5

Detrás de uno de los sofás más voluminosos, Pep se dispuso a unir los dos cables que provocarían la explosión. Sonrió un momento, pero inmediatamente borró la sonrisa de sus labios cuando Jaume le lanzó una de sus miradas.

—¿Quieres hacer el favor de dejar de sonreír y hacerlo de una vez?

Pep unió los cables, pero no sucedió nada. Volvió a hacerlo y el resultado fue el mismo. Unos metros por delante de él, la pared que los separaba del edificio contiguo aparecía horadada con seis agujeros regulares en forma de círculo. Habían acordado utilizar los cartuchos algo menos poderosos y colocar más cantidad para conseguir que el boquete fuera más regular y el resultado menos destructivo.

—¿Qué pasa? —gritó Gerard desde la segundo fila, unos metros por detrás de ellos.

Ni Jaume ni Pep respondieron, ocupados en desentrañar el misterio. Discutieron un rato sobre polaridad, alternancia y cebadores, y finalmente decidieron unos cambios de mutuo acuerdo.

—No os mováis del sitio —gritó Jaume. Luego asintió y Pep volvió a juntar los cables.

Esta vez el resultado fue el esperado, y una fuerte explosión voló toda una sección de pared. Pep no pudo reprimir una expresión de júbilo. La deflagración había destruido por completo un trozo de la pared del almacén sembrando de escombros un gran espacio alrededor, aunque en la pared contigua, la que correspondía al edificio colindante, sólo se había abierto un boquete apenas suficiente para el paso de una persona. Pep se acercó hasta allí apartando el polvo y el humo con la mano, asomó la cabeza y exclamó:

—¡Oh, oh!

Todo el grupo se había acercado y uno a uno fueron observando el resultado.

—Eso es una sala de estar —dijo Sara.

Armado de un pico, uno de los Baquer acabó de ampliar el boquete, y por él se deslizó la chica al interior de lo que, efectivamente, era una sala de estar parcialmente destruida por la explosión. Un montón de cascotes había hundido una mesita de café y un sillón, y la pantalla del televisor aparecía rajada y llena de polvo. De las paredes habían desaparecido los cuadros, y una cortina ardía contribuyendo a llenar de humo la estancia.

—Esto es un destrozo —se lamentó Jaume una vez dentro—. Os dije que estas cosas nos pasarían.

—El caso es que ya estamos aquí —dijo Gerard—, pero habrá que tener en cuenta que esto es lo que ocurre. Por suerte no había nadie.

—Sí. No había nadie —confirmó uno de los Baquer—. ¿Qué iban a hacer aquí? ¿Ver la televisión?

—Bien. Ya está hecho —convino Gerard—. Ahora deberíamos formar un grupo de exploración, trazar un plan y movernos por aquí, pero con calma y sin prisas. ¿De acuerdo?

Sobre la mesilla de noche, la cara sonriente de su hijo Ferran parecía contemplarla lanzándole un mensaje de esperanza. La foto era de años atrás, cuando solían ir a la playa los domingos por la mañana, muy temprano, para poder estar en casa antes de que el «páter familias» volviera del trabajo. La foto la había tomado su marido murmurando algo acerca de la tontería de sacar fotos de uno mismo. Mercè se veía muy cambiada en aquellos dos años. O mejor dicho, en aquellas dos semanas. El pelo, encanecido, la hacía parecer mucho más vieja; las arrugas alrededor de los ojos y en las comisuras de los labios se habían hecho más pronunciadas, y toda ella tenía el aspecto de dejadez que había observado en otros vecinos en su misma situación. El mismo aspecto descuidado, la misma mirada huidiza, el mismo recelo. Finalmente, el pánico la había llevado a mantener las persianas echadas durante todo el día. Se sentía enferma sólo de ver el exterior a través de las rendijas, y otras veces, en cambio, se quedaba durante horas mirando la calle vacía y las hojas mecidas por el viento.

Una vez más revisó los cajones de la cocina, los armarios y el fondo de las bolsas de ir a la compra, pero parecía que ya nada podría sacar de ellos. Al menos todavía salía agua de los grifos. Iba a abrir uno cuando notó un temblor en todo el edificio, como una explosión.

—¿Ha empezado una guerra? —dijo en voz alta dirigiéndose a la foto de Ferran.

Luego se sentó a la mesa y comió un trozo de melocotón en conserva de su última lata. Después se quedó tan abstraída que le costó oír los golpes en la puerta y la voz que la llamaba: «¡Mercè!» Cuando abrió se encontró con la cara de su vecina Maria, en todo semejante a ella misma, con aire derrotado, el cabello blanco mal peinado, los ojos con profundas ojeras y la ropa sin planchar llena de manchas.

—Hola, Maria, pase —dijo casi sin mirarla.

La mujer entró y cerró despacio la puerta tras ella. Se sentó a la mesa, mirando fijamente la lata de melocotón abierta hasta que Mercè le dijo: «En vol una mica

Què sap del seu fill? —preguntó Maria después de engullir un discreto trozo de fruta.

—Nada. No contesta al móvil. También he llamado a su trabajo, a ver si saben algo, pero nada. Nadie contesta… no sé adónde ir —dijo Mercè con aire de desolación—. No me queda nada… sólo esto.

—Yo sí sé adónde —dijo Maria, súbitamente animada—. Podemos ir a casa de l’Esteve. Té la seva botiga, no?

—Maria. El colmado de l’Esteve está al otro lado de la calle.

—Toda la vida hemos comprado en su tienda —murmuró Maria, desolada.

—Sí, toda la vida.

—¿Y de su marido, tampoco sabe nada?

—Nada —respondió Mercè.

—¿Quiere venir a mi casa? Al menos no estaremos solas.

—No gracias, Maria —dijo Mercè—. Quiero quedarme en mi casa. No me moveré de mi casa.

De nuevo sola, Mercè se sentó a la mesa de la cocina y contempló todas sus reservas: el bote de melocotón a medias, un paquete de galletas con sólo unas migas y un par de tomates todavía comestibles. Y eso era todo. Se levantó de la silla y se acercó hasta la ventana de la galería. Le costó un enorme esfuerzo mirar al exterior. Suspiró profundamente y se quedó mirando a un perro escuálido olisqueando entre los hierbajos. Salió de la cocina casi arrastrándose y no pudo reprimir las lágrimas. Luego, tomando una súbita decisión, fue hasta su dormitorio, cogió la foto de Ferran, se tumbó en la cama con ella abrazada contra su pecho y cerró los ojos.

Richard era un especialista en sobrevivir. Lo había hecho durante tres años en la cárcel y con el duro trance de su huida. Después de unos cuantos días se había dado cuenta de que aquella situación iba para largo y que no tenía sentido hacerse con un paquete de joyas o con el dinero de las cajas de los restaurantes. A verlo de aquella manera lo había ayudado mucho su amistad, por llamarlo de alguna manera, con Ferran Clos. A solas, en el despacho que había tomado como su cuartel general, Richard acabó de redondear un plan. Tenía un grupo de seis hombres dispuestos, machetes, fusiles submarinos y una variedad de hachas y martillos. Y un objetivo, controlar el Carrefour con sus toneladas de alimentos.

—Creo que primero deberíamos negociar con tu padre —dijo apuntando con el dedo a Ferran.

—¿Y por qué lo crees ahora?

—Pues porque tenemos comida para una semana y ahí abajo tienen para meses.

Ferran trató de adivinar las intenciones de Richard mirándolo a los ojos, pero éste le aguantó la mirada impertérrito. Estaba seguro de que su aliado no pensaba someterse a las normas de su padre, pero tampoco podía saber cuáles eran sus intenciones, tal vez sólo ganar algo de tiempo. Tiempo ¿para qué?

—De acuerdo. Iremos a verlo.

—Todos —dijo Richard abarcando con un gesto de la mano a su grupo—. Nos ponemos en fila y recibimos nuestra ración, como en el talego.

—Todos. Y ahora escúchame. Te diré cuál es el plan.

En la mesa colocada a la entrada del hipermercado, Ferran distinguió a Andrea. La única iluminación eran algunos farolillos de butano colocados en lugares estratégicos y una potente linterna sobre la mesa a la que estaba sentada la joven. Dos hombres retiraron uno de los obstáculos de la entrada y el grupo de una veintena de personas llegadas desde el piso de arriba entró en el recinto del Carrefour, algunas de ellas con carritos de la compra. Manuel Clos hizo un gesto de bienvenida a su hijo y luego se encargó de que los recién llegados formaran una fila. Eran seis hombres jóvenes y el resto mujeres, además de Richard y Ferran. Deliberadamente, Ferran se quedó el último, cerca de Richard.

—Ahora —estaba diciendo Manuel Clos— se os dará a cada uno, como a todos nosotros, suministros para un día; es nuestra norma.

Andrea anotaba el nombre de las personas que debían recibir su parte, y a su lado, Joan era el encargado de coger las vituallas de un contenedor y entregarles el paquete. La chica vio la cara de agradecimiento de las dos primeras mujeres y luego se enfrentó al primero de los hombres, un individuo de mediana estatura, vestido con un traje arrugado y una corbata que había conocido tiempos mejores.

—¿Esta mierda es lo que toca? —refunfuñó el hombre.

—Es lo que toca —afirmó ella—. Que sea mierda o no es cuestión de opiniones.

—Con esto no tengo ni para un aperitivo.

—¿Qué le pasa? ¿Se ha creído que esto es la tierra de la abundancia? ¿Lo toma o lo deja?

El hombre soltó una blasfemia, lanzó al suelo el paquete y trató de abalanzarse sobre Andrea, pero ésta respondió empujando la mesa contra él, y Joan, saltando con agilidad, lo desplazó de un violento empujón. Ferran no se movió, y fue entonces cuando Richard, como si aquello no fuera con él, se colocó detrás de Manuel Clos.

—Quietos todos —dijo colocando el filo de su navaja en el cuello del expolicía.

—¿Estás loco? —gritó Ferran—. ¿Qué haces?

—¿Que qué hago? ¿Me has tomado por estúpido? Dame el revólver o le corto el cuello a tu padre.

—¿Que te dé qué?

Ferran vio con el rabillo del ojo como los hombres de Richard salían de la fila. Todos iban provistos de objetos contundentes, armas de un ejército de desharrapados, y demasiado tarde se dio cuenta de que era él el que había caído en la trampa. Lo peor era que uno de los que acompañaba a Richard llevaba un amenazador fusil submarino cargado con un arpón.

—No me hagas repetirlo —lo amenazó Richard—. Dame el revólver.

—Eres un estúpido —sonrió Ferran—. ¿Quieres el revólver? ¿Y qué vas a hacer con él?

—Eso no te importa, y me lo vas a dar.

—No te daré una mierda. Si le haces daño a mi padre no saldrás vivo de aquí.

—¿Ah, sí? —La respuesta de Ferran enfureció aún más a Richard, que apretó el cuchillo sobre el cuello de su padre—. No me jodas o te vas a quedar huérfano. ¡Dame el hierro ahora mismo!

—Está bien… está bien…, pero deberías saber algo sobre el revólver…

Lentamente, Ferran Clos llevó la mano hacia su espalda, sacó el revólver y Richard apretó todavía más la hoja contra el cuello de Clos.

—No hagas ninguna tontería o me lo cargo.

—Yo no quiero participar en esto —dijo el hombre del fusil submarino. Lo dejó caer al suelo y se alejó levantando las manos.

El hombre del traje esgrimía frente a Andrea con mano temblorosa una pequeña hacha, sacada de alguna de las vitrinas contra incendios. Andrea retrocedió unos pasos mientras la mayor parte de la gente hacía lo mismo, dejando a Richard y Ferran Clos frente a frente. El resto de los hombres de Richard, incluidos los dos jovenzuelos, permanecieron a la expectativa.

—Suelta a mi padre —ordenó Clos, y elevó el arma de imitación en el aire—. Esto no sirve de nada…

—Le rebanaré el cuello si no me lo das ahora mismo.

—De acuerdo… —Despacio, Ferran Clos se inclinó y depositó el arma de imitación en el suelo. Luego la empujó con el pie hacia Richard, y éste, sin soltar la navaja, se agachó para recogerla. Entonces ocurrió algo inesperado. Manuel Clos, ignorando, al igual que Richard, que era un arma simulada, intentó impedírselo. Ferran no pudo hacer nada. Gritó para detener a su padre, pero ya era tarde. Richard lanzó una puñalada al frente. La navaja se hundió en el pecho de Manuel Clos un segundo antes de que Ferran se apoderara del fusil submarino y disparara sobre Richard. Un silencio opresivo se cernió sobre el amplio espacio del Carrefour Planet. Richard, con la navaja ensangrentada todavía en la mano, abrió mucho los ojos y cayó al suelo con el costado atravesado por el arpón. Ferran Clos dejó caer el fusil y corrió hacia su padre. El viejo policía yacía en el suelo, sujetándose la herida con ambas manos y el rostro contraído en una mueca de dolor. Ferran se inclinó sobre él y trató de contener la hemorragia mientras el doctor Roure daba unas cuantas órdenes rápidas.

—Andrea, atiende a Richard. Joan, mi maletín.

—Vamos, padre —murmuró Ferran—, todo irá bien. Tenemos un buen médico…

Del maletín que Joan dejó a sus pies, el doctor Roure sacó compresas que oprimió sobre la herida. Andrea taponaba con un fular la herida de Richard, tendido unos metros más lejos. Ojos todavía incrédulos contemplaban el espectáculo, y de todos los rincones del amplio espacio llegaban para contemplar el resultado del primer motín.

—Aprieta aquí —ordenó Roure a Ferran mientras preparaba una jeringuilla—. ¡Por Dios!, que alguien disponga una camilla en algún sitio. ¡Andrea!

—Padre, ¡por favor! —sollozó Ferran—, tienes que vivir…

Por un momento, Manuel Clos abrió los ojos y su cara se iluminó con una sonrisa. Levantó la mano y con la punta de los dedos acarició el rostro de su hijo, luego se quedó inerte antes de que Roure pudiera inyectarle el contenido de la jeringuilla. Todo lo que el doctor pudo hacer por él fue cerrarle los párpados y colocar las manos cruzadas sobre el pecho.

—¡Padre! —exclamó Ferran en voz baja mientras le cogía la mano.

—Doctor, no deja de sangrar —dijo Andrea.

Richard tenía los ojos en blanco y su cuerpo, desmadejado, parecía sufrir ligeros temblores. Inclinado todavía sobre el cuerpo de su padre, Ferran Clos, pálido como el papel, le lanzó una mirada indefinible.

—Déjalo que se muera —dijo.

Entretanto, Roure se había inclinado ya sobre el herido e hizo una indicación a varios hombres.

—Ayudadme a llevarlo allí —señaló la improvisada enfermería habilitada en un recodo del gran almacén.

Ferran Clos los dejó hacer mientras seguía apretando la mano de su padre.

Todavía aturdidos, malherido el que los había llevado allí, el grupo del piso superior se removió buscando una salida. Los dos hermanos fueron retrocediendo hacia la entrada mirando desafiantes a su alrededor. El hombre del hacha, pálido y tenso, parecía dispuesto todavía a plantar cara, pero Ferran volvió a tomar el fusil del suelo y colocó en él otro de los arpones.

—¡Ferran! —gritó Roure—. Ya está bien de muertes.

—Tú los has traído aquí —dijo Andrea dirigiéndose a Ferran—. Llévatelos de una vez. ¡Marchaos todos!

—Es mi padre —replicó Ferran—. No lo abandonaré.

Como un solo hombre, el grupo de invasores retrocedió. Uno a uno fueron saliendo del hipermercado y Ferran volvió junto al cadáver de su padre. Roure estaba atendiendo a Richard, y cuando Andrea se acercó a él, dijo: «Volverán. Esto no ha hecho más que empezar».

—Pues los estaremos esperando —respondió ella.

—¿Qué va a pasar ahora? —dijo Andrea de pie frente al cadáver de Manuel Clos.

—Todo ha sido culpa mía —murmuró Ferran—. Debí apoyarlo cuando decidió quedarse aquí.

Andrea retrocedió unos pasos y se sentó, desmoralizada, sobre una de las cajas de madera.

—En eso tienes razón. Ha sido culpa tuya. ¿Sabes cómo llegué yo aquí? —preguntó en un susurro.

—No. Supongo que como todos.

—Vine en un coche que se estrelló contra el muro…

—¡Ah! Tú eres la chica de la suerte.

—Sí. La chica de la suerte —sonrió ella con un gesto de resignación—. Iba a venir con otra persona, pero…

—Pero qué…

—No pudo ser.

—Y esa persona era…

—No sé lo que era. Sólo sé que me gustaba y que… se llamaba Micky. —Andrea se echó a llorar—. Lo dejé allí. El edificio estaba ardiendo y lo dejé allí. ¿Sabes lo que me dijo antes de… antes de que pisara el acelerador? Dijo… «ha sido un placer…»

Ferran la vio deshacerse en lágrimas, incapaz de hacer un movimiento que los acercara. Se puso en pie y observó una vez más el cadáver de su padre, tendido sobre una manta en el suelo del almacén. «Es curioso —pensó—, algo tan simple como enterrar a los muertos se convierte en un problema».

—Según creo, tú llevas el control de las existencias…, los números —dijo Ferran.

—Sí, me ha tocado —asintió Andrea—. Sobre la gente que somos no sabría decirte, pero hay alimentos para meses. Claro que las cámaras ya no funcionan y estamos consumiendo todo lo perecedero. Supongo que también tendremos que aprender a fabricar pan y a… hacer ahumados o lo que sea para conservar lo que tenemos. Tu padre decía que todas las conservas debían mantenerse como reserva.

—Mi padre era un gran organizador. No un buen padre, pero un gran organizador.

—¿También eres policía?

—Escolta.

Andrea asintió. En aquel momento parecía como si todo fuera de lo más natural. Un par de amigos charlando en un gran almacén, rodeados de palés llenos de cajas y sacos de alimentos, productos químicos y mil y un objetos inútiles. A unos metros del cuerpo de un buen hombre al que había cogido cariño y que no dejaba de ser un perfecto desconocido.

—¿Crees que tenemos futuro? —preguntó ella.

—Poco antes de entrar aquí estuve en una reunión. Gente importante, entendidos en todo este asunto. ¿Y sabes qué? Me dio la impresión que no había salida, que no tenían ni idea de lo que pasaba ni de la manera de solucionarlo.

—Me aterroriza —dijo ella—. Tanto como la idea de salir al exterior.

—¿Lo has intentado?

—Tres veces.

—Y estás viva.

—Sí. Es una manera de verlo. Las dos primeras fui incapaz de dar un paso afuera, y la última…, la última no sé cómo sobreviví. El doctor Roure dice que se me paró el corazón. Por suerte me encontró a tiempo ese hombre, el que vive abajo, en el coche.

—López.

—¿Se llama López?

—Sí. Y es un tío con recursos. Deberíamos incluirlo en el grupo…, en el comité de notables…

—Eres tan cínico como yo —sonrió Andrea—. Podríamos entendernos.

—¿Y qué tal esa mujer?, Olga.

—Una ejecutiva pura y dura. Lleva… llevaba uno de los hoteles. Por lo que sé es una mujer interesante, tiene ideas y es resolutiva.

—Sí, me parece interesante —asintió Ferran.

—Ya lo veo —respondió Andrea tratando de encontrar el sentido de la afirmación de Ferran.

—Deberíamos reunirnos y hablar. Hay muchas cosas que decidir.

—Dime una cosa, Ferran.

—¿Qué?

—¿Por qué nos tenemos que fiar de ti?

—¿Qué quieres decir?

—Has estado con los de arriba desde el principio. Hoy has venido con ellos. Claro, ese tipo ha matado a tu padre, pero ¿eso te hace cambiar de idea y aceptar las cosas como están aquí?

—¿Qué importa eso? Se trata de sobrevivir, ¿no?

—Le he sacado el arpón, o como se llame, y lo hemos encerrado en una de las cámaras frigoríficas —dijo el doctor Roure—. Hay que abrirle la puerta de vez en cuando para que no se ahogue.

—¿De verdad? —preguntó, escéptico, Ferran—. ¿Es necesario?

—¿Qué vamos a hacer? Con él, quiero decir —quiso saber Andrea.

—¿Usted qué opina, doctor?

—No lo sé. ¿Tenemos que erigirnos también en jueces?

—No podemos permitir que vaya por ahí matando gente —masculló Ferran.

—Pues habrá que decidir qué hacer con él —insistió Roure.

La reunión del pequeño comité que incluía a Olga, Roure y Andrea contaba ahora con la presencia de Bernat López y la de Ferran Clos. Todo el mundo había aceptado como algo natural que Ferran sustituyera a su padre, y tampoco les parecía mal la presencia del representante de joyería.

—Y también hay que pensar en el cadáver —dijo Andrea mirando de soslayo a Ferran.

—Deberíamos decir los cadáveres —puntualizó López—. Porque habrá más.

—¿Qué quiere decir que habrá más? —frunció el ceño Andrea.

—Pues que no parece que vayamos a salir de aquí y que la gente se muere, ¿no, doctor?

—Desde luego —respondió Roure—. No creo que esta situación vaya a cambiar. De momento nos deshicimos del cadáver del pobre Tomás…

—¿Cómo? —preguntó Ferran.

—Una especie de… funeral vikingo —masculló Olga—, y perdonad la irreverencia. Y no es algo que podamos hacer habitualmente. Necesitamos el petróleo y la gasolina de los coches para otros menesteres, ¿no?

—Y además, es un peligro hacer un fuego de esas dimensiones —apuntó Andrea—. Os lo aseguro. Puede ser un desastre.

—Sí —asintió Olga—. Y no podemos llamar a los bomberos.

—Hay otro medio —intervino López.

Todas las miradas se volvieron hacia él. En circunstancias normales, López habría pasado desapercibido. Estatura media, un traje anticuado, cabello ralo, una cara vulgar a la que la barba apenas le confería un color gris. Sus ojos, un poco adormilados, parecían no querer afrontar la realidad, cubiertos siempre por una tela de escepticismo.

—¿Qué medio? —preguntó Andrea.

—Verá. Como saben hay dos pisos más de aparcamiento. Dos sótanos. Que yo sepa nadie vive allí, pero he dado algunas vueltas, ya saben, para encontrar algo útil en los coches aparcados. De hecho… Bueno, hay un camión de reparto de bebidas y una furgoneta llena de fruta.

—¡Vaya! —exclamó Olga.

Su melena extrañamente bien cuidada se agitó, y Ferran se fijó entonces en sus grandes ojos, azules y expresivos, su cuerpo delgado y aparentemente frágil y un mentón cuadrado y audaz.

—Déjelo terminar —dijo—. Siga… por favor.

—Sí. Bueno, pues resulta que en la tercera planta, en la más inferior, hay una especie de pozo ciego. Supongo que es donde van a parar las aguas residuales. Hay suficiente espacio para que pueda pasar un cuerpo por el agujero…

—¿Está diciendo que echemos por allí los cuerpos de los fallecidos? —se escandalizó Andrea.

—Yo sólo digo lo que he visto.

—No me parece muy digno —apuntó Roure.

—¿Y qué le parece vivir como ratas, asustados del aire libre y de la luz del sol? —le espetó López.

—A mí me parece la única solución —dijo Ferran.

—Bueno —concedió Roure—, seguramente usted es la persona con más autoridad para tomar esa decisión. Al menos hasta ahora.

—¿Y lo del tipo de arriba? —inquirió Andrea.

—Richard, se llama Richard —apuntó Ferran.

—¿Y qué que se llame Richard? ¿Qué vamos a hacer con él?

—¿Qué propones? —quiso saber Olga.

—No podemos dejarlo ir, ni podemos mantenerlo encerrado en una cámara frigorífica sin aire y sin ventilación —dijo Andrea.

—Lo de la ventilación se puede arreglar —apuntó Ferran—. ¿Verdad, doctor?

—Si se refiere a abrir los conductos de aire, se puede. Pero eso quiere decir que nos constituimos en jueces y lo condenamos a… ¿cuánto? ¿A cadena perpetua? ¿O unos meses y luego lo dejamos ir? ¿O a veinte años? ¿Alguien espera quedarse aquí veinte años?

—También lo podemos ejecutar —replicó López con absoluta tranquilidad.

Ferran lo miró fijamente hasta convencerse que López había hablado con total seriedad. Andrea se recostó en la silla que ocupaba y luego, por primera vez desde que estaba encerrada, sacó el paquete de cigarrillos y encendió uno.

—¿Alguien fuma? —preguntó ofreciendo el paquete. Nadie se movió y lo volvió a guardar.

—Yo propongo que reflexionemos un poco sobre el asunto —manifestó Roure—. Y que tratemos los otros asuntos que nos interesan: lo de convocar una asamblea de todos los encerrados en el hipermercado… y los próximos pasos en materia de… seguridad.

—Sí. Será lo mejor —coincidió Ferran—. Y ya hablaremos más adelante del asunto de Richard.

Hacía muchos años, cuando apenas acababa de cumplir los quince, Andrea había presenciado por primera vez una escena de violencia. Era un chico de su edad. Robert, el chico con el que había nacido su primera ilusión. Por alguna razón, Andrea lo había preferido a cualquier otro, y eso que era más bien gordito, un poco raro, solitario y poco sociable. Tal vez por eso. Tal vez es que era un muchacho extraordinario, con algo que Andrea no sabía definir; puede que vida interior, bondad, imaginación, sentido del humor… y epilepsia. «La enfermedad de los grandes hombres», decía él, y citaba a Alejandro, a César, a Dostoyevski. Y un día le dio un ataque en plena clase de imagen y se enredó en los cables del equipo. Nadie pudo evitar que se electrocutara y que su corazón, o su cerebro, o los dos, sufrieran una destructiva descarga. Después de aquello, Robert dejó de ser aquel muchacho sensible e inteligente y el tiempo los fue separando.

Todo eso pensaba Andrea a la luz de las linternas, frente al pozo ciego que Bernat López había descubierto. Al parecer, había una mina de agua subterránea bajo los cimientos del centro comercial, y los constructores habían dejado abierto aquel pozo como desagüe en caso de inundación.

Alguien tiró un objeto pesado para calcular la profundidad, pero apenas si habían oído un chapoteo lejano, lo que quería decir que era muy profundo. Habían envuelto el cadáver de Manuel Clos en unas sábanas nuevas, que nadie nunca había estrenado porque nunca nadie las había comprado en el Carrefour Planet. Lo acercaron hasta el borde del pozo en un carro metálico, plano, de los utilizados para trasladar grandes pesos, y Andrea pudo contar una decena de personas en el precario funeral. Nada de ceremonias, pero el caso es que todos los presentes, por alguna razón, habían considerado oportuno estar allí. Su hijo Ferran, el doctor Roure, Joan, Bernat López, Olga y Pilar con su hija Aitana. ¿Qué hacía allí una niña de diez años?

Ferran contempló el cuerpo de su padre, y Andrea creyó ver que una lágrima brillaba en sus ojos. Sólo ella y los más cercanos oyeron sus palabras susurradas: «Te echaré de menos, viejo». Andrea también habría querido decir unas palabras. ¿Para qué?, pues para sentirse mejor consigo misma, para mostrar que todavía no se había perdido la humanidad en aquella tribu que rozaba ya la prehistoria. «Es curioso —reflexionaba mientras Ferran y Joan acercaban el cadáver al pozo—, es como si estuviéramos evolucionando al revés. Primero perdiendo los adelantos como la televisión, internet y el teléfono móvil, luego la electricidad; dentro de poco perderemos el agua corriente, la higiene, nos vestiremos con andrajos y tendremos que aprender agricultura de subsistencia, si es que somos capaces. Ya vivimos en la oscuridad, como en la Edad Media. ¿Qué nos espera ahora?»

Se encaminó hacia la escalera cuando notó a su lado la presencia del doctor Roure.

—¿Qué tal, doctor?

—Consternado… y preocupado…

—Ya. Preocupado.

—Sí, pero con algo añadido —dijo en voz baja asegurándose que nadie los oía.

El resto de asistentes al sencillo funeral caminaba detrás de ellos algo más lejos.

—¿Y qué es?

—Todo me parece muy extraño. ¿De dónde ha salido esa pistola?

—No lo sé —dijo Andrea—. ¿Eso es importante?

—Es todo como si hubiera habido un plan. Un plan que ha salido mal —reflexionó en voz alta Roure—. No me ha gustado nada. No me fío de Ferran. Al fin y al cabo estaba con los de arriba, ¿no?

En la explanada frente al tanatorio de Montjuïc apenas cabía un vehículo más. Los últimos en llegar habían sido precisamente el coche fúnebre con los restos mortales de Carmen Llanes y la limusina que conducía a su viudo, el doctor Mateu Roure. La afluencia de asistentes al sepelio no se explicaba sólo por familiares o amigos, sino que también tenía su razón de ser por la personalidad de la fallecida, miembro de una de las familias más pudientes de Oviedo y afincada en Barcelona desde su boda con el doctor Roure.

Destacado cirujano, el doctor Roure había visto como la vida de su querida esposa se había apagado cuando un cáncer fulminante había acabado con ella y lo había dejado solo en el mundo, tan solo como puede quedarse un hombre cerca de los setenta años, sin hijos, absorto completamente en su trabajo y sin más relaciones que la mujer con la que había compartido más de cuarenta años de vida. No era persona dada a las lágrimas, ni tan siquiera a mostrar sus emociones, así que los más allegados, la familia de su esposa y algunos primos lejanos, eran de la opinión de que Roure no se había sentido especialmente dolido por la pérdida. Craso error, porque el doctor había acariciado incluso la idea de irse con ella, de alguna manera elegante, como los antiguos patricios romanos. Finalmente, la dedicación a su trabajo lo había hecho desistir. Había mucha gente que aún lo necesitaba, estaba seguro de ello. Aquella misma tarde de viernes tenía una importante intervención para reparar en lo posible, un traumatismo craneoencefálico en una joven a la que un accidente de tráfico había dejado al borde de la muerte.

Sentado en un incómodo sillón metálico en la sala del tanatorio, Roure se iba levantando de vez en cuando para recibir las condolencias de personas más o menos conocidas. Los médicos y enfermeras de su departamento, los directivos del hospital, algún que otro personaje de la administración, vecinos, algunos de sus compañeros de golf, un deporte que odiaba pero que practicaba porque un colega le insistía que era ideal como ejercicio. Una de las personas de las que más agradeció la presencia para darle el pésame fue Julián, el quiosquero al que le compraba el periódico todos los días desde hacía una eternidad. Era un hombre bajo, sólido y con una nariz rota que anunciaba una juventud dedicada al boxeo. Lo había conocido muchísimos años atrás, cuando una serie de combates oscuros, amañados y perdidos le habían hecho abandonar su carrera deportiva. Roure veía en Julián a una de esas personas que no parecen cambiar nunca y a las que no sabría uno atribuir una edad, pero que siempre había sido un perdedor, alguien al que la vida se le escapaba inevitablemente de las manos. Podría decirse que era lo contrario a él, un triunfador en su profesión, casado con la rica mujer a la que amaba. Y fue en ese momento, cuando aquel hombre le dio la mano, cuando Roure no pudo reprimir las lágrimas. Se puso en pie y abrazó a Julián, también lloroso, ante la extrañeza de los parientes o de otros amigos presuntamente más cercanos. «¿Qué clase de vida he llevado que mi mejor amigo es el quiosquero?», se dijo el doctor.

Al acto de la inhumación acudieron sólo un puñado de personas. Básicamente los parientes de Carmen, entre los que se encontraba algún prominente banquero y un par de políticos muy bien relacionados. El panteón donde colocaron el féretro de su esposa era un prodigio de mal gusto. Un angelote al que hubiera diagnosticado obesidad sin dudarlo ni un instante, una especie de dragón o de serpiente fruto de la imaginación calenturienta del autor y una cruz, curiosamente en una esquina del mausoleo en lugar de estar en el centro, como parecía lo lógico. Roure no tuvo más remedio que entrar en el estrecho habitáculo, aunque llamarlo habitáculo era una tétrica paradoja. Agnóstico militante, Roure había transigido con el funeral religioso dado que su querida esposa era creyente, pero al parecer la familia de ella no estaba dispuesta a entender que era necesaria una tregua en una tensa relación. Lo notó cuando una de las hermanas de Carmen se le acercó con la barbilla elevada, los ojos enrojecidos y los labios apretados en una mueca de desprecio.

—Estarás satisfecho —le espetó en voz baja, intentando ensayar una sonrisa con la evidente intención de disimular ante los asistentes.

—¿Qué estás diciendo? ¿No sería posible que por una vez tuvieras un poco de respeto?

—¿Respeto? Mi hermana habría querido un funeral como Dios manda, en una iglesia, no en este… almacén —fue la palabra más ofensiva que pudo encontrar—, pero claro, el señor ateo no podía convertirse en un hombre de bien de la noche a la mañana.

—Agnóstico —replicó Roure sin perder la calma.

—¿Qué?

—Que no soy ateo. Soy agnóstico, o sea, que no me creo cualquier cosa, ni siquiera que Dios no existe.

—¡Ah! —exclamó ella sin entender nada cuando Roure le dio la espalda—. Mi hermana sí creía.

Roure dudaba de que Carmen creyera lo mismo que su hermana, o que las viejas beatas que pasaban por delante de su puerta los domingos camino de la cercana iglesia. Se desentendió de su cuñada, y de un modo casi obsesivo, Roure fue anotando en su mente todos los detalles de aquellos últimos momentos, de aquel último día en el que la vida parecía la de siempre y sin embargo ya no lo era. El ronroneo casi inaudible del tractor que llevaba el féretro. «¿Dónde están los seis caballeros que debían llevar el féretro de la princesa?», se dijo. Las flores, frescas y presuntamente recién cortadas, aunque estaba seguro de que procedían de algún vivero en el que se las rociaba con un aerosol para devolverles la lozanía. Y las velas que no eran tales, sino tubos metálicos con una resistencia temblorosa en la punta a modo de llama. «¡Cuanta falsedad! —se decía a sí mismo—, ¡cuánta simulación!»

Cuando todo aquello terminó, Roure se acomodó en el coche con la mirada perdida. Pasaban unos minutos de las once de la mañana y Roure empezó a acusar la profunda depresión del momento. Muy cerca de allí, en los jardines junto al MNAC, se había declarado a Carmen un día de mayo de 1969.

—¿Lo llevo a su casa, doctor? —preguntó el chófer.

—¿A casa? No. Al hospital. Tengo una operación dentro de una hora. —El chófer, el de toda la vida, puso en marcha el vehículo y Roure vio su cara, muy pálida, y sus ojos, muy expresivos, mirándolo por el espejo retrovisor—. ¿Qué ocurre, Pere?

—Nada, señor. ¡Dios me libre de decirle nada!

—Vamos, hombre. Hace quince años que nos conocemos. Dime lo que sea.

—Pues que sus cuñadas… han organizado una especie de… recepción en casa. Ya sabe, esas cosas que se hacen después de un entierro. Me han encargado que lo llevara allí rápidamente.

—Ya. ¿Y tú qué opinas?

—Yo… —Pere dudó un instante—. Yo opino, si es que me lo pregunta, que debería usted ir al hospital a salvar la vida de quien sea que lo necesite.

—Pues vamos para allá. No puedo llegar tarde.

Roure elevó la mano, como deteniendo el tráfico, cuando el primer miembro de su equipo le dio el pésame, cortando de raíz el flujo de sentimientos. Luego estudió las radiografías del paciente y dio las primeras instrucciones al anestesista y a sus ayudantes. Colocó a modo de saludo una mano en el hombro a su más preciado colega e hizo una inclinación de cabeza dirigida al resto.

—Vamos allá —dijo.

Pasaban las diez de la noche cuando volvió a sentarse en la trasera del Mercedes, agotado pero medianamente satisfecho por el trabajo realizado. La muchacha nunca volvería a ser la misma, pero al menos no tendría que sentirse avergonzada por su aspecto.

—¿Ha ido todo bien, doctor?

—Todo lo bien que podía ir. ¿Alguna novedad?

—He perdido la cuenta de las veces que han llamado sus cuñadas. ¿Quiere que le repita los recados?

—No, gracias. ¿Dónde podría ir a tomar una cerveza bien fría?

—A estas horas no sé, doctor. Yo suelo ir con mi mujer al centro comercial de la Gran Via. Mientras ella va de compras yo me tomo una cerveza en algún local de por allí. Seguro que aún hay alguno abierto.

—Pues me llevas allí, me dejas y te vas a casa. Ya llamaré un taxi para volver.