El último piso del instituto, la cuarta planta, tenía grandes ventanales abiertos a los cuatro vientos, por lo que la luz del día entraba a raudales. Jaume y Sara se quedaron dentro del ascensor cuando éste abrió las puertas. La cafetería quedaba justo frente a ellos, pero ninguno de los dos se atrevió a cruzar el pasillo iluminado que tenían delante.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sara.
—Sólo hay que cruzar el pasillo. Dentro de la cafetería estaremos a salvo.
La voz de Jaume sonó muy poco convincente. No obstante, el chico dio unos pasos y salió del ascensor. El pasillo era corto y estrecho, con ventanales a ambos lados y una gran puerta al frente que daba acceso a la cafetería. Naturalmente estaba solitaria, con las sillas colocadas sobre las mesas, los mostradores relucientes y los estantes vacíos.
Jaume estaba literalmente aterrorizado y no se atrevió a mirar a los lados. Al dar los primeros pasos notó una corriente de aire que venía de la derecha. Tal vez era una ventana abierta o un cristal roto, pero sintió cómo el sudor le resbalaba por las sienes. El corazón le latía tan de prisa que pensó que se iba a desmayar. Miró de reojo el cielo azul, el vacío exterior, y sintió un nudo en la garganta que casi le impedía respirar. Sus pies se negaban a avanzar y se reclinó contra la pared, tratando de recuperar el aliento.
—¿Qué pasa? —gritó Sara desde el ascensor.
Se había quedado quieta, bloqueando la puerta y tan asustada como Jaume. El chico cerró los ojos, se dejó caer al suelo y empezó a arrastrarse hacia la cafetería. Sobre las frías baldosas no sentía la corriente de aire. Consiguió respirar con regularidad, y sin abrir los ojos siguió arrastrándose hasta alcanzar la puerta acristalada y entrar en la oscura cafetería. Hizo un gesto de triunfo a Sara y luego la animó a seguirlo con un movimiento de cabeza, pero ella se negó, aterrorizada.
Sobre uno de los carritos de servir, Jaume amontonó todo lo que se le ocurrió para un desayuno colectivo. Tuvo la precaución de coger una gran perola para calentar agua, y con todo ello volvió trabajosamente al ascensor, arrastrándose a ciegas y empujando el carrito. Cuando estuvo dentro, Sara se abrazó a él echándose a llorar.
—Hay mucho más, para varios días —anunció Jaume al llegar a la sala de profesores, donde se habían instalado.
También allí había un televisor, y todo lo que pudieron ver fueron series enlatadas y telediarios que parecían improvisados con informaciones deslavazadas y sin sentido.
—¿Qué dicen de erupciones? —preguntó alguien.
—No se aclaran. ¿Alguien ha conseguido hablar con su casa? —Nadie contestó.
Gerard y Sara se encargaron de distribuir el desayuno. Sólo Mireia se mantuvo lejos de todo. Se quedó sentada en el suelo, en un rincón de la sala, moviéndose adelante y atrás, como si estuviera rezando ante el Muro de las Lamentaciones. Cuando Sara intentó hablar con ella todo fue inútil, y la chica, sin levantar la vista del suelo, continuó con sus movimientos, absolutamente ensimismada.
—Está muy afectada —explicó Sara—. No quiere hablar con nadie.
La segunda noche se oyó llorar a alguien, aunque Gerard no supo determinar quién era. La mayoría seguía ocupando el despacho del director, pero los Baquer y Jaume se habían buscado su propio dormitorio en algún otro lugar.
A primera hora del lunes, como de mutuo acuerdo, se reunieron todos frente a la puerta del instituto. Seguía semicerrada, y haciendo un gran esfuerzo, Jaume se acercó hasta ella y la abrió de par en par. Fuera, la parada de autobús estaba desierta, y al fondo se recortaban los bloques de viviendas. Había coches aparcados, pero no se movía ni un alma. No había mujeres arrastrando los carritos de la compra, ni jubilados cabizbajos, ni grupos de niños encaminándose al colegio. Nadie se acercaba a la puerta del instituto, ni tampoco había aviones que surcaran el cielo hacia o desde el cercano aeropuerto.
—¿Qué está pasando? —musitó Charlie.
—Lo mismo que en todas partes —respondió Jaume—. La gente no puede salir a la calle. Así de sencillo.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Sara.
—Eso ya lo has preguntado —respondió Gerard moviendo la cabeza en un gesto de reproche—. Podemos intentar salir. ¿Quién se atreve? A lo mejor ya ha pasado todo.
—¿Ah, sí? —terció uno de los Baquer—. ¿Y dónde está la gente entonces?
—Acojonados, como nosotros —decidió Gerard.
—Yo lo haré —se ofreció Jaume.
Lo primero que hizo fue recoger su moto del suelo, pero no intentó subir a ella; sólo se limitó a apoyarla en la pared. Lo vieron acercarse a la salida. Un paso, otro y… luego una fuerza descomunal paralizó sus pies cuando ya estaba a punto de alcanzar la puerta. Desde atrás, todos pudieron ver el enorme esfuerzo que hizo para intentar salir a la calle, pero fue todo inútil. Mireia se colocó tras él, a cubierto de la amenaza exterior.
—Déjalo ya —le susurró.
—Volvamos dentro —sugirió Gerard—. Si os parece, vamos a hablar… y nos organizamos un poco.
La sala de profesores estaba presidida por una gran mesa rectangular, suficiente para que cupieran todos. Gerard echó un vistazo a sus compañeros y luego frunció el ceño.
—Me preocupa el bedel —dijo.
Se miraron unos a otros.
—¿Narcís? —preguntó alguien.
—Bueno. No es seguro que esté aquí —dijo uno de los Baquer—. Nadie lo ha visto.
—¿Y quién ha abierto las puertas, y las luces? ¿Y quién ha puesto el laboratorio en marcha? Hay que buscarlo. Lo que tenemos que decidir nos concierne a todos.
Lo encontraron en el sótano. Y el bedel, Narcís, había encontrado una gruesa cuerda utilizada por los obreros para elevar pesos con una polea. Y también había encontrado algo más: el modo de escapar de aquel encierro.
—Narcís, son las once, tengo que cerrar.
Narcís, bedel del Instituto de Bachillerato número 6 de Barcelona, contempló el vaso alargado, todavía con dos dedos de cubalibre, e hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa. Era el único parroquiano del bar cuyo propietario ya había colocado las sillas sobre las rústicas mesas de madera y se movía entre ellas escoba en mano.
—Ponme otro. El último y me voy.
Se tomó el último cubalibre de un solo trago y luego dejó un billete sobre el mostrador ya limpio y reluciente. El televisor seguía emitiendo imágenes en silencio sobre ciudades semidesiertas, y la máquina de café emitía un silbido al tiempo que dejaba escapar un hilo de vapor que se elevaba en el aire como las cenizas de un volcán.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó el dueño del bar.
—Sí. Muy bien. ¿Te debía algo, no? Cóbratelo.
—No hay prisa. ¿Mañana trabajas?
—Sí. Mañana trabajo. Buenas noches…
El ambiente era húmedo y frío, y Narcís se detuvo un instante junto a la farola más cercana. Encendió un cigarrillo y aspiró el humo con deleite, mirando al cielo, ligeramente nublado, intentando encontrar alguna estrella. La calle no estaba muy transitada, algo extraño para un viernes por la noche, pero se veían luces en las ventanas, allí donde las personas tenían una vida, donde las mujeres aguardaban a sus maridos o donde los bebedores como él tenían alguien que los esperara. Caminó despacio, tratando de mantener el equilibrio. Narcís siempre había dicho que era un profesional del alcohol. Por muy borracho que fuera siempre era capaz de mantener el equilibrio y la coherencia cuando hablaba. No era de esos individuos a los que no se les entiende nada o que van dando tumbos de un lado a otro de la calle. Tenía por norma que, si era incapaz de aguantarse derecho, se tumbaba. Nada de dar el espectáculo. Siempre había pensado que eso era suficiente para que su mujer lo aceptara. Narcís no era un hombre violento, ni siquiera cuando iba muy bebido, porque el alcohol era para él un modo de superar la depresión; el único modo que conocía. Claro que era lo bastante inteligente como para saber que todo era un engaño, que era el alcohol el que le producía la depresión, el culpable de que pasara horas y horas fuera de casa, lejos de Ana, el culpable de que no fueran una pareja, sino dos compañeros de piso que compartían gastos. Todo eso lo sabía, pero no acertaba a comprender por qué continuaba bebiendo, por qué no aceptaba la ayuda que su mujer, o sus amigos, le ofrecían. Y aquella mañana, cuando se habían despedido en la puerta para dirigirse a sus trabajos respectivos, ella lo había besado en la mejilla y le había dicho:
—Esta noche hablaremos.
Narcís llegó al portal de su casa cuando estaban a punto de dar las doce. Había hecho el camino despacio, procurando mantenerse erguido y andar en línea recta. Incluso había saludado a un vecino por el camino, aunque fue el vecino el que no le devolvió el saludo y desapareció con una expresión de miedo en el rostro, como si le fuera a pasar algo.
Al volver del bar, siempre vivía el regreso a casa como una liberación. Le gustaba ver a Ana esperándolo en la entrada, aunque él siempre prefería entrar con su llave, «por su propio pie», como él mismo decía. Ella estaba como siempre, en el recibidor, pero había algo diferente. Llevaba puesto un vestido de calle y los zapatos que solía llevar en las grandes ocasiones. Y en el recibidor había una maleta, la roja, regalo de su madre. Narcís pensó que era una bonita maleta, grande aunque no demasiado, cómoda de llevar.
—Has bebido —dijo ella.
—Sí… bueno. Unos cubatas con los amigos… pero no pasa nada.
Intentó hacerle una caricia, pero ella se echó hacia atrás. Narcís creyó ver que lloraba, pero posiblemente, pensó, era su imaginación.
—Te dije esta mañana que teníamos que hablar.
—¿Sí? Lo siento, no me encuentro bien. ¿Te importa si hablamos mañana? —dijo, e intentó deslizarse hacia el dormitorio, pero Ana se interpuso, lo tomó del brazo y lo llevó al salón.
El televisor estaba apagado, las cortinas echadas y el ambiente demasiado cargado. Narcís se sentó en el sofá sin saber a ciencia cierta qué estaba pasando. Ana se sentó frente a él. Entonces se fijó en que estaba peinada y maquillada, como si fuera a una fiesta. Se quedó mirando sus ojos verde oscuro que a veces, como en aquel momento, le parecían negros en la penumbra del salón.
—Narcís. Me voy.
—¿Que te vas? Te vas. ¿Adónde?
—No importa adónde. Lo que importa es que me voy. Esto se ha terminado. Te dejo y no voy a volver. Hace demasiado tiempo que espero un milagro, y el milagro no se produce, ¿lo entiendes?
—Te vas. —Narcís parpadeó, incrédulo.
Por un momento deseó ardientemente un trago, pero no encontró la manera de decírselo. «Se iba a enfadar con él», pensó.
—De momento me voy a casa de mi madre. Me llevo sólo parte de mi ropa. Ya vendré a buscar el resto. Te he dejado dinero en el cajón de la mesilla, donde siempre, pero me llevo algo para estos días.
—Te vas —repitió Narcís—. Pero… así, sin más…
—¿Sin más? Ni siquiera puedo hablar contigo. Ni siquiera has podido mantenerte sobrio hoy para que habláramos. No puedo más. —Las lágrimas afloraron a sus ojos—. Se ha terminado, Narcís. Lo siento porque te quiero mucho, pero hasta aquí hemos llegado.
—No… no lo hagas. Te prometo que cambiaré. Ha sido la última vez. ¡No podré vivir sin ti!
—Sí. Sí podrás —dijo ella poniéndose en pie—. Has podido todos estos años. Con el alcohol tienes suficiente para ir tirando, pero yo no. Lo siento. Lo siento mucho.
Y Narcís la vio coger su maleta, salir y cerrar la puerta tras ella. No tenía fuerzas para moverse del sofá, pero lo intentó. Consiguió levantarse y caminar hasta el mueble bar, pero no había nada que le sirviera de consuelo. Sólo encontró una cerveza en la nevera y la apuró de un trago. En un instante tuvo un pensamiento y corrió hasta el balcón del salón. Se asomó a la calle y la llamó, pero ya no pudo verla. La calle estaba solitaria, extrañamente solitaria, y el cielo permanecía encapotado, sin permitirle ver las estrellas. Sacó el teléfono móvil del bolsillo y la llamó, pero una voz femenina le advirtió que estaba apagado o fuera de cobertura.
Volvió al salón y se dejó caer en el sofá con la sensación de que el mundo se había acabado. «¡Qué voy a hacer!», se dijo. Se cogió la cara entre las manos y notó como el dolor le recorría el cuerpo, desde el cerebro hasta las puntas de los dedos, inundándolo todo. Mientras una voz interna le decía que todo había terminado.
Se asomó de nuevo al balcón, decidido a acabar con aquel dolor que lo traspasaba, adueñándose de él como si fuera una segunda personalidad, una personalidad que rápidamente se convertía en la primera y única. Se encaramó en la barandilla, como el trapecista dispuesto a dar el salto de su vida, y entonces recordó algo: «Los chicos. Los chicos necesitan que abra y ponga en marcha el laboratorio». Bajó del balcón, tomó las llaves del cajón de la entrada y salió a la calle dispuesto a coger un taxi que lo llevara al instituto.
El sótano tenía una parte del suelo levantado, y allí, con picos y palas, pudieron cavar una fosa lo bastante grande para acoger el cuerpo del bedel. Una vez más habían tenido que recurrir a Jaume para el desagradable trabajo de descolgar el cadáver. Los Baquer lo habían ayudado, y por primera vez parecía que los dos gemelos estaban afectados por algo. Nadie tenía ni idea de qué hacer en un funeral, por lo que se limitaron a permanecer cabizbajos, y fue Gerard el encargado de exponer lo que era evidente para todos, que no sabían nada de Narcís y que entendían que hubiera tomado ese camino para salir de aquella situación. Por las mejillas de los muchachos rodaron algunas lágrimas, aunque nadie podía estar seguro de si eran por el fallecido o si lloraban por ellos mismos.
—Yo creo que podemos abrir boquetes en los muros y pasar a los edificios de al lado —propuso Jaume—. Este barrio lo construyeron muy rápidamente, con paneles prefabricados y paredes delgadas. En algún momento podemos tropezar con hormigón, pero mientras no ocurra eso podemos pasar de un edificio a otro.
—¿Y para qué? —preguntó Charlie.
Se habían reunido en la sala de profesores y alguien había traído café de las máquinas expendedoras.
—No seas tonto, Charlie —lo regañó Gerard—. Comida, agua, linternas, mantas. Todo lo que podamos conseguir.
—Sobre todo comida —apuntó Jaume—. Tenemos un taladro industrial, pero no sé si será suficiente.
—Tenemos nitrocelulosa —señaló Pep.
Todo el mundo se volvió para mirarlo, pero Pep aguantó las miradas elevando las cejas como si hubiera dicho algo obvio.
—¡Qué dices! —exclamó Charlie.
—Yo preferiría no volar paredes si lo podemos evitar —dijo Gerard.
—Yo no estoy seguro de poderlo evitar —añadió Jaume—. Un taladro hace un agujero, pero un boquete para pasar una persona nos puede llevar una semana, con suerte, si no se rompe antes.
—Bien —concedió Gerard—. Lo que haga falta.
—Entonces, ¿volamos una pared? —se entusiasmó Pep.
—¿Podemos fabricar ese explosivo? —preguntó Charlie.
—Tenemos un laboratorio de química a nuestra disposición —dijo Pep—. Y manuales. Entre todos sabemos suficiente química, ¿no? Estamos aquí porque teníamos que hacer una práctica. Pues la hacemos.
Finalmente, el sentido común había decidido que sólo Pep, Jaume y Mireia se encargaran de trabajar en el laboratorio. Mireia como estudiante más destacada, Pep como promotor de la idea y con conocimientos suficientes y Jaume por su gran capacidad y su versatilidad para todo. De un modo natural, Pep se encargó de dirigir la maniobra con el manual en la mano mientras los otros dos seguían escrupulosamente sus instrucciones.
—Ni un gramo ni un centímetro más de lo que digo —les exigió Pep—, ¿vale?
—Vale —asintieron al unísono sus dos ayudantes.
—Primero hay que mezclar el ácido nítrico y el sulfúrico. Atentos a las instrucciones.
Lo que en un principio ya les había parecido difícil, se convirtió en algo extraordinariamente difícil. Cuando quisieron darse cuenta habían transcurrido más de tres horas hasta que consiguieron dar con la mezcla satisfactoria.
—¿Estás seguro de que lo hemos hecho bien? —preguntó Jaume observando el gran recipiente lleno de un líquido marrón—. Está muy caliente.
—Por supuesto —asintió Pep con escasa convicción—. Ahora hay que dejarlo enfriar.
Fuera del laboratorio, el resto del grupo permanecía ocioso. Gerard, sentado frente a una incongruente pecera sin peces, no acababa de comprender cuál era la situación, y eso lo ponía nervioso. Acostumbrado a tomar decisiones, a veces demasiado responsables para su edad, se sentía incómodo sin saber exactamente qué debía hacer. Pensó en su padre, hacia el cual tenía sentimientos ambivalentes, y trató de imaginar qué haría o qué estaría haciendo en sus circunstancias.
—¿Sabéis lo que pienso? —dijo en voz alta dirigiéndose a Gabi y a Sara, que estaban sentados a su lado—. Que esto nos mantiene ocupados y con algo que hacer aunque no sirva para nada.
Pero el caso es que un par de horas después la puerta del laboratorio se abrió y Mireia apareció con la expresión del científico de la NASA que ha colocado un artefacto en Marte.
—Ya está, lo tenemos.
—Material para volar media ciudad —añadió Pep a su espalda.
—Pues ahora el siguiente paso —dijo Gerard poniéndose en pie.
Inclinados sobre la mesa, Gerard, Jaume y Gabi podían pasar por la versión adolescente de unos generales planeando la próxima operación. Mapas del barrio y planos del instituto para la labor de abrirse un camino fuera del edificio.
—A la derecha del insti, ahí —señaló Jaume—, está la tienda de muebles.
—Es enorme —observó Gerard—, como un almacén.
—Excelente. Un campamento con camas, sillones, sillas, mesas… ¿Y al otro lado?
—La calle. Estamos en una esquina. Y por la parte de atrás tampoco hay nada.
—En un almacén de muebles no habrá mucha comida, ¿no? —apuntó Gabi.
—No, pero al otro lado del almacén empiezan los bloques de viviendas, y os aseguro que su construcción es bastante mala. —Jaume hizo esa afirmación con tal seguridad que Gerard lo miró frunciendo el ceño, y le hizo la pregunta que nunca antes se había atrevido a hacer.
—Oye, ¿tú de dónde sales? ¿Cómo hostias sabes tantas cosas?
—Soy un autodidacta —respondió Jaume, y añadió—: ¿Tú sabes lo que es un autodidacta, Pep?
—Claro —rió el aludido—. Es uno que se dicta él solo.
—Y aquí estamos, riéndonos —reprochó Gerard—, y acabamos de enterrar a un compañero…
—Y no sabemos qué será de nosotros mañana —añadió Mireia.
En el lugar elegido habían establecido un cordón delimitando una zona de cinco o seis metros de radio. Era una de las aulas, sin ventanas, con la pared lindante con el gran almacén de muebles, y lo primero había sido despejarla de estanterías repletas de libros. Todo el mundo se había puesto a la labor, y un par de chicos se habían encargado de traer el taladro y prepararlo para horadar la pared. Gerard, en un momento de descanso, volvió a pensar en su hermana pequeña, y en algo tan «nimio» como cuál sería el siguiente paso después de que aquella aventura, la de pasar al otro lado, hubiera llegado a buen fin. «¿Qué vamos a hacer?», se preguntó. La comida conseguida en el bar y en las máquinas expendedoras no podía durar demasiado, y más entre jóvenes con una capacidad de consumo desorbitada.
—Cuando quieras —dijo uno de los Baquer empuñando el taladro.
—Bien —asintió Gerard—. Apóyalo ahí, en la señal que hemos hecho. Y cuidado, lo he visto funcionar y tiene una fuerza del copón.
—Yo también —presumió Baquer.
Nada más apretar el encendido la pesada máquina resbaló en la pared y con una fuerza brutal lanzó a Baquer contra ella. El taladro salió disparado por el suelo, por suerte apagándose automáticamente, y Baquer quedó tendido en el suelo sacudiendo la cabeza, noqueado por el golpe.
Cuando consiguieron reanimarlo, se oyó la voz de Charlie:
—Baquer, ¿no sois dos para todo? Pues hacedlo entre los dos, joder.
Curiosamente, los Baquer hicieron caso al punky. Con un hematoma en un lado de la frente, Baquer volvió a tomar el taladro, esta vez ayudado por su hermano, y entre los dos consiguieron que empezara a perforar.
En el reloj de Gerard eran las once de la noche cuando las cuatro perforaciones estuvieron listas. Luego, con mucho cuidado, colocaron los cuatro cartuchos preparados en el laboratorio: trozos de tubería de cobre rellenos del preparado de nitrocelulosa, con tapas soldadas y un larga mecha. Nadie tenía ni idea de cuál sería el efecto real del explosivo, pero todos confiaban en que, en el mejor de los casos, la explosión abriera un agujero suficiente para sentirse algo menos encerrados.
—Bien. Ahí vamos —dijo Jaume prendiendo la mecha.
Sólo él y Gerard se habían quedado en la misma sala, parapetados detrás de los sólidos muebles donde se guardaba el material escolar. El resto del grupo se había quedado lejos, al otro lado del pasillo, con orden expresa de no moverse de allí hasta que todo hubiera pasado. El siseo de la mecha ardiendo se oyó durante unos segundos, luego el silencio, y después el cataclismo más grande que aquel instituto había presenciado.
Sentada frente al ordenador, Andrea repasó una vez más la lista de mercancías. Lo más importante eran los alimentos, desde luego, pero también era necesario saber si contaban con productos de limpieza, con medicamentos o paliativos y con agua, especialmente agua. No era nada fácil distribuir todo aquello, distribuirlo teóricamente, claro, porque ése había sido el encargo. «¿Cuánto tiempo podemos aguantar en estas condiciones?», había preguntado. Alguien, con una pizca de sentido del humor, la había nombrado ministro de economía, pero a ella no le había hecho ninguna gracia.
—¿Cuántos somos? —preguntó Alicia.
—Somos ciento doce —respondió Andrea—. Y tenemos toneladas de alimentos. Sobre todo enlatados y embotellados, pero no tengo ni idea de si las cámaras frigoríficas funcionarán mucho tiempo más. Si se apagan, tendremos un grave problema con los alimentos descompuestos.
—Deberíamos empezar por consumir lo que está congelado —sugirió Joan—. Por si fallan y se pudre.
—Los de las hamburgueserías entendéis de comida podrida, ¿no? —sonrió Andrea.
El chico se encogió de hombros y luego se quedó frente al cuadro que adornaba la pared de la oficina del Carrefour. La pintura mostraba una oscura batalla naval, galeones con las velas desplegadas y filas de cañones humeantes, el mar agitado y las banderas tremolando al viento.
—Sólo hay un niño, una niña —precisó Andrea—. La hija de los Casas, Aitana.
—¿Están sus padres? —preguntó Alicia.
—Sólo la madre. Ahí viene Clos.
La pequeña estancia estaba en un rincón con dos accesos, uno desde dentro del almacén y otro, junto a la puerta de los lavabos, accesible desde el hipermercado. Con el viejo policía venían el doctor Roure y Olga, gerente de uno de los grandes hoteles de la zona a la que una visita previsiblemente rápida a la peluquería del centro comercial había convertido en inquilina permanente.
—Ciento doce personas, contando a una niña —anunció Alicia a los recién llegados.
—Yo me voy —dijo Joan.
—No es necesario —señaló Clos—. Esto no es un comité secreto.
—De todos modos es aburrido —añadió Joan, ya desde fuera de la oficina.
El muchacho salió al largo pasillo central del Carrefour e inspiró profundamente el aire con un olor cada vez más penetrante, indefinido, pero que no presagiaba nada bueno. Al fondo, sentados en el suelo, junto a las rampas de acceso al piso superior, había un grupo de personas. Del grupo salió Aitana, la niña de los Casas. Tenía apenas diez años y había hecho una buena amistad con Joan, que había cumplido recientemente dieciocho. A la niña le encantaban los juegos de manos de Joan, las caras que era capaz de poner, «como si fuera un payaso», decía ella. Y las onomatopeyas. «¿Qué son onomatopeyas?», le había preguntado ella. Joan se había liado tanto explicándoselo que al final la niña había optado por dejarlo correr.
—¿Quieres que te enseñe algo? —le preguntó Joan. La niña asintió con la cabeza—. Eres poco habladora, ¿verdad? —La niña volvió a asentir.
Joan le indicó que lo siguiera con un gesto del dedo y subieron al piso superior, hasta la tienda de electrónica. Al margen de algunos fluorescentes fundidos, las luces seguían funcionando. Cinco o seis televisores estaban encendidos emitiendo una especie de nieve silenciosa con fondo blanco. La niña se quedó un rato contemplando uno de ellos mientras Joan se acercaba al lugar presidido por un cartel que rezaba: MÚSICA. De un pedestal situado en un rincón, tomó una guitarra eléctrica cuajada de estrellas brillantes con un precioso fondo azul.
—¿Habías visto una guitarra más bonita? —dijo.
—Mi hermano tiene una. Se llama Gerard.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde está? —preguntó y se arrepintió al momento.
—Está ahí enfrente. —La niña señaló hacia la calle—. En su instituto. Tenía una… una cosa… y está allí…, pero esta guitarra es más bonita. ¿Sabes tocar?
Joan se colgó la guitarra, se aseguró que estaba enchufada al amplificador y luego, con uno de sus gestos mágicos, metió la mano en el bolsillo del vaquero y sacó una pequeña púa triangular que mostró a la niña. La pequeña, impresionada, se sentó en el suelo frente al improvisado guitarrista y lo observó con los ojos muy abiertos mientras Joan arremetía con los primeros acordes. Por un momento, el enorme centro comercial se convirtió en algo vivo y los acordes rockeros llenaron el ambiente despertando todos los rincones del refugio, poniendo color en la negrura y luz en la oscuridad.
—Se han formado varios grupos arriba —anunció Manuel Clos—. Lamento deciros que la cosa no pinta muy bien.
—¿Y eso? —preguntó Olga, la directora de hotel convertida en una de las dirigentes del naufragio—. ¿Qué le hace pensar así?
—Uno de esos grupos ha saqueado el Decathlon, entre otras cosas, y eso quiere decir que tienen… armas, o instrumentos que pueden usar como armas. Están los fusiles de pesca submarina, cuchillos de caza y cosas sí. Bueno, aquí abajo también hay armas… blancas, quiero decir cuchillos, principalmente de cocina.
—Pero ¿qué quiere decir con eso? —inquirió Olga—. No somos salvajes, no nos vamos a pelear a cuchilladas unos contra otros.
—¿Pondría usted la mano en el fuego? —preguntó Manuel Clos con frialdad—. Estamos encerrados. No podemos salir al exterior y necesitamos comida, todos necesitamos comida para sobrevivir, y nosotros la tenemos.
—¿Y quiere decir que tenemos que comportarnos como una manada de lobos? —lo interpeló Andrea.
—Si quiere decirlo así… —concedió Clos.
—Eso es… —empezó a protestar Olga—. Y usted es el macho alfa, ¿no? ¿Es por eso que su hijo se ha ido con los de arriba?
Andrea iba a decir algo cuando un sonido insólito los paralizó a todos.
Alicia, fuera de la oficina, con los brazos cruzados y una sonrisa en la boca, se volvió hacia ellos.
—Es Joan. Toca la guitarra para su público infantil.
—Bien —sonrió Andrea—. Está bien que alguien tenga humor para eso. Decía que estamos en el mejor sitio, pero eso, tarde o temprano, lo comprenderán los que están fuera.
—Si dejamos que entre toda esa chusma esto será un caos —expuso Olga—. Por el momento nos hemos quedado los más razonables. La prueba es que estamos aquí. Y eso ha hecho que nos organicemos pacíficamente. No podemos dejar que se nos metan aquí y…
—Son personas como nosotros —apuntó Andrea—. ¿Usted que opina señor Clos?
—Opino que si alguien ha de entrar aquí, con nosotros, ha de ser aceptando nuestras normas. Orden, colaboración, distribución de funciones, racionalización de todo lo que hagamos… y nada de armas. Mientras tanto deberíamos ir pensando en fortificar todo esto, cerrar accesos y controlar quien entra y…
De pronto un chasquido cortó en seco la frase de Clos, las luces se apagaron un instante para volver a encenderse después, pero algo, un zumbido casi inaudible por lo familiar, dejó de oírse. La pantalla del único ordenador de la oficina se había quedado en negro y el aire más o menos frío había dejado de salir por el respiradero.
—Otra vez. Era de esperar —dijo Clos.
—La maldita guitarra eléctrica —murmuró Olga.
—Eso u otra cosa, era de esperar —recalcó Andrea.
—Tal vez sólo sea un fusible, como siempre —aventuró Clos—. Habrá que ir a verlo. Las cámaras frigoríficas se paran cada vez, y eso es un mal asunto.
Joan casi ni se atrevió a mirar a Andrea cuando ésta requirió su ayuda.
—No creí que pudiera pasar nada…
—No te preocupes. Probablemente la guitarra no tenga nada que ver. ¿Te has fijado? —Señaló hacia una de las esquinas del pasillo que llevaba hacia el cuarto de fusibles.
Avanzaban en plena oscuridad, sólo atenuada por el resplandor que llegaba desde el hipermercado.
—¿Qué? ¿La humedad?
—Sí —asintió ella—. Quizá se esté filtrando agua desde arriba. Eso jodería la instalación, ¿no?
—Claro —asintió el chico.
Llegaron hasta la pequeña habitación de los contadores y Andrea detuvo al muchacho poniéndole una mano sobre el hombro.
—Espera —dijo.
Del cuarto surgían destellos, y el suelo, anegado de agua, reflejaba los chispazos creando una atmósfera irreal, como si estuvieran en un escenario deslumbrados por los flashes de los fotógrafos.
—Ahí no podemos ni acercarnos —advirtió Joan—. Si tocamos el agua nos quedaremos tiesos y… ¡mira eso!
Iluminados a rachas, Andrea vio algunos bultos oscuros que flotaban sobre un palmo de agua.
—¡Ratas! —exclamó.
—Ahí hay un desagüe. —Señaló el chico—. Y el suelo está inclinado. Debería tragar toda esa agua y…
No había terminado la frase cuando una súbita explosión los lanzó a los dos contra la pared opuesta. El panel eléctrico empezó a arder entre chispas y alrededor de ellos se hizo la oscuridad total.
Richard prendió el encendedor, acercó la llama hasta el cigarrillo y aspiró el humo con deleite. Alguien había encendido un farol de butano en la puerta del Decathlon, y en otros puntos se veían moverse las luces de las linternas.
—Se acabó la luz eléctrica —dijo Ferran señalando las luces—. Y es una estupidez encender las linternas sin necesidad.
—Lo que es una estupidez es sobrevivir a base de patatas chips y café de máquina, ¿no te parece?
—Propón algo mejor.
—Bajar al Carrefour y apoderarnos de él.
—No es tan fácil.
—Me dijiste que tu padre entraría en razón.
—Es posible, pero no se dejará doblegar fácilmente.
—Y no serás tú quien lo obligue, ¿verdad?
Richard tiró el cigarrillo al suelo, lo pisó y luego se alejó hacia el despacho de seguridad donde había establecido su base, acompañado siempre por los dos muchachos. Con un gesto de rabia, Ferran se puso en pie y salió del restaurante.
La noche y el apagón habían convertido el primer piso del complejo comercial en algo casi fantasmagórico. En algún lugar sonaba la «música de cañerías», y alrededor de un farol de gas butano varias personas disfrutaban de una opípara cena consistente en barritas de cereales, bolsas de caramelos y recipientes diversos llenos de agua. Con cuidado, Ferran avanzó por el pasillo desierto acercándose a la rampa que llevaba al piso inferior. Un poco más allá, el corredor a oscuras llegaba hasta la entrada del hipermercado. A todo lo largo habían acumulado bidones y grandes y pesados electrodomésticos, amontonados unos sobre otros. Al principio no sabía qué significado podía tener, pero empezaba a pensar que su padre sabía como organizarse y que estaba dispuesto a levantar un muro. No pasaría mucho tiempo antes de que estuviera completamente fortificado.
Del bolsillo del pantalón sacó la pequeña linterna, la única concesión que se había permitido en el Decathlon. Iba a darse la vuelta cuando observó que algo se movía al fondo, cerca de la escalera que llevaba al aparcamiento, y la linterna iluminó a una chica. Era joven, desde luego, y bonita, aunque estaba demasiado lejos para apreciar ningún detalle. Se acercó despacio y pudo ver que, efectivamente, era una chica muy bonita, delgada, con grandes ojos oscuros y el pelo muy corto y liso. La recorrió con la linterna de arriba abajo, y entonces, de pronto, ella encendió una mucho más potente que hizo que Ferran tuviera que protegerse los ojos.
—Vale, me rindo —dijo apagando su linterna—. No era mi intención molestarla.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Ferran. Vivo aquí —respondió con un toque de cinismo.
—Eso no me extraña. ¿Es de los de arriba?
—Bueno… si lo quiere decir así… ¿Usted es de los privilegiados?
—¿Privilegiados?
—Sí. Los que tiene comida para todo el día y se la niegan a los demás.
—Yo no le niego nada. Sólo tiene que venir y obedecer las reglas.
—Obedecer las reglas, sí. Ya sé. ¿Le importaría apagar eso?
Cuando la luz se apagó, Ferran tardó un rato en acostumbrarse a la oscuridad, aunque no había gran cosa que ver. Sólo algunas luces aquí y allá, improvisados hogares con lámparas de camping, linternas, velas o cualquier otra cosa que mostraba a una humanidad que había retrocedido a una era anterior.
—¿Hace usted de centinela? —preguntó Ferran.
—¿Centinela? Sí, algo así. Me llamo Andrea —se presentó la muchacha.
Se había acercado unos pasos, pero era obvio que desconfiaba. Llevaba un pantalón vaquero ajustado, zapatillas de deporte y una sudadera no demasiado elegante, pero el conjunto, a juicio de Ferran, no era del todo desagradable.
—La invitaría a cenar, pero dadas las circunstancias… Veo que su ropa es nueva. ¿Ha ido de compras?
—Usted me recuerda a… alguien que conozco —dijo ella.
—Sí —asintió Ferran—, mi padre y yo nos parecemos.
—Clos —remarcó ella.
—Chica lista. Así que ya nos conocemos. Lo que quiere decir que debe de tener muy mal concepto de mí. Por cierto, ¿no han conseguido arreglar el cortocircuito? Otras veces sí lo han hecho.
—Se ha quemado la instalación —lo puso al corriente ella.
—Ya. Entiendo. —Ferran guardó silencio un instante, no sin percatarse de que la muchacha, Andrea, no había salido huyendo—. ¿No llevará usted encima algo de comer?
—¿Es usted ahora el que pide que lo invite a cenar?
—Algo así.
—Venga conmigo. Estoy segura de que su padre estará encantado de recibirlo.
—No, gracias. Yo no estoy tan seguro. ¿No le ha hablado de mí?
—No. Sólo sé que usted optó por quedarse arriba.
—Arriba. Sí. Bien. Es un modo de verlo.
—Lo siento —dijo ella tras un instante de silencio.
La joven desapareció tan misteriosamente como había aparecido, y Ferran dudó un instante antes de avanzar por el estrecho pasillo entre dos tiendas. No estaba seguro de qué debía hacer, pero se decidió a llegar a un pequeño rellano sumido en total oscuridad. Encendió de nuevo la linterna, reconoció a su derecha la oficina de correos y luego enfocó la escalera que bajaba al aparcamiento. Tal vez era por allí por donde la muchacha había desaparecido, y si era así, probablemente era un modo alternativo de llegar hasta el hipermercado.
Descendió lentamente las escaleras, en absoluto silencio, y llegó hasta la expendedora de tickets del aparcamiento. Alguien la había despanzurrado, seguramente cuando todavía confiaba en salir del encierro. La oscuridad era todavía mayor.
—¿Andrea? —llamó en voz alta, pero sólo un ligero eco le respondió.
El haz de su pequeña linterna apenas si iluminaba unos metros por delante. Había unos cuantos vehículos aparcados. Instintivamente se dirigió al primero de ellos, un utilitario oscuro, e intentó sin suerte abrir el maletero. Intentó orientarse utilizando la lógica. Si a su derecha estaba la escalera, las rampas de acceso debían de estar un poco más adelante. Se dirigía hacia allí cuando la linterna empezó a parpadear. Soltó una imprecación y la apagó. Le podía hacer falta en otro momento. Permaneció unos minutos en el centro del aparcamiento hasta acostumbrarse a la oscuridad. Entonces vio un pequeño resplandor a lo lejos, a su izquierda, y otro muy tenue más cerca, apenas a unos pasos. El más cercano se trataba del cuadro de mandos de un coche, un Picasso. Alguien lo había dejado con las llaves puestas y las luces del salpicadero encendidas. Pudo abrir el maletero. Habían hecho la compra de la semana y se había quedado allí, esperando a una persona que nunca más había regresado.
—¡Por todos los diablos! —exclamó, y al momento alguien se levantó de un salto en el interior del Picasso.
—¡Qué está haciendo! ¿Quién es usted? —gritó una voz asustada.
—Tranquilo. Perdone, pensé que el coche estaba abandonado. No le voy a hacer ningún daño.
—Eso espero, por su bien —dijo el hombre intentando parecer agresivo.
Ferran se fijó en que llevaba en la mano un pequeño destornillador a modo de arma. Por un momento se sintió tentado de mostrarle el revólver simulado, pero finalmente sonrió y señaló el destornillador.
—¿Eso se come? Porque le advierto que no he probado bocado en todo el día. Me llamo Ferran —dijo, y le tendió la mano.
—Bernat López, representante —dijo éste sin soltar el destornillador.
—¿De ferretería? —sonrió Ferran.
—No, de… —Bernat soltó una risita—. Perdona. Así que no has cenado, ¿no?
Le hizo una seña con el dedo y Ferran pudo comprobar que nada mejor que una buena cena a base de embutidos, cerveza algo caliente y hasta café soluble en frío que Bernat preparó en un botellín de agua mineral.
—¿Desde cuándo estás aquí? —preguntó Ferran.
Ambos se había sentado en el suelo, apoyados en el coche y en total oscuridad.
—No lo sé. He perdido la cuenta. Unos veinte días tal vez. Vine con un muestrario y…
—Te quedaste.
—Me quedé —asintió Bernat—. Bueno, eso fue después. Primero busqué a Sardà…
—¿Sardà? ¿El joyero?
—Sí. ¡Ah!, no te lo había dicho, soy representante de joyería. ¿No te apetece atracarme? No sería la primera vez.
—¿Sabes si hay alguien más por aquí? —preguntó Ferran.
—No creo. Bajaron después del accidente y luego volvieron arriba, al hiper.
—¿Qué accidente?
Bernat le hizo un resumen de la violenta llegada del Hummer y de la chica que lo conducía.
—El médico dice que es un milagro que la chica sobreviviera a las dos cosas. Al exterior y al choque. Los hay con suerte.
—¿Suerte? ¿Tú crees que es tener suerte estar enterrado en vida en un sótano? ¿Y quién es esa chica con tanta suerte?
Hoy se ha cumplido un mes de mi encierro. Creo. Aunque no sé si llamarlo encierro o definirlo como mi nueva vida. En estos últimos días he pensado muchas veces en la gente encerrada en la cárcel. Todos los días pasaba por delante de la Modelo con el autobús y algunas veces me preguntaba lo que debía ser estar encerrada allí, sin más futuro que cuatro paredes y una vida sin aire libre, sin ver prácticamente el sol. De hecho, ahora es una bendición no ver el sol, porque sólo pensarlo me pone enferma. Realmente es una nueva vida. El doctor Roure dice que tal vez esto sea pasajero, que tiene todo el aspecto de ser algo psicosomático, aunque no sé muy bien qué es eso o en qué me beneficia. Abro los ojos y agradezco que reine la oscuridad. Nada eléctrico funciona, salvo lo que va con pilas, de las que tenemos una buena reserva, pero no sabemos cuánto tiempo vamos a estar así. Hemos establecido contacto con otros grupos en el piso de arriba, y uno de ellos nos ha traído linternas muy potentes para cambiarlas por comida, pero no estoy segura que eso sea justo. ¿Por qué nosotros tenemos comida y ellos no? El señor Clos ha negociado con un grupo para que vengan a buscar alimentos, pero sigue siendo reacio a que entren dentro de nuestro fortín porque no se fía de ellos, ni siquiera de su hijo. ¿Qué está pasando? Parece un buen hombre y echa mucho de menos a su esposa.