8

El sueño se iniciaba en una piscina un día de verano. Pero no era un baño de placer, sino una huida hacia delante. Luego venía la negrura, la oscuridad absoluta y la presencia de cadáveres. Se despertaba bañado en sudor, o quizá no era sudor, sino agua sucia y putrefacta.

—Ya vuelve en sí —dijo una voz de hombre.

Luego vio algo de luz, una luz inestable y rojiza. Se incorporó y se miró las manos, secas, como la ropa.

—¿Dónde estoy? —preguntó Michael, y al momento oyó una risa de mujer a la que siguieron otras.

—Estás en el Carrefour Planet —dijo la mujer de la risa.

—¿Andrea?

El lugar era tan acogedor como podía serlo un hogar. Había un farol de gas, una cortina y un techo alto cruzado por vigas de hierro y tuberías. Y estaba Andrea.

—Así que te ha reconocido —sonrió el doctor Roure.

—Es un milagro —respondió Andrea. Tomó la mano de Michael después de limpiarse las lágrimas de un manotazo—. Estabas muerto. Estaba segura de que habías muerto.

—Ahí viene Ferran con su séquito —dijo Roure.

Por el pasillo se aproximaba Ferran acompañado de López y de Joan. Avanzaron entre la decena de recién llegados, famélicos y en los huesos. Ferran tomó una de las sillas de plástico y se sentó a horcajadas frente a Michael.

—¿Quiénes sois? —preguntó abruptamente—. ¿De dónde salís?

—Viene del hotel de la plaza de Europa —dijo Andrea.

—Le he preguntado a él.

—Estábamos en el hotel y encontramos un modo de descender al sistema de cloacas —respondió Michael—. El hotel ardía por los cuatro costados y se nos vino encima… Éramos unos cincuenta.

Ferran echó un vistazo al grupo y luego se volvió a Michael.

—¿Qué les pasó a los otros?

—Déjalo respirar —protestó Andrea.

—Tú cállate. ¿Qué les pasó?

—La mayoría no llegó a tiempo de meterse por los desagües… El hotel se derrumbó.

—¿Cómo habéis sobrevivido ahí abajo?

Michael miró a Andrea, le apretó la mano y luego relató el viaje a través de las cloacas, perdidos, rodeados de ratas y de aguas putrefactas, comiendo lo poco que habían sacado en las mochilas y los bolsillos hasta que todo se agotó.

—Bolsas de frutos secos, patatas fritas, dulces para niños y refrescos… hasta que llegamos al depósito.

—Te refieres al pozo ciego —lo interrumpió Joan.

—Déjalo terminar —ordenó Ferran.

—No es un pozo ciego, ni mucho menos, es un depósito de aguas pluviales, uno de esos macrodepósitos contra inundaciones. Es inmenso. Dentro hay algunas zonas secas y llegan cursos de agua subterránea. Enorme. Hemos vagado perdidos… durante días, no sé cuantos y…

Un silencio cortó el relato de Michael. Ferran respiró hondo y luego sacó un paquete de cigarrillos.

—¿Fumas? —preguntó ofreciéndoselo.

Michael negó con la cabeza. Andrea le apretó la mano, casi en los huesos y lanzó una mirada de súplica a Ferran.

—¿Cómo habéis podido subir? —preguntó López—. El pozo… bueno, no se ve el fondo.

—Hay una escalera metálica. Al principio no la vimos, bueno, no veíamos nada. El techo está muy alto, pero se puede llegar de modo escalonado. Descubrimos el pozo por casualidad y que había una escalerilla empotrada en la pared, difícil de ver y de subir… Hay quien no lo consiguió…, pero está.

Ferran se levantó de la silla y aguantó la mirada inquisitiva de Andrea.

—Son sólo cuatro personas —dijo ella.

—De acuerdo. Podéis quedaros tú y tu grupo. Andrea te explicará las normas. Descansa un rato y luego vienes a verme a la oficina. —Después añadió en voz baja al oído de Andrea—: Pero se han acabado las excepciones.

El reencuentro con Michael me ha emocionado, pero momentos después la prioridad vuelve a ser conseguir alimentos cada día. Todo está estrictamente racionado y contamos con recursos para meses, pero no entra nada nuevo, sólo consumimos. Y eso tiene un fin. Todo lo contrario que nuestra vida, que no parece tener un fin concreto. Rata «sapiens». Sé que en el piso de arriba ya dan caza a las ratas. Aún pienso de vez en cuando en mi madre y en Julia. ¿Qué será de Julia y de Marc? ¿Estarán juntos y a salvo? Estoy empezando a sentirme incomoda con Olga. Sólo pensar que se acuesta con Ferran ya la hace odiosa. Ahora que ha aparecido Michael tal vez sea el momento de buscar otra tienda e instalarme con él. Sé que hay un mercado negro, más o menos, en el pasillo exterior, y que se puede conseguir una tienda cambiándola por algo de comida, baterías o pilas eléctricas, que son la mercancía más preciada. Al menos estar con él me alejará un poco de esta espantosa soledad.

Michael se recostó sobre una improvisada almohada y cerró los ojos, pero la oscuridad parecía peor que la precaria luz y los volvió a abrir respirando con agitación.

—Creí que estabas muerto —dijo Andrea acurrucada bajo su brazo—. Estaba segura de que habías muerto…

—Yo también pensé que no lo habías conseguido.

Se acurrucó aún más notando la fragilidad de su amigo. Por un momento revivió aquellos instantes en los que él se había bajado del Hummer, aterrorizado, y cómo ella, con los ojos cerrados, había apretado a fondo el acelerador. Michael se había instalado en la tienda que ella compartía con Alicia después de que Roure, no sin sentido del humor, lo hubiera dado de alta. El resto de refugiados habían formado un único grupo y se habían instalado en uno de los pasillos menos poblados.

—El doctor Roure me devolvió a la vida, literalmente, te lo aseguro —le explicó Andrea.

Se incorporó en la improvisada cama y alcanzó el paquete de cigarrillos. La luz que entraba del exterior, proveniente de una lámpara de gas, recortaba la figura de Andrea contra la tienda.

—Es increíble… que lo lograras. Lo siento. Siento haberte fallado.

—No digas eso —protestó ella volviéndose medio enfadada—. Estamos enfermos. No podemos controlar el pánico. Si hubiera alguna posibilidad estaríamos fuera y no encerrados aquí.

—Pero tú lo hiciste.

—Y vosotros. Yo sería incapaz de moverme por las cloacas. ¿Cómo habéis podido sobrevivir ahí abajo?

—La mayor parte del tiempo en el agua, agarrados a cosas que flotaban, como náufragos. Ateridos de frío, apretados unos contra otros, turnándonos para subir a algún sitio seco, o casi seco, bebiendo agua directamente del depósito. Al menos no pasamos sed… Tropezamos con dos cadáveres el último… no, el penúltimo día… El hedor, el frío, el hambre… ¿Recuerdas al ingeniero, el inglés?

—Sí, vagamente.

—Desapareció en el agua. Se hundió, sin más. No sé si murió antes o después, o si se dejó ir…

—Olvídalo. Ahora estás a salvo, al menos tan a salvo como nosotros.

Se abrazaron y Andrea le contó en pocas palabras como estaba la situación en su pequeño mundo superpoblado, cómo habían formado una especie de comunidad férreamente organizada y dirigida, cómo habían creado lo que alguien llamó «el reino de la tristeza», donde incluso a Aitana, la única niña, se le había desdibujado la sonrisa desde hacía tiempo. Le hizo mucho bien contarle a Michael aquellas cosas, porque era como un modo de repasar la realidad y de entenderla mucho mejor.

—Alguien me dijo que vivimos en un espacio relativamente grande y que el secreto está en considerar que vivimos encerrados en una vivienda, sólo que nuestra vivienda tiene dos mil metros cuadrados. Si pensamos que estamos encerrados y que no podemos salir al exterior nos volveremos locos. Así pues, somos nosotros y nuestra casa. ¿No sobreviven los reclusos de una cárcel con mucho menos espacio?

Cuando terminó de hablar, o de filosofar, Andrea se dio cuenta que Michael se había quedado dormido. Se acurrucó de nuevo junto a él y trató de conciliar el sueño.

Sobre la mesa de la improvisada oficina habían extendido su más preciado tesoro, una brújula y el plano de l’Hospitalet de Llobregat, una joya encontrada en la librería del Carrefour. Bernat López, César Torras y Ferran estaban inclinados sobre él cuando apareció Michael en la puerta. Olga, sentada en un rincón, observó que su aspecto había cambiado para mejor. Llevaba ropa nueva y limpia, el pelo recién cortado y las facciones relajadas de la persona que ha descansado lo suficiente.

—Nos alegramos de verte —lo saludó Ferran con su mejor sonrisa—. Pasa, Michael. Éste es Bernat y éste César. Estamos estudiando la situación… digamos geográfica.

—¡Tenéis un mapa! —exclamó Michael.

—Sí. Una suerte. Y tenemos una brújula, bueno, en realidad varias brújulas. Venían incorporadas en algunas maletas que estaban a la venta. Las hemos recogido todas… Bien. Necesitamos que nos indiques lo mejor posible dónde está ese depósito de agua. Hasta ahora nosotros pensábamos que se trataba de un pozo ciego, pero según parece es algo así como un lago subterráneo.

—Es un lugar horrible —dijo Michael.

—Desde luego. En vuestras condiciones desde luego, pero con luz, con algo que flote y un poco de organización nos puede servir como… —miró a sus ayudantes— nudo de comunicaciones.

—No sé…

—¿Lo puedes situar en el mapa? —preguntó Torras.

—El depósito creo que sí, más o menos. —Tomó un lápiz que le tendió Torras e hizo un croquis aproximado—. Debe de estar por aquí, pero no sé qué forma tiene, eso es imposible de saber.

—Apostaría algo a que es un cuadrado —aventuró López—, o un rectángulo. Es lo más probable. Se trata de un depósito pluvial y no creo que se anduvieran con florituras al construirlo.

—Sí, yo también lo creo —confirmó Michael—. Recuerdo canales, o túneles aquí y aquí —señaló— pero luego nos perdimos y empezamos a andar en círculo. Todo el lugar está salpicado de columnas; tienen la base más ancha y eso crea zonas secas a las que se puede acceder, pero es difícil saber si el agua las cubrirá o no…

—Lo veremos cuando bajemos ahí. Tú nos acompañarás.

—No creo que…

—No será difícil bajar por el pozo, ¿no? Vosotros subisteis.

—Perdimos a dos personas mientras subíamos —recordó Michael, sombrío—, y bajar puede ser peor. No se ve nada y la escalera está resbaladiza y faltan algunos trozos. Haría falta…

—Haría falta alguien que entendiera algo de descenso o de barranquismo —dijo Olga.

—No creo que debas bajar tú —rehusó Ferran tras una pausa.

—¿Por qué? ¿Por qué soy una mujer? Soy la única que sabe algo de descenso o de espeleología.

—Tiene razón —intervino López—. Podría ayudar a bajar en mejores condiciones, y a subir después.

—¿Qué podemos usar para surcar ese mar, Bernat? —preguntó Ferran.

—Hay botes neumáticos que hemos recuperado del Decathlon —respondió Bernat Torras.

—Perfecto. Entonces de acuerdo. Olga se encargará de organizar el descenso. Ahora Michael, concéntrate, tienes que intentar colocar en el mapa todos los túneles que recuerdes con una idea de su amplitud. Puede ser nuestro modo de salir de aquí.

Pàmies se sentó en el suelo, no lejos de la entrada al almacén. Metió la mano en la mochila y aferró con fuerza la llave inglesa que había cogido de uno de los estantes. Lanzó una mirada torva al hombre que custodiaba la puerta de acceso y luego se aproximó a su espalda, arrastrándose con cuidado. Sólo tuvo que esperar, una hora tal vez, pero el tiempo era algo que no contaba en un recinto cerrado del que no había posibilidades de escapar. En un descuido de pocos segundos, Pàmies se coló en el interior del almacén y corrió a refugiarse detrás de unos estantes repletos de paquetes de pasta y pañales de bebé. De un montón de cajas de cartón recuperó una vacía y la fue llenando con todo lo que era capaz de coger. Su cerebro, embotado por el sueño, el hambre, el frío y el pánico no era capaz de pensar en el modo en que podría salir de allí con su preciado tesoro. Acabó de llenar la caja y salió al pasillo central del oscuro almacén.

—Suelta eso —dijo la voz suave de Ferran.

Pàmies apretó la caja contra su pecho, como si se tratara de un bebé. Tenía los ojos enloquecidos, girando sin control en las órbitas. Bernat López y Joan flanqueaban a Ferran, y se movieron, uno a cada lado, tratando de rodear al intruso. Pàmies era más bien delgado, casi escuálido, llevaba el pelo encrespado y sucio y todo él daba sensación de abandono. Sin decir una palabra, con los labios apretados, retrocedió unos pasos, como buscando apoyo en la oscuridad.

—Esto es mío —musitó al fin—. No tienes ningún derecho a decir lo que podemos o no podemos coger.

—Te he dicho que lo sueltes. Después, si quieres, lo discutimos. Ahora haz lo que te digo y suéltalo.

Por la izquierda de Ferran, Joan se deslizó con cuidado ocultando a su espalda un sólido martillo de escalada. Pàmies sudaba copiosamente pero no hizo ademán de soltar su preciado tesoro, antes bien se replegó sobre sí mismo mirando nerviosamente hacia uno y otro lado. Poco a poco se fue acercando hasta una de las estructuras metálicas mientras Joan y López le cortaban toda posibilidad de huida.

—Vamos, tío —dijo Joan—, suelta la caja y la mochila. ¿Adónde vas a ir con todo eso?

—Dejadme en paz.

—Te dejaremos cuando la sueltes —replicó López, amenazante, al tiempo que esgrimía su bate de beisbol.

—Escúchame —dijo Ferran—. No puedes entrar en el almacén y apropiarte de lo que quieras, ¿lo entiendes? Tenemos unas normas. Hay que racionar la comida. No puedes llevarte lo que quieras. ¿Qué llevas ahí? ¿Comida para dos días? Y luego ¿qué? Ya hemos pasado por eso. Ahora tenemos normas y sobrevivimos. La gente que está aquí lo sabe desde hace tiempo, tú lo sabes. No quisiste quedarte con nosotros y ya te lo advertimos. No se entra en el almacén y se coge lo que a uno le da la gana. Esto no va así. Esperas tu turno y recibes tu ración.

—Pero vosotros tenéis lo que queréis. Y la gente sólo lo que vosotros queréis darle…

—Eso no es verdad. ¿Nos ves a nosotros cargando paquetes?

—Démosle una lección y acabemos con esto —gruñó López.

—Venga, deja el paquete —le insistió Joan.

En ese momento, López hizo intención de acercarse y Pàmies estalló. De improviso lanzó la pesada caja contra López y se precipitó sobre él aullando como un loco. López recibió el proyectil en el pecho y cayó de espaldas mientras Joan, con el martillo en alto, trataba de alcanzar a Pàmies. El primer golpe le acertó en el hombro y Pàmies se revolvió lanzándole un puñetazo que alcanzó de lleno a Joan en la cara. López se levantó y recuperó el bate de beisbol que había soltado al caer al suelo.

—Se acabó. Ahora… —no terminó la frase porque Pàmies, furioso, se lanzó con la cabeza baja contra él aplastándolo contra la pared y haciéndole perder de nuevo el bate.

Joan, recuperado del puñetazo, mantenía empuñado el martillo y volvió al ataque. Joan, López y el hombre intercambiaban golpes y jadeos. Eran dos contra uno, pero Pàmies estaba rabioso y enloquecido.

—No podemos dejar que esto se nos vaya de las manos —murmuró Ferran.

Con movimientos lentos descolgó el fusil submarino de su hombro, apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo. Sin un grito, Pàmies cayó de rodillas con el pecho atravesado a la altura del corazón.

Fuera, nadie oyó el siseo de la flecha ni el golpe sordo al atravesar al pobre muchacho, y si lo oyó alguien, no hizo ningún movimiento. La gente tenía otros problemas de los que ocuparse.

Ferran eligió lo que él llamaba «la noche artificial» para sacar el cuerpo del desgraciado. El nombre de noche artificial se lo daba Ferran en su fuero interno, aunque sabía que fuera, al otro lado de las puertas, la noche era auténtica. Lo de mantener la sucesión de días y noches funcionaba de momento, pero cada vez eran más los que perdían el ritmo vital y dormían simplemente cuando tenían sueño. No sabía nada del tipo al que había matado, ni tenía interés en saberlo. Lo más probable era que el resto de la colonia tampoco lo supiera.

De un modo que a mucha gente le hubiera parecido irrespetuoso, López y él colocaron el cuerpo de Pàmies sobre un carrito metálico de los usados para las compras, y con gran dificultad lo bajaron por la escalera hasta el tercer aparcamiento, en las profundidades de sus dominios. Desde hacía tiempo, algunos se habían instalado permanentemente en el primer nivel; al fin y al cabo el interior de un coche podía ser un dormitorio tan cómodo como otro cualquiera, y mucho más íntimo, pero los dos siguientes niveles permanecían despoblados.

—¿Te has fijado en los coches? —dijo López mientras se secaba el sudor de la frente—. Todo el mundo está buscando pareja, pero creo que hay más mujeres que hombres. Al fin y al cabo les gustan más las compras que a los tíos.

—¿Quieres dejar de decir tonterías y seguir empujando? —le soltó Ferran.

En algunos momentos pensaba que su nuevo amigo era una especie de extraterrestre que aún no había comprendido cuál era su futuro. Si es que había un futuro. O tal vez era como un pez, con una memoria que le duraba sólo unos segundos.

Llegaron junto a la boca del pozo, en el tercer sótano, y se detuvieron jadeando. Pàmies, o su cuerpo, debía de pesar más de setenta kilos, un peso insuficiente para escapar a la muerte y demasiado para ser transportado en un carrito de la compra.

—¿Es de los que llegó por el pozo? —preguntó López.

—¿Quieres ayudarme a sacarlo de aquí?

—¿Y por qué? Es mucho más fácil empujarlo con carrito y todo.

En mala hora Ferran creyó que era una buena idea. Empujaron el carrito por el estrecho boquete para comprobar inmediatamente que el artefacto se había quedado atascado, ni dentro ni fuera, con el cuerpo colgando en una postura extraña, los ojos semiabiertos, mirándolos como si les reprochara su incompetencia.

—¡Maldita sea! —gritó Ferran.

Dio una violenta patada al carrito, pero éste ni se inmutó, atascado en mitad de la abertura. Para acabarlo de arreglar, Bernat López empezó a reír de un modo histérico, y Ferran a punto estuvo de lanzarlo también a él al pozo.

—En mi coche tengo una cuerda —dijo López cuando consiguió dejar de reír.

Ferran se sentó en el suelo a esperar mientras López volvía dos pisos más arriba. Apagó la linterna para ahorrar batería y se quedó allí, en total oscuridad, acompañado sólo por el silencio. Afinando un poco el oído creyó oír un chapoteo lejano, probablemente proveniente del fondo del pozo, y se imaginó el cadáver de su padre flotando a veinte o treinta metros de distancia, o tal vez depositado sobre un lecho de fango, roído por las ratas o cualquier otro bicho capaz de sobrevivir en el fondo de un pozo; un ser humano, por ejemplo.

López tardó una eternidad en regresar con la cuerda, y Ferran encendió su linterna para iluminarlo mientras ataba un extremo al carrito y el otro al único coche cercano. Desvió un instante la linterna para asegurarse de que el carrito seguía en la misma posición, y la mirada perdida del cadáver le provocó una arcada. Vomitó todo el contenido de su estómago sin que López se inmutara, y luego éste manipuló el encendido del coche hasta que el motor arrancó, luego, dando marcha atrás, tiró del carro. No fue nada fácil. No consiguió sacar el carrito de su atasco, y lo que ocurrió fue que arrancó de cuajo la parte en que había atado la cuerda. Con un crujido espantoso, salió volando un gran trozo de metal, el carrito se desmoronó y el cuerpo del desdichado desapareció en las profundidades con un chapoteo sordo y lejano.

—Bueno —jadeó López—. Polvo al polvo, o lo que sea.

—Vámonos. Este sitio me pone los pelos de punta.

—A mí también.

Ferran dudó que algo llegara a poner los pelos de punta a Bernat López.

En la oficina reinaba un silencio tenso cuando entraron Ferran y López e hicieron un gesto de saludo con la cabeza dirigido a los presentes, Joan, Olga y Torras.

—Bien, ya estamos aquí —dijo Ferran.

—¿Va todo bien? —preguntó Torras.

—Todo bien. Ya sabéis como están marchando las cosas desde que llegó el nuevo grupo. Recogimos a esas once personas llegadas por el sótano porque pensamos que debíamos hacerlo, pero estaréis de acuerdo conmigo que eso se ha terminado. No podemos acoger a todo el que llegue, y, sobre todo, no podemos permitir que se descontrole el estatus que hemos establecido aquí. —Hubo un asentimiento general—. Así pues, ha llegado el momento de tomar decisiones drásticas. Es necesario mantener la disciplina y tomar medidas.

—¿Quieres decir que echaremos a quien se rebele? —preguntó Olga.

—Por supuesto, a cualquiera que altere nuestro estatus, ¿me explico?

—¿Y cómo evitaremos que se cuele más gente? —preguntó Torras—. ¿O que los expulsados vuelvan a entrar?

—Fortifiquemos nuestro espacio —dijo López.

—¿Cómo? —preguntó Olga.

—¿Es una pregunta retórica? —Ferran contestó con otra pregunta—. Éste es nuestro mundo. Cuanto antes seamos todos conscientes de ello, mejor. Cortar los accesos, asegurar los aparcamientos, abandonar el primer piso. Allí no hay nada que nos interese. ¿Tú qué opinas? —preguntó dirigiéndose a Torras.

—Que no nos quedan muchas opciones.

—La clave es fortificar nuestro espacio y evitar que crezca la población —dijo López.

—Tengo el último recuento de alimentos. —Torras consultó unas notas—. Con el actual nivel de racionamiento nos llega para doce meses, tal vez algo más. Eso no es nada, hay que buscar alternativas, poner en marcha el plan de explorar a través del subterráneo.

—¿Estamos de acuerdo? —inquirió Ferran. Todos asintieron—. Pues bien, pongamos manos a la obra.

Andrea se vistió despacio y salió de la tienda dejando a Michael profundamente dormido. Fuera, en una pequeña hoguera, Pilar calentaba un puchero con agua, y Aitana, a su lado, permanecía silenciosa, encerrada en sí misma, con los ojos perdidos mirando al suelo.

—¿Cómo está? —preguntó Andrea.

—Creo que un poco mejor —respondió Pilar—. Esta mañana me ha pedido galletas, pero no ha querido ir a jugar.

—¿Jugar? ¿Y con quién? Ni siquiera su amigo Joan le hace caso ya. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? —añadió volviéndose hacia a la niña, pero Aitana ya no estaba a su lado, sino que había salido corriendo y casi se había perdido de vista.

—¡Aitana! —gritó Pilar

—No te preocupes. Yo la alcanzaré —dijo Andrea, y salió corriendo tras la niña.

La vio dirigirse hacia el fondo del hiper, donde estaban los almacenes. Desde hacía varios días el acceso estaba ya totalmente cerrado. La gran persiana metálica estaba echada y un mostrador que habían trasladado desde la zona de las cámaras frigoríficas ocupaba todo el largo de la pared dejando sólo una pequeña entrada al almacén. Tras el mostrador, una sola persona, hombre o mujer, se encargaba de distribuir los alimentos, y dos más vigilaban por turnos a ambos lados. Aitana, rápida y ágil, corrió a lo largo del mostrador y luego se desvió a la derecha. Andrea corrió todo lo que pudo para no perderla de vista, y la vio dirigirse hacia la rampa de acceso al piso superior.

—¡Aitana! —le gritó—. ¡Espérame!

Los accesos al piso superior estaban obstaculizados por una maraña de cables y estructuras metálicas, pero aún se podía transitar por ellos, y más una niña pequeña y espigada. A Andrea le costó un poco más, pero consiguió seguir a Aitana cuando la niña trepó al piso superior. Aitana echó a correr por el pasillo central atestado de gente y de desechos de todas clases. En la entrada de uno de los pasillos laterales Andrea vio una partida de dados organizada por los hermanos rumanos, y allí se detuvo Aitana. Roman animaba a los participantes a jugarse sus magras raciones, siempre acompañado del silencioso Nicolai. Roman le guiñó un ojo a Aitana cuando la niña se acercó, y ésta le respondió con una tímida sonrisa. Desde el encuentro con los zombies, como llamaban al grupo salido de las profundidades, la niña no había vuelto a hablar con ellos siguiendo las órdenes tajantes de su madre. Cuando los hermanos vieron a Andrea hubo un intercambio de miradas entre ellos. Roman dio un golpe en el hombro a Nicolai y ambos dejaron el juego para perderse en las profundidades de un pasillo oscuro.

—¿Adónde vas? —preguntó Andrea sin dejar de seguir a Aitana.

La niña corrió pasillo adelante, hacia la luz, y Andrea fue tras ella con cierta prevención. La puerta de cristal estaba cerrada, y el exterior, luminoso y soleado, no parecía en modo alguno amenazante. Andrea se detuvo a contemplarlo y vio como Aitana se sentaba en el suelo, frente a la puerta, y le señalaba los edificios al otro lado de la autovía.

—Mi hermano esta ahí. En el instituto.

—¿Cómo lo sabes?

—Se lo dijo a mamá por teléfono. Está ahí. Me iré con él.

—Claro, cielo —dijo Andrea ayudándola a levantarse—. Ahora tenemos que volver abajo. Mamá te echará de menos.

—Ahí hay otro fantasma —le aseguró Aitana señalando al pasillo.

Volvieron sobre sus pasos y la niña la condujo hasta otro de los corredores laterales. Estaba totalmente a oscuras. Sólo al final, a más de cincuenta metros, se podía ver la luz de una pequeña hoguera, o tal vez de un farol de gas. Aitana tomó de la mano a Andrea y la arrastró al interior del oscuro corredor. Instintivamente, Andrea encendió su pequeña linterna e hizo un barrido frente a ella. Sin darse cuenta tropezó con alguien sentado en el suelo. Fuera quien fuese se removió inquieto, y una voz de mujer musitó:

—¿Tienes algo de comida?

Aitana siguió tirando de ella hasta que alcanzaron el primer cruce con otro de los corredores laterales. Hasta allí llegaba un ligero resplandor procedente de la lejana salida, más allá del acceso al hiper. Mediado el siguiente pasillo, Aitana se detuvo y señaló con el dedo hacia arriba, pero la atención de Andrea se centró en los dos hermanos rumanos, plantados frente a ella como si quisieran cerrarle el paso.

—¿Qué buscas tú aquí? —preguntó Roman, el mayor.

El tiempo transcurrido no sólo le había hecho crecer desordenadamente el pelo, también lo había obsequiado con una expresión si cabe más dura de la que tenía al principio, cuando sólo era un raterillo a la búsqueda de un teléfono móvil o un billetero descuidado. Andrea notó en él algo parecido al miedo, pero al mismo tiempo no mostraba agresividad en su actitud. Y entonces se fijó en unas gotas de sangre en el suelo. No estaban únicamente junto a los pies de los muchachos, sino que en realidad venían del mismo pasillo que la había llevado hasta allí, sólo que no las había visto hasta entonces. Levantó la vista hacia arriba y entonces vio algo en lo más alto de la sólida estantería metálica. Era un saco de dormir con alguien dentro, acomodado en una estantería y del que salía una mano pálida y huesuda colgando en el vacío.

—¡Señor! —exclamó, y luego trepó como pudo hasta llegar a lo alto de la estantería.

—¡Vaya!, la chica afortunada —murmuró Richard con un jadeo.

Me gustaría poner una fecha o un día de la semana cada vez que empiezo a escribir, pero eso es algo que hace tiempo que dejó de tener importancia. Es curioso tener que usar un bolígrafo y papel para llevar un diario. O quizá es curioso llevar un diario en una situación como ésta. Ferran, Michael y ese individuo al que no soporto, López, se pasan horas en su guarida examinando los mapas y maquinando Dios sabe qué. Había pensado que con la llegada de Michael todo sería diferente, pero me equivoqué. Supongo que las circunstancias hacen cambiar a todo el mundo, seguramente también a mí. Sólo el doctor Roure parece ser el mismo de siempre, aunque más encerrado en sí mismo, pero sigue haciendo esfuerzos sobrehumanos para cuidar de nuestra salud. Me ha dicho que es posible que alguno de los llegados desde el pozo haya contraído el cólera, pero afirma que, de ser así, será una cepa no demasiado maligna y que tiene lo que necesita para controlarla. No obstante, ha recomendado hervir el agua antes de consumirla. Curiosamente, he empezado a acercarme un poco a Olga. No sé por qué se ha liado con Ferran… bueno, sí sé por qué. ¿Qué otra cosa se puede hacer en esta soledad? Yo mantengo mi relación con Michael casi por inercia, pero ¿qué nos queda en estas circunstancias? He perdido toda ilusión, y cada día más mi preocupación es algo tan simple y tan descarnado como sobrevivir.

Desde detrás de la cristalera, Olga contempló la terraza casi desaparecida bajo una cortina de agua. Le temblaba todo el cuerpo de puro terror, pero la ausencia de sol y la distancia hasta la puerta de cristal, que permanecía cerrada, parecía suficiente para mantenerla a salvo. Antes de dirigirse al piso superior se había hecho a la idea de que aquélla sería la última vez que vería el exterior, al menos en un futuro próximo. Ferran se lo había advertido, «esto va a cambiar, no volveremos a subir». Tal vez por eso había decidido hacer esa última visita. El agua caía a raudales sobre la terraza, y varios baldes, atados con cuerdas y empujados al exterior por los más diversos métodos, recogían el precioso líquido. Un grupo de personas, sentadas en el suelo o apoyadas en la pared, observaban la lluvia, cautivados igual que ella. Desde hacía semanas, o meses, no había sentido algo así, una mezcla de nostalgia, de miedo y de felicidad. Veía estallar las gotas en el suelo, resbalar por los cristales, y oía el tamborilear sobre los tejados, lo que le producía una extraña sensación de paz. A lo lejos, a través de la espesa lluvia, podía vislumbrar la silueta del hotel que hasta hacía poco había dirigido. Aquello parecía tan lejano como si nunca hubiera existido. De no haber decidido ir a la peluquería ahora estaría en su hotel, al frente de un equipo de trabajadores que confiaban en ella, pero no habría conocido a Ferran; aunque, pensándolo bien, ¿qué otra cosa habría podido hacer?

Volvió lentamente hacia la escalera, y los dos hombres que la custodiaban en la entrada al Carrefour la saludaron con un gesto. «Es como si aquí también fuera alguien —se dijo—, sólo que mi reino es mi mundo y fuera de él no hay nada».

—¿Dónde has estado? —le preguntó Ferran.

—Arriba. Mirando la lluvia.

—Tenemos que hablar de nuestra… excursión.

—Los de arriba están recogiendo agua de lluvia. En eso nos ganan.

—Bueno, no tanto. Ese deposito subterráneo nos dará el agua necesaria. El doctor Roure nos ayudará a purificarla o la herviremos para el consumo. Por lo que dice Michael es inagotable, va recogiendo agua de los colectores, agua de lluvia.

—¿Y ya está? —dijo Olga.

—¿Qué quieres decir? ¿Tú también crees que todo esto es inútil?

—¿Qué vas a buscar ahí abajo?

—Un lago subterráneo que quizá nos comunique con la ciudad. Podríamos movernos a través del sistema de cloacas. Del mismo modo que llegaron desde el hotel puede que haya otras entradas a otros edificios. ¿Lo entiendes? Somos como… comunidades. Podemos entrar en contacto con otra gente que puede tener cosas que necesitamos… No me resigno a quedarme aquí para siempre.

Olga no supo qué contestar. En realidad ya había perdido la noción de lo que era útil y lo que no lo era. Desvió la mirada de Ferran, inquisitivo como siempre, y se fijó en su propia imagen en el espejo. Su peinado había desaparecido por completo, hacía días que había perdido interés en maquillarse o pintarse los ojos, ¿o ya eran semanas? La ropa, una blusa semitransparente y un pantalón de chándal, era el modelo de atentado al buen gusto que siempre había criticado. Tenía una expresión triste, y las arrugas de las comisuras de los labios, antes casi invisibles, ahora estaban profundamente marcadas. Y no obstante seguía teniendo un cuerpo que ella misma veía como agradable. Se puso de perfil al espejo, se palpó el vientre, plano, desde luego, y luego volvió a mirar a Ferran, que la observaba con el ceño fruncido.

—¿Qué miras? —le preguntó, como esperando algo.

—¿Tú qué crees? —respondió él, y se acercó hasta casi rozarla.

Le pasó un dedo por la mejilla, por los labios y luego lo deslizó por la barbilla y el cuello hasta hundirlo entre sus pechos.

—Creo que he perdido mucho de mi atractivo —dijo Olga.

Cerró los ojos y dejó que le desabrochara la camisa, lentamente, y le quitara el sujetador.

—No… no sé —respondió él—. Supongo que todos hemos cambiado…

Olga lo besó en la boca, tal vez para hacerlo callar, pero disfrutó de cada momento, desde remover los cabellos de Ferran con los dedos hasta sentirlo dentro de ella.

Lo dejó en la colchoneta, adormilado, y salió fuera del precario alojamiento que se habían construido a base de paneles y toldos.

Andrea contemplaba su precario mundo, sentada en unas cajas, cuando la vio acercarse, con el cigarrillo en los labios y expresión relajada. Junto a ella, como casi siempre, Aitana permanecía sentada en el suelo, en silencio, escuchándolo todo y con los ojos muy abiertos, como si no quisiera perderse nada de su entorno.

—¿Sabes qué me ha dicho Ferran?, que todos hemos cambiado. Supongo que se refiere a mi aspecto físico. Es difícil que un hombre capte otro tipo de cambios.

Andrea la miró y no pudo evitar pensar que sí, que Olga había cambiado y que su aspecto físico había dejado de ser una prioridad para ella.

—¡Y qué otra cosa podíamos esperar! —exclamó Andrea—, nos hemos convertido en náufragos en una isla. No sabemos en qué día vivimos y ni siquiera eso tiene importancia. Nunca me había planteado lo que es el instinto de conservación, y creo que ahora lo he descubierto. Es esto que me hace seguir viva cuando no tengo ningún interés.

—¿Has pensado en suicidarte? —preguntó Olga del modo más natural, como si fuera otra posible opción.

—Todos los días —sonrió Andrea—. Por lo general antes de dormir. Pienso que sería un buen modo de acabar el día. Unas pastillas, o mejor un cuchillo… y ver correr la sangre.

—No sé cómo tenemos… fuerza para hablar de esto. Será porque somos mujeres.

—¿Sabes qué están intentado hacer en ese pozo? —inquirió Andrea.

—Explorar. Y no estoy segura de que vaya a ser algo útil. Dicen que por ahí abajo se puede cruzar la autovía y llegar a la ciudad. Aunque no he querido preguntar para qué.

Aitana abrió los ojos más que nunca.

Junto al pozo que conducía a las profundidades del depósito de agua se había formado una especie de campamento base. Entre el Decathlon y el trueque ya instituido el equipo disponía de cuerdas, chalecos salvavidas, linternas y un magnífico bote neumático. La luz la proporcionaba los faros del único coche aparcado en todo el sótano, al que habían reinstalado la batería. Ferran, Michael, Olga y Torras ultimaban los detalles de su aventura. Del modo suave y convincente en que hablaba siempre, Olga los instruía acerca de cómo usar el material y desenvolverse mientras descendían a las profundidades.

—Abajo, en la base del pozo, hay un espacio bastante amplio, podrás quedarte ahí sin problemas… —le aseguró Michael a Olga.

—Y con esto —Ferran mostró dos walkie-talkie— estaremos en comunicación.

—¿De dónde los has sacado? —se asombró Olga.

—Los rumanos. A cambio de un par de latas de conserva, pero tienen muy poca batería. La reservaremos para comunicarnos desde el bote.

—De acuerdo —asintió ella.

—Sigo pensando que no es una buena idea que bajes ahí —insistió Ferran—. Ya tuviste un accidente. ¿No has tenido bastante? No te conviene ese esfuerzo.

—Bajaré yo primero —se ofreció Torras con decisión.

—Genial —replicó Olga cínicamente—. Bajáis los tres y yo os aseguro con mi extraordinaria fuerza física y mi columna vertebral dañada.

—Tiene razón —reconoció Michael—. Ella tiene más experiencia. Ganaremos mucho si desciende la primera.

—De acuerdo —aceptó Ferran, y señalando a Torras añadió—: Entonces tú te quedas aquí.

—Nos aseguras mientras vamos bajando. —Olga le mostró a Torras cómo debía colocarse la cuerda—. Cuando lleguemos abajo haremos una señal con la linterna, nos soltamos y tú recuperas la cuerda.

—¿No es mejor bajar los tres juntos? —preguntó Michael—. Si cae uno los otros…

—Nadie se va a caer —le aseguró Olga—. De todos modos, si alguien cae es mejor que no se lleve a los otros dos por delante, ¿no? Tenemos que bajar despacio. Tardaremos unos cinco minutos cada uno en llegar abajo, puede que más, pero sin prisa.

—Bien, vamos allá —dijo Ferran.

Olga se colocó un arnés con agilidad y luego ayudó a Torras a atarse a una de las columnas y a colocarse la cuerda sobre el hombro para asegurarla a ella. A continuación le dio instrucciones de cómo mantenerla tensa e ir aflojando a medida de que ella bajaba. Pareció como si los cuatro contuvieran la respiración. Olga hizo un gesto parecido a una despedida y luego se deslizó al interior del pozo.

—Yo estaré al otro lado del hilo —le sonrió Ferran.

Olga sudaba copiosamente, y eso le hizo darse cuenta de que la temperatura era muy alta, como si al ir avanzando hacia las profundidades se fuera poniendo en contacto con el centro de la tierra. El repugnante olor que llegaba hasta la superficie del aparcamiento parecía hacerse más fuerte a medida que bajaba, y maldijo haber olvidado ponerse guantes. El contacto de la escalera era húmedo y resbaladizo y más de una vez perdió pie. Por un momento pensó en las personas que habían subido por aquella misma precaria escala, sin la seguridad de la cuerda sujeta a su cintura, hambrientos, ateridos por el agua helada y sin esperanza. Se detuvo un instante para recuperar la respiración. No era una persona físicamente fuerte; ágil sí, pero no muy fuerte, y el miedo hacía mella en ella. Cerró los ojos un momento y sintió una oleada de desesperación y de pánico, como el que había sentido cuando, semanas antes, había intentado salir del centro comercial. Se había sentido morir, con el corazón acelerado y el fantasma del accidente revoloteando sobre ella: «Nada de esfuerzos», le había dicho su terapeuta. ¡Qué estupidez! ¿Qué quería decir con esfuerzo? ¿Que no intentara salir a la calle o que desistiera de bajar por un pozo hasta un lago subterráneo? Había dejado de fumar, había reducido el whisky hasta extremos preocupantes, igual que las relaciones sexuales, pero ¿quién iba a pensar en un ataque de pánico con sólo asomarse a la calle? Allí, en la soledad de un pozo profundo y oscuro, el pánico insufrible había sido sustituido por un miedo soportable. «Todo irá bien», se dijo. Y aún lo pensaba cuando un falso apoyo le hizo perder pie de nuevo y su propio peso la precipitó hacia abajo con una fuerza brutal. Arriba, Torras lanzó una maldición cuando la cuerda se tensó tirando de él hacia el pozo. Ferran lo sujetó, aunque el arnés atado a la columna aguantó bien el tirón.

—Tranquilo, tranquilo. —Torras jadeaba por el esfuerzo—. La aguanto. Mirad en el pozo, a ver si la veis.

—Ahí está —dijo Michael enfocando con la linterna—. ¿Estás bien? —gritó.

Olga estaba todavía lo bastante cerca de la boca del pozo como para oírlo. Volvió a sujetarse a la escalera metálica y elevó el pulgar en el aire.

—Está muy resbaladizo —gritó—. No mováis un pie hasta tener el otro bien seguro y las dos manos en el hierro. Nada de sujetarse a la cuerda…

Olga recobró la estabilidad y el aliento y dejó de pensar en su historia reciente o lejana para seguir sus propios consejos y ocuparse de dónde colocaba los pies, de cómo sujetarse con las manos a los fríos escalones, tratando de olvidar al mismo tiempo el hedor de algo en descomposición. Tras unos minutos que le parecieron eternos notó cómo los pies se asentaban en algo más plano y sólido que las barras metálicas. Estaba en uno de los dos descansillos que Michael le había señalado. Se sentó no sin cierta dificultad y trató de recuperar el aliento. El corazón le iba a cien, y se sintió igual que cuando practicaba barranquismo o rafting, con la misma sensación de la adrenalina corriendo por sus venas. Apagó la luz para ahorrar batería y se vio envuelta en una oscuridad tal que impresionaba, al igual que el silencio. Abajo creyó oír un chapoteo. No era probable que hubiera rachas de viento, aunque aguzando el oído creyó oír algo parecido a una corriente de agua.

El final del pozo estaba rodeado de un círculo, una base de poco más de medio metro de ancho. Se imaginó a diez o doce personas amontonadas en ese espacio. A la luz de su linterna frontal pudo ver la superficie del depósito de agua unos metros más abajo, y no supo si es que se había acostumbrado al olor o es que allí era más soportable que en todo el recorrido del pozo. El ruido, como de un curso de agua, era más fuerte, y aunque enfocó en la dirección de donde parecía provenir no logró ver nada, sólo la superficie del agua un poco rizada, muy oscura, y una serie de escalones tallados que hacían bastante fácil llegar hasta ella. Lo primero que hizo fue soltar la cuerda de su arnés, luego volvió la cabeza hacia arriba y lanzó un destello apagando y encendiendo la linterna frontal. Al momento notó cómo tiraban de la cuerda hacia arriba y se quedó sola, completamente aislada en el fondo del pozo.

Entre las aficiones de Michael no figuraban, ni mucho menos, el barranquismo o la espeleología. De hecho, había sentido siempre una aversión muy arraigada hacia la naturaleza, hasta el punto de convertirse en un individuo raro en una época en que los alimentos biológicos, el naturismo o la defensa del medio ambiente estaban de moda. Por todo ello y la amarga experiencia de su viaje infernal por las profundidades, Michael habría preferido encerrarse en algún rincón oscuro y dejar pasar la vida antes que volver a sumergirse en aquel pozo inmundo. La cuestión es que no le habían dado opción, aturdido todavía por el horror vivido, pero a medida que iba recuperando el control sobre sí mismo se daba cuenta de la inutilidad de aquel viaje a las profundidades. ¿Qué pretendía Ferran Clos? ¿Alcanzar los hoteles de la plaza de Europa? Su hotel había sido pasto de las llamas, y los otros edificios, si podían llegar a ellos, debían de estar ocupados por enfermos de pánico, igual que ellos, con sus recursos esquilmados y desesperados por salir de allí. ¿Tenía sentido buscar una salida de un gran almacén lleno de comida y de suministros?

Mientras Michael se ajustaba el arnés y la mochila con el bote neumático, Ferran tenía clavados los ojos en él, con aquella mirada inquisitiva heredada de su padre. En cierto modo era como si estuviera leyendo los pensamientos de Michael. De hecho, Ferran sospechaba que el inglés podía ser más un obstáculo que una ayuda. Aliado con Andrea, el otro peligro, podían suponer un estorbo en su proyecto de controlar un amplio territorio y asegurar el suministro para la gente de su grupo. Le reventaba aquella especie de caridad que Andrea parecía rezumar por todo su cuerpo, siempre ansiosa por acoger a cuanta más gente mejor. Dejar en sus manos el control de la colonia era acabar con ella. Sin pretenderlo, Ferran esbozó una sonrisa cuando se dio cuenta del término que había utilizado: ¡una colonia! «Es una idea magnífica. Formamos una colonia, con nuestras normas, nuestra dirección y nuestra seguridad».

—Estoy listo —dijo Michael.

—Bien. Ya sabes, despacio y con cuidado. Cuando llegues abajo infla el bote. Me haces la señal y bajaré yo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Intentaré ir recomponiendo el camino que seguimos.

Michael hizo un gesto a Torras y éste lo ayudó a dar los primeros pasos por la escalera metálica. Luego volvió a sujetarse en la columna y aseguró la cuerda para que Michael iniciara el descenso.

—Ve con cuidado —advirtió Ferran a Torras—. Me da la impresión de que nuestro amigo no es muy hábil.

Torras fue soltando cuerda mientras Michael iniciaba el descenso. Inmediatamente, Torras notó la diferencia entre una persona experta como Olga y un aficionado como Michael. El inglés parecía que se dejaba caer a golpes, tirando de la cuerda a cada paso y haciendo que se le clavara en las manos a Torras, y que éste tuviera que esforzarse para aguantar su peso. En una de las frecuentes paradas de Michael, Torras se volvió a medias hacia Ferran.

—¿Crees que está enrollado con Andrea? —preguntó en voz baja.

—¡César, no fastidies! ¿Crees que es el momento?

—¿Sí o no?

—Desde luego que sí. ¿Qué te importa? ¡Ah!, vaya, el señor está interesado…

—Era sólo una pregunta. —Un violento tirón hizo que Torras volviera a prestar atención a la cuerda.

—Vivimos en un mundo del todo diferente, César —le estaba diciendo Ferran—. Aquí hay cosas permitidas que en el viejo mundo serían impensables.

—¿Qué quieres decir? —Torras jadeó por el esfuerzo.

—Pues que cuando dé el próximo traspié, que lo dará, sólo tienes que soltar la cuerda y ya no tendrás rival.

En ese momento la cuerda se tensó con fuerza y Torras miró a Ferran con los ojos muy abiertos. Cuando éste se echó a reír, Torras también lo hizo, liberado, y sujetó con fuerza la cuerda. Por un momento había creído que Ferran hablaba en serio.

Cuando Michael llegó abajo sin ningún inconveniente, el inglés se encontró con la sonrisa de Olga.

—Todo bien, ¿no?

Michael asintió, descansó un momento tratando de recuperar la movilidad de sus manos agarrotadas y luego descolgó el pesado bote de su espalda. Colocarlo sobre el agua e hincharlo les costó sólo unos minutos.

—Es más pequeño de lo que pensaba —dijo Michael.

—Es un Waterstrider de pesca —le informó Olga—, para una o dos personas como máximo, pero es bueno y resistente. Por suerte no pesáis mucho.

En contra de lo que habían pensado fue Ferran quien tuvo un percance que pudo tener consecuencias. Fue en el segundo de los descansillos, a sólo unos veinte metros del final del pozo. En un principio, ninguno de los tres se había percatado de que aquello no era sólo una plataforma de unos centímetros, sino que al fondo se abría otro túnel, suficiente para que pasara una persona. Cuando se dio cuenta de lo que había dentro, Ferran deseó no haberse aventurado en él. Un bulto informe, del que salía un olor nauseabundo, se movía como si la vida todavía palpitara en él, pero la vida era sólo la de un puñado de ratas royendo un cadáver. Ferran no pudo evitar soltar un grito y retroceder hacia la salida del estrecho túnel. Vaciló un instante y la escalera metálica resbaló entre sus dedos. El tirón de la cuerda al sujetarlo fue tal que lo lanzó de bruces contra la pared, y su propio peso hizo que el arnés se le clavara en las ingles. Creyó oír que lo llamaban desde arriba, pero fue incapaz de articular palabra. Trató de recobrar el aliento, y luego consiguió agarrarse de nuevo a la escalera. Supuso que Torras, arriba, notaría que la cuerda se destensaba, lo que debía ser la señal de que él seguía vivo y coleando. Respiró hondo y luego continuó descendiendo hasta alcanzar el final del pozo.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Olga.

—Nada. Todo ha ido bien. Nos esperarás aquí, ¿de acuerdo? Estaremos en comunicación hasta donde esto alcance —encendió el walkie-talkie—, pero no tengo ni idea de qué cobertura tiene ni si habrá suficiente batería. Sólo te llamaremos cuando haya algo que decir o si… hay dificultades…

—Bien —musitó ella.

—Llevaremos las linternas encendidas, de modo que podrás vernos. Tú mantén el farol encendido. Serás nuestro faro.

Olga asintió, se instaló cómodamente en la repisa, junto al farol de gas, y vio como Ferran remaba en dirección a la oscuridad con Michael como pasajero. Echó de menos algo así como una despedida.