciéndose oír por encima del estruendo.

El nivel del agua de aquella entrada era tan bajo que pudieron varar el bote y saltar al suelo. La luz de la linterna les ofreció la vista de una calle por la que discurría el agua por los laterales, con aceras relativamente secas a cada lado y un sistema de cableado. Había bombillas situadas a cortos trechos, que, en circunstancias normales, habrían iluminado la calle como cualquier vía comercial. Ferran y López dieron unos pasos por el centro de la calzada. Sobre ellos, un techo abovedado de al menos diez metros de altura ofrecía un espectáculo impresionante.

—¿Adónde conducirá esto? —preguntó López.

—Tiene que ser un colector de aguas de la montaña de Collserola. El caudal principal debe ir por las compuertas, y por el centro sólo en caso de inundaciones. Descansaremos un poco y seguiremos.

Se sentaron en una de las aceras secas y Ferran conectó el walkie. El aparato emitió ruidos de estática durante unos segundos, y luego se oyó la voz de Olga:

—Os recibo muy mal. Cambio.

—Hemos encontrado algo interesante. Volveremos a llamar. Cambio.

—No dejéis de hacerlo. Cambio y corto. —Ferran sonrió y volvió a guardar el aparato—. Estamos demasiado lejos. Bien, continuemos. El bote lo podemos dejar en la… acera; parecen aceras, como en una calle cualquiera.

Los dos hombres se pusieron en marcha. Equipados con luces frontales, el camino se abría ante ellos con cierta seguridad. Las paredes aparecían talladas en la roca viva, y sólo de vez en cuando podían verse recubrimientos de ladrillo, probablemente para asegurar zonas poco estables. Por primera vez, desde que el pánico le había cambiado la vida, Ferran Clos se sentía bien consigo mismo. Al fin y al cabo, una vida en un subterráneo no tenía por qué ser una maldición. Mineros, reclusos o incluso esquimales vivían en situaciones semejantes, más o menos, con sus vidas absolutamente condicionadas por una naturaleza o una sociedad hostil. Mientras avanzaba por el túnel, escudriñando los alrededores, pensó en su padre. A aquellas alturas había perdido toda importancia, tanto su dura infancia con él como su muerte, en parte por su culpa. «Pude haberlo evitado —se dijo—. Nunca me lo perdonaré, pero lo que sí puedo hacer es olvidarlo. ¿Y mi madre? ¿Qué será de ella? No habrá podido sobrevivir, sola, encerrada en casa. ¿Qué puede hacer una pobre mujer sin posibilidades de pedir ayuda?» Ferran no podía estar seguro, pero su casa probablemente no estaba muy lejos, allá arriba. «Si hubiera alguna forma de llegar a ella —pensó—. Haría cualquier cosa por darle una alegría».

Del mismo modo, unas decenas de metros más arriba, en dirección a la montaña, Gerard Casas pensaba en su hermana Aitana, a la que tanto había protegido siempre. ¿Dónde estaría? En manos de una madre alcohólica e irresponsable, la única seguridad de la niña era la que le proporcionaba Gerard, y ahora él se encontraba en un enorme colector, bajo tierra, lejos de Aitana y sin posibilidades de ayudarla.

El grupo de jóvenes del instituto no había podido obtener los materiales para hacer una conducción de agua, pero al menos contaban con recipientes para trasladarla, así que el punto de unión de su túnel con el colector se había convertido en una especie de nudo de comunicaciones. Con algunas maderas y herramientas de las obras del instituto se habían construido una especie de atalaya para protegerse de posibles inundaciones, y desde ella Gerard exploraba de tanto en tanto los alrededores con la linterna.

—¿Qué pasa? —preguntó Ferran.

—No sé si son alucinaciones —dijo López—, pero diría que he visto una luz a lo lejos. Un destello.

—Yo no he visto nada —respondió Ferran.

Apagó su linterna y se quedó mirando hacia el fondo del amplio conducto. López hizo lo mismo, pero la oscuridad era total, sin destellos ni nada que indicara presencia alguna.

—Sigamos —dijo Ferran.

Encendieron de nuevo sus linternas y continuaron avanzando mientras observaban a su alrededor.

Andrea los vio llegar por el pasillo. Eran cinco, con Richard al frente flanqueado por sus dos muchachos. Los otros dos eran individuos vagamente conocidos, armados con bates de beisbol. Richard no llevaba nada en las manos, pero los dos chicos llevaban sendos piolets de montaña. Retrocedió unos pasos hasta colocarse junto a Joan.

—Dame la pala —le dijo.

Joan le alargó la pala corta de campaña que llevaba en la mano. Tras ellos, un grupo de hombres y mujeres se apiñaban asustados, lo bastante lejos como para dejar claro que no iban a participar en ninguna pelea. El doctor Roure permanecía también cerca, aparentemente tranquilo, pero un ligero temblor en las manos le hizo ocultarlas en los bolsillos.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Joan—. No podemos con ellos.

—¿Y Michael, dónde está?

—Abajo, con Olga.

—Yo iré a buscarlo —dijo Aitana, y echó a correr.

—¡Eso, que venga, seremos más para el baile! —gritó Richard—. ¡Vaya!, la chica de la suerte.

Los dos rumanos se abrieron hacia los lados, como soldados bien entrenados, y los otros dos hombres permanecieron detrás de Richard.

—¿Qué quieres, Richard, otra herida?

—¿Otra herida? —sonrió éste— ¿Con qué me dispararás? ¿Con la pala?

—Te abriré la cabeza con ella.

—No nos pongamos violentos. Me han dicho que tu amigo Ferran ya no está entre nosotros, ¿verdad? —Se volvió hacia los suyos con sorna—. Así que puede que necesites un protector, y ahí entro yo. Podemos ser amigos. ¿Qué más te da un tío que otro?

—Eres un asesino. Y no te queremos aquí.

—¿Quiénes no me queréis?

—Yo y todos éstos —intervino Roure, y señaló tras él a las personas agrupadas—. Tenemos un sistema para sobrevivir y no necesitamos asesinos.

—¿Asesinos? Es gracioso. ¿Te has preguntado lo que le pasó a ese… cómo se llama… Pàmies?

—A ésos no les importa quién manda —dijo Roman señalando al grupo de gente.

—¡Ah! Entonces se trata de mandar. —Andrea blandió la pala—. Pues lo vais a tener difícil.

Roman y Nicolai intentaron rodear a Andrea, uno por cada lado, pero Roman se encontró con Joan que le cerraba el paso. En la mano del muchacho rumano el piolet podía ser un arma realmente mortal. Joan lo miró un instante y luego sacó a su vez el machete de hoja dentada que Andrea le había visto llevar encima desde hacía días, desde que se había convertido en ayudante y guardaespaldas de Ferran.

—¿Lo ves? —dijo Richard—. Esto puede acabar muy mal, y no queremos eso.

—Ya lo creo que va a acabar mal —manifestó una voz grave y agradable.

Por primera vez desde que lo conocía, Andrea se alegró de ver y oír a Torras. Su aspecto era realmente poco amenazador, todavía con la corbata y una americana que había conocido mejores tiempos, pero el enorme martillo que llevaba en la mano era otra cosa.

—Vaya. Mi viejo amigo —sonrió sarcástico Richard—. Te has pasado al enemigo.

—Ya sabes las normas —dijo Andrea—. Sin armas, os ponéis en la cola y recibiréis una ración diaria…

—Permite que te contradiga —la cortó Torras—. No vais a recibir nada. No queremos tratos con vosotros y os vais a largar ahora mismo.

Richard sonrió, hizo una seña y Nicolai se lanzó sobre Torras, que lo pudo esquivar no sin cierto esfuerzo, luego ambos se enzarzaron en una pelea en la que, sin duda, Torras llevaba la peor parte. Andrea, en un gesto rápido, se lanzó sobre el joven Roman antes de que éste pudiera moverse y le asestó un violento golpe con la pala que lo hizo aullar de dolor y soltar el piolet. Richard, todavía en inferioridad de condiciones a causa de su herida, lanzó a sus otros dos ayudantes sobre Torras, pero no tuvo más remedio que retroceder ante la pala de Andrea. Torras y Joan, espalda contra espalda, aguantaron el ataque de Nicolai y los dos hombres, pero entonces sucedieron varias cosas. Primero fue la voz de Michael, que surgió por detrás del «aguerrido» ejército de Richard:

—¡Soltad todo eso! —les gritó.

Luego fue un movimiento espontáneo del grupo de hombres y mujeres que hasta el momento sólo habían estado observando. Algunas voces surgidas de entre la gente insultaron a Richard y a los suyos.

Richard levantó las manos ante el fusil submarino de Michael mientras Andrea, Joan y Torras desarmaban a sus hombres. En un rincón, Roman lloraba sujetándose el brazo ensangrentado, y el doctor Roure hizo intención de acercarse a él, pero en ese momento, sin grandes aspavientos, Richard levantó las manos y dijo en voz alta:

—Vámonos.

Y todos se alejaron del recinto dejando al grupo de refugiados más unido que nunca.

—Volverán —vaticinó Torras—. No tienen nada mejor que hacer.

—Los estaremos esperando —respondió Michael, y luego tomó a Andrea por el hombro y la apretó contra él.

En la atalaya, Gerard se despertó sobresaltado cuando una mano lo zarandeó.

—Te has dormido —dijo Martí Baquer.

Gerard se frotó los ojos, se puso en pie y estiró los brazos por encima de la cabeza.

—¿Se ha acabado mi turno?

—Todavía no. Te he traído café.

Martí Baquer se acomodó en la atalaya mientras Gerard bebía del termo. La oscuridad era completa, y habían tomado la decisión de que sólo de vez en cuando se encendiera la lámpara un momento para echar un vistazo. Martí sintió una punzada de miedo. Al fin y al cabo estaba muchos metros bajo tierra, en completa oscuridad.

—Da un poco de miedo, ¿no? —apuntó.

—Pero tenemos a P229 —respondió Gerard.

De improviso, el pánico de Martí y de Gerard se disparó. Dos luces aparecieron, como un amanecer, unos metros más abajo, cuando los dos hombres llegados del lago interior alcanzaron un repecho.

—¡Mierda! ¿Has visto eso? —exclamó Gerard.

—Vienen otra vez —murmuró Martí, más asustado que otra cosa.

—¿Qué hacemos?

—Han matado a Gabi. Y ahora vuelven otra vez.

Gerard empuñó la pistola con resolución.

—¡Alto! —gritó, aterrorizado.

Dos sombras se hicieron presentes a sólo unos metros, envueltas en la oscuridad.

—¿Quién hay ahí? ¡No queremos haceros daño! —gritó Ferran Clos.

—¡No os mováis, no avancéis! —gritó Gerard—. Os juro que os mataré.

—No queremos haceros daño —repitió Ferran.

—¿Qué queréis ahora? —bramó Martí Baquer—. ¡Marchaos!

Fue entonces cuando un mal paso hizo que Ferran resbalara y chapoteara sobre el agua. Al mismo tiempo, bajo el haz de luz de la linterna, Martí vio la pistola que Ferran llevaba en la cintura. Martí gritó, fuera de sí. López se movió de prisa tratando de sujetar a Ferran, demasiado de prisa, y Gerard, asustado, apretó el gatillo.

—¡No disparéis! ¡Por Dios, no disparéis! —chilló Ferran cuando sintió una feroz mordedura en el muslo que le hizo perder el equilibrio.

—¡No mataréis a nadie más! —gritó Martí.

Los dos hombres se habían quedado petrificados, con las manos en alto, iluminados por la lámpara, como dos fantasmas surgidos de la oscuridad. Ferran dijo algo, pero los dos muchachos no le oyeron.

—¡Martí! —murmuró en voz baja Gerard, sin dejar de apuntar a los dos hombres—, los otros se fueron corriente arriba. Éstos no son…

—Pudieron dar la vuelta.

—No digas gilipolleces, ¿para qué?, ¿para encontrarse con la pistola otra vez? ¿Quiénes sois? —preguntó alzando la voz.

—Me llamo Clos, Ferran Clos. ¡Joder!, me has dado en la pierna. Estoy sangrando, ¡Dios! Venimos del otro lado, del hipermercado.

—¿Ferran Clos? —repitió Gerard.

—¿Del hipermercado? ¿Tenéis comida? —preguntó Martí Baquer poniéndose en pie.

—De momento tira esa arma —gruñó Gerard dando tal codazo a Baquer que le hizo acuclillarse de nuevo.

Ferran se estaba atando un pañuelo alrededor de la herida con una mueca de dolor y López se cubrió los ojos con el brazo tratando de evitar que la luz le deslumbrara.

—¿Podrías enfocar hacia otro lado? —pidió—. Sí, llevamos algo de comida.

—Suelta el arma —insistió Gerard.

—Es de fogueo —murmuró Ferran sacando la pistola del cinturón. La tiró al suelo, lejos de ellos—. ¡Maldita sea! Has agujereado mi mejor pantalón.

López se volvió hacia Ferran enarcando las cejas con sorpresa y luego fue a meter la mano en el bolsillo superior de la americana con su inexpresividad habitual.

—¡Eh! Quieto ahí, ¿qué haces? —gritó Gerard apuntándole de nuevo.

—Voy a encender un cigarrillo, ¿quieres uno?

—Yo sí —dijo Martí Baquer levantándose de nuevo.

David Baquer olisqueó el aire y se volvió hacia Mireia y Jaume con una expresión de interrogación. Estaba seguro de que olía a tabaco, pero que él supiera no había nadie en el grupo que tuviera cigarrillos, ni los habían encontrado por ninguna parte. Unos metros más lejos, Sara, que estaba tumbada sobre uno de los sofás, levantó la cabeza y abrió mucho los ojos.

—¿Quién está fumando? —dijo la chica.

Mercè, que dormitaba en su sillón preferido, abrió los ojos y se incorporó. Un poco más lejos, Pep se esforzaba sobre el fogón de butano para conseguir que el cubo metálico que usaban como olla no hiciera perder el equilibrio al pequeño hornillo.

El primero en aparecer por la abertura que comunicaba el almacén de muebles con el túnel fue Martí Baquer. Se detuvo con el cigarrillo en la mano, mirando con aire de suficiencia hacia sus compañeros y luego lanzó al aire una bocanada de humo.

—Deja de hacer el payaso —gruñó su hermano—. ¿De dónde lo has sacado?

Tras él, apareció Gerard y un hombre bajo y fornido, ayudando ambos a caminar a un tercero, más joven y con un torniquete en la pierna.

—Le traemos otro herido, Mercè —dijo Gerard—, se llama Ferran y puede que le conozca.

La mujer se llevó las manos a la cara, como si no pudiera dar crédito, se echó a llorar y los muchachos vieron, asombrados, cómo se movía con una ligereza impropia de su edad y de su cansancio y se lanzaba a abrazar a Ferran.

Hace tres días que Ferran y Bernat López salieron a explorar. No han regresado y a veces creo que no regresarán. Nadie tiene la seguridad, pero Olga sigue en el fondo del pozo, pendiente del walkie-talkie. Creo que no se resignará nunca a la pérdida de Ferran. Me dolería que abandonara toda esperanza, porque si perdemos la esperanza ya no somos nada. Hemos conseguido pararle los pies a Richard, pero como dice Torras, volverán. Yo no quiero decirlo, pero estoy aterrorizada con la idea de que el que no volverá es Ferran. Es de las personas que cumplen su palabra, y sólo la muerte puede impedir que la cumpla. Nos dejó a mí y a Michael encargados de que la colonia funcionase, y con la ayuda del doctor Roure y de la buena voluntad de la gente hemos conseguido una primera victoria, pero esto se ha convertido ya en un fortín. No dejamos entrar ni salir a nadie, y si hacemos algún intercambio es con extremas medidas de seguridad. No sabría decir si me he resignado o no a vivir de esta manera, pero la vida está llena de paradojas, aunque sea una vida como ésta. Esta especie de guerra nos está pasando factura, Aitana sólo habla de que va a venir su hermano. Joan está como ausente y cuchichea a todas horas con Olga y con Alicia. Quisiera saber qué le ha pasado a Ferran, dónde ha llegado, si ha salido todo bien y tenemos esperanza. Estamos ya en invierno, aunque no sé si eso significa algo. A mí me queda sólo rezar y luchar por mantenerme viva y mantener con vida a la gente que quiero.