El precario dispensario del doctor Roure había ganado en inquilinos. Tres camillas tenían otros tantos pacientes, uno de ellos con el único gota a gota que el doctor había podido conseguir. El médico estaba sentado sobre la única silla y leía atentamente sus propias notas con el ceño fruncido y tamborileando con los dedos sobre la repisa que, a su lado, contenía los escasos medicamentos con los que trataba de mantener la salud de lo que habían dado en llamar «la colonia». Andrea se sentó en un tonel de plástico vacío y contempló a Roure sin decir nada. En poco tiempo el doctor había envejecido notablemente, aunque seguía teniendo la misma mirada inquisitiva, como si el mundo siguiera interesándole. Su cabello había encanecido, y las arrugas alrededor de los ojos se habían hecho más profundas.
—¿Sabes que existen diferentes niveles en el pánico? —se dirigió a Andrea sin levantar la vista de sus notas—. Hay quien no puede soportar ni siquiera la proximidad a una ventana y otros que son capaces hasta de dar un paso o dos en el exterior. Claro que en ese caso es cuando se puede producir un infarto.
—¿En qué nos ayuda eso? —preguntó Andrea, escéptica.
—No lo sé —respondió el doctor levantando la vista—. La alternativa es rendirse y convertirse en otra especie. ¿Cómo dijiste?… Rata sapiens, ¿no?
—Ése es otro problema, por cierto. Todo empieza a estar infestado de ratas. O quizá sería más propio decir que nos hemos instalado en su hábitat.
Roure no quiso decir nada, pero desde hacía tiempo consideraba que sus compañeros de hábitat podrían ser una fuente alternativa de proteínas.
—¿Qué sabes de Michael y de Ferran?
—Nada. Bajaron hace dos días y sus gorilas no permiten acceder al tercer sótano. Y ese individuo… López. Me da escalofríos sólo verlo. ¿Qué tienen sus pacientes? —los señaló con un gesto.
—Diarreas. Supongo que es una versión de cólera no virulenta. Son del grupo que llegó desde ahí abajo. Es a causa de haber consumido agua contaminada.
—Necesito su consejo, doctor —dijo Andrea por fin.
El doctor Roure abrió mucho los ojos mientras escuchaba a Andrea. Dejó a un lado sus notas y se mesó los cabellos mientras reflexionaba.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? Esa herida bien cuidada no era mortal, pero sin limpiar o sin vigilar puede serlo.
—¿Y qué podía hacer? Mi otra alternativa era decírselo a Ferran.
—No somos criminales, Andrea. Llévame hasta él.
Roure metió en una bolsa de deporte su precario instrumental. Salieron al pasillo central y se dirigieron a la salida del hiper. Desde hacía un par de semanas los accesos al piso superior por las rampas y la escalera interior estaban cegados a conciencia y vigilados. La única forma de salir de la colonia era por los accesos principales, ahora fortificados y cerrados para impedir entradas «no autorizadas». De todos modos, aunque vigilado, el paso todavía no era del todo impermeable. En la entrada estaba Bernat López, siempre con su expresión fría y ausente, y fuera, un grupo de personas esperaban a que alguien decidiera si les iban a facilitar o no algo de comida a cambio de alguna otra cosa.
—Vamos arriba. El doctor va a atender una urgencia —explicó Andrea antes de que López preguntara nada.
—Es curioso —dijo López con su voz adormilada—. ¿Cómo os habéis enterado? ¿Os han llamado por teléfono?
—Hay casos de diarrea y quiero ver si arriba también los hay —exigió Roure con autoridad.
López hizo un gesto y el adusto individuo que les cerraba el paso armado con un bastón de esquí los dejó pasar.
—Ese tipo era el responsable de mantenimiento —dijo Andrea—. Parece que ha ascendido, ahora es un gorila.
En el piso superior las condiciones de la gente eran mucho más precarias, y Andrea se sintió fascinada cuando vio la salida al exterior inundada de luz. Roure giró la cara mientras caminaban paralelos a la salida.
—Soy de los que no puede mirar la luz del sol —dijo.
Llegaron a la entrada del piso superior del Carrefour. Allí, la luz del día penetraba por los ventanales y las puertas abiertas y no había nada que obstaculizara el paso, ni tan sólo vigilantes, sólo grupos de gente en los que se alternaba la ropa recién saqueada con los andrajos. Lo que sí encontraron fueron miradas huidizas y ausentes, silencio y un ambiente de hostilidad que aceleró el pulso de Andrea.
—No sé si podría vivir aquí —dijo.
Avanzaron hacia el fondo del pasillo central sorteando grupos de personas sentadas en el suelo, pequeños fuegos y restos de todo tipo esparcidos por el piso, maderas, papeles, montones de ropa y basura.
—Esto es un estercolero —dijo Roure.
—Es un polvorín —señaló Andrea—. Si estalla un fuego no habrá nada que hacer, como ocurrió en el hotel de Michael.
—¿Dónde está?
—Ahí —señaló Andrea.
En la confluencia de uno de los pasillos laterales estaba Roman, llevaba un cigarrillo en los labios que lanzó al suelo al verlos y una sonrisa iluminó su cara.
—¿Sabes que el tabaco no te hace ningún bien? —dijo Roure mientras pisaba la colilla encendida.
El chico sonrió sin ganas y les hizo una seña para que lo siguieran. Un poco más lejos, tumbados en el suelo, estaban Nicolai y dos chicas a las que Andrea creyó reconocer como aquellas que habían encontrado en el Decathlon. Un poco más lejos estaba Richard, sentado en el suelo, con una botella en la mano que elevó en al aire a modo de saludo.
—La chica de la suerte y el doctor. ¡A su salud!
—No deberías beber alcohol. Dificulta que cicatricen las heridas.
—¿Qué heridas, doctor?
—¿Te has vuelto sentimental? —dijo Roure mientras le abría la camisa—. ¡Por Dios! Estaremos de suerte si no se ha infectado. Necesito un poco de luz. —Roman encendió una linterna y el doctor retiró el vendaje.
Sin pedírsela, tomó la botella de vodka de las manos de Richard y echó un chorro sobre la herida. Richard hizo una mueca pero no dijo nada. Roure terminó de limpiarla, la secó con una gasa y luego le aplicó otro vendaje.
—¿Sobreviviré?
—Como todos. Más mal que bien. Procura no moverte demasiado en un par de días. Otro traslado como el que acabas de hacer y no lo contarás.
—No tengo adonde ir. No se preocupe.
—Dime una cosa, Richard —le preguntó el doctor mientras volvía a guardar su instrumental—. ¿Qué piensas hacer cuando estés restablecido?
—¿A qué se refiere?
—A Ferran y vuestra sólida amistad —le aclaró Andrea.
—¿Eso te importa?
—Me importa porque no queremos más violencias, ni más muertos.
—No fue culpa mía. Tu amigo Ferran es tan culpable como yo. Las cosas simplemente se torcieron.
—¿Y lo de Tomás? —inquirió Roure—. ¿Eso también se torció?
—¿Cree que estoy aquí por gusto, doctor? Si tan malo soy no debería curarme la herida, sería mejor que me dejara morir, ¿no le parece?
—Yo no soy como tú —replicó el médico—. Vámonos, Andrea.
De regreso a la precaria seguridad del hiper, López les lanzó una mirada fría y distante. Las linternas y los faroles de gas ya estaban apagados, siguiendo las instrucciones de Ferran, aunque algunas pequeñas hogueras ofrecían una luz difusa por todo el recinto. Andrea se acomodó junto a una de ellas con Joan.
—¿Has tenido noticias? —le preguntó.
—Olga sigue en el fondo del pozo. Cada cuatro horas más o menos lanza un destello desde abajo. Eso quiere decir que sigue en contacto con ellos y que están bien. Y tú, ¿cómo estás?
—Cabreada. Pero supongo que eso me mantiene viva.
—Creo que Aitana está enferma. Se lo he oído decir a su madre. Algo de diarreas o vómitos.
Andrea suspiró. Cerró los ojos y trató de conciliar el sueño, pero en su cabeza no había más que pensamientos terribles y desolación. Se quedó dormida mucho después, cuando el sol ya había puesto al descubierto el vacío de las calles de la ciudad.
Aitana estaba pálida, con los ojos perdidos en algún punto de la pared. Sonrió tímidamente cuando vio aparecer a Joan con la guitarra colgando y dispuesto a darle un recital.
—No soy tonta. Sé que no está enchufada.
—Claro que no —admitió él con aire triunfal—, pero se puede tocar, aunque hay que tener buen oído.
—Mi hermano siempre dice que tiene buen oído.
—Lo quieres mucho, ¿verdad?
—Siempre cuida de mí. Y me está esperando en el instituto.
—Pero no se puede ir al instituto, Aitana, ya lo sabes.
—Sí. Sí se puede ir. Se lo he oído decir al señor Ferran.
—¿Qué has oído?
—Que se puede ir por el pozo. Y por el agua. Navegando.
—Deberías descansar.
—Cuando esté buena me iré con él.
Gerard, a aquella misma hora, contemplaba la ancha calle que se abría al otro lado de la puerta acristalada. No veía más allá de cincuenta o sesenta metros, pero estaba seguro de que toda la ciudad debería de tener el mismo aspecto. El asfalto estaba lleno de restos, hojas de periódico traídas y llevadas por el viento, charcos de agua de la reciente lluvia, una moto tirada en el suelo, abandonada con un gran charco de combustible espeso a su alrededor. Junto al paso subterráneo había un carrito de bebé, probablemente vacío, o al menos tenía la esperanza de que así fuera, y un cesto de la compra tirado en el suelo con su contenido desparramado alrededor. Desde allí no podía ver de qué se trataba aquel precioso cargamento, pero no tenía importancia, pues a aquella distancia le habría sido absolutamente imposible acercarse siquiera. A su derecha, casi fuera de la vista, estaba la autovía, y al otro lado el centro comercial donde su hermana Aitana y su madre debían de haberse resguardado. Tal vez estaban bien, o tal vez no. ¡Quién podía saberlo!
—Eh, tío. Te estamos esperando —dijo la voz de Pep.
Gerard asintió, se dio media vuelta y sintió como recuperaba la respiración y el ritmo cardíaco al dejar de mirar hacia el exterior.
En el centro de la sala habían retirado los muebles de la exposición y dejado un gran espacio despejado. Estaba todo el grupo: Jaume, los Baquer, Mireia, Sara, Gabi, Charlie, Pep y Gerard. Sólo la señora Mercè se mantenía alejada, tumbada en su sillón con los ojos cerrados.
—Bueno —empezó Gerard—, como sabéis soy, o era, el delegado de nuestra clase, y por eso hasta ahora habéis confiado en mí para tomar algunas decisiones, pero las cosas han cambiado mucho. Así que habría que replantearse la cuestión y nombrar a alguien con autoridad para hacerse cargo de esa responsabilidad.
—¿Qué decisiones? —preguntó Mireia.
—Pues por ejemplo cómo nos organizamos, cómo administramos la poca comida que tenemos, adónde iremos a buscar más, cómo nos relacionaremos con otros grupos… si los encontramos…
—… y asuntos como el de la pistola —apuntó uno de los hermanos Baquer.
—… y qué hacemos si encontramos otras… señoras como Mercè, o alguien que no tiene nada… —añadió Pep.
—Eso es —asintió Gerard—. Así que habría que decidir ahora, antes de nada, quién va a tomar esa responsabilidad. Por votación.
—Yo propongo que siga Gerard —dijo Sara.
—¡Claro! —exclamó uno de los hermanos Baquer—. Pues yo propongo a mi hermano.
—Sí —bromeó Pep—, con eso tendríamos dos delegados en vez de uno, intercambiables.
Hubo un coro de risas y los Baquer miraron a Pep con algo más que desprecio.
—¿Quién es el mayor del grupo? —preguntó Charlie.
—El más grande es Jaume —apuntó Pep.
—Supongo que yo. —Sara levantó la mano—. Repito curso.
—Bien —concedió Gerard—. Sara es la mayor del grupo. ¿Queréis que sea Sara?
—¿Sin votar? —replicó ésta—. No estoy de acuerdo.
—Votemos si queremos que sea ella sin votar —dijo con la mano levantada Pep.
—A mí esto me aburre —murmuró Charlie.
—A Charlie lo aburre —se burló uno de los Baquer—. Es lo que pasa con los punkis y los anarcos.
—Y tú eres un bocazas —respondió Charlie enseñándole el dedo corazón—. Es lo que pasa con los fachas.
—¿Queréis centraros en nuestro asunto? —intervino Gerard—. Ya nos pelearemos luego. Propongo que votemos si queremos a Sara como delegada. Los que estén a favor que levanten la mano.
—¡Esperad, esperad! —saltó Sara—, que estemos a favor de qué, ¿de votar que sea yo y luego votemos, o de que…?
—Joder, Sara. —Gerard extendió las manos hacia ella—. Votamos si queremos que seas la delegada. Votos a favor. —Sólo se alzó una mano, la de Gerard—. ¿En contra?
El resto de las manos mostraron su disconformidad.
—Te quedas sin mandar —dijo Pep—. Yo propongo a Gerard.
—¿Quién más quiere ser delegado? —preguntó éste, y uno de los hermanos Baquer levantó la mano.
—¿Quién eres, Baquer Uno o Baquer Dos? —se mofó Pep.
—¿Y si te doy una hostia? —lo amenazó uno de ellos.
—Luego —intervino Gerard—. Ahora acabemos. ¿Quién se presenta?
—Yo soy Martí —dijo el Baquer que había levantado la mano.
—Bien. ¿Alguien más quiere ser delegado? —Nadie respondió—. Pues los que voten por Martí Baquer que levanten la mano.
Los dos hermanos Baquer levantaron la suya, pero nadie más lo hizo.
—Dos votos para Martí Baquer —declaró Pep con una sonrisa—. Y uno es el suyo. Que levanten la mano los que voten por Gerard. —Seis manos se alzaron. Sólo los hermanos Baquer y el mismo Gerard no lo hicieron—. De acuerdo —manifestó Pep pomposamente—, ¡proclamo a Gerard Casas como nuestro delegado, o lo que sea, por mayoría absoluta!
—Ahora hablemos de la pistola —dijo Gerard.
Se hizo un silencio. Gerard la sacó del bolsillo y la dejó en el suelo, frente a él.
—¿La puedo ver? —preguntó Charlie.
—No es un juguete —señaló Gerard—. Ayer nos salvó de un buen susto, o de algo más. Nos puede facilitar la vida si la usamos bien… o fastidiarla si lo hacemos mal.
—¿Tú la sabes manejar? —preguntó Charlie.
—Ni idea. ¿Alguien sabe…?
Sin decir una palabra, Jaume, sentado junto a Gerard, tomó el arma. Con gestos precisos sacó el cargador, quitó el seguro, montó la corredera para comprobar que no había una bala en la recámara y luego miró por el cañón. Con los mismos gestos decididos hizo saltar la corredera, metió el cargador y, sin montarla, volvió a poner el seguro.
—Está limpia y en condiciones —aclaró—. Es una Walther P99, la que utiliza la policía. Cargador de dieciséis balas. No sé si está completo, pero parece que sí. ¿De dónde la habéis sacado?
Hubo un silencio mientras todos los ojos, incrédulos, se quedaban fijos en Jaume. Finalmente Gerard respondió:
—Estaba en casa de la señora Mercè; su marido es, o era, policía.
—Bien. ¿Quién la va a llevar? —preguntó Jaume.
—Obviamente, creo que tú. —Gerard hizo una mueca—. Pero eso no se va a usar a menos que lo decidamos todos, y si hay que tomar una decisión rápida lo haré yo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Jaume tras un asentimiento general—. Me pegaré a ti como si fueras mi novia.
—Y ahora vamos a planear un poco nuestro futuro, ¿no os parece?
Sentados en uno de los sofás, a oscuras, Gerard y Jaume se fumaban uno de los últimos porros que les quedaban. Al contrario de lo habitual, ninguno de los dos tenía ganas de reír, ni siquiera de hablar de chicas o de poner a parir a los Baquer.
—Por el lado del mar no se puede avanzar —decía Jaume.
—¿Qué has encontrado?
—Hormigón. Yo creo que es parte del túnel de la autovía. No hay manera de atravesarla ni con los explosivos, o sea que olvídate de llegar al centro comercial del otro lado, al Carrefour, el Decathlon y todo eso. No deben ser más de cuarenta o cincuenta metros, pero de hormigón y puede que columnas de acero. Hasta ahora hemos encontrado construcciones chungas, mucho prefabricado, ladrillo y cemento de mierda, pero yo sabía que no duraría… ¿Oyes?
—¿Qué?
—La lluvia. Pega fuerte, pero no sirve de una mierda que esté nublado. Charlie intentó salir esta mañana y hemos tenido que tirar de él, de los pies, para volverlo a meter. Echaba espuma por la boca.
—No nos hemos enterado —se sorprendió Gerard.
—Charlie no quiso. Se quiere hacer el duro… Nunca había llovido de esta manera, ¿no te parece?
—Deberíamos echar un vistazo. Esto es una planta baja y no hay nada construido encima, sólo nos faltaría tener goteras —apuntó Gerard poniéndose en pie.
La mayor parte del grupo dormía. Sólo se veían un par de linternas encendidas, y los dos muchachos se acercaron a uno de los ventanales cubiertos con improvisadas cortinas. Se miraron y finalmente fue Gerard el que se atrevió a levantar la punta de arpillera para mirar al exterior.
—¿Qué ves? —preguntó Jaume.
—Nada. Oscuro como boca de lobo. Es un alivio, pero por el ruido deben de estar cayendo toneladas de agua.
—Me dan escalofríos sólo de pensar en el exterior. ¡Qué mierda que nos haya tenido que pasar esto!
—No lo sé. Sólo sé que se acabó la vida que conocíamos.
La potente linterna frontal de Ferran apenas si permitía ver unos metros por delante de ellos. La primera sorpresa había llegado al darse cuenta de que no estaban moviéndose por un lago subterráneo abierto y navegable, sino que era propiamente un depósito de agua repleto de columnas que hacían muy difícil moverse entre ellas. La segunda sorpresa había sido que en lugar de la superficie tranquila que esperaba encontrar se habían topado con unas aguas revueltas y salpicadas de remolinos que hacían difícil mantener la estabilidad del bote.
—Supongo que es cosa de las lluvias —dijo Michael, que sudaba por el esfuerzo con el remo.
Ferran lanzó al agua un trozo de madera que se había guardado en el bolsillo y lo enfocó con la linterna mientras se alejaba de ellos, a buena velocidad, por su derecha.
—Y por ahí deben de estar los desagües. —Consultó la brújula—. Ésa es la dirección del mar, o sea que por el otro lado estará la entrada de aguas.
—¿Qué hacemos?
—Vamos hacia tu antiguo hotel. Dices que salisteis por el sistema de cloacas.
—Sí. Dimos con una red.
Sin demasiado esfuerzo se deslizaron con relativa rapidez en la dirección de la corriente, maniobrando entre las columnas.
—Las repisas —señaló Michael—. Cuando salimos las cubría el agua y ahora ya se ven.
—Está bajando el nivel. Sale más agua de la que entra —corroboró Ferran.
Fue en aquel momento cuando el bote chocó con algo y Ferran tuvo que mantener el equilibrio para no caer al agua. Soltó una maldición y enfocó con la linterna. Al momento lanzó un grito ahogado y se dejó caer en el fondo del bote. La frágil embarcación pareció zozobrar mientras Ferran gritaba:
—¡Sal de aquí, joder, sal de aquí!
Michael tomó el remo y bogó por el lado derecho alejando el frágil bote del obstáculo y a punto estuvo de empotrarse contra una de las columnas. Pegó el bote a ella y se cogió con la punta de los dedos a un saliente mientras Ferran, blanco como una hoja de papel, escudriñaba la oscuridad con la linterna.
—¿Qué era? —gritó Michael.
—Un cuerpo, ¡joder! Un cuerpo flotando… ¡maldita sea!
—Puede haber una docena —musitó Michael—, si es que el agua no los ha arrastrado hacia el mar.
Durante un tiempo que les pareció eterno remaron en la dirección que, más o menos, Michael iba señalando. Hicieron una parada junto a otra de las columnas para recuperar un poco el aliento y volvieron a moverse, esta vez con mucha más precaución, avanzando lentamente y en silencio. Ferran dudó en hacer la pregunta, pero finalmente lo hizo.
—Tú y Andrea… —dijo— ¿estáis… juntos?
—Somos amigos —asintió Michael.
—Ya. Muy británico.
—¿Qué quieres decir?
—Nada en especial, que un español habría contestado «sí, estamos liados», o «no te importa una mierda».
—Sí, estamos liados, pero no lo estábamos. Al menos no de la manera que lo estamos ahora.
—Ahora nada es como antes —manifestó Ferran.
Hizo un gran esfuerzo con el remo para no chocar contra otra de las columnas. Aguzó el oído y percibió un gorgoteo cada vez más intenso. La superficie estaba cada vez más agitada y el bote parecía sufrir un empuje desde el lado izquierdo que los obligaba a remar sólo por la derecha para mantener el rumbo. Lo peor era esquivar las columnas, siempre por el costado derecho.
—Ahí hay otro colector —señaló Michael.
—¿Cuánto falta para el hotel?
—Debemos de estar llegando. Es un agujero que abrimos nosotros porque no encontramos el colector principal.
El muro norte del depósito apareció de la oscuridad casi de improviso. Michael lo recorrió con la linterna buscando el agujero abierto con tantas dificultades desde uno de los desagües del aparcamiento del hotel. Lo descubrió más arriba, a unos cuatro metros de la superficie.
—¡Maldita sea! —gruñó Ferran—. Tendríamos que valorar si vale la pena escalar eso, ¿no?
—Lo más probable es que todo el hotel se derrumbara sobre el aparcamiento, así que no debe de haber nada que podamos utilizar.
—Aun así habría que intentarlo, luego veremos qué hacemos… Supongo que no eres campeón de escalada ¿no?
—Subo bien las escaleras —ironizó Michael.
Ferran sonrió, se quitó la cazadora y la mochila y observó la pared de ladrillo, rugosa y aparentemente fácil de escalar. Estaba extraordinariamente fría, hasta el punto que sintió un estremecimiento al tocarla.
—¿Cómo coño os pudisteis meter en el agua? Debe de estar congelada.
—No lo sé —admitió Michael—; tal vez es que el fuego era peor.
—Ilumíname, ¿quieres?
En contra de lo que esperaba Ferran, el ascenso fue más rápido de lo que había pensado. El agujero era suficiente para que pasara una persona, y los bordes irregulares y fragmentados mostraban a las claras que se había abierto desde dentro con herramientas rudimentarias. La linterna le mostró un túnel que se abría a izquierda y a derecha.
—A tu izquierda —le señaló Michael—, a no más de diez o doce metros, hay otro tubo más estrecho que sube. Hay posibilidades de agarrarse, pero es muy resbaladizo. Unos seis metros, no más. Cinco o seis. Hay una trampilla que dejamos abierta y es un falso sótano. Tienes que ir agachado…
—Sí, de acuerdo. Ya me lo sé de memoria. Lo peor será que todo ese camino lleve al exterior, porque entonces sí que la hemos jodido bien.
—Suerte —dijo Michael un instante antes de que Ferran se zambullera en el túnel.
Caminar los doce metros por un conducto circular no supuso ningún problema para Ferran, ni siquiera teniendo que aguantar la respiración a causa de la pestilencia. Lo único que le causaba una cierta aprensión era que apareciera algún cadáver, pero no fue así. No podía quitarse de la cabeza aquel contra el que había impactado el bote, y trató de convencerse de que no era el de su padre. El túnel ascendente era efectivamente sucio y resbaladizo y el olor era aún más repugnante. Avanzó ayudándose de mano y pies, como si subiera por una chimenea, y finalmente llegó a la trampilla abierta, tal y como le había anunciado su compañero de equipo.
El espacio al que llegó era, efectivamente, de una altura apenas practicable para ir de rodillas. Avanzó casi a rastras hasta que, unos metros más adelante, un rayo de luz mortecina le anunció el final del recorrido. Podía ser que la luz se filtrara desde algún punto lejano, no necesariamente que estuviera a un paso de la superficie. Empezó a sudar y el pánico lo agobió de tal manera que tuvo que detenerse.
Lentamente, aguantando la respiración, se acercó a un boquete rectangular abierto en la pared por el que se filtraba la luz del día. Empezó a temblar, y la sola idea de ver el sol le provocó una sensación insoportable. Finalmente sacó la cabeza por la abertura, con los ojos cerrados y las manos agarrotadas en los bordes, listas para impulsarlo de nuevo al interior del boquete. Abrió los ojos con un esfuerzo de voluntad y al momento sonrió relajado.
—Bien, Ferran —dijo en voz alta.
Acabó de salir del boquete y trató de entrar en calor pateando el suelo y golpeándose con las manos en los costados. Estaba en lo que era sin duda un aparcamiento, pero con un techo que como mucho tendría un par de metros, con grandes bloques y amasijos de hierro colgando. La luz provenía de un socavón del tamaño de un camión al otro lado de lo que había sido el aparcamiento. Llovía torrencialmente y gruesos chorros de agua se precipitaban desde el exterior sobre un paisaje lunar en el que algunos vehículos estaban aplastados bajo montañas de escombros y otros eran sólo esqueletos consumidos por las llamas. Del bolsillo, Ferran sacó el plano dibujado por Michael y trató de orientarse, pero los puntos de referencia habían desaparecido. La impresión era que, efectivamente, el hotel se había derrumbado tras el incendio y que sólo la casualidad había permitido que accediera la luz del día. Iba a volver por donde había venido cuando unas fugaces sombras pasaron por delante del agujero abierto al exterior. Eran perros, tres o cuatro, pero se limitaron a corretear unos minutos entre los escombros y luego desaparecieron tan rápidamente como habían venido. Ferran estaba seguro de que no tenían problema para encontrar alimento.
—Arriba no hay nada —dijo cuando regresó—. Echemos un vistazo a ese laberinto de cloacas, ¿de acuerdo?
—El nivel del agua ha bajado todavía más —le advirtió Michael.
—No es posible. Está lloviendo a cántaros. Debería entrar más agua… Esto no me gusta…
—¿Qué es lo que no te gusta? —preguntó Michael, inquieto.
—Lo vi en una película. Un tapón en la parte alta del curso de agua la retiene hasta que se rompe y provoca un cataclismo.
—Eso suena muy mal, ¿no?
—Fatal. Y más nos valdría salir de aquí, porque si es eso nos podría pillar y enviarnos directamente al mar.
Ferran se acomodó en el pequeño bote. Tomaron los remos y empezaron a bogar cada vez con más soltura, a ambos lados de su precaria embarcación, adentrándose en el inmenso lago artificial. El nivel había bajado todavía más y la superficie estaba extrañamente tranquila. Por su izquierda, donde debían de estar los desagües, subía un rumor suave, y los dos hombres percibieron que algo malo, muy malo, estaba a punto de pasar.
—¿Y si nos pusiéramos los chalecos? —sugirió Michael.
Soltó el remo y alargó la mano para coger el chaleco que Ferran le tendía. En ese momento, a su derecha, desde el muro oeste del inmenso depósito, un fragor espantoso y creciente los hizo estremecer como si la tierra temblara.
—¡Oh mierda, oh mierda! —exclamó Ferran mientras se colocaba el chaleco a toda prisa.
Primero fue un golpe de viento, como si se hubiera desatado un huracán que casi levantó el bote en el aire, luego un muro de agua y restos de todas clases cayó sobre ellos con un rugido, volcando su precaria embarcación como si fuera un cascarón.
Nunca me habría imaginado que llegaría a echar de menos a Ferran. Ahora me doy cuenta de por qué la gente lo sigue. Es por esa extraordinaria seguridad en sí mismo que es capaz de transmitir a los demás. No creo que sea una buena persona, nunca le he visto ni la más leve muestra de sensibilidad, pero ¿quién la tiene en estas circunstancias? Aunque me cuesta llamar a esto circunstancias, porque las circunstancias son pasajeras y esto no es pasajero. Esto es nuestra vida. Ahora somos una especie diferente de la humana que vive en la oscuridad, pero no sólo eso, que vive encerrada en pocos metros cuadrados, sin posibilidad de ir a ninguna parte. La sucesión de días y noches se ha detenido. He visto mujeres a las que les han caído diez años encima en cuestión de ¿un día?, ¿de dos? ¿Cómo medir el tiempo? He pensado en hacer marcas en algún sitio para contar los días, pero para eso tendría que ser consciente de la sucesión de mañana y noche. Y ni siquiera eso puedo hacer. La vida en nuestra colonia sigue su curso. Casi sin darme cuenta me he encargado del control y la distribución de los alimentos. López no parece muy interesado, y a pesar de que es el hombre de confianza de Ferran no ha dudado en dejarme la responsabilidad. Joan, con sólo dieciocho años, es también una de las personas que más contribuyen a que esto se mantenga. Es como si de golpe hubiera crecido y se hubiera convertido en un hombre. Sigue tocando la guitarra, aunque naturalmente sin enchufar a la corriente. Sin embargo, consigue sacarle sonidos muy débiles pero agradables. Ha estado buscando una guitarra de las otras, clásicas, pero sólo encontró una destrozada que no pudo arreglar. En cuanto a Pilar, la madre de Aitana, cada día parece más un alma en pena. No tiene ningún interés en vivir, ni siquiera por su hija. Bebe alcohol cuando lo consigue, apenas come ni hace nada por nadie. A menudo pienso en Julia y en Marc. Es posible que hayan sobrevivido y que estén en algún lugar, juntos. Daría cualquier cosa por saber de ella, de mi amiga. Me gustaría subir un día a ver nuestra vieja tienda, pero no me atrevo, tal y como están las cosas. Es como si arriba viviera una tribu de salvajes con los que no es posible hablar ni ponerse de acuerdo. Tal vez la culpa sea nuestra y de nuestro egoísmo.
Frente al espejo, con sólo la luz de una vela, Roman acabó de pintarse la cara de negro. En realidad no toda la cara, sino cuatro rayas paralelas, negras, en cada mejilla, conseguidas untando los dedos en una lata de betún. A su lado, una de las chicas encontradas en el Decathlon, sentada sobre la repisa del cambiador de bebés, lo contemplaba mientras ascendía hacia el techo la fina columna de humo de un cigarrillo a medio consumir.
—Te queda muy bien. Pareces uno de esos indios de las películas.
Roman la miró sin entender muy bien lo que había dicho, pero la expresión seria de la chica le hizo pensar que era algo importante. Después cogió el macuto, metió en él dos paquetes de naipes y salió de la tienda zigzagueando entre la gente que ocupaba el pasillo principal de la colonia. En la entrada, el vigilante echó un vistazo a los juegos de cartas y luego le indicó con la cabeza que podía pasar.
En el pasillo exterior, grupos de personas efectuaban sus transacciones en silencio. Una de las características de los nuevos tiempos era el silencio. Nadie parecía tener nada que decir y los gestos y los guiños habían ido sustituyendo el lenguaje. Las conversaciones se mantenían en voz baja y casi siempre se reservaban para los momentos de intimidad en las tiendas o en los rincones. Roman fue directo hasta uno de los grupos en el que tres hombres aguardaban en actitud expectante. Sin decir una palabra, Roman les entregó los dos paquetes de naipes, que uno de los hombres abrió. En su interior no había cartas, sino sendas latas de conserva. A cambio, Roman recibió un rollo de alambre todavía empaquetado y etiquetado. Luego se dirigió hasta la escalera que llevaba al piso superior. La actividad no era menor en aquel punto. Se movió con ligereza entre los grupos de gente, pasando con rapidez ante el pasillo que llevaba al exterior. Como siempre, allí había un grupo expectante, contemplando el mundo exterior bien a cubierto. Los más valientes se encontraban en primera fila, con los ojos semicerrados, soñando tal vez en otros tiempos y otro mundo. Roman se paró un instante, cerró los ojos y dejó que un tímido rayo de sol le acariciara el rostro, pero inmediatamente un negro nubarrón se interpuso entre la luz y él y una lluvia espesa y pertinaz se desplomó sobre la calle solitaria.
Richard vio llegar al muchacho desde lejos. Su herida estaba cicatrizando bien aunque aún se sentía muy débil. Hacía días que el doctor Roure no lo visitaba. De hecho, entre la gente más próxima había aparecido una enfermera jubilada que había accedido a revisar su herida a cambio de pequeñas retribuciones, como una caja de cerillas o un paquete de pañuelos de papel susceptibles de ser cambiados después por unos caramelos o unos frutos secos.
—¿Qué se dice por ahí abajo? —preguntó después de inspeccionar el rollo de alambre.
—Clos no está. Dicen que instalado en parking —le explicó Roman en su rudimentario español.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Chica de la suerte.
De debajo de la litera en la que estaba sentado, Richard sacó un tubo metálico y unos alicates. Con habilidad, bajo la atenta mirada de Roman, terminó de confeccionar un lazo de más de dos metros de largo metido dentro del tubo.
—¿Qué es esto? —preguntó Roman.
—Ya lo verás. ¿Dónde está tu hermano?
—Con chica. En tienda.
—¿Qué chica?
—Chica de abajo, del hipermercado.
—Dile que lo necesitamos.
El acceso hasta el piso superior estaba despejado. A nadie parecía interesarle un espacio luminoso con sólo una cubierta de plástico transparente, pero la cubierta estaba rota, algo que Richard había descubierto hacía días, y en el interior del espacio donde estuvieron las terrazas y los cines revoloteaban las palomas que habían colonizado el lugar como su nuevo hábitat. Como siempre, Nicolai se quedó al pie de la escalera, vigilando. Su aspecto poco tranquilizador era una garantía de que nadie los iba a molestar. En cuanto a Roman, más peligroso aunque menos obvio que su hermano, era siempre un buen ayudante en cualquier cometido.
Acababa de amanecer y el cielo estaba encapotado, igual que los últimos días. En aquel momento no llovía, y las palomas revoloteaban por el espacio cerrado de la terraza. Desde allí, Richard tuvo que dominar la sensación de vértigo al mirar al exterior. Sintió el impulso de atravesar la puerta y salir a la terraza semicubierta, pero le fue imposible dar un solo paso. A su lado, Roman temblaba sin poderse contener. Richard se tendió en el suelo con la vista fija en el exterior. La temperatura no debía de ser muy alta, pero él sudaba copiosamente. Incluso las manos le resbalaban por el largo tubo metálico. Lo primero era localizar la paloma en cuestión. No tenía ninguna preferencia, así que se fijó en una que parecía no moverse demasiado, a menos de dos metros de su posición. Se secó las manos en los pantalones y luego fue alargando poco a poco el tubo en dirección al animal. El primer intento resultó un fracaso cuando la paloma echó a volar. Richard maldijo en voz baja y trató de recuperar el aliento. Roman se tendió a su lado, todavía temblando violentamente, y le dijo algo en rumano. Al segundo intento, la paloma se quedó dentro del aro de alambre, quieta, moviendo la cabeza a un lado y a otro, ajena a lo que su futuro le iba a deparar. Richard se mordió los labios, contuvo la respiración y luego tiró con fuerza del alambre. El animal batió las alas pero ya era tarde, el lazo de fino alambre se había cerrado sobre sus patas y un fuerte tirón lo introdujo en el interior del edificio. La risa de Richard atronó en el lugar.
—¡Esta noche tendremos cena de lujo! —exclamó—. Vamos a por otra.
Cuando Richard bajó con tres palomas colgando del cinturón, Nicolai no estaba al pie de la escalera, vigilando, pero Richard estaba de muy buen humor y no le importó. Él y Roman se instalaron ante la tienda donde dormían los dos muchachos, y después de romperles el cuello a las palomas, encendieron un fuego e iniciaron la labor de desplumarlas.
Del interior de la tienda salió Nicolai, todavía a medio vestir, y una chica con una falda larga, una arrugada camisa floreada y el pelo muy negro y revuelto.
—Yo a ti te conozco —dijo Richard—. Te he visto abajo.
—Me llamo Alicia —dijo ella.
—¡Ah!, la vendedora de collares. ¿Qué haces aquí?
—Ha venido a comprar —dijo Nicolai haciendo el gesto de fumar.
Los tres hombres rieron, pero Alicia los miró con desprecio, dio media vuelta y se fue.
—¡Cuando quieras un intercambio de servicios me llamas! —gritó Richard y los tres volvieron a reír.