10

Jaume evaluó la pistola sopesándola y la levantó en el aire para verla mejor, recortada contra el techo iluminado. A su lado, Gerard leía atentamente un manual de medicina, y un poco más lejos Charlie y Sara intentaban montar una vieja tienda de campaña que habían encontrado en una de sus correrías por los bloques adyacentes.

—¿Y si la usáramos para cazar? —sugirió Jaume.

Gerard levantó la vista del libro e hizo una mueca.

—Ni un animal a la vista, a no ser alguna rata. Nosotros no salimos, pero los animales no entran aquí ni por casualidad. Eso sin contar con la puntería.

—No eres muy positivo —apuntó Jaume.

—¿Han vuelto los Baquer? —preguntó Gerard.

—Si hemos tenido suerte, no —murmuró Charlie—. No soporto a ese par de clones.

—¿Iba alguien más con ellos? —quiso saber Jaume.

—Gabi.

En aquel momento la tienda de campaña, que ya parecía estar montada, se derrumbó sobre sí misma, en silencio, expeliendo un sutil olor a moho.

—Eres estúpido, Charlie —le recriminó Sara—. Te dije que había que poner el palo primero…

—En las que yo he visto no hay palo…

—En ésta sí, gilipollas. Empecemos otra vez, y ahora pon el palo.

Gerard le hizo un gesto a Jaume. Éste guardó la pistola en el bolsillo y ambos se acercaron hasta el boquete de la pared donde Mireia montaba guardia.

—¿Ha habido algo? —preguntó Gerard.

—Nada. Ni un ruido.

—Hace mucho que salieron, ¿no? —dijo Jaume—. ¿Tu reloj funciona?

—Sí. Según él hace doce horas que se marcharon.

—¿Y si fuéramos a buscarlos?

—Sí —asintió Gerard—. Esperemos un poco más, y si no llegan saldremos a ver.

A un centenar de metros del campamento de los muchachos, Martí y David Baquer permanecían sentados en un saliente rocoso, frente al impetuoso torrente de agua que, por lo menos, no había subido de nivel en las últimas dos horas. Habían cruzado con apenas un palmo de agua desde la orilla norte del ancho canal subterráneo, justo a tiempo de ponerse a salvo de la impetuosa llegada de una avalancha de aguas revueltas. En la orilla que ellos acababan de abandonar, subido casi a la altura del techo en una cornisa, estaba su compañero, Gabi, al que la corriente había sorprendido antes de poder cruzar. La linterna de los Baquer lo iluminó, pero fue imposible comunicarse con él a causa del enorme estruendo del agua.

—¡No podemos dejarlo ahí! —gritó Martí por encima del ruido.

—¡Claro que podemos! Que se apañe. Que pase cuando baje el nivel.

Un gran trozo de madera pasó en aquel momento junto a ellos. Sobre él, como marineros en cubierta, se movía un puñado de ratas.

—¡Joder! —gritó uno de los gemelos—. Me dan asco las putas ratas.

—Tranquilo, no te van a morder —le aseguró su hermano.

—No soporto a las ratas.

—Ni tú ni nadie. Yo creo que no se soportan ni ellas.

—Dile que nos vamos, que ya bajará el agua.

—¿Y cómo coño se lo digo? ¿Por señas? No se oye una mierda.

Martí Baquer trató de hacerse entender por encima del estruendo. Le señaló a Gabi el túnel por el que habían llegado y le indicó que volvían atrás. No llegó a saber si su compañero lo entendió o no, porque apenas si podían verlo a aquella distancia, pero supusieron que sí y se pusieron en marcha.

—El agua bajará y podrá cruzar —dijo uno de ellos—. No le ocurrirá nada.

Al apagarse la linterna de los Baquer todo quedó sumido en la oscuridad, pero cuando sus ojos se acostumbraron, Gabi pudo reconocer el amplio túnel, las anchas aceras y el pasadizo por el que habían llegado hasta allí. Sentado sobre una repisa a varios metros sobre el suelo, Gabi perdió la noción del tiempo, hasta que un súbito silencio lo despertó de un sueño ligero. Era obvio que el nivel del agua había bajado, pero no tenía modo de saber si era posible cruzar andando hasta el otro lado. Desde su atalaya improvisada, Gabi trató de recordar cómo era el enorme colector. Construido con el suelo abovedado, el centro era menos profundo que los laterales, auténticos canales de apenas dos metros de ancho. No le sería difícil saltar sobre ellos. Sólo era cuestión de esperar un poco hasta estar seguro de que el nivel del agua en el centro había bajado, y eso lo podía ir comprobando lanzando piedras al centro del colector.

La exploración no había sido de gran utilidad. Sólo habían explorado un par de túneles secundarios, y cuando volvían al principal para continuar su investigación, la llegada del torrente los había sorprendido y sólo los Baquer habían tenido tiempo de cruzar al centro del canal antes de que un muro de agua se abalanzara sobre ellos.

Gabi vio como sus compañeros se alejaban por el corredor que los había traído desde el campamento dejándolo colgado y aislado por el agua, pero en cierto modo lo encontraba natural tratándose de los Baquer. Y de todos modos sólo tenía que esperar a que bajara un poco el nivel del agua para ganar la otra orilla. «No importa —se dijo—, está bajando y en seguida podré…»

Se quedó a medias en su reflexión cuando observó dos o tres luces que se movían a lo lejos, por la parte alta del túnel. La primera idea fue descender hasta el curso de agua y tratar de cruzar al otro lado antes de que llegaran, pero finalmente decidió esperar, pues a la altura a la que se encontraba sería una casualidad que lo descubrieran. Lo que sí tenía claro era que por alguna razón que aún no acertaba a comprender lo mejor era no tratar con nadie e intentar pasar desapercibido.

A juzgar por las linternas eran tres hombres. Avanzaban por el centro del túnel, lo que evidenciaba que el nivel del agua era allí lo bastante bajo. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca pudo comprobar que el que iba en cabeza era un hombre mayor, llevaba barba de varios días y luchaba para mantener el equilibrio sobre la corriente, todavía muy fuerte, que le llegaba más arriba de la rodilla. De haber tenido un poco de suerte podían haber pasado por su lado sin verlo, pero en uno de los recorridos que hacía el hombre con la linterna el haz de luz enfocó directamente a Gabi, encaramado en lo alto del túnel, empapado y tembloroso.

—¡Eh! ¿Qué tenemos ahí? ¿De dónde has salido tú?

—¿Tienes comida? —preguntó otro de ellos, un muchacho apenas mayor que Gabi.

—No tengo nada —respondió Gabi.

No supo si continuar agarrado a la roca, cerca del techo, o intentar bajar.

—¿De dónde vienes? —volvió a preguntar el primero de los hombres—. No estás viviendo ahí arriba como si fueras un murciélago, ¿verdad?

—No tengo comida y no quiero ningún problema.

—¿Crees que yo quiero algún problema? —chilló el hombre—. ¡Lo que quiero es algo para comer! Baja de ahí o subiré a buscarte.

—¡Eh!, padre —dijo el chico más joven—, ahí hay un túnel.

—Has venido por ahí, ¿no? ¿Vas a bajar o tendré que bajarte?

El hombre se agachó, metió la mano en el agua y la volvió a sacar armada con una piedra del tamaño de un puño. La blandió con aire agresivo y volvió a ordenarle que bajara. Gabi dudó de nuevo, pero no tuvo tiempo de tomar una decisión. El hombre le lanzó una pedrada con toda su fuerza, y el proyectil impactó en la cabeza del muchacho haciéndole perder el equilibrio y caer al suelo, aún cubierto por un metro de agua, lo que afortunadamente amortiguó la caída. El hombre fue a acercarse a Gabi, y en ese momento un disparo atronador estalló en el túnel y el hombre y los dos chicos se quedaron paralizados de terror.

—Un movimiento y la próxima bala te volará la cabeza —amenazó Jaume.

La pistola apuntaba directa a la frente del hombre mayor, y tras él aparecieron las figuras de Gerard y Pep, que corrieron a socorrer a Gabi.

—Nosotros… no. Yo no… —murmuró el hombre levantando las manos. Le temblaba la voz. El hombre retrocedió unos pasos, extendió los brazos como intentando proteger a los jóvenes y un sollozo se escapó de sus labios—. Son mis hijos. No hemos comido nada desde ayer…

—Si lo habéis matado os mataré a los tres —masculló Jaume.

Gerard había levantado a Gabi y éste tosió lanzando una bocanada de agua.

—Está sangrando. Tenemos que llevarlo dentro —dijo Pep.

El nivel del agua había bajado ostensiblemente y Jaume se encaró de nuevo con el hombre.

—Ahora os vais a ir por donde habéis venido u os coso a balazos.

—¡No hay nada de donde venimos! Más vale que nos mates ahora.

—Es lo que haré si no empezáis a andar —amenazó Jaume.

—Largaos y que no os volvamos a ver —les advirtió Gerard.

Los tres dieron unos pasos inseguros hacia atrás, luego se volvieron de espaldas, con resignación, y emprendieron el regreso por la parte central del túnel anegado.

—¿Adónde iremos, papá? —preguntó el más joven de los tres.

Nadie le respondió y Jaume y Gerard los vieron alejarse. Sin decir una palabra y sin atreverse a mirarse a los ojos, los dos ayudaron a meter a Gabi en el túnel mientras el padre y sus dos hijos se diluían en la oscuridad.

—Había esto en el botiquín. —Pep le mostró la caja metálica.

Mercè removió el interior y una sonrisa le iluminó el rostro.

Con manos ágiles, Mercè limpió la herida de la cabeza y luego colocó tres grapas para cerrar la brecha. Lo cubrió todo con una gasa sujeta con esparadrapo y contempló su obra, como el artista que acaba de pintar un cuadro.

—No es perfecto pero servirá. Cuando cicatrice ni siquiera se te va a notar.

—¿Es usted enfermera? —preguntó Pep.

—No, pero tengo muchos años y un hijo que era un trasto de pequeño, además de… otras experiencias —añadió sombría.

—Te pondrás bien —le dijo Gerard.

Gabi, todavía medio aturdido por el golpe, asintió con una sonrisa, y entre el resto de sus compañeros corrió un sentimiento de alivio. El pequeño campamento en el almacén de muebles había sufrido un terremoto con la llegada del herido, y mientras Mercè y Mireia se ocupaban de él, Gerard, furioso, se plantó frente a los Baquer.

—¿Y vosotros qué clase de compañeros sois? De haber estado allí nada de esto habría pasado. No me importan una mierda vuestras estúpidas ideas sobre las razas y los inmigrantes, ¿lo entendéis? Pero otra cosa es el compañerismo. Salisteis los tres y teníais que volver los tres. ¡Sois unos mierdas!

—No le iba a pasar nada. Sólo tenía que bajar el agua y ya está. ¿Cómo íbamos a saber que vendrían esos tíos?

—No teníais manera de saberlo —intervino Jaume—, pero no se abandona a un compañero. ¡Cómo nos vamos a fiar de vosotros! Será mejor que nos separemos, que os montéis la vida por vuestra cuenta y nos dejéis en paz.

—Sí. Tal vez sea lo mejor —asintió Martí Baquer, desafiante.

Se quedó muy cerca de Jaume, pegado a su cara, pero éste no se inmutó. Así que Baquer hizo un gesto de desprecio y se alejó seguido de su hermano.

—Gilipollas —murmuró Jaume.

Aquella misma tarde, la llegada de Sara y Charlie de otra excursión con las manos vacías confirmó que explorar los sótanos de los alrededores tampoco les había proporcionado más comida.

—Tenemos que intentar movernos hacia el interior del barrio —decía Gerard al grupo reunido a su alrededor—. Es la única manera de encontrar algo. Hacia abajo, hacia la autovía, es imposible. Tenemos explosivos y podemos ir avanzando, pero no sirven contra el hormigón y no podemos llegar al centro comercial.

—Pues lo descartamos —opinó Jaume, siempre resolutivo—. Deberíamos seguir intentándolo por ese gran canal que hemos descubierto. Hay infinidad de túneles que desembocan en él.

—Nos volveremos a encontrar con esos tipos —dijo Gerard.

—Tenemos la pistola —apuntó Pep.

Jaume lo miró ceñudo.

—No nos los tenemos que encontrar necesariamente —opinó Sara—. Sería mucha causalidad. Podéis estar seguros de que encontraremos otra gente igual o peor por todos lados.

—Y buena gente también —aseguró Jaume.

—Y hablando de buenos tipos —señaló Charlie—. Vuelven los Baquer.

Jaume observó la actitud reflexiva de los gemelos, los ojos bajos y los andares lentos, lo que parecía indicar que no venían en son de guerra.

—No nos tenéis que tratar así, ¡joder, Jaume! No lo habríamos dejado si hubiéramos pensado que podía haber peligro; en ningun momento se nos pasó por la cabeza que podía ocurrirle algo.

—Lo sentimos —continuó el otro hermano—. No era nuestra intención que pasara eso. Y no queremos dejar el grupo. Ahora… somos como una familia.

—Por mí de acuerdo —aceptó Gerard—, pero si volvéis a hacer algo así no tendréis que iros, os echaremos nosotros. —Los Baquer asintieron y se sentaron con el grupo.

Jaume les lanzó una mirada de desconfianza pero no dijo nada. «Al fin y al cabo —pensó—, lo importante no eran sus motivos, sino que estaban allí».

—Hablábamos de si continuar horadando de casa en casa o explorar por el canal.

—Yo propongo que remontemos ese túnel lleno de agua —dijo uno de los Baquer—. Debe de llevar a la ciudad. Tiene que haber cloacas y sótanos para poder movernos.

—Esa gente —respondió Jaume—, los que han atacado a Gabi, venían de allí e iban locos buscando comida…

—Pero nosotros tenemos explosivos. Podemos agujerear donde nos parezca… o dónde podamos.

—¿Y cómo sabes dónde colocas el explosivo? —argumentó Gerard—. Ya nos metimos en una sala de estar. No tenemos mapas ni sabemos qué hay al otro lado de las paredes.

—Es un riesgo que corremos —señaló Pep—. Si es una pared de ladrillo es que lleva a un edificio. Si es de hormigón, pasamos de ella.

—Tiene razón —convino Sara—. Podemos hacerlo.

—Ya —asintió Gerard—, y si encontramos gente tenemos una pistola. Lo sé.

—Y un montón de balas —añadió uno de los Baquer.

—Catorce —le aclaró Jaume—, y no estoy dispuesto a dispararle a nadie para conseguir comida.

—Pues alguien tendrá que hacerlo —dijo Martí Baquer.

—No hay que ir tan deprisa —los hizo callar Gerard—. A ver, los que estén de acuerdo en explorar el túnel inundado que levanten la mano.

Las ausencias de Michael y de Ferran se están notando. A pesar de que Ferran nunca ha sido persona de mi agrado. O tal vez sí. Joan me ha explicado que están explorando por los subterráneos, supongo que para encontrar algo que nos saque de aquí. Olga sigue abajo, ayudándolos. Mientras regresa Ferran, Bernat y yo hemos tomado la dirección de nuestra colonia, pues la gente parece que nos hace caso y cada vez más formamos un grupo homogéneo. Se me ha ocurrido la idea de amontonar los carritos de la compra en todas las entradas de nuestro territorio, es decir, del antiguo hipermercado, y formar una barrera. Nunca pensé que pudiera haber tantos carritos. El caso es que llegan a una buena altura y una vez juntos es casi imposible superarlos. Bernat se ha dedicado a implementar (esa palabra es suya) armas con toda clase de objetos. Hemos establecido unas normas rígidas, más de las que alguna vez habían oído hablar a Ferran o su padre. Por ejemplo, hemos advertido a todos los colonos que está prohibido absolutamente sacar comida de nuestro territorio y que sólo se podrá hacer con un permiso especial para cambiarla por algo que nos sea útil. Hay un grupo de personas que están montando una bomba para extraer agua del pozo, pero el problema es que necesitamos muchos metros de tubería y los tubos metálicos y de PVC están arriba, en el piso superior, donde manda Richard, o al menos eso creemos. A Joan se le ha ocurrido desmontar las tuberías del sistema eléctrico que no sirven para nada y usarlas para traer el agua desde el fondo del pozo. Puede que sea lo mejor. Toda nuestra vida ha sufrido una transformación radical en estos ¿meses?, ¿semanas?, que llevamos aquí. Tan radical que cuesta trabajo reconocerse. Hoy he hecho una escapada clandestina al piso de arriba por una ruta que me ha enseñado Aitana, apenas lo suficientemente amplia para una niña como ella y que a mí me ha costado un buen rato de sudor y algo de claustrofobia atravesarla. La tienda, nuestra tienda, está irreconocible, con las marionetas destrozadas y desparramadas por el suelo, los estantes arrancados y las paredes negras de humo. Había un grupo de tres personas instaladas allí, y en la hoguera que les daba luz y calor estaban quemando los muñecos que Julia hacía con tanto cariño, y hasta el álbum de fotografías de la inauguración que Julia y yo guardábamos como oro en paño. Me ha costado reconocerme en las fotos. Es como si fuera otra persona. Algo que ha cambiado sustancialmente en este tiempo son las relaciones personales. Da la impresión de que formamos un grupo de autoayuda compuesto por solitarios. Leí alguna vez que el instinto de supervivencia del ganado es colectivo, que lo importante es asegurar la especie, o el grupo, no el individuo, y puede que nos esté pasando eso. Todo es diferente. Pienso en Michael y ya no encuentro aquello que parecía ilusión. Estar con él es un modo de sentirme viva y nada más, porque cuando te vuelves a poner la ropa eres de nuevo una rata «sapiens» igual que antes, preocupada sólo por sobrevivir. Sigue habiendo comida suficiente, pero hay que pensar en el modo de sobrevivir cuando se acabe. Sobrevivir. Qué palabra tan socorrida.

Michael era sólo un punto de luz, el de la linterna de espeleólogo, que aparecía y desaparecía en medio de un caos de agua negra como la noche, ramas de árbol y objetos diversos e irreconocibles que saltaban como enloquecidos por la superficie del torrente. Ferran lo perdió de vista un par de veces y se desgañitó llamándolo a gritos por encima del estruendo. Del bote no había quedado ni rastro, arrastrado por una corriente turbulenta y destructiva. No supo cómo, pero se encontró empotrado contra una de las columnas, apenas unos centímetros por encima de la corriente. El golpe en la cabeza había sido brutal y la lámpara salió disparada, al igual que una de sus botas, arrancada por una fuerza feroz y el golpe de algo duro y cortante. Cuando el frío empezó a paralizarle los músculos notó un dolor lacerante en el pie izquierdo y un hilo caliente sobre la frente que sólo podía ser sangre. Se agarró con fuerza a los salientes de la columna, en plena oscuridad, sintiendo un poco más abajo la furiosa corriente, pero al mismo tiempo que perdía la sensibilidad en los dedos iba notando cómo, lentamente, se apaciguaba el caos. Trató de recuperar la respiración y de moverse para adoptar una postura más cómoda, pero el pie descalzo le resbaló y estuvo a punto de caer al agua. No era consciente de cuánto tiempo había pasado, pero lo que sí notó fue como el gorgoteo del agua cedía, y cuando estiró las piernas no encontró la superficie. Trató de recordar cómo era la columna y el tamaño de la repisa donde podía sentarse una persona. Se deslizó poco a poco hasta apoyar los dos pies sobre el saliente y se aseguró de que era lo bastante ancho. Después de un tiempo indefinido, pero sin duda largo, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, y aunque no podía ver gran cosa, sí le pareció percibir una ligera claridad al fondo, lo que debía de ser sin duda el desagüe en dirección al mar. El resto no daba señales de nada, negro como el único futuro que podía esperar. Agotado, se acurrucó lo mejor que pudo y cerró los ojos en un intranquilo duermevela.

Lo despertó un grito, o eso creyó. No tenía modo de ver nada, pero un instante después creyó vislumbrar el punto de luz frente a él.

—¿Michael? —gritó.

Esperó unos instantes y luego repitió la llamada. El agua chapoteaba por debajo de él, no demasiado cerca, así que era evidente que el nivel había vuelto a bajar. Hacía mucho frío y todo él temblaba de pies a cabeza.

—¿Ferran? —respondió una voz casi inaudible.

Nadó hasta el punto de luz, la repisa de otra de las columnas donde Michael había logrado encaramarse, y cuando se colocó junto a él se dejó caer de espaldas absolutamente agotado.

Rebuscó en sus bolsillos y encontró un par de barritas energéticas, y después de darle una de ellas a Michael engulló la otra y se tendió sobre el saliente para tomar un sorbo de agua.

—No sé si es potable —dijo—, pero qué le vamos a hacer.

—Yo bebí durante un montón de días —jadeó Michael—. Es agua de lluvia, al menos eso creo, con lo que tenemos muchas posibilidades de coger cualquier infección.

Michael sonrió para sí al pensar en ello, como si coger una infección fuera su principal problema. Escudriñó a su alrededor tratando de ver algo, pero era absolutamente imposible. Nada, ni la más leve luz que le indicara hacia dónde ir. Ferran trataba de recuperar el aliento tendido en la estrecha repisa mientras Michael la rodeaba a cuatro patas hasta que consiguió situarse frente a lo que suponía era el desagüe del gran depósito.

—Si no me equivoco, por ahí está el desagüe.

—Lo que quiere decir que la base del pozo debe de estar por ahí —dijo Ferran señalando a la derecha—. Y… ¡Qué estúpido!, no he utilizado el walkie.

Lo sacó del bolsillo impermeable. Parecía estar en buenas condiciones, pero el resultado fue sólo ruidos de estática.

—Al menos funciona —comentó Michael.

—El pozo tiene que quedar a nuestra derecha, si no me equivoco. Tal vez unos doscientos metros como mucho. No hay más que meterse en el agua y nadar.

Antes de lanzarse a la oscuridad, Ferran se detuvo un instante a reflexionar y le vino a la mente el momento en el que el condenado a muerte espera la ejecución de la sentencia.

Debía de pasar por su cabeza algo así, como lo que él veía en aquel momento. A su padre herido de muerte, a su madre llena de cardenales y rasguños. Al desgraciado Pàmies atravesado por un arpón. Sintió un estremecimiento y respiró profundamente.

—¿Listo? —preguntó.

—Listo —respondió Michael.

Ferran se sumergió lentamente en el agua helada, luchando por mantener la cabeza clara más allá de la sensación de frío intenso. Ya en el agua volvió a orientarse con la luz difusa y lejana y con el movimiento del agua. Debería recibirla por el lado derecho, pero no podía estar seguro de nadar en la dirección correcta. Sólo unos centímetros mal orientado y jamás encontraría el pozo.

—Vamos allá —dijo cuando Michael entró en el agua.

Nadaron lentamente, ambos temblando de frío, observando en cada brazada, a la izquierda, la tenue luz del supuesto desagüe. La luz frontal de Michael oscilaba de un lado a otro, al compás de sus brazadas. A Ferran, buen nadador, le pareció que Michael también lo era, y apenas si se movía el agua alrededor de ambos. Cada brazada era un ejercicio de precisión a pesar del frío intenso que casi los paralizaba. Al cabo de unos minutos notó cómo Michael se iba quedando atrás.

—¿Estás bien?

—Tú sigue. No te preocupes por mí.

—De eso nada, Michael. Hemos salido juntos y volveremos juntos.

Ferran se detuvo y dio un par de brazadas en dirección al inglés. Ya fuera por el agua en los ojos, por el cansancio, o por algo peor, Ferran se dio cuenta de que no veía ya aquel tenue resplandor al fondo, el que indicaba la dirección del mar. La luz de la cabeza de Michael parpadeó y se apagó. Alrededor de los dos náufragos no quedó más que oscuridad, y por primera vez Ferran sintió la desesperación de la persona que sabe que ya no le queda ninguna salida.

—¡No puedes hacerme esto! —le había gritado su padre dos años antes, cuando le comunicó que no se iba a presentar a las oposiciones a la policía.

—¿Hacerte? ¿Yo voy a hacerte algo? ¿Te has creído que el mundo gira a tu alrededor, que todo el mundo tiene que hacer lo que tú quieras y eso es lo natural? Es mi vida, y no quiero vivirla como tú. No quiero ser tú. ¡No quiero ser un maltratador!

Por toda respuesta, su padre, el viejo policía, lo había abofeteado, y Ferran sintió que aquélla era la última vez, que se habían terminado las bofetadas, los castigos, las noches pasadas en la escalera por llegar diez minutos después de la hora señalada por el comisario Clos.

—¿Esto te hace feliz? —le había dicho después de la bofetada—. Pues disfrútalo, porque es la última vez.

Después de eso había hecho la maleta y se había ido de casa despidiéndose de su madre con un beso y dando un sonoro portazo. En realidad sólo sentía todo aquello por ella, por su madre, aunque era consciente que desde hacía tiempo las cosas habían cambiado y la vejez había traído también una nueva etapa en la que Manuel Clos creía que había terminado la labor de educación de su esposa y de su hijo, una labor de educación que incluía el castigo físico, ¡cómo no!, cuando las cosas no salían como él quería.

Ya en la calle, con su maleta rodando tras él, Ferran Clos se dio cuenta que no tenía adónde ir, y lo primero que tenía que hacer era buscarse un lugar donde colgar sus trajes y enchufar su ordenador.

Y al día siguiente aprobó el examen para entrar en la policía, pero se negó a solicitar el ingreso. Tumbado en la cama de un hotel reflexionó durante unos días sobre su futuro, y luego empezó a utilizar sus contactos hasta que alguien le recomendó la empresa de seguridad y protección de autoridades. Y luego llegó el pánico, el viaje sin retorno al centro comercial, la colonia en un maldito hipermercado y aquel sótano inmundo con una agua negra como la noche y una oscuridad que podía palparse.

Nadó con fuerza durante unos minutos, sin rumbo fijo, tirando de Michael. Podía estar haciéndolo en círculos, sin referencias, pero no le quedaba otra alternativa que seguir adelante.

Al cabo de unos minutos dejó de nadar. Se sentía enormemente cansado, helado y al borde de perder el conocimiento. Respiró hondo y luego se tendió boca arriba para descansar. Michael apenas respiraba, también tendido boca arriba. Después de un instante, siguiendo un súbito impulso, se lanzó a nadar desesperadamente, como si le fuera la vida en ello, con un solo brazo mientras con el otro tiraba de Michael, hasta que chocó violentamente contra una de las columnas. El golpe fue tan fuerte que creyó que se había fracturado la mano. Lanzó un grito de rabia y jadeando se aferró a la repisa que rodeaba la columna.

Olga despertó aterida de frío, temblando como una hoja. El fondo del pozo era sin duda el lugar más lóbrego en que había estado en su vida, y eso que había practicado espeleología o barranquismo desde los catorce años. A tientas tomó el termo de café y echó un largo trago, luego sacó una de las galletas del bolsillo de la camisa y la saboreó con calma. No tenía modo de saber qué hora era y ni siquiera podía fiarse ya de su organismo, disciplinado en sus horas de sueño a lo largo de toda su vida. Hace unas semanas no tenía ninguna duda de cuándo eran las siete de la mañana, pero ya no estaba segura de eso, como de otras muchas cosas. Con un suspiro encendió la lámpara de gas butano que debía indicar su posición. La elevó en el aire y escudriñó la oscuridad del gran embalse. Cuando hacía espeleología un instructor le había dicho: «Siempre se ve algo, la oscuridad absoluta sólo está en el espacio exterior». Y efectivamente, se veía algo. Era un punto de luz a su derecha, a unos cien metros, tal vez. Apagó su linterna y entonces tuvo la seguridad: sí, era un punto de luz. Un punto tan ínfimo que al principio pensó que se trataba de una alucinación, pero al volver a mirar comprobó que seguía allí. «No es un espejismo», se dijo. Encendió la linterna y de pronto lo recordó. Tomó el walkie, lo encendió y, tras el ruido de estática, apretó el botón para hablar:

—¡Ferran! ¡Ferran!

—Sí, somos nosotros —dijo una voz débil y conocida—. Y no se te ocurra volver a apagar la lámpara.