Un silencio casi sepulcral reinaba en el gran hipermercado. En algún lugar parpadeaba un fluorescente, y decenas de personas dormían aprovechando los rincones menos incómodos del inmenso local. A última hora de la tarde, algunas mujeres habían subido al piso superior y habían traído mantas, almohadas y sacos de dormir. Parecía la imagen de una de aquellas estaciones de ferrocarril en la España de los años sesenta, la España de la emigración, de la vendimia en Francia, de las fábricas en Alemania o Suiza, de las promesas de la Europa rica y próspera. Grupos de hombres y de mujeres esperando algo que los llevara hacia la esperanza.
—No se lleva muy bien con su hijo, ¿verdad? —le preguntó Joan, el chico de la hamburguesería.
—¿Se nota?
—No debería meterme en sus asuntos. Lo siento.
—No pasa nada. ¿Conoces bien este sitio?
—¿El Carrefour? Bueno, sí —asintió Joan—, bastante bien. Hace dos años que trabajo ahí arriba. Conozco a los encargados. Por cierto, uno de ellos se ha ido arriba con el carrito lleno.
—Un modo de vengarse de sus jefes —sonrió Clos—. Si no te importa, podríamos dar una vuelta y me enseñas el lugar.
Echaron a andar por los pasillos todavía iluminados. El zumbido de las cámaras frigoríficas los acompañaba, como antes la música de fondo que hacía rato se había evaporado. Los dos ascensores tenían las puertas abiertas y alguien había colocado pesadas cajas que impedían que se cerraran.
—Eso es una buena idea —dijo Clos señalando los ascensores—. Y deberíamos bloquear también las rampas.
—¿Por qué? —inquirió Joan, alarmado.
—Créeme. Deberíamos hacerlo. ¿Qué hay ahí? —Clos señaló dos grandes portones cerrados con persianas metálicas.
—Los almacenes del hiper.
—Ahí habrá… Vamos a verlo. ¿Conoces a alguien?, de las personas que están con nosotros quiero decir.
—A la gente del centro comercial sí, a casi todos. A los clientes, no.
Habían llegado ante las puertas de los almacenes. A un lado de una de ellas colgaba un mando con varios botones rojos y verdes. Clos lo manipuló y una de las persianas empezó a elevarse con un chirrido que sonó como una explosión en el silencio de la noche. Nada más empezar a subir la persiana las luces del almacén se encendieron una tras otra y mostraron un local todavía más grande que el dedicado a la venta. Las pilas de cajas y los palés llegaban hasta el techo, a una altura que Clos calculó en más de diez metros. Entró con decisión seguido de Joan. A juicio de éste, para tener más de setenta años era un hombre de gran fuerza y agilidad, pero sobre todo de una determinación apabullante.
—¿Qué buscamos? —preguntó el chico.
—Eso, por ejemplo —Clos señaló dos toros mecánicos perfectamente aparcados contra una pared.
—Con nosotros está uno de los mozos de almacén —sonrió Joan—, él sabrá conducir esos trastos. Pero ¿qué quiere hacer?
—Todavía no lo sé, pero en cuanto lo tenga claro te lo contaré, ¿de acuerdo?
Iban a abandonar el lugar cuando algo atrajo la atención de Clos. En un principio pensó que había sido su imaginación y las escasas horas de sueño, pero cuando volvió a ver la sombra recortada contra la pared del fondo puso un dedo sobre los labios y señaló con la cabeza hacia el lugar. Uno por cada lado del pasillo, se fueron acercando al rincón donde Clos había visto la sombra, y de pronto el chico se paró en seco y estuvo a punto de sufrir un ataque de risa. Allí estaban los dos, él y un hombre que podía ser su abuelo y que además cojeaba ligeramente, avanzando hacia el peligro, como en una mala película de policías y ladrones.
Lo que les había llamado la atención no era más que un grupo de gente acurrucada en el muelle de descarga. Restos de comida, mantas en el suelo y unas bolsas de deporte abiertas mostraban el lugar donde el pequeño grupo había acampado. Mientras Joan hablaba con ellos, Clos caminó por el muelle hasta el gran portón abierto a la noche y se quedó quieto, paralizado, a unos metros de la salida. Una sensación de pánico lo invadió desde lo más profundo, las manos le temblaron y tuvo que agarrarse a la pared para no caer al suelo. Al otro lado, en la calle, la oscuridad era total, y por más que se esforzó no logró ver nada.
—Son los mozos de almacén y algunos transportistas atrapados. ¿Qué hay ahí fuera? —preguntó Joan.
—Sólo oscuridad. Ahí está la oficina del almacén. —Clos señaló con la cabeza—. ¿Entiendes algo de ordenadores?
—Claro —respondió Joan.
—Pues deberíamos empezar por echar un vistazo para hacernos una idea de los inventarios.
—Y eso, ¿de qué nos servirá?
—Intendencia, hijo. Supongamos que esto va para largo. Hay que tener unas normas de convivencia… organizarse. Mañana hablaremos con la gente.
—No creo que le hagan caso.
—Yo creo que sí —repuso Clos.
—Pero saldremos de aquí, ¿no? —preguntó Joan tras un momento de silencio.
—No lo sé, pero será mejor irse acostumbrando. Los de ahí arriba —señaló con el dedo— no saben lo que hacen. A veces hay que aceptar las cosas como son.
Si de algo estaba seguro Ferran Clos era de que no iba a someterse a su padre y a sus normas. Otra cosa era pensar que las autoridades, fueran de la OMS, de la Unión Europea o lo que sea ya estarían tomando medidas para atajar la crisis. Sentado frente al televisor en la tienda de electrónica, consiguió sintonizar un telediario de la RTF, donde la única información era un locutor, sin maquillar y con profundas ojeras, que relataba las crónicas llegadas por teléfono con escasas imágenes en directo, siempre desde ventanas cerradas o con cámaras fijas, obviamente sin operador, situadas en lugares estratégicos. Autopistas paralizadas, edificios en llamas, túneles del metro repletos de viajeros esperando convoyes que no llegaban.
—¿Es una epidemia? —le preguntó Pàmies, el chico de la tienda de electrónica.
—Me temo que sí. ¿Has intentado comunicar con alguien?
—He llamado a todos los teléfonos de mis colegas y todo el mundo está igual. Algunos no han contestado. En el 112 me han dicho que me calme, los he mandado a tomar por… ya sabe.
—Sí. Me lo imagino —Ferran no supo si echarse a reír o a llorar—. Esta noche he oído un alboroto un poco más allá, por la zona del Decathlon.
—Hay una tribu chunga —afirmó Pàmies—, por eso no quería irme de la tienda. Creo que ya han saqueado alguna.
—Vaya, no sabía que eras un héroe. Deberíamos acercarnos a las salidas. Tal vez venga algún vehículo. —Nada más decirlo, Ferran se dio cuenta del absurdo. Todo el mundo sabía que los vehículos no servían de nada.
—¿Su padre…?
—¿Qué?
—Es policía, ¿no?
—Era. Está jubilado, pero algunas maneras no se pierden.
—¿Usted también es poli? —Ferran lo miró frunciendo el ceño y asintió—. Entonces ¿lleva pistola?
—Pues no. No voy por ahí con la pistola.
—Creo que el joyero, Sardà, tiene una. Lo han atracado un par de veces… ¿Cree que nos hará falta?
—Lo que sí nos va a hacer falta es algo de comida, ¡y ya!
El recorrido por los bares del piso superior sólo les proporcionó algunas botellas de zumo, pan seco y frutas y verduras al borde de la descomposición. Por todas partes había grupos de gente y muchas de las tiendas habían sido saqueadas. Sí funcionaba, curiosamente, una de las máquinas de café.
—Ahí está la joyería —señaló Pàmies. A Ferran no le extrañó que fuera uno de los comercios asaltados.
—Hay quien no pierde oportunidad —sentenció.
Los estantes estaban vacíos, los cristales de los mostradores hechos añicos y el suelo cubierto de cajas vacías, plásticos y papeles. Tras los cristales del pequeño espacio utilizado como oficina podía verse, todavía cerrada, la caja fuerte que, obviamente, los saqueadores no habían podido abrir. Los cajones de la única mesa estaban vacíos y su contenido esparcido por el suelo.
—Creo que está en la caja fuerte —apuntó Pàmies.
Al fondo de la tienda, en un pequeño espacio cuadrado, había un diminuto lavabo, un toallero y una caja con una cruz roja colgada de la pared. Ferran se acercó hasta ella. Estaba cerrada, pero sin cerradura ni candado, lo que quería indicar que era lo que parecía ser: un botiquín.
—Vigila por si viene alguien —dijo Ferran con autoridad.
Pàmies se acomodó junto a la puerta no sin antes echar una ojeada de prevención hacia Ferran, pero lo que más le llamó la atención fue verlo mirar fijamente el teclado de la caja fuerte sin cerradura y aspecto inexpugnable. Luego lo vio rebuscar en los cajones y meter la mano bajo la mesa.
—¿Qué te parece? —sonrió Ferran mostrando una fina tira metálica blanca con unos números anotados—. Los humanos somos muy previsibles.
—Viene alguien —avisó Pàmies.
Ferran tecleó el número anotado en la tira metálica y la caja fuerte se abrió con un chasquido.
—¡Es Richard! —exclamó Pàmies al tiempo que se colocaba junto a Ferran.
—Aquí está —murmuro Ferran.
No tardó ni un segundo en darse cuenta de que era un revólver de imitación, pero confió en que nadie se percatara.
—Vaya, así que la has abierto —dijo Richard.
Iba flanqueado por dos muchachos muy jóvenes, y desde el lugar donde estaban los recién llegados, la puerta de la caja les impedía ver lo que había dentro.
—Sí. La he abierto —asintió Ferran.
—Pues me gustaría ver qué hay dentro. Nunca se sabe si podría sernos útil. Estamos empezando a organizarnos y es necesario tomar posiciones. ¿Este pardillo es tu ayudante? —señaló a Pàmies.
—Me llamo Pàmies.
—A mí puedes llamarme Richard. Todo el mundo me llama Richard. Y no me gusta que se metan en mi terreno.
—¿Su terreno? Supongo que es usted una persona lista —dijo Ferran—, y sabe que tal como estamos, las joyas o cualquier otra chuchería no sirven de nada.
—Eso es. Pero algo como esto —esgrimió una navaja— sí que sirve.
Se volvió hacia sus dos acompañantes buscando su asentimiento. Sólo entonces Ferran se fijó en los chicos. Parecían dos mozalbetes de barrio marginal a los que la casualidad, o algún trabajo inconfesable, había sorprendido en el centro comercial. Lentamente cerró la puerta de la caja fuerte y apareció su mano empuñando el revólver.
—Y esto, ¿qué te parece?
Richard ensayó una sonrisa mientras miraba fijamente el arma.
—¿Es auténtico?
—Smith & Wesson del 38 —mintió Ferran—. Creo que es el modelo 642. Cinco o seis disparos, no estoy seguro.
—No son muchos disparos.
—Suficientes.
—Tienes razón. ¿Por qué no hacemos algo? Guardamos estas cosas tan desagradables y hablamos de hombre a hombre.
—Haremos algo mejor. Tú dejas la navaja sobre el mostrador y esos dos críos se van a dar una vuelta.
Por alguna razón, Richard aceptó la idea como buena. Ordenó a sus acompañantes que se fueran y luego dejó la navaja, abierta, sobre el mostrador, junto a los restos de cajas y envoltorios. Ferran se situó entre Richard y su arma y luego guardó el revólver en el bolsillo del pantalón. Richard sonrió inclinando la cabeza y luego se sentó en una de las sillas frente al mostrador de la joyería, dando la espalda a Pàmies.
—Oye… esto es… un malentendido —se justificó Richard—. No sé qué mierda está pasando, pero no estoy dispuesto a ser un pringado, ¿lo entiendes? Por eso estoy intentando hacerme respetar.
—Mira, Richard. Es Richard, ¿no? Analicemos la situación. Estamos encerrados y escasea la comida. Estamos cerca de las puertas de salida, lo que me temo que es más malo que bueno. Hay agua por ahí. Los lavabos, ¿no?
—Sí, y hemos encontrado el almacén de uno de los restaurantes. Hemos ido recogiendo la comida de los otros.
—¿Hemos?
—Sí. Tengo mis amigos. —Señaló con la cabeza hacia el pasillo—. Yo diría que de lo más escogido. Hemos ido de compras al Decathlon. Hay bebidas energéticas, herramientas… ya sabes.
—¿Ha intentado salir alguno de los tuyos? —preguntó Ferran.
—Ayer, uno. Para ir a ver a su mujer a la peluquería. No se puede ir desde dentro… En fin, le dio un ataque, volvió pero ya era tarde. Creo que se le paró el corazón.
—Bien. Abajo hay comida suficiente y yo puedo conseguirla. Hagamos un trato y seremos amigos, pero quiero algo a cambio.
—¿Qué quieres?
—Seré yo quien mande. ¿Está claro?
—Tú estás solo… con el pardillo. ¿Por qué tienes que mandar tú?
—Porque tengo esto. —Ferran esgrimió el revólver.
—Es muy convincente. Y no me gusta la violencia.
—Añadamos otro detalle al trato —dijo Ferran moviendo el arma ante los ojos de Richard—. No me tomes por imbécil.
Michael abrió los ojos de golpe, como si algo o alguien lo hubiera despertado de improviso. Frente a él, mirándolo con una expresión curiosa y la cabeza inclinada a un lado había un perro, un fox terrier pequeño, con el pelo negro y blanco. El animal lo olfateó un instante y luego salió corriendo hacia algún lugar en la oscuridad. Michael se incorporó en el asiento trasero del Hummer en el que se había instalado y contempló a Andrea, todavía dormida a su lado. La chica tenía el cabello revuelto sobre la cara y los dientes apretados, como si hubiera sido incapaz de relajarse para dormir. Michael se levantó despacio y observó cómo el inglés llamado Jordan, al que había conocido días atrás en el hall, manipulaba en los paneles luminosos junto a la puerta de acceso al parking. Claro que lo de luminoso había cambiado, pues ahora estaban apagados y silenciosos.
La alarma de incendios había sorprendido a Michael y a Andrea tres días después de que el pánico los aprisionara en una trampa de vidrio y acero de treinta plantas de altura. Al principio habían pensado que se trataba de una falsa alarma. No se veía humo por ninguna parte, pero lo que sí notaron fue un fuerte olor a gas nada más salir de su apartamento.
Estuvieron de acuerdo en que debían alejarse de allí y que bajar era la mejor opción. En la mochila de Michael cargaron la comida que habían podido reunir, y luego, tapándose la nariz y la boca con pañuelos húmedos, alcanzaron la escalera principal.
—Gas y alarma eléctrica son mal… —fue lo último que Michael dijo antes de que una tremenda explosión sacudiera el piso que acababan de dejar.
Rodaron los dos por el suelo y una lengua de fuego les pasó por encima de la cabeza chamuscando la pared. La puerta de uno de los apartamentos se abrió y una mujer aterrorizada salió al pasillo.
—Será mejor que venga con nosotros —le aconsejó Andrea.
La explosión había destrozado el extintor situado junto a la escalera y el fuego crepitaba en el piso de arriba. Siguieron bajando, y cuando Michael intentó utilizar una de las mangueras contra incendios quedó claro que la presión del agua era absolutamente insuficiente.
—Creo que sería mejor seguir hacia abajo —sugirió Andrea.
No lo dijo, pero no tenía intención de dormir en ningún lugar con un fuego sobre su cabeza.
En los días que llevaban atrapados, Michael y Andrea no habían reaccionado todavía. Ninguno de los dos podía pensar en algo que fuera más allá de conseguir comida para sobrevivir un día más, por eso no habían caído en la cuenta de que había más personas atrapadas en el edificio, y descubrieron para su sorpresa que, al menos en lo que se refería a la explosión y el incendio, habían decidido colaborar. Varios hombres armados con extintores atacaron las llamas en lo alto de la escalera entre los pisos once y doce. Después de más de una hora de trabajo inútil y de agotar la carga de los extintores, se dieron cuenta de lo difícil, duro e ingrato del trabajo de los bomberos. Renunciaron a seguir peleando contra el fuego, y sin posibilidad de parar su avance habían tenido que ir retrocediendo hasta refugiarse en el aparcamiento subterráneo.
—¿Se ha estropeado? —preguntó Michael señalando el panel.
—No estoy seguro… Se ha apagado de pronto, y eso es mala señal.
—¿El fuego?
—Eso creo —afirmó Jordan—. El ordenador central está ahí arriba, en la recepción. Si ha llegado hasta allí el fuego lo habrá destruido, y eso puede significar que las llamas avanzan hacia abajo.
—Pero el fuego tiende a subir, ¿no? Y aquí no es fácil que llegue…
—Sí, claro —concedió Jordan—, pero el fuego es imprevisible. Y la puerta metálica… ¿No lo nota?
—El calor —asintió Michael.
Agrupados entre los coches, con las puertas abiertas, había cerca de un centenar de personas. En realidad, Michael se sentía lejos de todos ellos, ejecutivos y personal de servicio, y durante los días que llevaba encerrado en aquel edificio se había preocupado únicamente de sus propios problemas, que básicamente consistían en asimilar aquella especie de nueva vida, si es que se podía llamar vida, y conseguir lo necesario para que él y Andrea pudieran sobrevivir. Pero había algo que sí compartía, y era la casi absoluta seguridad de que el fuego representaba un peligro claro y evidente.
El aparcamiento era realmente inmenso, y estaba vacío a excepción de la zona más cercana a los ascensores, donde se acumulaban medio centenar de vehículos, la mayoría abiertos y utilizados como improvisados dormitorios.
—Escuchen un momento —anunció Jordan en su mal español—. Los ordenadores y los sistemas de alarma están en la planta baja, junto a la recepción. Se han colapsado. Eso quiere decir que el fuego ha llegado allí…
—¿Y qué vamos a hacer? —dijo la mujer madura de aspecto afable.
—No lo sé, pero tendríamos que intentar encontrar una salida… —respondió Jordan.
—¿Salida? No hay salida —murmuró un hombre apoyado en un brillante BMW.
—Yo creo que sí la hay —dijo otro hombre que llevaba el uniforme de mantenimiento—. Los aparcamientos de todos los edificios están conectados. Hay colectores de uno a otro y un depósito pluvial. No sé bien dónde está todo eso, pero está.
—Si es usted tan listo, búsquelo —dijo alguien.
—En la intranet del edificio deben de estar los planos —apuntó Michael.
—¿Y cómo accedemos a ella? —preguntó otra voz.
—Es seguro que los ordenadores se han quemado —remarcó Jordan—. No hay posibilidad de recuperar planos. Si existen esos conductos, hay que buscarlos.
Al pasar frente a la salida del aparcamiento, Andrea sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Fuera brillaba el sol, aunque una humareda gris lo ocultaba parcialmente. La rampa de salida era como un camino al infierno, lisa, sin apenas pendiente, ancha, terminando en una pesadilla exterior que la encogió por dentro hasta casi dolerle.
—¿Estás bien? —le preguntó Michael.
Jordan había formado grupos para buscar un sumidero, una puerta disimulada o un pozo, algo que comunicara el aparcamiento con el entramado subterráneo, pero o no existía o siempre eran pequeñas alcantarillas insuficientes a todas luces para permitir el paso de una persona.
—Sí, estoy bien. Es… la luz.
—Hay también algún caso de fotofobia —declaró Laura, la mujer de aspecto afable que se había unido a ellos—. Lo oí en la radio antes de salir de casa… Antes de llevar a mi nieto a la guardería… —Un sollozo la interrumpió.
Andrea sintió una súbita simpatía hacia ella, con su traje de chaqueta ya arrugado, su pelo teñido con cuidadas mechas y su maquillaje casi perfecto a pesar de las dificultades.
—Necesitaríamos algo para perforar junto a esos sumideros —dijo Michael—. Algo que no tenemos. Hay que buscar una entrada.
—Siempre hay una forma de acceder, para limpieza y todo eso, ¿no? —apuntó Andrea, como para darse confianza a sí misma. Desde que habían decidido bajar hasta el aparcamiento huyendo del fuego su única preocupación había sido encontrar algo para comer. En cierto modo, todo el mundo se había solidarizado, aportando lo que habían podido traer desde sus apartamentos. Pero era insuficiente a todas luces, y la cafetería situada en la terraza era ya inalcanzable a causa del fuego, sin contar con que había que salir al aire libre para llegar a ella.
Andrea todavía tenía presentes los últimos acontecimientos, menos de una semana en la que su vida había dado un cambio radical. El largo fin de semana pasado con Michael y luego el ataque de pánico, la imposibilidad de salir del edificio, la búsqueda angustiosa de comida después de un día sin apenas probar bocado. Todo eso había hecho de ella una persona diferente. «¿En qué me he convertido?», se preguntaba en los momentos de silencio y de enrocamiento sobre sí misma. A veces, cuando se había detenido a darle una moneda a un indigente, o cuando veía escenas de campos de refugiados en la televisión, había pensado en la desgracia de vivir al día, de tener como único pensamiento encontrar algo para comer y dormirse pensando: ¡un día más! Y ahora se veía a sí misma de ese modo. La desconcertaba no saber si aquello iba a terminar igual que había empezado o si ése era su futuro: vivir sin esperanza.
El aparcamiento era ciertamente amplio, pero en contra de lo que habían pensado en un principio no tenía más que un piso. Los desagües eran apenas unas rejillas en el suelo, suficientes para que circularan las ratas, pero nada más. Andrea se quedó un momento frente a la rampa de salida hasta que los ojos se le acostumbraron a la luz. Frente a ella, en la superficie, no se veía nada más que asfalto, una calle ancha y recta en dirección sur a juzgar por la hora y la altura del sol.
—Allí está el centro comercial —dijo.
—Sí —asintió Michael.
Andrea lo vio dar unos pasos hacia delante y detenerse aterrorizado. Luego, Michael cerró los ojos y retrocedió poco a poco hasta regresar a la seguridad del aparcamiento, donde recuperó el aliento. Cuando pudo abrir los ojos, se encontró con los de Andrea clavados en ellos.
—Apenas debe de haber un kilómetro hasta la entrada al aparcamiento —dijo ella.
—Estás loca. Nunca llegaríamos. Los coches no protegen del pánico. Lo dijeron en la televisión.
—Pero allí hay comida. Y todo lo que necesitemos, ¡es un centro comercial! ¿Cuánto puede correr un coche como el Hummer?
—Podría ser… Tardaríamos unos treinta segundos yendo a toda velocidad. Estás loca.
—¿Y quedarnos aquí? ¿No es eso una locura?
Cuando volvieron al improvisado campamento el desaliento era total. Los exploradores regresaban uno tras otro sin ninguna novedad. Por un momento, al mirar la puerta metálica, la de acceso al hall del edificio, Andrea creyó ver que adquiría un cierto color rojo, aunque podía ser fruto de su imaginación. Lo cierto era que la temperatura había subido notablemente y que los crujidos sobre sus cabezas, que antes eran anecdóticos, se iban haciendo cada vez más frecuentes.
—Es nuestra única oportunidad —insistió Andrea.
En las caras de sus compañeros de encierro vio miedo, desconfianza. Uno de los ejecutivos, todavía con el traje y la corbata, como si se dirigiera a su trabajo, sonrió sin ganas y dijo: «Para ir adónde».
—No es para ir adónde, es para salir de aquí —respondió Andrea—. Está ardiendo el edificio.
—No sabemos si el fuego llegará aquí —argumentó alguien.
—Eso es seguro. Y hay un montón de coches con los depósitos de gasolina llenos —afirmó Michael—. Explíqueselo, Jordan.
—Podemos apartar los coches de la puerta y no correremos peligro —replicó otro de los encerrados.
—Eso no lo podemos asegurar —repuso Jordan—. Depende de la presión sobre la puerta. Puede sobrevenir una explosión y alcanzar todo el aparcamiento, pero… también puede que no.
—O se nos puede caer encima todo el edificio —soltó Andrea—. No me quedaré para verlo.
—Todo eso son teorías. Lo único cierto es que no podemos salir al exterior —afirmó el ejecutivo.
Michael entró en el Hummer que habían ocupado como su dormitorio particular y buscó en la guantera. No estaban las llaves, pero sí había una botella de whisky, nueva, todavía con sus precintos. La abrió y echó un largo trago que lo reconfortó lo suficiente como para seguir buscando las llaves. Estaban en el lugar habitual, sobre el parasol. La colocó en la ranura y luego se reclinó en el asiento cerrando los ojos. Cuando los abrió Andrea estaba frente a él. Lo miraba con expresión ansiosa. Se acercó hasta la portezuela abierta del vehículo y se inclinó para hablarle en voz baja.
—Lo podemos hacer —dijo.
—Tienen razón. Estaremos muertos nada más salir.
—No será más de medio minuto.
—Pero… moriremos —insistió Michael.
—¿Y qué? —le espetó ella haciendo un gesto con la cabeza hacia el grupo—. ¿Nos limitaremos a hacer lo que hacen ellos?
Jordan, el ingeniero, hablaba con dos personas más y escribía algo en una hoja de papel sobre el capó de uno de los coches. La puerta, ahora sí, empezaba a tomar un evidente color rojo por la parte baja. La mayor parte de los encerrados movía los coches apartándolos de la puerta. Otros lloraban.
—Cuando se haga de noche —lo apremió ella.
—Te lo repito, vamos a morir. Lo sabes, ¿no?
Andrea asintió con un gesto nervioso. Michael cerró la puerta del vehículo y le señaló con la cabeza el asiento del acompañante. Apenas si llamaron la atención. Una pareja en un coche. ¿A quién le importaba? Michael reclinó la cabeza en el asiento y cerró los ojos.
—Unos metros hacia delante —murmuró Andrea—, luego un giro a la izquierda, otro a la derecha para enfilar la rampa, después el acelerador a fondo. ¿Se puede?
—Esto es un Hummer —respondió él—. Acelera a cien kilómetros por hora en menos de ocho segundos, tiene casi cuatrocientos caballos de potencia. Puede llegar al centro comercial tal vez en veinte segundos, incluso menos si conseguimos acelerar lo suficiente antes de salir a la superficie. ¿Y luego qué?
—No lo sé.
—Tal vez no pueda frenar al llegar allí —advirtió Michael—. Hay una curva pronunciada al entrar en el parking. Y si lo conseguimos, ¿de qué nos va a servir?
—Al menos lo habremos intentado —suspiró Andrea.
—Huir del fuego… ¿Cómo era el resto del refrán español?
—… para caer en las brasas… —terminó ella.
Andrea despertó cuando una mano, fría como el hielo, se posó sobre su brazo.
—Ya es de noche —murmuró él.
El techo crujía espantosamente. Alguien lloraba a lo lejos. No había nadie cerca de la puerta metálica. Los coches estaban vacíos y el aparcamiento completamente a oscuras. La puerta metálica comenzó a emitir un silbido agudo, un siseo acompañado de una columna de vapor que se filtraba por el ojo de la cerradura, por los goznes y por los bajos.
—Eso va a estallar —dijo Andrea—. Ahora o nunca.
Con un rugido, el Hummer arrancó su potente motor y sus faros iluminaron el entorno. Michael lo movió haciéndolo girar a la izquierda más de lo que había pensado en un principio, dirigiéndose casi en perpendicular a la rampa. Oyó voces al fondo del aparcamiento.
—Abróchate el cinturón —ordenó apremiante.
Al llegar a la altura de la rampa giró el volante a la derecha y encaró la salida, como el piloto que se dispone a rodar por la pista de despegue.
—No puedo hacerlo. —Negó con la cabeza.
—Inténtalo. Sólo tienes que acelerar —suplicó ella.
Michael temblaba. Se desabrochó el cinturón y salió del coche. Se quedó un instante mirando la salida, el cielo negro tachonado de estrellas todavía con un leve resplandor del sol, del enemigo.
—No puedo —repitió.
—¡Sube! —le gritó Andrea poniéndose al volante—. Yo lo haré.
—¡Te he dicho que no puedo! —gritó Michael.
Retrocedió unos pasos y se pegó de espaldas a la pared, aterrorizado. Andrea lo contempló con los ojos arrasados en lágrimas. Cerró la puerta del vehículo y suspiró profundamente. Michael la miraba.
—Ha sido un placer —dijo él.
Andrea apagó las luces del vehículo, cerró los ojos y luego apretó el acelerador a fondo haciendo chirriar las ruedas. Soltó el embrague del todo y el potente vehículo salió disparado como un cohete hacia la rampa de salida.
Ferran Clos estaba frente al ordenador, tratando de enfocar las cámaras de seguridad del recinto, cuando la pantalla se quedó en negro y el ventilador colocado sobre la mesa dejó de funcionar, girando cada vez más lentamente. Uno de los muchachos que acompañaban siempre a Richard despertó de improviso y se incorporó en el sofá donde se había acurrucado.
—¿Otra vez? —exclamó Richard.
En el amplio restaurante, con las mesas llenas de restos y un olor algo más que desagradable, sólo eran cinco las personas reunidas alrededor de una de ellas: Ferran, Richard, Pàmies y los dos hermanos de origen desconocido. Los fluorescentes y las luces cenitales se habían vuelto a encender, pero el ronroneo de las cámaras frigoríficas había cesado.
—Otra vez —maldijo Ferran.
—Iré a echar un vistazo —dijo Richard.
—Ve con él —ordenó Ferran mirando a Pàmies. El joven se levantó y salió detrás de Richard.
El cuarto de contadores de la planta estaba en el mismo pasillo de los lavabos. Como siempre, había tres o cuatro personas usando los servicios o los grifos, cada vez más avaros de agua. Richard revisó los relés y fusibles, arrugó el ceño y volvió a conectar el sistema.
—¿Ya está? —preguntó Pàmies con un dejo de admiración.
—Hasta la próxima. Y tú, ¿siempre te dejas mandar así?
—¿Por Ferran?… Bueno, tú también te dejas.
—Yo he hecho un pacto, no me dejo mandar.
—Sí, claro. Un pacto. ¿Qué clase de pacto?
—Uno de esos que se mantienen porque alguien tiene un revólver, ¿me captas?
—Ya está —anunció Richard cuando volvieron al restaurante—, pero la instalación se joderá del todo cualquier día de estos. Y hay otro problema. El agua empieza a escasear en los lavabos. Si dejamos a todo el mundo lavarse y sacar la que quieran, nos vamos a quedar secos dentro de nada.
—Sí, Richard, tenemos muchos problemas. Y el principal es que se nos está agotando la comida mientras abajo están rodeados de ella.
—¿Y a qué estamos esperando? —exclamó Richard—. No hay más que ir a buscarla, ¿no?
—No lo entiendes, ¿verdad? —Ferran sonrió—. No entiendes nada.
—¿Y qué es lo que no entiendo, señor Clos?
—Esto es así y no tiene remedio. Mientras seamos cuatro gatos mal avenidos no podremos con esa especie de comunidad de ahí abajo. Mi padre es muy listo, sabe lo que se hace, y los tendrá comiendo en su mano todo el tiempo que quiera…
—O el que le dure la comida —dijo Richard.
—Eso puede ser un año o dos. No estoy dispuesto a pasarme la vida esperando mi turno para que mi padre me llene un plato de latón. ¿Está claro?
Desde la ventana, Ferran Clos podía ver una imagen insólita de la autovía de Castelldefels. Una vía, en otro momento atestada de vehículos, y que aquella mañana un patinador o un ciclista podían haber recorrido todo lo que la vista abarcaba sin tener que sortear ningún obstáculo. Los únicos que había, tres o cuatro en todo el tramo visible, estaban abandonados, un par de ellos empotrados en los laterales de la autovía. Despacio, entornando los ojos, Clos tomó un sorbo de whisky, el único modo de poder mirar al exterior durante unos minutos. Se volvió luego de espaldas al vacío y se sentó a una de las mesas, inclinando la cabeza mientras repasaba una vez más su plan. Lo sobresaltó el zumbido de su teléfono móvil, como si de pronto llegara una llamada del más allá, pero era sólo el anuncio de que a la batería le quedaban escasos segundos, un lapso de tiempo tan válido como cualquier otro. Todo dependía de la esperanza de vida. «¿Cuál es mi esperanza de vida? —se preguntó—. Pueden ser unos minutos si decido que ya está bien de vivir encerrado. O menos, si tuviera un arma de verdad y no sólo esta mierda de imitación que únicamente sirve para asustar a los tontos. Puede ser de unas semanas o unos meses, depende de la comida que pueda conseguir. O puede ser un interminable desfile de años vacíos, oscuros, huyendo siempre del exterior, del maldito aire libre, de la maldita libertad».
Por el fondo del pasillo, saliendo de la penumbra, vio aparecer la figura de su padre. Le costaba trabajo formar una imagen de padre, o de lo que la gente normal debía de tener como un padre. Un hombre seco para el que un gesto de cariño era lo mismo que una señal de debilidad. Un hombre cuya primera divisa era la disciplina y la segunda la disciplina. Y fuera de ella no había nada más. Un hombre violento, un maltratador, sólo de palabra, sí, pero maltratador. Aunque nunca, hasta un día dos años atrás, se había atrevido a decírselo a la cara. Fue la primera vez, y la única, que el inspector de policía Manuel Clos abofeteó a su hijo y le espetó: «Me avergüenzo de ti». Y eso fue suficiente para que Ferran Clos decidiera que algún día demostraría a su padre cuánto lo despreciaba.
—¿Ferran?
—Sí. Soy yo.
Se sentaron frente a frente, a una de las mesas laterales, con la ventana detrás de Ferran, de modo que su padre sólo podía ver su silueta recortada contra la luz exterior.
—Sabes cómo hacer sentir incómodo a un interrogado —dijo el viejo policía.
—Esto no es un interrogatorio. ¿Has podido hablar con mi madre?
—Lo he intentado todos los días hasta que se me ha acabado la batería del móvil. Los teléfonos fijos no van. Y el invento ese, el Skype, tampoco funciona.
—¿Qué será de ella? No debimos dejarla sola.
—Eso no cambiaría nada —negó con la cabeza Manuel Clos.
—En eso tienes razón —replicó Ferran con un toque de agresividad. Estaba seguro de que la compañía de su padre no sería un consuelo para ella.
—¿Qué quieres? —preguntó Manuel Clos con aspereza.
—Hablar. Parece ser que hemos tomado el papel de… representantes, o algo así, de dos facciones. Tú la tuya y yo la mía. Tiene gracia. Dos servidores de la ley y enfrentados. ¿No te parece paradójico?
—Lo que me parece paradójico es que seas mi hijo y digas que estamos enfrentados. Tú y la gente que está contigo podéis venir cuando queráis. Estamos racionando la comida con un poco de cabeza. Y también el agua. Hemos organizado comités para ocuparse de la limpieza, del orden…
—¿Del orden? ¿Has hecho tu propia policía?
—Y tú te has juntado con delincuentes. ¿Quién es ese tipo, el tal Richard? Me da mala espina. Conozco a la gente como él, con sus tatuajes y su labia. Y ha matado a un hombre.
—Hay otras cosas además de matar. —Ferran desgranó lentamente las palabras.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Manuel Clos tras un instante de silencio.
—¿Qué quiero decir? En este momento no tiene importancia. Tengo algo que proponerte.
—Qué.
—Unirnos todos. Hacer ahí abajo una especie de comunidad…
—Ya la hemos hecho. Hemos racionado la comida, nos hemos organizado y tenemos una disciplina. No vamos por ahí matando guardias de seguridad.
—Oye, no he venido a…
—¿Qué quieres exactamente? —lo interrumpió Manuel Clos.
—¿Tienes un arma?
—¿Un arma? —se sorprendió Clos—. ¿Qué importa eso ahora?
—Siempre vas con tu arma reglamentaria. Dámela y me haré con el control de los dos pisos, el de arriba y el de abajo.
—Si la tuviera no te la daría —declaró Manuel Clos—. Además, ya llevas una. Sé ver debajo de una camisa.
—Estoy aquí para negociar contigo un arreglo, ¡maldita sea! Ahí arriba hay al menos un centenar de personas. No tenemos comida suficiente con lo que hemos encontrado en los restaurantes. Se han formado grupos con muy malas intenciones. Lo único que queremos es algo de comida. Si colaboramos tendréis acceso al Decathlon y a la parte de arriba de Carrefour. Hay ropa, utensilios, herramientas, de todo…
—Y mi oferta es que bajéis y que aceptéis mis normas.
—¿No entiendes que ya no eres tú el que manda? No eres el comisario Clos, dueño y señor del barrio. Eso se acabó. Se acabó la impunidad y el maltrato. ¿No lo entiendes? Y hasta que esto se arregle, si es que se arregla, lo único que tenemos es nuestro ingenio y nuestros medios. La gente está pasando hambre y tú te has apoderado de un supermercado lleno de comida.
Manuel Clos se levantó de la silla y se irguió frente a su hijo, desafiante, con la barbilla lanzada hacia delante, tal y como él lo conocía. Impertérrito, duro, inflexible.
—No tenemos nada más que hablar. Si queréis comida tendréis que aceptar mis condiciones. Ya lo sabes.
Ferran lo vio alejarse, cojeando pero sin perder el aire de dignidad que, a pesar de todo, seguía conservando.
El pánico había sorprendido a Bernat López varios días atrás, cuando Sardà, uno de sus clientes, lo invitó a tomar algo en la terraza del centro comercial. Era un viernes a primera hora, pero la aventura del último día había empezado mucho antes, en la mañana del jueves, cuando López entro en la joyería Díaz de Zaragoza. O sería más exacto decir cuando intentó entrar en la joyería Díaz de Zaragoza, pues un amplio cordón policial se lo impidió. Después de un tira y afloja con un agente que le cerraba el paso, acabó discutiendo con un inspector de paisano que lo despachó con cajas destempladas. Acababa de tener lugar un atraco en la joyería con el resultado de una persona herida, y el inspector no estaba dispuesto a atender sus ruegos.
—Por favor. Es una venta importantísima para mí —le rogó López—. Son miles de euros. Sólo tengo que entrar un momento, me firmará el contrato y ya está.
—¿Está usted mal de la cabeza? No se puede entrar. Además, el dueño está en el hospital, herido de bala.
Para López la operación con la joyería Díaz era de una prioridad absoluta. Llevaba todo el mes sin vender ni un euro, lo acosaban los créditos, las hipotecas y la pensión a su exesposa, en orden inverso. Pasándose algún que otro semáforo en rojo voló hasta el hospital y pidió ver al herido en el atraco, pero en la puerta de la habitación se encontró con otro policía de uniforme, tan adusto como los anteriores, y varios familiares aún más desagradables que no quisieron atender a sus razones. Se dejó caer en un asiento de la sala de espera valorando sus posibilidades, que iban desde el suicidio hasta irse a tomar una copa y esperar tiempos mejores.
Finalmente, sentado en la sala de espera del hospital, López decidió intentar un salto en el vacío. Tomó el móvil y telefoneó a Sardà, de Barcelona, con la esperanza de colocar todo el género que Díaz no iba a recibir.
Como el salvavidas lanzado a un náufrago, Sardà accedió a quedarse con una parte del material con la condición de hacer sólo un pago a cuenta, pero López, después de unos segundos de duda para fingir que se lo pensaba, aceptó de inmediato. Todo parecía arreglarse después de la tormenta.
Cuando enfilaba la entrada a Barcelona, López observó un tráfico menos denso que de costumbre, pero su cabeza iba a cien tratando de preparar una estrategia para convencer a su viejo conocido, Miquel Sardà. No lo encontró en su joyería principal, en la Diagonal de Barcelona, y de allí lo remitieron a la tienda recién abierta en el gran centro comercial de la salida sur de la ciudad, de modo que condujo hacia allá mientras observaba un sol rojizo y extraño y sentía una cierta opresión en el pecho.
Cuando llegó al aparcamiento subterráneo, sin ninguna explicación lógica, empezó a encontrarse mal, pero lo peor fue cuando Sardà lo invitó al café en la terraza. Primero había sido un sudor frío y una opresión en el pecho, luego un temblor incontrolable que lo había hecho huir al interior del centro comercial murmurando una excusa. No era hombre que se asustara fácilmente, así que había intentado varias veces volver a salir, pero después de tres tentativas infructuosas se había tenido que rendir a la evidencia: no podía salir al exterior. Ni siquiera lo consoló el hecho de que había muchas otras personas en su situación. Atravesó todo el complejo comercial y en la salida que daba a la Gran Via lo intentó de nuevo, pero fue como si se estrellara contra un muro, y tuvo que retroceder ante la mirada vacua de otras personas que contemplaban la calle como si estuvieran viendo un planeta desconocido.
—¿Qué pasa? —preguntó completamente desolado.
Una mujer se encogió de hombros y se echó a llorar, así que Bernat López, representante de joyería, pensó que lo mejor sería volver al aparcamiento e instalarse en su coche hasta que pasara todo aquello, fuera lo que fuera.
—Es Andrea —dijo Joan, el chico de la hamburguesería—. Trabaja en la tienda de marionetas.
—Se recuperará —anunció el doctor Roure—. Las constantes ya son normales.
—Deberíamos ir a ver si hay alguien más en el coche —dijo Manuel Clos. A su lado, Bernat López negó con la cabeza.
—Estaba sola.
—¿De dónde vendrá? —se preguntó Clos—. No puede ser de muy lejos; los coches no sirven como defensa contra el pánico.
—No ha podido tardar en llegar más de medio minuto o algo así —afirmó Roure—. De lo contrario le habría dado un infarto, eso suponiendo que hubiera decidido salir sabiendo que iba a tardar más de eso.
—Una chica valiente —afirmó Clos.
—Sí, y con suerte —apostilló López.
Me llamo Andrea. Tengo veintitrés años y estoy encerrada en un gran centro comercial desde hace veintidós días. Llegué aquí desde el edificio de apartamentos un kilómetro más al norte, a bordo de un Hummer. Antes de llegar aquí intenté salir al exterior dos veces, y me fue imposible. De hecho, la primera vez estuve a punto de morir. La primera semana en el edificio de apartamentos vi cómo la desesperación embargaba a todos los que nos habíamos quedado encerrados. Madres lejos de sus hijos, esposos separados de sus esposas, mujeres sin sus seres queridos. En esos primeros días veíamos las noticias de la televisión, oíamos algunos coches circular por la autovía, vimos varios accidentes, incluso entraron algunas personas desesperadas a punto de sufrir un infarto. He visto algunos cadáveres y miradas perdidas, muchas miradas perdidas. A finales de semana se declaró un incendio en la planta 12, y eso es lo que me impulsó al acto suicida de huir en un coche. Estamos aislados del mundo. No se oyen circular coches, y desde las ventanas vemos algunos incendios. Desde que llegué sólo hay silencio. Lo peor de todo es que he perdido a Michael. Se quedó allí porque fue incapaz de salir a pesar de que el fuego estaba llegando hasta el sótano. Me siento culpable por no haberme quedado con él.
Andrea cerró el diario y se quedó pensativa. No tenía ni idea de quién iba a leer aquello, o de si realmente quería que alguien lo leyera, aunque fuera en un futuro incierto y lejano. Jamás había pensado en escribir un diario, pero le había parecido que tal vez era un modo de no volverse loca. Al fin y al cabo Ana Frank lo había hecho antes que ella.