6

Durante todo un día, Mercè había permanecido tumbada en su cama, con la decisión tomada de que no volvería a levantarse. Lejos de su hijo Ferran, sin saber si estaba vivo o muerto, si estaba a salvo o se encontraba en peligro, la vida había dejado de tener interés para ella, sobre todo si vivir significaba arrastrarse por un bloque de viviendas buscando restos de comida o un bocado fruto de la caridad. Pero al amanecer del segundo día las cosas habían cambiado. Primero fue la explosión que sacudió el edificio de cuatro plantas, y poco después la llegada de un grupo de jóvenes que la sacaron de su piso, de la vivienda que había compartido durante años con los suyos. No supo muy bien cómo, pero se encontró en un amplio espacio que debía de haber sido un almacén de muebles o algo así. Le habían dado un bol de sopa caliente y un cómodo sillón con reposapiés. El lugar tenía ventanales, que estaban cubiertos con una elaborada cortina a base de cartones, trozos de tela y tiras de papel de embalar, por lo que la atmósfera era de una penumbra que a ratos incluso parecía agradable.

—¿Y la señora Maria? —fue lo primero que preguntó.

Nadie supo darle una respuesta, y poco a poco se fue enterando de que el grupo de chicos que había volado parte de la pared en el vestíbulo de su edificio la había encontrado a punto de morir. Entre los jóvenes estaba Gerard, un muchacho con gafas y el pelo largo que parecía ser el jefe, o el más decidido entre ellos. Desde el cómodo sillón, Mercè podía ver su nuevo hogar, el conglomerado de sofás, sillones, estanterías de madera y una gran cantidad de lámparas y jarrones. Y desparramados por el lugar, un puñado de chicos y chicas del instituto contiguo.

Gerard acabó de apurar el agua de su botellín y luego se encaminó a la zona reservada para el descanso. Desde que habían conseguido entrar en el almacén de muebles, se había instalado en un colchón bajo una ventana. Una gruesa tela de arpillera la cubría por completo y sólo dejaba entrar un ligero resplandor.

—Debe de estar anocheciendo —dijo Charlie señalándole el ventanal.

—¿Cuántos días llevamos aquí? —preguntó.

—Ni idea. Sara dice que llevamos tres semanas, pero vete tú a saber. A lo mejor lo cuenta por la regla.

—¡Eres gilipollas! —gritó Sara levantando la cabeza desde su estrecha cama de campaña colocada un poco más lejos.

—No es para tomarlo a broma —gruñó Gerard—. Esto es una mierda.

—Si al menos funcionara internet… —se lamentó Charlie.

—¿Eso te preocupa? —se burló Sara.

—Si hemos de vivir aquí para siempre necesitaremos algo más que comida, ¿no crees? —apuntó Gerard.

—Yo lo que quiero ahora es dormir —murmuró Sara—, y si no os calláis no hay manera.

Gerard se dejó caer en su colchón y colocó las manos cruzadas bajo la nuca. El techo, lejano y oscuro, no le iba a dar demasiadas respuestas. El generador del instituto les proporcionaba electricidad, pero la escasez de combustible era algo a tener en cuenta, y habían decidido encender las luces sólo en caso de necesidad.

Por más que lo intentó, Gerard no pudo conciliar el sueño. Todavía no tenía muy claro qué iba a ser de su vida en un futuro, aunque bien pensado, eso era algo a lo que estaba acostumbrado. A su juicio, estudiar el último año en un instituto y cuidar de su hermana pequeña no era un proyecto de futuro. Se levantó despacio y pasó por delante de la estrecha cama de Sara, que dormía como siempre, abrazada a la almohada y envuelta en una manta, como si quisiera empaquetarse a sí misma. A su lado, en una gran cama apta para tríos o cuartetos, dormían los gemelos Baquer. Más allá, al otro lado del pasillo, estaba el resto de alumnos a los que una clase práctica de química había atrapado en el flamante edificio una mañana de sábado. En su sillón de siempre seguía la señora Mercè, con los ojos cerrados, y Gerard se sentó a su lado.

—¿Está dormida?

—No hijo, sólo descansaba. ¿Cuántos años tienes, Gerard? —le preguntó ella.

—Voy a cumplir diecisiete.

—Mi hijo tiene… treinta y cuatro. ¿Qué estudias?

—El último curso de ESO.

Guardaron silencio un instante. Gerard no estaba seguro que la señora Mercè conservara la lucidez. Al fin y al cabo, el pánico podía afectar a las personas de forma diferente…

—¿No piensas seguir estudiando? —preguntó Mercè.

—¿Estudiando? ¿Cómo…?

—Sí, lo sé, hijo. Pensarás que estoy tonta, pero esto que nos pasa no debe ser el final. No debes dejar de estudiar. Tienes libros, ¿no? Y algún compañero te puede ayudar.

—Alguno, sí. ¿Y usted? La encontraron en su cama sin…

—Lo mío es diferente.

—¿Sólo porque es mayor?

—No, hijo, no sólo por eso. No tengo buen recuerdo de mi marido, y ahora me siento culpable porque algunas veces había rezado para que desapareciera.

—¡Joder!, lo siento. ¿Qué pasaba? ¿Le pegaba?

—No, a eso no había llegado —dijo lentamente, como arrastrando las palabras.

—¿Quiere decir que…?

—Quiero decir que no quería seguir viviendo.

—¿Dónde está él ahora?

—No lo sé. Él y mi hijo salieron juntos y ya no los he vuelto a ver. ¿Entiendes? Por un lado quiero ver a mi hijo, pero por otro no quiero volver a verlo a él.

—Por lo que yo sé, no volverá a ver a ninguno de los dos. Vaya, perdone, no era mi intención…

—No, no te disculpes. ¿Crees que no lo sé? Lo supe antes que nadie. ¿Y tú? ¿Qué sabes de tus padres?

—Nada. Supongo que mi padre estaba trabajando. Tengo una hermana pequeña que debería estar en su clase de ballet cuando todo ocurrió. Se llama Aitana. Y mi madre estaba en casa cuando salí; iba a llevar a la niña al ensayo, pero como siempre llegó tarde y ahora están en el centro comercial, creo…

—Yo siempre quise tener una niña, pero Manuel se opuso. Sólo quería un hijo que fuera policía como él.

—¿Y su hijo no sabía… lo que ocurría?

—Se daba cuenta, sí. Él también sufrió mucho, hasta que se marchó de casa.

—¿Y no hizo nada por evitarlo?

—¿Qué podía hacer? Era su padre y él era un crío.

—Yo habría hecho algo si mi padre hubiese maltratado a mi madre.

—Eres un buen chico. —Mercè le acarició la mejilla—. ¿Entiendes por qué no quería seguir viviendo? Yo solía salir bastante de casa; iba a la iglesia, a pasear con mis amigas por el parque, a hacer la compra en los sitios de siempre… Y de pronto ya no pude hacerlo más. Todo el día encerrada, con él. Toda la vida.

—¿Nunca le había pegado?

—No. Pero es igual. Era el mismo. El mismo hombre…

—¡Qué putada!

—Sí, hijo —musitó Mercè cerrando los ojos—. Tú lo has dicho.

No tengo ni idea de la fecha. Estamos en otoño, pero no funciona ningún reloj; al menos yo estoy convencida de ello. No obstante, hay un grupo que conserva un aparato de esos que dan la temperatura, el día, el año y la hora y mantienen que hoy es 29 de octubre. En realidad, ¿qué importa? La sucesión de días y noches ha perdido sentido, al menos para mí. Ferran considera que es importante seguir con la disciplina del día y de la noche, y lo que él dice a todo el mundo le parece bien. El doctor Roure se ha autoexcluido del comité. Ahora somos seis, Ferran, López, Olga, Joan y César Torras, el tipo trajeado que bajó con Richard y que ha resultado ser un personaje inteligente, con las ideas muy claras. Yo sigo, aunque cada vez me interesa menos. Joan parece que haya sido seducido por Ferran. No sé por qué le es tan fiel, tal vez porque es muy joven y necesita alguien a quien aferrarse, alguien que tenga las cosas claras. Y Ferran las tiene, aunque no estoy segura de que sea una buena persona. Ferran va a todas partes con López y con Joan, menos a la cama, que eso lo hace con Olga, aunque ella sigue viviendo en la tienda, conmigo.

Nada más colgar el teléfono, Olga Llauder apretó los dientes con fuerza y trató de no explotar en un llanto muy poco acorde con sus responsabilidades. Se sentía indignada, dolida y, en cierto modo, un poco perdida. El gran despacho, diáfano y abierto a los cuatro vientos, no significaba nada en aquel momento. Se recostó en el sillón y cerró los ojos, tratando de recapitular para ver dónde se había equivocado, porque estaba segura de que, en algún momento, había cometido un error. Tal vez fue el mismo día que decidió casarse con Miquel, o cuando lo incluyó como miembro de pleno derecho en su empresa gestora, o cuando lo había echado de casa después de sorprenderlo en la cama con su mejor amiga. Y ahora tenía no sólo un exesposo lleno de rencor, sino también un socio que había clavado los dientes en el negocio y no iba a dejarse desplazar así como así.

El zumbido del teléfono la distrajo y no tuvo más remedio que centrarse en la conversación con su hija. Le costaba un enorme esfuerzo mantener la serenidad y tratar de que Mireia viviera el drama de la mejor manera posible. Pero algo así era difícil cuando todos sus planes de futuro se podían ir al traste. Tenía un matrimonio feliz, una hija preciosa e inteligente y estaba preparada para entrar como accionista del hotel cuando la infidelidad de su esposo hizo que se cerniera sobre ella el desastre en forma de indemnización millonaria a su aún marido y socio, que la había engañado y que no había aportado nada en absoluto, ni siquiera unas horas de dedicación.

De modo mecánico, acarició la exquisita tarjeta de Rafael García, su abogado, la volvió a guardar en el bolso y salió del despacho dispuesta a la lucha más feroz de sus últimos tiempos.

—Ya no volveré hoy —le dijo a su secretaria—. Cancela todas las citas de esta tarde y mi visita al traumatólogo. Nos veremos mañana.

El lugar elegido para la cita había sido elegido con todo cuidado, un sofisticado hotel en la salida sur de Barcelona, con amplias salas para reuniones, un restaurante que podía marear a cualquiera girando sobre sí mismo y una decoración más cercana a Star Trek que a lo más moderno del siglo XXI. En el hall la estaba esperando su abogado, y se saludaron con un apretón de manos y unas palabras de lo más convencional.

—¿Preparada?

—Preparada.

—Ya sabes. Ni una palabra. No te dejes enredar en una discusión absurda. Esto es una cuestión de negocios. Ni siquiera tiene nada que ver con el divorcio, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Ya sé que es difícil y que todo está entremezclado, pero nuestra ventaja radica en que su postura como socio es frágil.

—¿Conoces a su abogado?

—Sí. Viñals. Es bueno y un sinvergüenza.

La sala de reuniones era tan aséptica como cabía esperar del hotel. Olga tomó asiento, pero no frente a su marido, sino que se sentó ante el abogado contrario, un hombre orondo y sudoroso que lucía un traje de esos que podrían costar el sueldo de un año de alguien no corrupto. Olga escuchó la exposición que hizo el abogado sin mirar a Miquel, su marido, escondida tras las gafas de sol. Finalizada la disertación, su abogado soltó una sonrisa educada y dijo:

—¿Todo eso te lo has creído, Viñals? Pues escúchame ahora. Esa sociedad de la que hablas no resistirá el análisis de ningún magistrado. Fue un acuerdo verbal del que sólo existe una cuenta corriente conjunta. No hay documentos firmados por mi cliente ni, permite que te lo diga, ninguna actividad de tu cliente que se pueda llamar así, salvo sacar dinero de la cuenta. Nadie se va a creer que eran socios. Pero no obstante, seremos generosos. Ella le compra su parte por un precio razonable y se deshace la sociedad.

—¿Qué sociedad, si me has dicho que no existe? —respondió Viñals.

Olga se dignó entonces mirar a su marido, sumido en un hosco silencio. Iba pulcramente afeitado y elegantemente vestido, pero tenía algo extraño en la mirada, como si estuviera asustado. No dejaba de lanzar miradas hacia la ventana, a través de la cual el sol inundaba la estancia, y a pesar del aire acondicionado, muy fuerte, ligeras gotas de sudor le perlaban la frente.

García y Viñals seguían enzarzados en una discusión sobre las posibilidades de uno y de otro, tomando posiciones, hasta que Viñals hizo un gesto teatral y se levantó de la mesa.

—Así no llegaremos a ninguna parte. Estamos tratando de una sociedad…

—No, Viñals, no hay tal sociedad. Hablamos de un acuerdo de separación en el que mi clienta puede ser generosa. Y tú lo sabes.

—Perdonen —los interrumpió Miquel en aquel momento.

Olga lo vio levantarse, demudado, y salir de la habitación murmurando una excusa. Olga salió tras él, más preocupada por el que había creído el hombre de su vida que por el resultado de la discusión.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó. Miquel se había pegado a la pared, junto a los ascensores, y todavía miraba con prevención hacia la única ventana del pasillo—. ¿Te encuentras mal? Lo podemos dejar.

—No… no sé. No es nada. ¿Hemos terminado?

—No lo sé. Dímelo tú. ¿Hemos terminado? ¿Dónde has pasado la noche?

—Aquí. En este hotel. Vine a verlo ayer y… me quedé.

—Te dije que podías quedarte en casa. No soy un monstruo.

En aquel momento los abogados salían de la sala charlando como dos buenos amigos.

—¿Cómo ha ido? —preguntó ella, ya en el ascensor.

—Bien. Viñals ha aceptado nuestras condiciones. No es idiota. Hemos acordado dilucidar el asunto en el proceso de divorcio. De mutuo acuerdo, naturalmente. Desde el punto de vista empresarial eres libre. ¿Sabes qué? —añadió él—, deberíamos celebrarlo. Podíamos ir a cenar a algún sitio.

—¿Pretendes que me líe con mi abogado?

—No necesariamente.

—¿Tienen peluquería en el hotel? —le preguntó a la recepcionista.

—No, lo siento, pero encontrará varias en el centro comercial, al otro lado de la autovía.

—Recógeme dentro de un par de horas ahí enfrente, ¿de acuerdo? —le dijo a García.

Olga renunció a ir en coche. Iba a perder más tiempo sacando el coche del aparcamiento y metiéndolo después en el del centro comercial. Así que, desafiando el día lluvioso y desapacible, hizo el recorrido a pie. Cuando llegaba a la entrada del gran edificio echó un vistazo al cielo nuboso, ansiosa por ponerse a cubierto.

Tendido sobre un montón de mantas y alfombras, Ferran Clos contempló la espalda desnuda de Olga. Una larga y tenue cicatriz la recorría desde las vértebras cervicales casi hasta la cintura, marcando un camino sonrosado, ligeramente más oscuro que el resto de la piel, blanca y suave.

—¿Cómo te has hecho eso?

—¡Ah! ¿Te gusta? —dijo ella volviéndose a medias.

—Claro que me gusta. Es una decoración muy sugerente.

—Un accidente. Barranquismo, ¿te suena?

—Pues debió de ser un buen batacazo, ¿no?

—Me fue de un pelo quedarme paralítica, clavada para siempre en una silla de ruedas… —se interrumpió antes de terminar la frase y se echó sobre Ferran.

—¿Y esto? —le preguntó ella leyendo la chapa que colgaba de su cuello—. ¿Tu madre?

—Sí. Mi madre. La hizo grabar cuando nací y me la regaló cuando cumplí dieciocho. ¿Sabes lo que decía mi madre? —dijo él—. Que cuando estás en un barco en medio del mar, si te identificas con el barco jamás tendrás claustrofobia, pero si sigues encerrado en ti mismo te ahogará la falta de espacio.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que disfrutes de lo que tienes…

—¿La echas de menos? A tu madre, quiero decir.

—No sabes cuánto —Ferran desgranó lentamente las palabras—. ¿Estás casada?

—Lo estaba.

—Entonces tú no echas de menos a nadie.

—A mi hija, a Mireia. Dime una cosa, ¿qué opinas de Andrea?

—Que es una chica un poco incordiante. Siempre parece saberlo todo —murmuró Ferran—. ¿Por qué me haces esa pregunta?

—Porque creía que íbamos a formar un trío.

—¿Siempre has sido así de cínica?

—Sólo desde que descubrí que mi marido me engañaba.

—Un clásico.

—¿Y tú, estás casado?

—Tampoco.

—Entonces no tenemos ataduras —dijo Olga acurrucándose contra él.

—No. Somos absolutamente libres de ir adonde queramos, siempre que no sea fuera del centro comercial. Nos espera una vida maravillosa.

—Si vas a zarpar en ese barco, avísame —dijo ella cerrando los ojos—, igual me voy contigo.

Ferran hizo una seña al hombre que vigilaba la puerta de la cámara frigorífica y éste se apartó dejándole paso. En poco tiempo, Ferran Clos había conseguido que los encerrados en el Carrefour lo reconocieran y lo respetaran, al menos tanto como a su padre. Posiblemente el revólver tenía algo que ver, pero Ferran era consciente de que ese respeto duraría el tiempo que tardaran en descubrir que era de fogueo, así que le urgía crearse otro tipo de fidelidad.

—¿Has entrado a verlo? —le preguntó al hombre mientras le ofrecía un cigarrillo.

—N… no. ¿Debería?

—¡Ah! No, no, en absoluto. De hecho, yo tampoco sé muy bien qué hacer con él. No somos partidarios de la pena de muerte —sonrió—, ¿verdad?

—Desde luego que no.

—Perdona, ¿cómo te llamas?

—Pablo. Nunca habíamos hablado… pero siento lo de tu padre. Era un buen hombre.

—Sí. Lo era. Uno aprendía mucho de él. Sobre todo a rodearse de amigos. ¿De qué trabajas? Bueno… —volvió a sonreírle— de qué trabajabas…

—Soy camionero. Me dirigía a Barcelona, a la Zona Franca… y tuve que salir del camión. Por poco no lo cuento.

—Oye, Pablo, tengo que hablar con ese cabrón. ¿Vigilarás que no entre nadie?

—Claro. Confía en mí.

—Y, sobre todo, ábreme la puerta cuando te llame.

—¡Faltaría más! —rió Pablo mientras le abría.

La puerta de la cámara frigorífica se cerró tras él. El interior estaba iluminado por un farol de gas butano, suficiente para proporcionar una luz blanca y espectral. Los estantes estaban vacíos y el movimiento de las cintas de papel mostraba que por el respiradero entraba suficiente aire. El doctor Roure había metido una de las camillas plegables que habían encontrado en la parafarmacia, y Richard estaba tendido en ella con los ojos cerrados y una palidez cadavérica.

Ferran se acercó a él y lo observó durante unos instantes, luego se inclinó para hablarle al oído.

—Eres un cabrón malnacido. No debí fiarme de ti, y tienes suerte de que no tenga mucha puntería como pescador submarino.

Richard abrió los ojos trabajosamente y ensayó una sonrisa.

—Yo también me alegro de verte…

—¿Creíste que podías hacerte el amo? ¿El capo mafioso del hipermercado? Me reiría a gusto si no hubieras matado a mi padre.

Richard respiró con dificultad y volvió a cerrar los ojos.

—Vete al infierno —musitó.

—Ya estamos en el infierno —le susurró Ferran—. ¿No lo sabías? Debería matarte y terminar el trabajo.

Richard lo miró de nuevo. Ferran aguantó la mirada de su antiguo aliado con una expresión extraña. El herido hizo un gesto de dolor, trató de incorporarse sin conseguirlo y volvió a dejarse caer en la camilla.

—Eres tan culpable como yo.

—Roure dice que el arpón te atravesó y que no ha afectado a ningún órgano importante. Debí apuntar mejor. Y ahora escúchame bien: si haces o dices algo que me contraríe, aunque sea una señal en la dirección equivocada, acabaré contigo. ¿Está claro?

Pablo cerró la puerta de la cámara cuando Ferran salió, y se quedó esperando mientras éste encendía otro cigarrillo.

—Te aseguro que antes de esto había dejado de fumar —afirmó—, pero ¿qué hace un tío normal encerrado en un hipermercado?

—Tienes razón —concedió Pablo—, siempre nos queda el tabaco, ¿no?

—Sí —sonrió Ferran—. Algo queda. ¿Ha venido alguien a ver a ese tipo?

—El médico. Nadie más. Ni mujeres ni hombres.

—Si no te importa. Será mejor que no hable con nadie. Tiene mucha labia el muy cabrón, y algún alma cándida podría ayudarlo.

—Confía en mí. No dejaré entrar a nadie.

—Luego te mandaré un relevo y veré si puedo conseguir una botella de whisky.

Ferran se alejó mientras en su cabeza rondaban las diferentes posibilidades con respecto a Richard.

En la entrada al Decathlon, Andrea vio algo parecido al caos perfecto. Las estanterías parecían haber sufrido un vendaval, con cajas abiertas y reventadas. El suelo estaba cubierto de cartones y plásticos, envoltorios de artículos deportivos, ropas pisoteadas y calzados desparramados por todas partes. Los haces de luz de las linternas iluminaban un escenario deprimente, reflejo de una situación algo más que deprimente.

—No hay que desanimarse —dijo Ferran—, seguro que encontramos algo útil. Ya sabéis —añadió dirigiéndose al grupo de personas que los acompañaban—, herramientas, utensilios y, sobre todo, linternas o alimentos energéticos.

—Si es que queda algo —añadió Andrea en voz baja.

Junto a ella iba Olga, la animosa ejecutiva que se había pegado a Ferran desde hacía días.

—No seas agorera, seguro que encontramos algo útil.

«Tú sí que has encontrado algo útil», pensó Andrea. El pasillo donde debían estar los aparatos eléctricos había sufrido un saqueo más sistemático. Infinidad de aparatos como antimosquitos, GPS, básculas o estaciones meteorológicas aparecían destrozados y sin pilas. También habían desaparecido los botiquines y los alimentos energéticos. Con el grupo, una docena de personas, venía uno de los toros mecánicos abrazando un contenedor vacío, y allí iban arrojando todo aquello que les parecía útil. Andrea observó cómo Ferran rebuscaba entre las cajas de cartón vacías. Cuando terminó la operación, el grupo había conseguido una buena provisión de objetos más o menos útiles y a un par de chicas asustadas que habían encontrado en un rincón.

—A Ferran no le gustará que traigamos más gente —apuntó Olga cuando las vio.

—¿Y a quién le importa lo que le guste a Ferran? —replicó Andrea.

Salieron al pasillo donde, escondido en un rincón, el muchacho llamado Roman los observaba en silencio.

El último día de Roman Antonescu al aire libre había empezado como otro cualquiera, es decir, con un hambre que ocupaba todos sus pensamientos. Se había despertado con una punzada en el estómago vacío, y cuando se incorporó en la atmósfera sofocante de la chabola se encontró a Nicolai de pie frente a él, mirándolo con aquella mirada suya vacía y carente de toda emoción. Aun así, Roman sabía interpretar perfectamente a su hermano y reconocía en él el hambre, igual que la furia o el cansancio. A su lado dormía todavía su hermana Raluca, boca arriba para proteger su prominente barriga de embarazada.

Lo primero era llenar el estómago con algo, así que Roman se puso en pie, despertó a Raluca e hizo una seña a Nicolai para que lo siguiera. Acababa de amanecer y la temperatura todavía era soportable. El lugar donde habían instalado su campamento era un descampado lleno de hierbajos y de escombros, con varias chabolas hechas de cartones, placas de aglomerado y algunos ladrillos. Había una familia acampada un poco más lejos, con varios críos todavía durmiendo a la intemperie. Caminaron los tres hasta la cercana avenida, todavía con tráfico escaso, y Roman y Nicolai empezaron a rebuscar entre los contenedores de basura hasta dar con algunos restos comestibles. Podían ser los desperdicios de algún restaurante cercano, o de alguna tienda, pero el caso es que había pan y algunas frutas todavía comestibles que Raluca devoró como si estuviera comiendo para dos. Se terminaron en un parque cercano lo que Raluca había dejado, y luego Roman empezó a planear las actividades del día. No tenían un céntimo, así que desplazarse implicaba colarse en el transporte público o caminar. En uno de los contenedores encontraron una caja de cartón vacía lo bastante limpia y Raluca se sentó con ella en una esquina, frente a la salida de un mercado. Roman esperaba obtener al menos unos euros para comprar algo de comida y trasladarse a algún lugar como una atracción turística o un centro comercial donde podrían poner en marcha otra de sus actividades diarias. Mientras esperaba junto a Nicolai, a unos pasos de distancia, le gustaba observar a la gente, e incluso apostar consigo mismo si la persona a la que seguía con la mirada dejaría o no unas monedas frente a su hermana. Desde luego, Roman la colocaba siempre a ella como gancho, aunque algunas veces hacía el papel Nicolai. A todas luces, Nicolai no tenía aspecto de saber ganarse la vida, y su cara regordeta, sus ojos siempre perdidos y su inmovilidad casi absoluta despertaban más la piedad de las amas de casa que cualquier gemido o cántico a los que recurrían otros competidores.

A eso de las doce de la mañana Nicolai empezó a murmurar y a quejarse del sol, y Roman sintió como si le hubiera transmitido también su malestar. En la caja de Raluca habían recogido ya unos quince euros en calderilla, un buen día, y con eso Roman decidió que era el momento de pasar a la acción. Del bolsillo del pantalón sacó la hoja de papel donde un compatriota le había anotado, previo pago, los centros comerciales de la ciudad y su entorno, y luego se dirigió a la cercana estación de metro, donde planeó el recorrido hasta un centro que le pareció de lo más interesante. El problema se presentó cuando volvían a la esquina donde Raluca seguía con su labor. A su lado, de pie y amenazadores, había dos guardias armados y vestidos de azul. Roman tenía malos recuerdos de los guardias, tanto de los rumanos como de los italianos y los franceses. Y aunque hacía muy poco que estaba en España, también sabía que no le iría mejor con aquéllos si lo atrapaban, así que hizo un gesto de silencio a Nicolai y le indicó que lo siguiera.

—¿Qué hacemos con Raluca? —le preguntó Nicolai.

—No te preocupes. No le harán nada. A lo mejor hasta le dan de comer y todo.

Sentados a la entrada de la estación de metro aguardaron para ver el desenlace del incidente. Roman no sabía qué hacer, y mucho menos cuando vio cómo los guardias ayudaban a levantarse a Raluca y la metían en el coche patrulla. Resignado, hizo un gesto a Nicolai y ambos entraron en el metro para dirigirse al centro comercial.

Roman, nacido en Bucarest hacía quince años, había hecho un gran esfuerzo por aprender español, y su tenacidad se había traducido en una comprensión bastante buena del idioma y un modo precario de expresarse. Todo lo contrario de su hermano Nicolai, un año menor y absolutamente negado para aprender nada que no fuera mecánico y repetitivo. Por eso Roman se había encargado de quedarse con las instrucciones de Richard, su protector, bien grabadas en la cabeza en perfecto español: «Iréis abajo, os pondréis en la fila para recibir alimentos y le pediréis a la persona que esté allí que os deje quedar. ¿Entendido?»

Roman se lo tradujo a Nicolai y con un pescozón hizo que se lo grabara en sus cortas entendederas. Antes de bajar al piso inferior, Roman se preocupó de poner a buen recaudo sus tesoros en un viejo armario de madera oculto a la vista. En una caja de cartón había guardado algunos cuchillos, objetos de camping y una buena provisión de walkie-talkies en sus cajas, algo que, acostumbrado a trapichear, pensó que podría ser interesante en algún momento. En la parte alta del centro comercial, la que estaba al mismo nivel de la calle, el aspecto era muy diferente a la de abajo. La cercanía de las puertas abiertas al exterior hacía que las personas se amontonaran lejos de ellas, en los locales pertenecientes a las antiguas tiendas, velados y protegidos con mantas, sábanas o cualquier otro sistema. Las tiendas de campaña, encontradas a decenas en el Decathlon, proliferaban por todas partes, pero siempre lejos de las salidas y la mayor parte de las veces encaradas hacia el interior. Roman todavía tenía valor para colocarse frente a alguna de las puertas, pero era incapaz de dar un paso en su dirección, aunque no todos los encerrados respondían de la misma manera. Algunos podía llegar incluso hasta alguna de las puertas, cerradas, eso sí, y pegar la cara a los cristales contemplando la calle, pero no podían soportar el contacto del exterior. Otros, como él, podían situarse frente a las puertas abiertas y notar el aire en la cara, pero siempre de lejos, a más de diez pasos. Roman cerró los ojos y aspiró el aire con olor a hierba que le recordaba a su Rumanía natal.

Cuando Andrea vio colocarse a Roman y a Nicolai en la fila, con su expresión de perritos perdidos, buscó con la mirada a Ferran, pero éste no estaba en los alrededores, y el doctor Roure, a su lado, se encogió de hombros. Ninguno de los muchachos iba armado, y su aspecto denotaba las privaciones que poco a poco iban minando su fortaleza.

—Estos críos necesitan una sobrealimentación —dijo Roure—. Tenemos leche infantil, ¿no?

—La tenemos —asintió Andrea—, aunque lo mejor sería encerrarlos con su amigo Richard, ¿no cree?

—Veremos qué opina el señor Clos.

—¿Por qué todo el mundo tiene que pedir permiso a Ferran Clos para hacer cualquier cosa?

Las cosas habían cambiado un poco desde que Ferran Clos había tomado el mando, aunque la expresión «tomar el mando» para Andrea no era más que una referencia. Aparentemente Ferran no daba órdenes a nadie, pero lo cierto era que las cosas se estaban haciendo como él decía. Teóricamente, la asamblea de todos los encerrados en el piso inferior del Carrefour tomaba las decisiones, pero en la práctica, Ferran actuaba como un cónsul romano con su equipo de asesores. El sistema de reparto de comida se había organizado buscando mejorar. Ahora, un grupo de abnegados voluntarios designados por Ferran se habían parapetado tras los antiguos mostradores de la carnicería, y desde allí entregaban los suministros no individualmente, sino a grupos en los que un responsable, también designado por Ferran, era el encargado de administrarlos.

—Señorita, señorita. Me llamo Roman y éste es mi hermano Nicolai. Queremos quedarnos aquí.

—¿Y por qué me lo decís a mí?

—Usted responsable. Usted reparte la comida.

—No —negó Andrea—, yo no reparto nada. Tomaré nota de vuestros nombres y los pasaré a los responsables. —«¿Cómo debo llamarlos?», se preguntó, «¿responsables?, ¿comité central?, ¿directivos?». Roure había dejado voluntariamente el comité directivo y Ferran había encargado a Alicia que se ocupara de supervisar el reparto, lo que la mantenía siempre alejada de las reuniones.

Sentado sobre un palé de madera, el doctor Roure colocaba en aquel momento una tirita en el brazo de la pequeña Aitana. Dio un golpecito cariñoso en el hombro de la niña y la despidió con una sonrisa:

—Ve con cuidado. Si andas por ahí metiéndote por todas partes te harás daño. ¿Has visto? —dijo dirigiéndose a Andrea—. Ella no parece sufrir como nosotros. Todos los días se las arregla para ir arriba y mirar hacia el otro lado de la autovía. Dice que su hermano está allí… He ido a ver a nuestro amigo Richard, ¿y sabes qué?, el hombre que lo vigila, el camionero, no sé cómo se llama, me ha… identificado.

—¿Qué quiere decir eso?

—Pues que cuando me he acercado ha simulado que no me conocía, hasta que he llegado a la puerta de la cámara, y entonces me ha dicho: «¡Ah!, es el doctor, usted sí puede pasar».

—¡Gilipollas!

—No sé si me equivoco, Andrea, pero no me gusta Ferran. Estoy seguro de que eso también es cosa suya, como el nuevo modo de controlar la comida…

—… o la llegada de esos dos —añadió Andrea señalando con la cabeza a Roman y a Nicolai.

Los dos muchachos se habían instalado en un rincón, en uno de los pasillos y comían ávidamente de un par de latas. En algunos puntos del gran hipermercado se podían ver pequeños fuegos en el suelo donde grupos reducidos habían empezado a preparar sus propias comidas. Todo el lugar daba la sensación de un sitio donde la gente esperaba, sin esperanza, a que se produjera un milagro.

—¿Crees que esos chicos son un peligro?

—No lo sé. Pero no creo que sean ellos el peligro.

El hombre que montaba guardia en la puerta de la cámara frigorífica era un perfecto desconocido para Andrea. Llevaba ropa deportiva, seguramente obtenida del paseo por el Decathlon, y lucía un cuchillo de submarinista sujeto al cinturón. Andrea lo miró como si estuviera contemplando a un extraterrestre, y se quedó parada frente a él cuando el hombre, de unos cuarenta años, extendió la mano como si fuera un guardia de tráfico.

—Aquí no puede entrar nadie.

—No tenía intención de hacerlo. ¿Y quién dice que no puede entrar nadie?

—El señor Clos.

—¿Y quién es el señor Clos para impedir la entrada de nadie adonde sea?

—Mire, señorita, yo no sé nada. Sólo me han dicho que ahí dentro está ese tipo peligroso y que no deje entrar a nadie.

—Ese tipo peligroso, ya. ¿Cómo te llamas?

—Jordi.

—Muy bien, Jordi. Un placer.

Ferran estaba en el despacho que utilizaban como punto de reunión y con él su ahora íntimo Bernat López. Guardaron silencio cuando Andrea entró, y ella vio como Ferran doblaba el mapa que tenía extendido sobre la mesa.

—Qué querías —dijo él.

—¿Podemos hablar?

—Claro. ¿De qué quieres hablar?

—A solas —dijo sin mirar a López.

A Andrea no se le escapó que Ferran no tuvo que hacer ninguna señal. Miró a López y éste salió del despacho cerrando la puerta tras él.

—Es muy obediente el tal López.

—¿Qué pasa?

—Eso quería preguntarte yo. ¿Qué pasa?

—No sé a qué te refieres.

—¿Ah, no? Me da la impresión de que has cambiado. Que estás empezando a comportarte como un dictador. No niego que has puesto un poco de orden y que formamos una comunidad con cierta seguridad, pero hay cosas que no entiendo.

—¿De qué cosas hablas? —preguntó Ferran sin perder la calma.

—¿Me puedes explicar por qué nadie puede entrar a ver a Richard? Y de paso, a qué se debe ese cambio en la organización de las comidas, esos jefes de equipo… y tal vez también por qué Roure ya no está en el grupo de responsables.

—Lo llamamos Comité de Dirección.

—¿Comité de Dirección? —Andrea soltó una carcajada—. ¿Como el Comité Central? ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—Richard mató a mi padre, ¿lo recuerdas? No estoy dispuesto a que ninguno de sus amigos entre allí y lo ayude a escapar. ¿Te parece bien? El doctor Roure entra a verlo para controlar si sigue vivo, cosa que no me interesa en absoluto. Pero mientras no decidamos qué hacer con él es mi responsabilidad. Y en cuanto a Roure, sabes perfectamente que ha sido él quien ha decidido dejar la responsabilidad del Comité. Ha sido una decisión propia.

—Es posible. Pero no estaría mal una reunión para decidir qué hacemos con Richard y para que nos expliques por qué esos cambios en el reparto de comida.

—Te he nombrado responsable de uno de los grupos, ¿qué problemas le ves?

—¿Que me has nombrado? ¿Y quién eres tú para nombrar nada? Nadie discute que sea una buena idea, pero eso se propone a la gente, se habla y luego se toma una decisión. Sólo estamos jodidos, no somos unos gilipollas inútiles. Y tú estás tan jodido como nosotros. Tu padre nos ayudaba a organizarnos, no estaba interesado en darnos órdenes.

—¿Eso es lo que crees? No tengo intención de discutir contigo, Andrea. Alguien tiene que tomar las decisiones. ¿Has visto lo que tenemos entre manos? Hay casi doscientas personas aquí dentro, gente deprimida y asustada, sin futuro. Tenemos la comida racionada, y por ahí fuera corren decenas de desesperados que nos lo pueden arrebatar todo. Hace falta un poco de disciplina y de organización. Y si hay una cosa que veo clara no voy a convocar una asamblea para tomar una decisión. Lo siento, me ha tocado tomar las riendas. ¿Quieres hacerlo tú? Porque si es eso no tienes más que decirlo. O mejor, me vuelvo al piso de arriba con la gente que no tiene para comer y nos ve aquí, encerrados con todo un hipermercado.

—La comida del hipermercado se acabará algún día —dijo Andrea, sombría.

—¿Y eso qué? ¿Qué cambia eso? Ayúdame. Eres una chica lista. Tienes ideas y energía. Entre los dos podemos tomar el mando de todo esto y salir adelante. Tú y yo —le rozó la mejilla con los dedos en una caricia reprimida—. Me jode decirlo, pero esto es un nuevo mundo. Sólo los más fuertes sobreviviremos. Ayúdame y…

Antes de que terminara la frase la puerta de la oficina se abrió y apareció el doctor Roure.

—Hola, Andrea. Ferran, tenemos que hablar.

Andrea salió del despacho sin decir palabra y se encaminó hacia la zona central del hiper.

En el tiempo que llevaban encerrados en el centro comercial, la vida del centenar largo de personas había ido cambiando hasta convertirse en algo difícilmente reconocible. Todo el mundo se había instalado de la manera más cómoda posible, pero lo que en un principio habían sido individuos solitarios, desperdigados aquí y allá, se habían ido convirtiendo en pequeños grupos, a veces de sólo una pareja; otras, de una decena de personas. Por lo general se habían ido agrupando alrededor de un fogón de gas butano, de una pequeña tienda de campaña o de un colchón hinchable. Desde el primer momento, los más lúcidos habían recomendado ahorrar pilas y no utilizar las linternas sin un motivo, por lo que todo el mundo se estaba acostumbrando a la oscuridad, algo que, en el fondo, era como una liberación. No faltaban quienes de vez en cuando subían al piso superior y contemplaban el exterior desde las puertas, siempre abiertas, o desde las ventanas. Había hombres que ya habían prescindido de afeitarse, aunque todavía manaba agua de los grifos, pero también se aconsejaba tener cuidado, ahorrarla en la medida de lo posible y no usarla más que para las necesidades más urgentes. Eso, claro está, había conducido a que la higiene no fuera ya una prioridad, al menos de la manera a la que todos estaban acostumbrados.

Como siempre, el foro, la zona central, estaba llena de hombres y mujeres silenciosos, de miradas huidizas y expresiones hoscas. Sólo se hablaba en cuchicheos, y seguramente sólo de derrota. Andrea se sentó en un tonel vacío y encendió un cigarrillo. Eso, el regreso del tabaco, era una de las señales de que las normas de vida habían cambiado. El estanco de la planta superior había sido uno de los primeros negocios asaltados y desvalijados, y los cigarrillos se convirtieron rápidamente en moneda de cambio. Como en la cárcel, había dicho alguien. Otra de las señales de cambio era la soledad. Ni siquiera los grupos podían hacer desaparecer la sensación de la extrema individualidad. Muy pocos habían tenido la suerte de quedarse encerrados con algún ser querido. De ahí, el pensamiento de Andrea se fue a Michael. ¿Qué habría sido de él y de las personas encerradas en el hotel, bajo un pavoroso incendio? Y estaba Ferran Clos. Él había tenido el privilegio de quedarse encerrado con su padre y sin embargo se había negado. Manuel Clos era un buen hombre. ¿O no lo era? En realidad, ¿qué sabía ella de Manuel Clos?, expolicía y hábil organizador. Por un momento le pasó la peregrina idea de consultar en cualquier base de datos o red social de internet… sólo que internet ya no existía. Se encontró con que ella misma admitía en su fuero interno que internet no es que hubiera dejado de funcionar; era, simple y llanamente, que ya no existía.

Por debajo de la puerta de la oficina salía un leve rayo de luz, seguramente un farolillo de camping con su llama amarillenta y oscilante. ¿De qué estarían hablando? El doctor Roure no era persona que se dejara manejar fácilmente, pero había que reconocer que Ferran había conseguido una posición destacada entre toda aquella gente. Andrea apagó el cigarrillo con un gesto de rabia y luego se dirigió hacia el pasillo donde se había instalado con su pequeño grupo. Cuando Ferran le había encomendado que se encargara de ellos lo había hecho con tal sutileza que Andrea no se había dado cuenta hasta horas después de que estaba colaborando en algo nuevo y sospechoso. Su grupo lo formaban cuatro personas además de ella: Olga, Aitana y su madre Pilar y Joan. Joan había conseguido un par de tiendas de campaña y las había instalado sobre unos palés de madera, cerca de los ascensores ahora inservibles. Era un lugar relativamente apartado, aunque todo el mundo se movía por donde le parecía sin prestar demasiada atención a la intimidad.

Cuando Roure salió del despacho Andrea vio en su rostro una expresión de preocupación.

—¿Qué está pasando, doctor?

—De todo. Pienso en el futuro. El agua puede escasear, las medicinas… He ido recogiendo todo lo que había en los botiquines de las tiendas, pero habría que ir arriba a ver qué encontramos. Y luego está lo de… Richard. —Roure bajó la voz y miró a su alrededor antes de hablar—. Tiene un agujero, sí, pero tarde o temprano se curará.

—¿Qué quiere decir?

—Que en pocos días estará sano como un roble, y entonces ¿qué haremos con él?

—¿Se lo ha dicho a Ferran?

—Se lo he dicho y está empezando a volverse paranoico. No se fía de mí.

—¿Y qué cree usted que está pasando?

—No lo sé. Le disparó con gran sangre fría, a menos de tres metros, y es un profesional. No quiso matarlo… y sin embargo ahora. Es como si fuera otra persona.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Andrea—, pero la verdad es que no estoy segura de si eso nos conviene o no.

—A eso me refería. No creo que pretendiera que mataran a su padre, pero sí que algo ha cambiado en él. Actúa como un general y cada día tiene más adeptos.

—La gente necesita alguien que le diga lo que tiene que hacer.

—A veces creo que sí, Andrea, y eso me preocupa.

Ferran lanzó una maldición cuando vio la puerta de la cámara frigorífica abierta de par en par. No había nadie vigilando y dentro se veía luz.

—No dejes que se acerque nadie —le indicó a López, siempre pegado a él.

La luz era escasa pero suficiente, y el lugar había ganado una mesa pequeña, una silla y un impropio sillón hinchable. Había también una pila de libros en la mesa junto al farolillo de gas butano, pero nada más. Richard había desaparecido.

—¡Maldita sea! Busca al idiota que estaba de guardia.

El camionero llamado Pablo ni siquiera estaba muy lejos, sólo unos metros más allá, en uno de los lavabos todavía con agua corriente que usaban todos los encerrados.

—¿Fugado? —exclamó Pablo con los ojos muy abiertos.

—Eso es. Se ha largado y alguien ha tenido que ayudarlo —masculló Ferran al borde de la ira—. ¿Sabes por casualidad quién ha podido ser?

—Te juro que yo no… Sólo he ido un momento… El doctor se acababa de ir y me dijo que estaba sedado… Yo…

—El doctor —afirmó más que preguntó Ferran.

—No creerás que ha sido el doctor —dijo López cuando ambos se alejaban hacia la zona más concurrida del hiper.

—Yo no creo nada… —Ferran iba a añadir que era el único que podía entrar ahí, pero vista la férrea vigilancia de Pablo, ya no estaba tan seguro.

—Yo opino que es un tipo peligroso —dijo López—. Tendrías que haberlo liquidado.

—Aún estoy a tiempo. Voy a ver al doctor. Reúne a unos cuantos hombres de confianza y espérame junto a la escalera.

—¡¿Se ha fugado?! —exclamó el doctor.

A su lado, Andrea cerró la puerta del pequeño despacho y se colocó junto a Roure, como si quisiera hacer causa común con él.

—Eso es. Y alguien ha tenido que ayudarlo. Ese tipo ha matado a dos personas, y una de ellas era mi padre. Cualquiera que lo haya ayudado se las tendrá que ver conmigo.

—¿Sospecha de alguien? —preguntó el doctor aguantándole la mirada—. Tal vez tiene usted alguna idea.

—Si la tuviera estaría muerto —le espetó Ferran.

—¿En qué te diferencias de Richard? —dijo Andrea tras un segundo de silencio—. Al fin y al cabo estabais juntos.

—Nadie te ha preguntado nada, Andrea. Tienes la mala costumbre de meterte en las conversaciones de los demás.

—Le dejé sedado no hace ni dos horas —afirmó Roure—. Y su hombre cerró la puerta cuando yo salí, como siempre. No lo llevaba en un bolsillo. Se lo puede preguntar.

—Ya lo hemos hecho —señaló López.

—Entonces, ¿qué es esto? —protestó Roure dirigiéndose a Ferran—, ¿la Gestapo? ¿No ves lo que te está pasando?

—¿Qué me está pasando según usted, doctor?

—Te estás convirtiendo en una especie de dictadorzuelo. ¿De qué se trata, rebelión contra la autoridad paterna?

—¿Y usted qué sabe? Richard mató a mi padre —manifestó Ferran, y Andrea percibió el frío a dos metros de distancia.

—No tengo nada más que decir. —El doctor Roure salió del despacho bajo la mirada inquisitiva de Ferran.

—Adiós, doctor —murmuró Ferran—. ¿Y tú, Andrea?

—¡Vete a la mierda! —exclamó ella, y también salió del despacho.

—Lo han matado —dijo Andrea cuando alcanzó al doctor.

—Eso no lo sabes. Tal vez es cierto y se ha fugado, aunque…

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Andrea.

—Nada —contestó, desolado, Roure—, no podemos hacer nada. Míranos. Es como si la raza humana se hubiera transformado. Tememos a la superficie cuando antes temíamos a un sótano. Nos da pánico el espacio abierto cuando antes no podíamos estar encerrados.

—¿Y eso justifica algo? —respondió ella, furiosa—. Estamos hablando de un hombre al que posiblemente han matado. ¿Qué somos ahora, ratas sapiens? Me causaría risa si no fuera por el drama que vivimos.

—Te preocupas por un criminal, Andrea. Por un individuo que ha matado a dos personas y quién sabe a cuántas más. De la noche a la mañana todo lo que habíamos conocido ha desaparecido. ¿Qué sabes de tus seres queridos?

—Sólo tengo a mi madre. La dejé en casa… Es extraño, porque al salir no piensas en si vas a volver a verla o no. ¡Cómo lo vas a pensar! Es lo natural. Cenar con ella, charlar sobre las vecinas, sobre lo que has hecho durante el día… Bueno, y Julia.

—¿Julia?

—Sí. Llevábamos juntas la tienda de juguetes y marionetas. Estábamos juntas desde el instituto, y ahora… tampoco sé dónde está, si ha podido sobrevivir, si tiene esperanza.

—Es muy triste. Sí.

—Ahora cualquier momento pasado me parece lo mejor del mundo. ¿Y a usted?

—¿Yo? Apenas si puedo… Acababa de enterrar a la mujer de mi vida.

—¡Oh! Lo siento —exclamó Andrea—. No tenía ni idea…

—Al menos sé que no está sufriendo, encerrada… Perdona, no debería hablar así. Míranos. Estamos en una precariedad absoluta, vivimos acampados como indigentes, con la comida racionada. Hemos vuelto al trueque. ¿Te das cuenta de lo que nos ha pasado? Es como tú dices, somos ratas sapiens.

—¿Y eso nos convierte en salvajes y asesinos?

—Cosas así hacen salir lo mejor y lo peor del ser humano, deberías saberlo —afirmó Roure.

—Ferran ha matado a ese hombre.

—No lo puedes saber. Y no sé si lo malo es que esté muerto o que ande por ahí suelto y con vida.