Sigo sin fiarme de Ferran Clos. Al principio me cayó bien, pero he reflexionado sobre su actitud y Roure tiene razón, no me cuadra el hecho de que se enfrentara a su padre y ahora esté aquí con nosotros, ocupando un puesto dirigente. La gente lo aprecia. Y en la asamblea se hizo fácilmente con el control. Se nota que sabe cómo desenvolverse en estas circunstancias. Hace semanas que no consigo dormir más de tres horas seguidas. Me despierto sudando como si estuviera en un horno, y es en ese momento de la noche cuando la desesperación se hace más presente. He llorado tanto que me parece que nunca más podré derramar una lágrima. Tengo miedo por mí, por mi madre. ¿Qué será de ella? Es ahora cuando más la echo de menos. ¿Y qué habrá sido de Michael? ¿Habrá sobrevivido? Hace días que he dejado de tener el deseo irreprimible de salir a la calle. ¿Para qué? Sólo pensarlo me pone enferma. He perdido la noción del tiempo y cada vez me interesa menos la sucesión de días y de noches. ¿Qué es el día? Terror, miedo y muerte. Soy como una criatura de la noche, asustada y recelosa. A veces me gustaría ser una niña, como Aitana, y vivir esto como una aventura.
Era como un cuento. Una calle repleta de juguetes casi hasta el cielo. Aunque el cielo era un techo muy alto, oscuro, donde danzaban reflejos rojos y amarillos. Aitana caminaba muy despacio, con cuidado para no despertar a los cientos de muñecos y animales que poblaban las estanterías. En una de ellas, muy por encima de su cabeza, había alguien durmiendo, o tumbado, y Aitana se preguntó qué clase de hombre dormiría colgado en lo alto. Trató de pasar a su lado de puntillas, para no despertarlo, y tropezó de pronto con alguien que estaba en el suelo y que hasta entonces no había visto.
—¡No te asustes! —dijo un chico de cabello largo y ojos risueños—. Soy Roman. Y éste es mi hermano Nicolai.
A Aitana no le gustó Nicolai porque no podía verle los ojos. Miraba al suelo y movía la cabeza de un lado a otro, como si estuviera olfateando algo. En cambio, el otro, el que le había hablado, parecía simpático. La presencia de los dos chicos le hizo olvidar al hombre que dormía más arriba.
—Yo me llamo Aitana. Y tengo un hermano que está ahí —señaló como siempre—, en el instituto.
—¿Y tus padres?
—Mi madre está ahí —señaló hacia el final del pasillo—. Mi padre no lo sé.
—¿Tienes un caramelo?
—No. Andrea me da uno por las mañanas después del desayuno.
—¿Y por qué no los coges? Por ahí está lleno de cajas de caramelos y de eso que se chupa, y también chicles.
—No se pueden coger las cosas. Las tienes que pedir.
—Yo no las tengo que pedir —le aseguró Roman.
—¿Ah, no?
—Claro que no.
—¿Me darás un caramelo?
—¿Y tú qué me darás a cambio?
—No tengo nada… Pero te puedo enseñar una cosa.
—No tienes nada que me interese —dijo Roman en tono despectivo.
—Sí que lo tengo. Sé dónde hay un pozo.
—¿Qué? —exclamó Roman, súbitamente interesado. Dirigió unas palabras a su hermano en rumano y éste levantó los ojos del suelo por primera vez con una chispa de atención en ellos—. No me lo creo —añadió Roman.
—Pues ven y verás.
Aitana echó correr pasillo adelante seguida por los dos hermanos. Al llegar al tramo final del hiper, oscuro como boca de lobo, la niña se coló ágilmente por debajo de una persiana oxidada. Roman lo pudo hacer no sin dificultades, pero Nicolai fue incapaz de lograr que su cuerpo, más grande y pesado, pasara al otro lado.
—Espéranos aquí —le ordenó Roman.
Tras la persiana se abría un pasillo inclinado, estrecho y de techo bajo, cortado por tramos de escaleras descendentes, más pensado para cableado y tuberías que para el paso de una persona, pero Aitana, pequeña y ágil, lo recorría con una agilidad notable mientras Roman la seguía, sudando y luchando para no quedarse atascado. Desembocaron en el último piso del aparcamiento, y la niña le hizo una seña para que se acercara.
—Está ahí —dijo.
Al principio Roman no vio nada, pero la pequeña linterna le descubrió un coche aparcado, y algo más lejos, donde señalaba Aitana, la oscura boca de un pozo con una gran losa a su lado. La niña no era consciente del peligro, pero Roman sí, y se acercó con mucho cuidado, tratando de no resbalar en el suelo húmedo ni de tropezar con algunos hierros esparcidos por el suelo. El pozo era absolutamente oscuro, como una boca negra y desdentada.
—¿Adónde va eso? —preguntó Roman.
Aitana se encogió de hombros. Roman frunció los labios y luego prefirió prestar atención al coche con las portezuelas abiertas. Fue entonces cuando Aitana lanzó un grito agudo y tan fuerte que Roman se tapó los oídos, y cuando se volvió para ver qué pasaba, él mismo gritó con todas sus fuerzas. Del interior del pozo, como un cadáver que volviera de la tumba, apareció la figura de un hombre.
—¿Has visto a mi hija? —le preguntó Pilar.
—¿Aitana? No. Bueno, hace rato la vi por ahí…
—Tengo miedo. Me tiene asustada. Sé que a menudo se va arriba. Está empeñada en que vayamos a ver a su hermano, al otro lado de la autovía. ¡No me ocupo de ella lo suficiente!
—No le pasará nada…
—Me da miedo, y pasa mucho tiempo allí.
—Está bien, iré a buscarla.
—Eso es peligroso —apuntó Joan—. Te acompañaré.
Subieron por la rampa y saludaron a los dos hombres que parecían pasar el rato, fumando tranquilamente, sin nada mejor que hacer. Andrea no dijo nada, pero Joan vio en sus ojos una expresión de reproche.
—¿Qué pasa? —dijo él sin mirarla.
—Nada. ¿Tú estás de acuerdo con eso?
—¿Con qué?
—Ya sabes con qué. Con no dejar bajar a los de arriba.
—Sí que los dejamos, pero con nuestras condiciones.
—No es eso lo que me han dicho —replicó Andrea.
—¿Y qué te han dicho?
—Que no dejáis bajar a nadie. Que si les dais comida es a cambio de algo, como pilas, ropa, butano…
—¿Has visto como nos miran? —señaló Joan.
Las miradas de la gente agazapada en el primer piso era diferente. Sus ojos parecían más encendidos, e iban acompañados de gestos nerviosos y expresiones hoscas.
—Nos consideran privilegiados —dijo Andrea—, y no se lo reprocho.
—Pues por eso hay que vigilar.
Las cosas habían cambiado en el piso de arriba. Al principio era un espacio abierto, donde convivían el grupo del Carrefour, cada vez más cerrado, y «los de arriba», pero poco a poco aquella zona se había ido convirtiendo en un lugar muy peligroso.
Unos gritos llamaron su atención. Dos hombres se enzarzaron de pronto en una pelea y Joan tiró de ella para alejarla. Tropezaron con una mujer con los ojos como extraviados y Andrea murmuró una palabras de disculpa mientras la mujer trataba de cogerla por el brazo.
—¿Tienes algo de comer? —le preguntó.
Se alejaron por uno de los pasillos convertido en un caos de cajas vacías, ropa desparramada y objetos diversos, pero no había ni rastro de Aitana. En un rincón, Andrea creyó reconocer a una de las dependientas de Zara. Su aspecto era deprimente, con la mirada vacía, el pelo revuelto y un movimiento convulsivo en los labios.
—Hola. ¿Me conoces? —preguntó Andrea inclinándose frente a ella—. ¿Me recuerdas? Estamos buscando a una niña…
—Suele estar por ahí al fondo —dijo una voz masculina.
—Hola, Pàmies —lo saludó Joan—. ¿La has visto?
—Hace un rato. Iba con los dos rumanos. ¿Tenéis algo de comer? —Joan sacó del bolsillo un puñado de cacahuetes y se los tendió a Pàmies, que los devoró al instante—. ¡Como un monito de feria! —dijo el chico con una sonrisa cargada de sufrimiento.
—¿Por dónde han ido? —preguntó Andrea.
—La niña se esconde por ahí. —Pàmies señaló hacia el fondo del pasillo—. Debe de haber algo que le llama la atención.
—¡Mira, los privilegiados! —exclamó un hombre alto y fuerte que apareció de repente. Puso los brazos en jarras y se encaró con Andrea, mirándola de un modo que inquietó a la muchacha.
—Vámonos —dijo Joan cogiéndola del brazo.
Se movieron con rapidez hacia el fondo del local, esquivando montones de desperdicios, grupos de personas y pequeñas fogatas donde se cocinaban magras raciones.
En aquel punto se formaba un recodo oscuro y solitario. Andrea encendió la linterna y entonces vio a Aitana. Estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en una persiana herrumbrosa. Tenía los ojos muy abiertos y permanecía inmóvil, como si hubiera visto un fantasma.
—No le pasa nada —dijo Roure guardando el fonendoscopio—. Nada físico, quiero decir. Ha tenido un shock. ¿Dónde la habéis encontrado?
—Arriba. Al final, junto a una persiana forzada —dijo Joan.
—¿Os ha dicho algo? —preguntó Ferran.
—No tiene ningún daño —dijo Andrea mirando a Ferran con expresión pétrea—, sólo algunos arañazos, ha debido de meterse por debajo de la persiana.
—¡Mi niña! —exclamó Pilar abrazándola.
La niña estaba tumbada en la camilla improvisada por Roure. Tenía los ojos muy abiertos y no parecía darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
—Cosas de críos —apuntó Ferran.
—¿Tenéis idea de adónde da la persiana? Tal vez ha visto algo… —aventuró el doctor Roure.
—Hay un túnel. Puede que llegue al exterior y eso la haya afectado —sugirió Joan.
—Podría ser —señaló Roure—. No conocemos bien cómo funciona… esto. Pilar, no se separe de ella. Llévesela a un sitio tranquilo y que no vea a nadie. Sobre todo a esos dos críos con los que se junta.
—Si no le importa, doctor, me gustaría que la niña nos mostrara dónde ha visto el fantasma —dijo Ferran.
Tocó la cabeza de la niña con un gesto que pretendió ser afectuoso y luego esperó una respuesta.
—La niña está asustada —murmuró Andrea en voz baja.
—Yo sé dónde están los críos —aseguró Joan—. Ellos nos dirán lo que han visto.
—Está bien —asintió Ferran después de un momento de reflexión.
Alguien había puesto al pasillo central el nombre de Campos Elíseos, pero a Andrea le parecía un sarcasmo. Poco a poco el espacio se había ido transformando, y ahora las enormes estanterías habían sido modificadas y en algunos casos desplazadas, de modo que se habían organizado en auténticas calles y plazas, con espacios cerrados donde los diferentes grupos hacían vida. Joan se dirigió sin dudarlo hacia la escalera donde dos hombres montaban guardia armados con sendos bates de beisbol, los saludó y luego le dijo a Andrea:
—Ya sé que esto no te gusta, pero así son las cosas. Sin disciplina no sobreviviremos.
—Me parece estar oyendo a Ferran —respondió ella malhumorada.
Tras ellos, a unos pasos, Ferran, López y dos hombres más del séquito habitual parecían formar un piquete de ejecución o algo parecido. El grupo ascendió hasta el piso superior y allí Joan los condujo hasta uno de los pasillos laterales del Carrefour.
Los dos hermanos estaban en un rincón, con su aire de animalillos asustados. Se habían construido una cabaña con cartones y se protegían con una especie de barrera hecha con libros. Roman, el mayor, se puso de pie cuando los vio llegar y puso las manos por delante, como si quisiera defenderse. Alrededor del grupo de recién llegados se empezó a formar otro grupo de ceñudos refugiados que los miraban con rencor.
—¿Dónde habéis visto el fantasma? —le espetó Joan.
Sólo entonces Andrea se dio cuenta de que a quien estaban buscando era a Richard.
—Ella nos llevar a… parking, sótano.
—¿Al parking? —dijo Ferran—. ¿Cómo que os llevó al parking?
—Al parking. Pozo de cadáveres. Ella enseña pozo y…
—¿Os ha enseñado el pozo de cadáveres? —repitió Joan—. Esto… ¿y qué habéis visto?
—Visto… un cadáver —dijo Roman, blanco como un papel.
—¿Habéis visto un cadáver? —preguntó Ferran, escéptico—. ¿Qué te parece? —inquirió dirigiéndose a López.
—Que podría ser Richard…
El aparcamiento inferior era si cabe más solitario que los de arriba. O al menos eso les pareció. Ferran y López avanzaron con cierta precaución, iluminando el camino con sendas linternas que barrían el enorme espacio vacío. Un poco más atrás, Andrea y Joan los seguían con prevención. Los dos hombres que acompañaban a Ferran se quedaron junto a la escalera, como fuerza de retaguardia. Andrea no había vuelto allí desde el día de la inhumación del cadáver de Manuel Clos, y tenía la extraña sensación de estar entrando en un territorio inexplorado. Joan caminaba a su lado, tenso, lanzando en torno ojeadas de aprensión. Ferran y López se habían detenido al llegar al único coche que había en todo el aparcamiento. Tenía las portezuelas abiertas y dentro no había nada ni nadie. Avanzaron unos metros en dirección al pozo, despacio, midiendo sus pasos. Andrea creyó notar una ligera vacilación en Joan.
Lo primero que percibió fue un destello al pasar el haz de luz de Ferran por la zona cercana al pozo. Más que un destello se trataba de una serie de destellos, como puntos de luz. Andrea sólo fue consciente de que eran ojos cuando se dio cuenta de que iban agrupados de dos en dos.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó.
—¡Joder! —fue la respuesta de Joan— ¿No notas el olor?
En verdad el olor era repugnante. Avanzaron unos pasos y Andrea vio cómo Ferran descolgaba el fusil submarino de su hombro.
—¡Quién hay ahí! —gritó Ferran al tiempo que lo cargaba.
—¡Qué coño quieres hacer! —le espetó Andrea—, ¿matar a más gente?
—¡Por favor! —exclamó una voz suplicante—. ¡Por favor! ¿Tenéis algo de comida?
Andrea dio unos pasos atrás, hasta el coche, se metió en él y trató de encender los faros, pero hacía tiempo que las baterías de los coches habían sido trasladadas arriba para ser utilizadas. De la oscuridad, iluminado poco a poco por las linternas, fue apareciendo un puñado de personas con las ropas empapadas, los cabellos enmarañados y expresiones ausentes. La misma voz volvió a preguntarles si tenían algo de comida, y entonces Andrea se quedó paralizada, con los ojos muy abiertos e incapaz de moverse.
—¿Qué te pasa? —gruñó Ferran—. ¿Tú también has visto un fantasma? ¿De dónde coño salís vosotros?
—¿Michael? —musitó Andrea.
—Un poco de comida…
—¡Michael!
Antes de que pudiera acercarse más, Michael puso los ojos en blanco y se derrumbó como un muñeco.
El aparcamiento estaba lleno a medias, y Jaume y Sara se movían entre los vehículos hasta que el chico señaló uno de ellos.
—Ése es un diésel.
—¿Seguro?
—Claro. —Jaume la miró extrañado señalándole la marca—. ¿No lo ves?
—No entiendo nada de coches. Y ahora qué.
—Pues ahora hay que ver si el depósito está lleno y sacar el gasoil. Con un poco de suerte lo podremos usar para el generador.
—¿Y cómo lo vamos a sacar?
—¿Para qué crees que llevo la goma? —Se la mostró—. Ahora hay que intentar encontrar unas latas.
Cuando Jaume y Sara aparecieron con varias latas llenas de gasoil, del grupo de chicos y chicas salieron vítores y aplausos. Mercè sonrió y echó a andar por el espacio central. Echaba de menos su casa, pero al menos allí tenía más espacio y podía pasear rodeada de chicos jóvenes y animosos. Se acercó hasta el grupo formado por Gerard y el chico llamado Jaume, alto y fuerte como un oso. Estaban acuclillados frente a unos gruesos cables que, desde un agujero en la pared, llegaban hasta una caja de fusibles a media altura, ya en el interior del almacén.
—Tenga cuidado —le advirtió Gerard—. Esto no es muy seguro.
—Tendré cuidado —dijo Mercè sonriendo.
—¿Hasta cuándo nos durará el gasoil? —preguntó Jaume.
—No lo sé. Buscaremos más en el aparcamiento. Por lo menos para seguir usando el taladro.
—Gerard, ¿podemos hablar un momento? —le preguntó Mercè.
—Claro. Luego volvemos al aparcamiento —añadió dirigiéndose a su compañero.
—Cuando me encontrasteis… —empezó Mercè mientras caminaban juntos— ¿no visteis a nadie más?
—¿En su bloque? No… bueno, no entramos en todos los pisos. En el suyo sí porque la puerta estaba abierta.
—En el mismo rellano. La puerta dos. Allí vive sola mi amiga Maria. No tenía nada, se le había acabado la comida y…
—De eso hace ya varios días.
—¿Quieres decir que ya habrá muerto?
—No lo sé, señora Mercè. ¿Quiere que vayamos a buscarla?
—¿Se puede?
—Las cosas han cambiado. Hay grupos que no están con nosotros y que pasan de un bloque a otro por agujeros, por los aparcamientos… y no todo el mundo se comporta. Es un poco peligroso.
—Mi marido guardaba un arma en casa. Está en lo alto del armario del dormitorio. Donde me encontrasteis.
—¿Qué arma? ¿Una pistola?
—Sí, una pistola. Yo no entiendo mucho, pero era la suya. La reglamentaria.
—¿Era un poli? —Mercè asintió y esperó—. ¿Su amiga se llama Maria…?
—Eso es.
—Bueno… voy a hablar con los chicos. Haré lo que pueda.
—¿Una pistola? —exclamó Pep, el pelirrojo.
—Sí —asintió Gerard—. Nos podría ser útil, pero lo que importa es ver si localizamos a esa mujer.
—A estas horas estará muerta —dijo Sara.
—Las siniestras siempre pensando lo mejor —le soltó Mireia, la rubia.
—Y las pijas siempre pensando en Disneylandia.
—Callaos, por favor —pidió Gerard—. La cuestión es si decidimos volver a ese bloque a encontrar a esa señora… y de paso nos hacemos con la pistola y alguna otra cosa que nos pueda ser útil.
—Eso es como desvalijar las casas de la gente —apuntó Pep.
—Eso creo yo —corroboró Gabi—, aunque mola.
—Las cosas han cambiado —les recordó Gerard—. La otra vez no sabíamos bien qué pasaba. Ahora está claro que nos las tenemos que arreglar como sea. Ya no es desvalijar. Si no hay nadie, quiere decir que nadie va a volver.
—¿Y quién se quedará la pistola? —dijo uno de los gemelos Baquer.
—Eso sólo lo puede preguntar un subnormal —le espetó Sara.
—¡Mira quién habla, la putita de Gerard! —respondieron a coro los gemelos.
De no haberse interpuesto Gerard, Sara habría alcanzado a uno de ellos con las uñas pintadas de negro.
—¡Queréis dejar de portaros como estúpidos! —gritó Gerard—. ¿Qué pensará la señora Mercè? En lugar de decidir si vamos a por su amiga estamos haciendo el gilipollas como si estuviéramos en clase.
—¿Vamos a ir a por ella o no? —quiso saber Pep.
—Cuando volvisteis la otra vez dijisteis que era peligroso moverse fuera de aquí —dijo Mireia.
—Y lo es —asintió Gerard—. Pero creo que tenemos que hacerlo. Además, necesitamos hacer acopio de todo lo que podamos. Tenemos electricidad, por el momento, pero necesitamos muchas más cosas.
Al colarse en el edificio contiguo, Gerard habría dado cualquier cosa por que hubiera luz eléctrica. La pobre linterna que llevaba apenas si le dejaba ver un pequeño círculo delante de él, y estaba seguro de que de entre las sombras podía aparecer cualquier cosa. El hueco abierto en la pared llevaba directamente al sótano del bloque contiguo, un amplio espacio oscuro y silencioso con una ventana superior de hierro y cristal desde la que se filtraba la luz del día. Gerard, Pep y Sara se quedaron agazapados en el suelo, mirando con prevención hacia el exterior.
—Algo se mueve fuera —dijo Sara.
—No puede ser —murmuró Pep.
—¿Por qué no puede ser? —aventuró Gerard—. ¿Quién dice que esto le está pasando a todo el mundo?
—Sigue ahí. Está junto a la ventana.
—Podíamos abrir y ver qué es —dijo Pep—. Sin salir, claro. A lo mejor es alguien que puede vivir en el exterior.
Nadie dijo nada. Gerard sintió que debía ser él el que hiciera el esfuerzo, pero cuando intentó buscar algo para acceder al ventanuco fue como si todo el cuerpo se le hubiera paralizado. Y entonces la sombra que había tras los cristales desapareció.
—Vamos —dijo Gerard, liberado del estrés.
Se movieron con rapidez subiendo por la escalera hacia el interior del edificio. Era un edificio de cierta prestancia, tal vez por eso abrir el boquete les había costado algo más que los anteriores. Todo estaba oscuro y fueron subiendo la escalera con precaución.
—¿Qué piso era? —preguntó Pep.
—El cuarto. ¿Estás bien? —añadió Gerard dirigiéndose a Sara.
—¿Si estoy bien? ¿Por qué, porque soy una chica? ¿Estás bien, tú?
—Perdona. También me preocupa Pep.
—Yo estoy bien —dijo éste.
En el cuarto piso seguía abierta la puerta del apartamento de Mercè. Gerard les indicó que guardaran silencio llevándose un dedo a los labios. Todo estaba igual que el día en que la encontraron a ella. Salvo que había un olor en el aire que no presagiaba nada bueno.
—Primero iremos a ver el apartamento de Maria. Es aquél.
Gerard no había forzado nunca una puerta, pero en previsión se había agenciado una palanca de entre las herramientas del maletero de un coche. Forzó la puerta del apartamento haciendo palanca en las bisagras, como le habían enseñado en alguna charla poco recomendable.
—¡Mira lo que sabe hacer! —exclamó Pep—. Se nota que eres amigo de Jaume.
El olor repugnante venía sin duda del apartamento de Maria, y Gerard sintió que se le revolvía el estómago. Era un piso interior, con un pasillo largo y estrecho que terminaba en un comedor tan antiguo que Gerard no había visto nunca uno igual. Había fotografías en blanco y negro en la pared, un espejo con un marco absolutamente barroco y una gran mesa de comedor en el centro. La tele, de las antiguas, ocupaba un rincón con una especie de mantelito por encima. El olor era allí más fuerte, y Gerard estaba seguro de que provenía de una habitación a la izquierda.
—Quedaos aquí —dijo.
Cruzó la puerta tapándose la nariz y enfocó la linterna hacia la cama apenas iluminada por la luz que entraba a través de una ventana con las cortinas echadas. Cuando salió tapándose la boca para no vomitar tropezó con Sara, la empujó para quitarla de en medio y soltó una bocanada de vómito sobre el televisor y la mesa que lo sustentaba.
—No entréis ahí —pudo articular—. No entréis.
Gerard recuperó el aliento en el descansillo, frente a la puerta donde habían encontrado a Mercè. Cerró los ojos e inspiró un poco de aire ligeramente más limpio. Se enjugó la boca con la manga de la camisa y luego trató de recomponerse.
—¿Era ella? —musitó Pep.
—Supongo. Pero te aseguro que era difícil de identificar.
—¿Puedo ir a verla? —preguntó Sara.
—¡No! No puedes ir a verla. Esto no es un juego, ¿sabes? A veces me das miedo, Sara.
El apartamento de Mercè estaba tal y como lo encontraron la primera vez.
—Iré al dormitorio —dijo Gerard—. Echad un vistazo por si queda algo interesante.
El dormitorio olía a cerrado y a un perfume de esos típicos de la tercera edad. Gerard cogió la única silla y se encaramó para buscar sobre el armario.
Sara y Pep recorrieron el apartamento sin encontrar nada útil. El cuarto de baño ya había sido registrado y el botiquín y el armario de los perfumes estaban vacíos. Bajo la escalera que conducía a la terraza había un pequeño trastero, pero aparte de los utensilios para planchar no quedaba nada en absoluto.
—Aquí no hay una mierda —se quejó Sara.
—¡Mirad esto! —exclamó Gerard. En su mano relucía una pistola, negra y compacta—. Estaba exactamente donde dijo Mercè. Es una pasada.
—¿A ver? —dijo Pep, excitado. Tomó la pistola en la mano y la sopesó—. Pesa mogollón. ¿Está cargada?
—¡Eh! No me apuntes. —Gerard se la quitó de la mano—. Habrá que ver cómo funciona. Esto es el seguro…
—¿Te la quedarás? —preguntó Sara, que estaba mirándola fascinada.
—Nos puede ser muy útil. De momento vámonos de aquí y ya veremos.
Fuera del apartamento, Pep encendió la linterna y al momento dio un respingo saltando hacia atrás hasta pegar con la espalda contra la pared.
—¡Joder! —gritó.
Frente a él, deslumbrado por la luz de la linterna había un hombre. Se había cubierto la cara con el brazo y musitaba algo ininteligible. Los tres muchachos se quedaron paralizados mientras por la escalera ascendían en silencio un grupo de adultos y niños.
—¿Tenéis algo de comida? —preguntó una áspera voz de hombre.
—No, no señor. Venimos de buscar algo, pero no hay nada —respondió Pep con tono amable.
Hubo un murmullo y luego todo el grupo se acercó acorralándolos contra la pared.
—¡No tenemos nada! —gritó Sara.
Unas manos tiraron de ella tratando de abrirle la chaqueta, y en ese momento Gerard esgrimió la pistola.
—Será mejor que nos dejéis en paz —advirtió.
La linterna de Pep enfocó alternativamente a la pistola y al grupo de personas. Había mujeres y niños, y dos de los hombres iban armados con sendas estacas de madera que a Gerard se le antojaron las patas de una silla o de una mesa. El hombre que sujetaba a Sara se quedó mirando la pistola, incrédulo, y retrocedió elevando las manos en el aire. Uno de los niños se echó a llorar y Gerard tiró de Sara para apartarla de las manos del hombre.
—Si nos dejáis en paz no os pasará nada —dijo—. Ahora nos iremos, no queremos líos.
—Eso no dispara —masculló uno de los hombres señalando la pistola—. Es de juguete.
—Déjenos en paz —sollozó Sara.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó el primero de los hombres señalando la mochila de Pep.
—No te importa lo que llevamos —replicó Gerard—. Y ahora os vais a apartar de la escalera y nos iremos.
—¡Dame eso! —gritó otro de los hombres plantándose frente a Gerard.
Lo que ocurrió entonces fue una rápida sucesión de hechos. Gerard apuntó al techo y apretó el gatillo del arma, pero ni él ni nadie se esperaba el estruendo del disparo. Hubo carreras y gritos histéricos, y los tres, Gerard, Sara y Pep, tan asustados como el grupo de personas corrieron escaleras abajo. Dos de los hombres reaccionaron al momento y echaron a correr tras ellos, pero antes de llegar al piso inferior Gerard se volvió, la linterna de Pep lo iluminó de lleno y los hombres que lo perseguían vieron la pistola temblando en su mano.
—El próximo os dará a uno de los dos —los amenazó Gerard.
Transcurrieron unos segundos de tensión, y finalmente los dos hombres, con las manos en alto, fueron retrocediendo por la escalera hasta perderse de vista en el rellano.
Al llegar al sótano, Sara se sentó en el suelo, se cubrió la cara con las manos y estalló en un profundo sollozo.
—Oh, vamos, Sara —intentó tranquilizarla Gerard—. No te derrumbes ahora. Tenemos mucho por hacer.
—¿Hacer? ¿Qué vamos a hacer?
—Hay que pasar a otros edificios, buscar en todos los pisos. Encontraremos comida, cosas para limpieza, linternas. La gente tiene cosas en sus casas. Incluso podríamos encontrar maquillajes, ya sabes, pinturas y todo eso.
—¿Ibas a dispararles de verdad? —preguntó Pep, excitado.
—¿Tú qué crees? Casi me meo en los pantalones.
Sara lo miró con los ojos arrasados en lágrimas y el rímel corrido casi hasta la barbilla.
—¡Eres gilipollas! —dijo con una gran sonrisa.
Los tres rieron y luego se fundieron en un abrazo.