En el televisor del despacho del director, un presentador con ojeras y sin maquillar hablaba de algo parecido a una epidemia que se extendía rápidamente. Sentados en el sofá, en el suelo o en la incómoda silla reservada a los alumnos, el grupo de muchachos encerrados en el instituto de bachillerato escuchó en silencio las opiniones de expertos, los reportajes y las entrevistas con la gente de la calle. Algunas imágenes mostraban desoladores panoramas de calles vacías y accidentes de tráfico.
—¿Qué está pasando? —murmuró Mireia, francamente asustada.
Era una chica delgada, rubia, con cierto estilo. A su lado, Pep miraba la pantalla como alucinado, tocándose de vez en cuando el vendaje que cubría el corte de su frente. Hacía apenas un par de horas que no había podido resistir la visión del exterior y se había apartado de la puerta con tal violencia que había ido a chocar contra una vitrina que se había hecho añicos sobre su cabeza. Sara, vestida de negro, como correspondía a su militancia siniestra, estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas y escuchaba lo que tenía que decirle un presentador de televisión tan asustado como ella.
—Tal vez mañana haya pasado todo —dijo Gabi, siempre positivo, haciendo un movimiento que agitó su larga melena—. Puede que sea una nube tóxica o algo así.
—Esto no tiene pinta de nube tóxica —lo contradijo Jaume. Todo el mundo se volvió a mirarlo. Nadie lo expresaba nunca ni se atrevía a preguntarle nada, pero todos estaban seguros de que siempre sabía lo que decía y que conocía cosas que los demás ignoraban—. Más bien parece algo psíquico —añadió.
—¿Y cuál es la diferencia? —gruñó uno de los gemelos Baquer.
—Pues que a ti no te afectará —le espetó Charlie, el punky—, dado que no tienes psique…
En otro momento todos se habrían reído o Baquer se le hubiera lanzado al cuello, pero en aquel momento nadie hizo ningún ademán ni le prestó atención.
—¿Habéis llamado a casa? —preguntó Gerard Casas, otro de los presentes.
Hubo respuestas de todos los colores. Algunos no habían podido hablar con sus padres, otros lo habían hecho, pero éstos les habían explicado, de un modo u otro, que no podían salir de casa. La llamada de emergencias sólo consiguió la promesa de que enviarían a alguien. Otros móviles no daban señal y las llamadas se repetían una y otra vez sin recibir respuesta. Gerard consiguió hablar con su madre y cambiar apenas unas palabras con su hermana pequeña, pero luego se había cortado y le había sido imposible contactar de nuevo. Una voz muy amable le decía que las líneas estaban saturadas. No hubo forma de poner en marcha el ordenador del despacho del director a falta de la clave de acceso, y tampoco el servidor mediante el cual los alumnos tenían acceso al wi-fi. Los móviles no daban señal de conexión a internet, y poco a poco empezaron a ser conscientes de que las comunicaciones les estaban jugando una mala pasada.
—Supongo que tendremos que pasar la noche aquí —anunció Gerard—. Mañana veremos, ¿no?
—Excelente —frunció los labios Jaume—. Estamos salvados. ¿Tenemos algo para comer?
—Las máquinas están llenas y podemos subir a la cafetería —dijo Pep. Se miraron unos a otros, todavía con la idea de que despanzurrar una máquina o asaltar la cafetería no era algo que pudieran hacer alegremente.
—Estoy asustada —dijo Mireia con ojos llorosos. Ella y Gabi dormían en el suelo del despacho del director. Charlie en el sofá, a dos palmos sobre su cabeza, y el resto se había acomodado en el despacho de los informáticos.
—Tranquila —susurró Gabi—. Todo se arreglará.
Gerard se acercó despacio a la entrada el edificio. La luz del sol, apenas a las ocho de la mañana, dibujaba sombras alargadas en el pasillo. El resto de sus compañeros todavía dormía, o al menos eso creía, aunque no le habría extrañado que les hubiera pasado como a él, que no había podido pegar ojo en toda la noche. Ni siquiera la proximidad de Sara (la primera noche que pasaba con ella) le había permitido dejar de pensar en algo que no entendía y que se cernía sobre ellos con una violencia inusual. Plantado allí, frente a la agresiva luz del sol, ni siquiera la separación de sus padres o los peligros que pudiera correr su hermana Aitana eran más apremiantes que aquella sensación de pánico que lo atacaba hasta lo más profundo.
—No puedes acercarte, ¿verdad? —dijo Jaume.
Gerard se sorprendió al oírlo, y eso le permitió dejar de mirar a la puerta entreabierta por la que se filtraban los rayos del sol. Dio unos pasos atrás y metió las manos en los bolsillos, tratando de encontrar un precario punto de apoyo.
—Parece que nada ha cambiado —murmuró.
—Eso creo. La tele empieza a fallar. He dormido en el cuarto del bedel. Por cierto, que si él abrió el insti ayer, ¿dónde debe de estar? Me preocupa. ¿Has telefoneado a tu familia?
—Mi padre se ha cambiado de móvil y no sé el número nuevo —dijo Gerard—, y mi madre me ha contestado desde el centro comercial y luego se ha cortado. Tengo miedo por mi hermana. Es muy pequeña y depende de mí.
—Estamos atrapados en el instituto. ¡Maldita sea! Como en una mala película de extraterrestres.
—¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé. No tengo ni puta idea.
El día en que el pánico sorprendió a Jaume había amanecido para él como uno cualquiera. Un sábado soleado y tranquilo de otoño. Desde la ventana de su cuarto, Jaume vio salir el sol por la línea del horizonte, sobre el Mediterráneo. Había pasado toda la noche frente a la pantalla del ordenador preparando la práctica de química del día siguiente, y finalmente se había rendido a la evidencia de que lo que no había aprendido hasta el momento no lo iba a aprender en unas cuantas horas. Antes de ponerse en marcha se tumbó en la cama y se dispuso a dar una cabezada hasta la hora de ir a la clase extraordinaria. En el calendario con la foto de Green Day, colgado en la pared, estaba señalado el pasado día 12, su decimoséptimo cumpleaños, y el día 15, la fecha de la importante práctica de química en la que se jugaba el curso. Cerró los ojos y se sumió en uno de los sueños que calificaba como «de tamaño medio», un par de horas, suficiente para sentirse bien si le añadía luego un café bien cargado y un par de Red Bulls para acompañar el desayuno.
Lo despertó el pitido del móvil una hora antes de lo previsto con un WhatsApp de Xavi, su mecánico: «Tengo la moto lista». Eran poco más de las siete. «¿Por qué diablos madruga tanto un mecánico?», se preguntó. Tenía tiempo de sobra para comer algo, ir a buscar la moto y llegar a tiempo a la práctica en el instituto.
Había dos chicos apoyados en la barandilla del parque. Y uno de ellos era el salvadoreño al que llamaban Sandy. Al otro no lo conocía, pero su aspecto era tan siniestro como el del salvadoreño. Los dos tenían la pinta indudable de haber pasado la noche en blanco, y no precisamente estudiando. No tenía ningún interés en hablar con ellos, así que enfiló la calle en dirección al taller, con tan mala suerte que Sandy se percató de su presencia a pesar de la cantidad de química, orgánica e inorgánica, que debía de llevar encima.
—¡Eh! Es Jaume. Mira Óscar, nuestro amigo Jaume. ¡Tengo algo para ti!
—No me interesa Sandy. Tengo prisa.
—Esto te interesará colega. Calidad. Ven a verlo.
—Te he dicho que no, colega.
—¡Un poco de respeto! Si te digo que lo veas, por lo menos le podrías echar un vistazo.
Respeto, la palabra mágica que entre la banda de Sandy quería decir «haz lo que yo quiero o tendrás problemas». El amigo de Sandy, casi tan alto como Jaume y dos veces más pesado, se puso en pie y Jaume pudo ver la cicatriz que le cruzaba la cara; una cuchillada, sin duda. Sin asustarse, Jaume calculó sus posibilidades. No tenía intención de salir corriendo, pero tampoco de meterse en una pelea con dos individuos hasta el culo de crack o algo parecido. Asintió y cruzó la calle en línea recta hasta donde estaban los dos amigos. Sandy debía rondar los veinte años y vivía en el barrio desde hacía tres o cuatro. Desde el día en que lo conoció, Jaume sabía que no era un buena idea tratar con él, pero así eran las cosas. Era un eficaz proveedor, sí, pero mantenerlo lejos, a distancia, era la mejor opción cuando se trataba de tipos como Sandy.
—Esto es de calidad —le dijo mostrándole su mercancía—, no como lo que venden esos comemierda de negros, o esos marroquíes maricones. ¿Lo hueles? Tú sabes distinguir.
—No tengo dinero, Sandy. Estoy escurrido.
—¿Y quién te pide dinero? Cuando lo tengas me lo pagas. Yo a los amigos les fío, ¿verdad Óscar? Esto es calidad, pata negra, una super skunk que te cagas. Te la voy a dejar a ocho pavos el gramo, ochenta el lote.
—No sé cuándo te voy a poder pagar. No tengo una lata.
—Cuando puedas, colega. Mañana, o pasado mañana.
—De acuerdo. Pasado mañana.
—Eso es —le palmeó la espalda Sandy—. Pasado mañana. Ochenta pavos dentro de dos días. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —concedió Jaume.
Tomó el paquete y chocó la mano de Sandy y la de su colega. Se alejó después con la convicción de que la había cagado. No tenía manera de conseguir los ochenta pavos en dos días, salvo revendiendo la mercancía. Consultó la hora e hizo un cálculo. Si recogía la moto en seguida podría hacer su recorrido habitual en una o dos horas y colocar el paquete, o al menos intentarlo, y todavía le quedaría el domingo para acabar el negocio si es que no podía. Si todo iba bien llegaría a tiempo a la práctica de química. Con inquietud vio como Sandy y su monumental amigo se metían en su coche, probablemente robado, y lo seguían lentamente, a cierta distancia.
Eran casi las ocho cuando llegó al taller. El coche de Sandy aparcó un poco más lejos y Jaume sintió más que vio los ojos malévolos del salvadoreño fijos en él. Xavi estaba nervioso como un flan y le dio un montón de explicaciones sobre lo que le pasaba a su Yamaha. Se la hizo probar y revisar mientras le recitaba los detalles de la reparación. Fue entonces, mientras oía sin escuchar lo que Xavi le decía, cuando empezó a sentir algo extraño, como un desasosiego, una especie de ataque de ansiedad que, en un principio, achacó a la proximidad de Sandy. Murmuró unas palabras para Xavi y luego se colocó el casco, puso en marcha la moto y salió del taller. El malestar fue en aumento, pero todavía peor era pensar qué le podía pasar si no reunía el dinero para Sandy. No tenía el menor interés en hacer negocio; de hecho, incluso pensaba en fundirse el poco dinero que tenía ahorrado para cubrir la diferencia, si ése era el caso. Presentía la presencia de Sandy, aunque no vio el coche tras él.
La primera parada, en el bar donde solía acudir por las noches, fue un absoluto fracaso. Estaba abierto, pero no había nadie dentro, ni un alma. Se metió hasta la trastienda y la cocina, pero no encontró a nadie. Fue entonces cuando cayó en la cuenta del escaso tráfico que había visto por la calle para ser un sábado por la mañana. No sólo escaso, sino casi inexistente. Salió del bar y llamó desde el móvil al siguiente contacto.
—Colega, ¿quieres un poco de tabaco? —preguntó.
No entendió nada de la respuesta de su amigo, estudiante en otro instituto. Jaume tenía la norma de no vender nunca en el suyo. Lo mantenía a rajatabla y eso le estaba evitando muchos problemas. Insistió en la calidad de lo que le ofrecía, pero tuvo que colgar cuando su amigo se echó a llorar sin motivo aparente. «Lo han pillado», pensó. Ya eran dos fracasos aquella mañana. El tercero de sus clientes estaba más lejos, en la parte alta de la ciudad, y se dirigió hacia allí a pesar de que empezaba a encontrarse cada vez peor, con un dolor de cabeza creciente. Llamó a la puerta de servicio, y cuando la criada le abrió, la muchacha se echó hacia atrás absolutamente aterrorizada y desapareció de su vista.
—¿Qué le pasa? —le preguntó Jaume a David, el chico de buena familia al que había conocido en una fiesta de verano, ansioso siempre por experimentar nuevas sensaciones.
Pero David no parecía el mismo. No llevaba puestas las gafas y eso hacía que su miopía le hiciera achicar los ojos, como si su interlocutor estuviera tratando con un topo.
—Tengo una buena mercancía. Setenta pavos y es todo tuyo. Ochenta gramos de lo mejor.
—Sí, sí, claro —respondió David, y se quedó de pie en el interior de la cocina, sin atreverse a acercarse.
—¿Estás bien?
—Yo…, No, no sé. Y tú, ¿estás bien?
—Bueno. No sabría decirte… ¿Me lo compras o qué?
—Sí, claro, sí. —David sacó un billete del bolsillo del pantalón y se lo tendió a Jaume.
Era un billete de cien euros, algo que Jaume no había visto nunca. Lo cogió y lo observó con gesto de preocupación.
—No tengo para devolverte… —dijo.
—Es igual… ¿Puedes hacerme un favor?
—Claro.
—Cierra la puerta cuando te vayas…
—¿Qué? —preguntó Jaume sin entender nada.
—La puerta —señaló—. Si la puedes cerrar.
—Oye. Tengo que irme. Toma. —Le tendió el paquete que Sandy le había dado, pero David no hizo intención de cogerlo.
Cayó al suelo cuando Jaume lo soltó y su amigo se quedó mirándolo fijamente, sin atreverse a dar un paso hacia él.
Jaume salió cerrando la puerta. El sol mostraba un color rojizo y su dolor de cabeza iba en aumento, aunque había conseguido conjurar el peligro de Sandy, o eso creía. Se subió a la moto y se encaminó al instituto. Cuando atravesó la plaza de España notó como el malestar iba en aumento. No dejó de mirar por el retrovisor, buscando la presencia de su peligroso amigo, pero no supo si es que se ocultaba mejor o que había dejado de seguirlo. Se pasó un semáforo en rojo sin oír el habitual escándalo de claxons y gritos a su alrededor, y al atravesar las callejuelas de l’Hospitalet pensó que no podría llegar. No supo explicar qué le pasaba pero un terror infinito lo iba ganando por momentos. Lanzó un grito y un sollozo y varias veces estuvo a punto de estrellarse o de llevarse por delante a alguno de los pocos transeúntes. Lo salvó el hecho de que el tráfico de vehículos y personas en un día como aquél era muy inferior a lo habitual. Cuando vio la fachada del instituto al final de la calle sintió un momento de alivio, pero fue incapaz de detener la moto y bajarse de ella. Con un sollozo contenido, giró el acelerador y se lanzó contra la puerta entreabierta.
Después de casi cuarenta años de servicio, Manuel Clos había aprendido muchas cosas sobre los seres humanos, delincuentes o no. Y una de ellas era darse cuenta de cuando las decisiones que tomaban eran irrevocables y no había vuelta atrás. Y eso era lo que veía en los ojos de su mujer y madre de su único hijo. Tenía la mirada como velada, sin expresión alguna. Respondía a las preguntas, hablaba, se movía por la casa como siempre, pero Manuel sabía que ya no era la misma persona. Y de senilidad, nada. Mercè, su mujer, seguía lúcida como siempre, no tenía pequeños despistes como Manuel había leído en diversas páginas sobre la enfermedad de Alzheimer u otras demencias seniles. Desde el momento en que él había dicho que se ocuparía de hacer la compra o de las gestiones fuera de casa, ella parecía haberse animado, pero eso era todo.
—No quiero… no puedo salir a la calle —le dijo ella sin mirarlo a la cara.
—Bueno… yo pensé que querrías venir a hacer la compra al centro comercial…
Mercè lo miró con una sonrisa desmañada, y por un instante Manuel vio en sus ojos la chispa que siempre habían tenido, pero fue un espejismo, y luego volvieron a la nada.
Un instante después subió en silencio al coche de su hijo y se sumió en un mutismo absoluto hasta que enfilaron la salida de la ciudad, hacia el centro comercial.
En su fuero interno, Manuel Clos trataba de convencerse de que aquello, fuera lo que fuera, sería algo pasajero. Tal vez un virus, o un problema psicológico. No se sentía con fuerzas como para comentar todo aquello con su hijo. En realidad, hacía mucho tiempo que no sentía la necesidad de compartir nada con él, si es que la había sentido alguna vez. Lo miró de reojo mientras Ferran, al volante, internaba el coche en una calle adyacente para enfilar luego en línea recta hacia el centro comercial. No vivían muy lejos de allí, pero cruzar una autovía a pleno sol no era lo más agradable en aquella mañana de junio.
—Hay muchos casos como el de ella —dijo Ferran.
—¿Y eso qué quiere decir? —inquirió Clos.
—No lo sé, es sólo una reflexión —repuso Ferran, aunque no quiso explicar lo que sabía. Miles de casos en toda Europa y Norteamérica, a falta de datos del resto del mundo. Desconcierto de las autoridades sanitarias. Histeria en algunos de los lugares más afectados, Reikiavik, Bergen, Oslo, Vancouver… La lista era interminable, y desde China y Japón empezaban a llegar noticias alarmantes.
—Tu madre me ha hecho la lista de la compra —dijo Manuel tratando de buscar otro tema de conversación.
—Aún es pronto, vamos a tomar un café hasta que abran las tiendas.
Bajaron la rampa en dirección al aparcamiento del centro comercial y Ferran buscó un espacio para aparcar, lo más cómodo posible para cargar la compra, un lugar cercano a la escalera. Un lugar donde su vehículo pudiera permanecer todo el tiempo que hiciera falta.
El día amaneció gris, con una tonalidad sucia. Desde la ventana del apartamento nada parecía diferente de un lunes cualquiera. El telediario parecía estar pensado para atemorizar a la población. Epidemia, erupción, pánico y, sobre todo, consejos de las autoridades para que nadie se alarmara, señal inequívoca de que había que alarmarse. Andrea contempló a Michael, todavía dormido, con un brazo doblado sobre la cabeza, el cabello revuelto y los labios entreabiertos. Así, dormido, parecía mucho más joven, o tal vez era la expresión relajada de su cara, la respiración tranquila y acompasada. «Ha estado bien», pensó Andrea. Tal y como lo había imaginado. Divertido, alegre. No podría hacer el amor con un hombre que no tuviera sentido del humor, y Michael lo tenía. Era capaz de hacer un chiste en el momento más íntimo, algo que la desconcentraba pero que la hacía reír como una loca, y luego tenían todo el tiempo del mundo para volver a empezar.
Le acarició la mejilla con cuidado, luego se acercó a la ventana y contempló el paisaje urbano, algo atípico para la hora. Nada de los habituales atascos de tráfico o autobuses llenos, o casi llenos… Eran las ocho de la mañana, hora punta, y había un accidente, un coche empotrado contra la mediana, lo que hizo que se le encogiera el corazón al recordar el del sábado por la noche. Lo extraño es que no había nadie alrededor del coche siniestrado. Ni policías, ni ambulancias…, nadie.
—¿Estás bien? —le preguntó Michael.
Andrea se volvió y se acercó hasta la cama. No llevaba encima nada de ropa, y él la admiró, sonriendo de aquella manera que la había cautivado.
—¿Tú qué crees? Llevamos metidos en la cama desde el sábado de madrugada y me tengo que ir a trabajar. O sea que estoy bien… —Un agudo dolor de cabeza le cortó la frase e hizo que se encogiera. El pinchazo fue tan fuerte que por un momento le faltó el aire y casi perdió de vista la habitación.
—¿Qué te pasa? —preguntó él.
—Es… la cabeza… ¡Dios! Como si me la hubiera atravesado… ¡Joder!
—Es curioso… El sábado… Todavía no te he dado una explicación…
—No importa —dijo ella, sujetándose todavía la cabeza.
—Tengo analgésicos y café, si quieres.
—Café sí, analgésicos no —respondió. Michael se levantó de la cama y puso la cafetera sobre el fuego.
El sol apenas si había podido asomar entre las nubes bajas y grises.
—El día fue normal, pero por la noche, cuando intenté salir… no sé qué me pasó —le explicó él mientras tomaban café—. Me sentía bien, un poco cansado quizá, pero nada más. Llegué hasta el hall y entonces…
Andrea escuchó su relato sin encontrarle ningún sentido. Michael no había podido traspasar la puerta del edificio y había vuelto a su apartamento, donde ella lo encontró horas después. ¿Tenía algo que ver con lo que habían visto en los telediarios?
—¿Vamos a trabajar? —preguntó ella.
—No me apetece, pero te acompañaré. Me vendrá bien un paseo. La verdad es que me asusté.
Bajaron en silencio hasta el amplio hall del edificio. En aquel momento sólo había una mujer frente a la puerta de cristal, y entonces ocurrió algo. Un camión frenó violentamente unos metros a su izquierda. El semáforo estaba verde para los vehículos, así que el súbito frenazo provocó un accidente en cadena con un estrépito de metal y cristales rotos, pero el conductor del camión salió corriendo, despavorido, y desapareció en el interior del edificio contiguo.
—¡Ay Dios! —exclamó la mujer.
Andrea iba a decir algo cuando su teléfono móvil zumbó en el fondo del bolso.
—¿Julia? —dijo Andrea. Al otro lado de la línea sólo oyó algo parecido a un sollozo—. ¿Qué dices?
—No puedo salir —musitó Julia con un hilo de voz.
—¿Cómo?
—No puedo salir, Andrea. ¡No puedo!
—Pero…, —balbució Andrea.
Mientras oía llorar a Julia, miró a Michael tratando de explicarse lo que estaba pasando.
En el hall habían aparecido dos o tres personas más que se acercaron a ellos como buscando algo.
—¿Dónde estás? —preguntó Andrea.
—He ido al médico, al ginecólogo…
—Julia, mira, haremos una cosa. No abrimos hoy, ¿vale? No pasa nada, nos tomamos el día libre y voy a verte. ¿De acuerdo? Cojo un taxi y voy a verte…
Andrea colgó. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender se le saltaron las lágrimas y trató de limpiárselas de un manotazo. Fuera parecía que, finalmente, el sol había ganado la partida a un día que había amanecido triste y gris.
—Tengo que irme. Nos vemos luego, ¿vale? —dijo mirando a Michael a los ojos, pero había algo extraño en ellos, algo que aterrorizó a Andrea.
Se dirigió a la salida y entonces ocurrió. Primero fue otra vez el dolor de cabeza, agudo, taladrante, como si un clavo ardiendo le estuviera atravesando el cerebro de parte a parte. Le fallaron las piernas y estuvo a punto de caer. Michael trató de sujetarla, pero Andrea se enfureció, se soltó de sus brazos y dio unos cuantos pasos más. Alguien gritó a su espalda, y entonces fue la respiración lo que le faltó, una opresión brutal en el pecho que la hizo detenerse en seco. Ante ella, el sol, el aire exterior, la avenida luminosa y cálida era como un muro brillante y ardiente que amenazaba con devorarla. Fue incapaz de dar un paso más cuando un pánico irracional y desconocido la hizo lanzarse al suelo. Todavía intentó avanzar hacia la calle, pero el terror que la embargó la hizo derrumbarse jadeando sobre las frías baldosas.
Oyó algo. La voz de Michael. Un zumbido cercano. Intentó comprender qué estaba pasando, pensar con lógica. Cerró los ojos y se esforzó por ponerse en pie. Se deshizo de los brazos de Michael con la esperanza de que todo pasara y pugnó por salir fuera. Dio un paso, luego otro, dos más y sintió los rayos del sol en la cara, sonrió, abrió los ojos y fue como si un mazo de hierro le golpeara la cara con una fuerza feroz. Lanzó un grito desgarrador, jadeó buscando aire y sintió como si el corazón le fuera a estallar. Cayó al suelo, y luego todo se volvió negro.
Andrea se despertó de golpe, pero tardó unos segundos en hacerse una composición de lugar. Le pasó por la cabeza aquella tontería típica de las películas, «¿dónde estoy?», pero cuando vio a varias personas a su alrededor fue consciente de que podía ser cualquier cosa menos una tontería.
—¡Dios mío! —exclamó el intentar erguirse en el sofá donde la habían colocado. Sintió los pies dormidos y un dolor agudo en la espalda.
—¿Cómo estás?
—No lo sé —respondió Andrea—. ¿Qué ha pasado?
—Has intentado salir —dijo Michael.
—Voy a intentarlo otra vez. Puede que ya se me haya pasado.
—No vale la pena —le aseguró una mujer de mediana edad y rostro afable—. Es como una epidemia. Nadie sabe de qué va, pero se agrava por momentos. Lo han dicho en la tele.
—Yo también lo intenté, dos veces —añadió Michael—. Me aterroriza sólo mirar por la ventana.
—Los teléfonos están fallando. Se habla de muertos… —dijo el hombre que acompañaba a la mujer. Se alejaron cogidos del brazo hacia la puerta del edificio donde se agolpaban varias personas.
—Es una locura —musitó Andrea.
—Locura o no, es lo que está pasando.
—¿Y qué vamos a hacer? —musitó ella tras un silencio.
—Volvamos al apartamento, aquí no hacemos nada.
La nevera de Michael ofrecía un aspecto deprimente. Sólo había una botella de leche y se la bebieron de pie, tratando de no mirar hacia la ventana velada por las cortinas. Luego deliberaron sobre lo que más les convenía. Michael era un solitario, autosuficiente y convencido de que podía encontrar una solución, y así se lo hizo saber a Andrea, pero ella era de la opinión de que un grupo de gente con los mismos problemas tenía más posibilidades. Así que finalmente acordaron volver al hall y tratar de organizar algo de acuerdo con el resto de encerrados, si es que a todo el mundo le ocurría lo mismo.
—Tal vez esto no afecta a todos por igual y alguien puede salir y pedir ayuda… —dijo ella, poco convencida.
—Está bien, pero lo primero es buscar algo de comida por aquí, ¿no crees? Deberíamos hacer algo al respecto.
Andrea fue incapaz de decir ni de pensar nada coherente. Siguió a Michael cuando éste salió al pasillo. Lo recorrieron llamando a las puertas, sin resultado. Finalmente Michael colocó el oído sobre una de ellas y luego retrocedió un poco. Antes de que Andrea supiera qué estaba haciendo, Michael golpeó la puerta con la planta del pie y ésta se abrió de par en par.
Era un apartamento semejante al suyo, sólo que orientado hacia el mar. Andrea sintió un espasmo que le recorrió el cuerpo antes de que Michael echara las cortinas y desapareciera de su vista el cielo azul, el sol inmisericorde y el mar, lejano y amenazador.
—A ver qué encontramos —dijo él.
El apartamento debía de estar ocupado, desde luego, aunque no había nadie en aquel momento. La única cama estaba deshecha, el televisor encendido, aunque sin voz, y había comida en la nevera y café en una alacena. Desayunaron todo lo que su cuerpo admitió y luego se quedaron en la mesa, frente a frente, sin saber qué decir o qué hacer.
—Es como una patética luna de miel —dijo ella.
Por un momento Michael la miró alucinado, y finalmente se echó a reír. Muy a su pesar, Andrea se contagió y estalló también en una carcajada.
—Supongo que esto no va a durar —comentó Michael cuando se calmaron—. ¿Qué podemos hacer mientras tanto?
—Por el momento volver abajo, con el resto de la gente. Mi móvil se ha quedado sin batería…
—El mío aún tiene —dijo él—, pero no parece que haya cobertura. Podemos buscar un teléfono fijo. Hay una oficina abajo.
—¿No tienes un ordenador? —preguntó Andrea.
—En la tienda.
—Pues estamos jodidos. Volvamos al hall.
—De acuerdo —asintió él—. No hay muchas opciones.
En el hall se había reunido un grupo de personas. Nadie decía nada y todo el mundo miraba hacia fuera. Los cristales, tintados, tamizaban la luz exterior. Andrea no conocía a nadie, naturalmente, pero Michael intercambió unas palabras en inglés con otro hombre, de más edad y aspecto elegante.
—Al parecer hay unas cincuenta personas en el edificio —le explicó Michael—, y por lo que parece todo el mundo está como nosotros.
—Deberíamos reunirnos todos y pensar en qué hacer.
—Es gente muy diversa. No creo que tengan interés en formar un… comité. Ya ves, aquí estamos… cinco personas contándonos a nosotros.
—¿Y los ordenadores? En este edificio debe de haber unos cuantos.
Michael se lo preguntó al hombre elegante y luego transmitió a Andrea la mala noticia. Sí, había ordenadores, incluso habían conectado los de las oficinas del edificio, pero unos no se ponían en marcha y otros, si lo hacían, no encontraban interlocutores ni a través del correo electrónico ni de Skype u otro programa de comunicaciones.
—Será mejor que volvamos a nuestro apartamento —sugirió Michael—. Buscaremos algo de comer. Volveremos aquí por la mañana a ver cómo están las cosas.
Cuando volvieron al apartamento habían conseguido algo más de comida mediante el mismo sistema empleado por la mañana. Se tumbaron en la estrecha cama, abrazados, y la noche los sorprendió todavía despiertos, en la misma postura y con la mente sumergida en un mar de confusión.
La carta del Instituto Oncológico le llegó a Alicia la mañana del jueves. Le temblaba la mano cuando abrió el buzón del piso que compartía con dos paisanas más, y el logotipo del centro dedicado al cáncer resaltó de inmediato ante sus ojos. Era un sobre corriente, rectangular, muy ligero, lo que indicaba que sólo llevaba una carta, y Alicia no supo si lo debía interpretar en un sentido positivo o todo lo contrario. «Le enviaremos una carta con los resultados», le había dicho la enfermera tras la sencilla biopsia efectuada, y había añadido que, en cualquier caso, debía acudir en seguida al centro para tomar las medidas oportunas. «¿No me pueden llamar por teléfono?», había preguntado ella, pero la respuesta había sido negativa. «No es la política de nuestro centro», le había respondido.
Alicia tenía miedo, mucho miedo. «Es lo lógico —pensaba— cuando tu abuela y tu madre han muerto de cáncer». Pertenecía a una rancia y tradicional familia judía de Buenos Aires, de origen europeo, claro, joyeros de profesión, y ella era algo así como el patito feo, y en lugar de seguir las tradiciones familiares y buscar un marido entre la comunidad judía, o al menos dedicarse al negocio familiar, había optado por el lado proletario de la joyería (si es que eso existe), es decir, la bisutería, convirtiéndose en artesana y comercializadora a la vez: montaba una mesa donde realizaba vistosos collares y pendientes a la vista de los clientes y los vendía sobre la marcha. La crisis la había expulsado de Argentina y devuelto a Europa, la tierra de sus antepasados recientes, porque los más antiguos ya se sabe de dónde provenían. Aquel jueves colocó el sobre del Instituto Oncológico sobre la mesilla de noche de su habitación, se sentó en el suelo frente a él y lo estuvo observando un buen rato. En algún momento se le ocurrió encender unos palitos de incienso y ponerlos a ambos lados, pero finalmente se lió un porro y disfrutó del humo y del buen rollo durante un lapso de tiempo indefinido. Salió a la zona común donde sus dos compañeras de piso veían la televisión y comentó con ellas algo de un programa de gente gritando. No les había dicho nada de su problema, al fin y al cabo no eran amigas suyas, sólo compañeras de piso, y aunque las dos también eran argentinas, resultaban demasiado aristócratas para su gusto. Una de ellas era editora en una revista, y la otra estudiante de máster de algo relacionado también con los medios de comunicación, pero según pensaba Alicia, su interés prioritario radicaba en pescar un marido con pasaporte de la Unión Europea. Aquella noche, Alicia decidió que no abriría el sobre y que trataría de pasarlo lo mejor posible, como si fuera su última juerga, así que sacó los cien euros que le quedaban del jarrón donde los guardaba y llamó a otros amigos más afines. El lugar elegido, un local habitual de los argentinos en la zona alta de la ciudad, le podía proporcionar todo lo necesario, incluido, si había suerte, algún tipo interesante con el que pasar la noche sin que luego le creara problemas, porque eso sí, Alicia no quería problemas.
No tenía claro si hubo suerte o no. Pero sí que después de bailar, fumar, beber y otras delicias conectó con un chico tal vez más joven que ella, no estaba segura, pero extraordinariamente divertido e inconsciente. Cuando despertó por la mañana en su cama, la de ella, lo tenía al lado, dormido como un bebé, ambos desnudos y con un vago recuerdo de una gran noche. En la mesilla seguía el sobre, tal y como lo había dejado, pero aún no era el momento. Se dio una ducha, preparó sus cosas para el trabajo, es decir, su gran bolso con los materiales, la mochila con el género acabado, la mesa y la silla plegables, y luego se plantó frente a la mesilla de noche.
Rasgó el sobre con cuidado, tratando de no destrozarlo, y con manos temblorosas desdobló la carta plegada en tres partes. Cerró los ojos antes de leerla, tomó aire y luego dejó resbalar los ojos por apenas diez líneas: «Tumor… melanocítico… neoplasia… benigno…, Póngase en contacto con este centro para reservar hora…»
—Benigno —dijo en voz baja.
Volvió a meter la carta en el sobre y lo guardó en la mesilla de noche. Luego se inclinó sobre el chico, que aún dormía, lo besó en los labios mientras repetía «benigno, benigno, benigno, benigno…». Después salió del piso, cargada como siempre, y se encaminó a su lugar habitual de venta frente al centro comercial. Miró al cielo, donde lucía un extraño sol rojizo y pensó: «¡Qué caramba, hoy será un buen día!»
En el pasillo del gran centro comercial, totalmente iluminado, no había nadie, pero un poco más lejos, frente al Zara Home, algunas personas habían sacado al exterior mantas y edredones organizando un improvisado campamento. Ferran supuso que eran clientes atrapados sin posibilidad de salir al exterior. «¿Era aquello posible?», se dijo. Todavía le costaba trabajo creer que lo que estaba viviendo fuera realidad y mucho menos una realidad irreversible. Recorrió los metros que lo separaban de la salida y se plantó en mitad del corto pasillo, enfrentado a la calle, soleada, con un cielo especialmente azul. Echó a andar decidido, tratando de no pensar en nada, pero a cada paso que daba era como si sus piernas ganaran una tonelada de peso. Tropezó… con nada, simplemente sus pies se negaron a avanzar y cayó de rodillas mientras una opresión le iba subiendo desde la boca del estómago hasta aplastar de tal modo su garganta que temió ahogarse. Regresó lentamente hacia el interior luchando por meter aire en sus pulmones y se encontró con una mujer joven que le ofreció una sonrisa y un vaso de café humeante.
—Se lo he traído con leche. Las máquinas de café aún funcionan. ¿Qué es lo que ocurre?
—Nada —negó él con la cabeza.
—Lo ha vuelto a intentar, ¿verdad? Soy Alicia —añadió extendiendo una mano que Ferran estrechó sin calor—. ¿Va a venir a la reunión?
—¿Reunión?
—Alguien la ha convocado para ver qué hacemos. Hay mucha gente en la misma situación.
Ferran calculó que habría unas doscientas personas en total entre clientes, empleados y comerciantes del complejo. El único médico que había entre ellos, el doctor Roure, parecía presidir la reunión. Ferran se sentó en el suelo, en un extremo y trató de prestar atención a lo que decían algunos de los que se atrevían a hablar: miedo, ansiedad y argumentos como defender las propiedades, organizar una especie de patrulla ciudadana o pedir ayuda al exterior.
—En el hospital están como nosotros, bloqueados —afirmó Roure—. No se conoce el alcance de la epidemia porque la gente no puede desplazarse hasta allí. Se habla de muchos accidentes de tráfico, de algún incendio descontrolado y de miles de afectados.
—¿Usted tampoco…?
—Yo tampoco.
—¿Qué piensa hacer?
—No lo sé —reconoció el doctor—. Por el momento he montado una consulta en la parafarmacia.
—He oído que hay algún restaurante abierto pero no tienen demasiado que ofrecer —dijo alguien.
—¿Saben si alguien lo ha intentado en coche? —preguntó el doctor.
—El domingo intentó salir un cliente y sufrió un ataque nada más cruzar la puerta. Su coche aún está al final de la rampa… —Ferran no quiso decir que con el cadáver dentro—. La televisión dice que el coche no supone una barrera para el pánico…
—Esto no puede continuar. Pronto vendrá ayuda del exterior —declaró una mujer.
—¿Ayuda del exterior? —estalló Alicia—. Algunos teléfonos aún funcionan. ¿No han hablado ustedes con sus familias?, ¿no está todo el mundo igual? Hace casi una semana que estamos aquí, sin poder salir. ¿Ha venido alguien?
—Sí, eso es —dijo un hombre entrado en años—. Dos personas intentaron salir el primer día, ¿no os acordáis? El guardia de seguridad ha llamado a su central más de veinte veces y no ha venido nadie. Ahí —señaló a Manuel Clos— hay un expolicía que ha telefoneado a sus compañeros, y ¡tampoco ha venido nadie!
—Estamos solos —desgranó lentamente las palabras Manuel Clos—. Cuanto antes seamos conscientes de ello, mejor. Yo lo que propongo es que empecemos a pensar con la cabeza.
—¡Pero qué dice! —exclamó Alicia—. Habrá pasado algo y ya está. Alguna de esas cosas que pasan en el metro, o un gas… ¡Eso!, un gas como…
Sin decir ni una palabra, Ferran miró a Alicia, luego sonrió para sí y se encaminó a la máquina de bebidas más próxima. No le apetecía asistir a una asamblea de gente que ignoraba cualquier cosa relativa a lo que estaba pasando. Juntando piezas, Ferran estaba casi seguro de que les estaba pasando aquello de lo que hablaban el conseller y el delegado de la OMS. Y que era así de grave.
Rebuscó en sus bolsillos, pero la única moneda que encontró era a todas luces insuficiente. Se quedó de pie, frente a la hostil máquina de bebidas iluminada por los primeros rayos de sol, y dio unos pasos hacia atrás hasta que tropezó con algo, un palo de madera con un garfio, de los usados para bajar las persianas sin motor. De un modo mecánico tomó el palo y lo sopesó en la mano, como quien valora sus posibilidades.
—¿Qué está esperando? —dijo un hombre joven, alto, delgado y de aspecto inquietante.
Llevaba una barba de varios días, la ropa nueva y tatuajes en los brazos. Todo él daba la impresión de peligro, empezando por sus ojos hundidos y fríos. Se había levantado del suelo como si de pronto algo lo impulsara a tomar una decisión.
Sin pensarlo más, Ferran descargó el palo con todas sus fuerzas contra la máquina haciendo añicos el cristal. El ruido hizo moverse al grupo de personas que dormitaba un poco más lejos, y una niña de poco más de diez años se acercó despacio hasta la máquina.
—¡Muy bien! —aplaudió el hombre de los tatuajes. Tomó una de las botellas de la máquina despanzurrada y se la alargó a la niña.
—¿Quieres una? —dijo. La niña la tomó con cuidado y se alejó sin decir una palabra.
—¿Les parece bonito? —graznó la voz del guardia de seguridad.
Había aparecido desde la escalera mecánica. Era un muchacho joven, el mismo que Ferran había visto a punto de sucumbir cuando intentaba salir a la calle. Curiosamente iba bien afeitado, aunque su uniforme estaba necesitado de un buen planchado. El hombre, desafiante, tomó otra de las botellas, la abrió y luego echó un largo trago mientras Ferran dejaba caer el palo al suelo.
—¿Quieres un poco? —dijo al guardia el hombre de los tatuajes.
—No creo que ésta sea una actitud responsable. No son ustedes unos niños.
—Te llamas Tomás, ¿no? Yo soy Richard. Tomás, ¿le vas a decir a Richard lo que tiene que hacer?
—Mi trabajo es cuidar de que se respeten las instalaciones del centro —respondió el guardia—. No vamos a estar aquí toda la vida. Dentro de poco vendrán a sacarnos y luego todo volverá a la normalidad.
—¿Normalidad? —gruñó el hombre. Un murmullo de apoyo salió del grupo de personas al oírlo—. ¿Qué mierda de normalidad? ¿Has intentado salir de aquí? ¡Ah sí, perdona, lo intentaste y casi te mueres!
—La televisión dice…
—¿La televisión? Deberías saber que no te puedes creer nada de lo que dice la televisión.
—Será mejor que se calme —intervino Ferran.
—¿Que me calme? No me voy a calmar. Esto se ha convertido en un asunto entre este señor del uniforme y yo.
—Es un asunto de todos —respondió Ferran con voz tranquila—, no sólo suyo.
—¿No es sólo mío? —bramó Richard—. ¡Claro que no es sólo mío! Estamos encerrados, nos sirven bazofia en una mierda de restaurantes y encima apuntan lo que debemos. No es sólo asunto mío. —Se volvió hacia el resto de gente, una tribu de hombres y mujeres de aspecto descuidado. Hubo algunos murmullos de aprobación, y otro hombre, más bajo y de aspecto fornido se colocó a su lado.
—Intentemos no portarnos como salvajes, ¿de acuerdo? —señaló Tomás.
—¡Nos llama salvajes! —le espetó el hombre bajo y grueso.
—Yo no lo he llamado salvaje, no tienen ustedes derecho…
—¿No tenemos derecho? —volvió a chillar Richard—. Lo que no hay derecho es que nos tengan aquí como animales enjaulados. ¿Saben lo que les digo?, que aquí hay todo un supermercado y ¡es hora de cenar!
Como si hubiera sido una orden largamente esperada, el grupo se arremolinó y los más decididos dieron unos pasos hacia el hipermercado al otro lado del pasillo.
—¡No entrarán ahí! —gritó Tomás echando mano de la porra que colgaba de su cinturón—. No lo permitiré.
—¿No lo permitirá? —lo desafió, furioso, el hombre llamado Richard—. Ya lo creo que lo permitirá.
Con un movimiento rápido tomó el palo que Ferran había usado contra la máquina y se abalanzó sobre el joven guardia cuando éste blandió su porra. Ferran reaccionó con rapidez e intentó separarlos, pero Richard lo amenazó con el palo, lanzó un golpe en círculo hacia delante y antes de que nadie pudiera llegar a percatarse de lo que pasaba le asestó un golpe a Tomás haciendo volar la porra por los aires y provocando un crujido espantoso en el brazo derecho del guardia. Cuando Tomás intentó revolverse, aullando de dolor, Richard hundió el extremo del palo en el cráneo del guardia. Por un momento se hizo un silencio opresivo. Ferran se quedó paralizado, contemplando la sangre que salpicaba su camisa. ¿Qué sentido tenía todo aquello? «¡Lo ha matado!», exclamó alguien, y aquello resonó en la cabeza de Ferran, como si fuera la señal de que algo había cambiado, no sólo en su vida, sino en las relaciones entre las personas.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó otra voz.
Richard había bajado el palo y miraba desafiante a Ferran. Primero fue uno de los más decididos, luego otro. Por fin, un numeroso grupo se lanzó hacia el interior del hipermercado. Una veintena de personas, como depredadores, se desplegó lanzándose sobre las estanterías repletas.
Un piso más arriba, un chico apareció ante la tienda de electrodomésticos donde había varias personas reunidas.
—Han matado a Tomás. Están asaltando el Carrefour.
Tomás, el guardia de seguridad, estaba tendido en medio de un gran charco de sangre mientras los asaltantes, en perfecto desorden, corrían por el amplio espacio del hipermercado llenando carritos metálicos con paquetes de sopa, conservas, bebidas y cualquier cosa que pudieran colocar en ellos.
—Está muerto —exclamó el doctor Roure inclinado sobre el guardia.
De la herida de la cabeza manaba lentamente la sangre. Manuel Clos y varias personas más aparecieron en aquel momento trotando por la escalera mecánica paralizada.
—El guardia ha intentado detenerlos… —dijo Ferran a su padre.
Por el amplio espacio de la entrada al supermercado empezaban a salir los primeros asaltantes con sus carritos llenos.
—¿Adónde vais? —gritó de pronto Manuel Clos plantándose ante ellos.
Por un momento, el doctor Roure pensó que se había vuelto loco. En cabeza de los saqueadores iba Richard, el hombre que había matado a Tomás. Todavía enarbolaba el grueso palo que había acabado con la vida del guardia de seguridad. Tenía los ojos inyectados en sangre, la mandíbula apretada y una actitud que no presagiaba nada bueno.
—¿Tú, viejo, me vas a detener?
—Sólo he preguntado que adónde vais —repitió Clos con frialdad—. ¿Al piso de arriba? ¿Y cuando se acabe lo que llevas matarás a otra persona y volverás al súper?
—Si es necesario…, —farfulló Richard.
—Señor Clos, déjelo —murmuró el doctor Roure en voz baja.
—No irás a ninguna parte —dijo el expolicía acercándose a él.
Ferran puso la mano sobre el brazo de su padre, intentando disuadirlo. Richard se apartó del carro lleno de comida y empuñó el palo con las dos manos arqueando el cuerpo hacia delante.
—Señor Clos —insistió el doctor Roure—, no tiene sentido que se enfrente a él. No irá a ninguna parte. Alguien vendrá a sacarnos y entonces lo denunciaremos.
—¿Vienes con nosotros? —preguntó Richard mirando a Ferran. Éste no contestó—. Entonces de acuerdo —añadió mirando a Manuel Clos—. Me voy, y que nadie trate de impedírmelo.
—Hará bien en irse —respondió Clos con voz helada—. No queremos a un asesino entre nosotros.
Dos días antes, su último día antes del pánico, Ricardo Planas García, al que todos conocían como Richard, deambulaba por el patio exterior de la cárcel Modelo de Barcelona con los cinco sentidos puestos en el guardia que parecía dormitar junto a la torreta. El reloj de la torre central de la prisión marcaba las siete y cincuenta minutos, y Richard apretaba los dientes, tenso, agarrado a la rudimentaria escoba con la que fingía barrer el suelo, contando los segundos que faltaban para las ocho. El plan había requerido conseguir una plaza de barrendero, algo nada fácil y que le había costado mucho dinero. Ésa era su parte del programa, el resto correspondía a sus amigos de fuera. El camión de la lavandería, el coche esperando a unas manzanas de distancia con las llaves puestas y luego el piso franco en Tarragona, donde se escondería hasta que pasara lo peor. Aquella fría mañana de octubre podía ser la del último día de su encierro si todo salía como estaba previsto. A las ocho en punto, Richard hizo un barrido rápido y se colocó junto a la entrada al interior del recinto. De haberse situado junto a la puerta de salida, cualquiera de los vigilantes lo habría localizado en seguida, pero en aquel punto, muy bien estudiado, estaba fuera del ángulo de visión de todos ellos, y desde luego a nadie le preocuparía si lo veían.
Apenas dos minutos después de las ocho, el portón exterior se abrió para dar paso al camión de la lavandería y Richard suspiró profundamente cogiendo aire. Dejó la escoba apoyada en la pared y sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo, observando a su alrededor mientras encendía un pitillo. El vehículo se detuvo un instante mientras se abría el portón interior, y el conductor le hizo una seña a Richard para que esperara. Las risas del conductor y del guardia interior, al que Richard no podía ver, le llegaron con claridad, y cuando el chófer le volvió a hacer una seña, Richard se coló con agilidad bajo el vehículo. Tanteando, consiguió dar con las correas instaladas en los bajos. Con gran esfuerzo enganchó los pies y luego, haciendo poco menos que un ejercicio de gimnasta, consiguió aplastarse contra los bajos del vehículo y sujetar las manos en las correas colocadas con este propósito. El esfuerzo para mantenerse pegado al coche fue inmenso, y temió que, al ponerse en marcha la furgoneta, no pudiera aguantar su propio peso y se arrastrara por el suelo, pero era demasiado lo que había en juego, así que cerró los ojos y aguantó el peso, el roce áspero contra el suelo y el sofocante olor a gasolina.
Cuando planeó la fuga, su contacto lo había tranquilizado: «No te preocupes por la inspección a la salida». No consiguió librarse de la preocupación. Más aún, en algún momento estuvo seguro de que lo descubrirían y todo se iría al traste. Sus cinco años de condena se transformarían en ocho o diez sin posibilidad de reducción, y alguien lo esperaría fuera dispuesto a hacerle pagar un retraso del que no era culpable. La cuestión era simple: él era el único que conocía el paradero de un importante alijo. Ése era su seguro de vida y lo que le había facilitado la huida, pero al mismo tiempo era su condena si no lo entregaba a tiempo. Si algo salía mal no se lo perdonarían, y alguien lo sorprendería un día, de espaldas, en la ducha o en un rincón del patio. Tenía que salir bien. Y luego debía recuperar el cargamento y entregarlo a su legítimo propietario, ya cabreado, sumamente cabreado, porque Richard no quería decir dónde estaba si no lo ayudaban a salir de la Modelo.
Contuvo la respiración y, tenso como la cuerda de un arco, soportó el movimiento de la furgoneta al ser descargada y vuelta a cargar, la marcha atrás, el giro en el patio exterior y la salida por el portón, que lo obsequió con un golpe de la espalda en el suelo del que pensó que nunca se recuperaría. Sudando y con lágrimas de dolor brotándole de los ojos aún tuvo un instante para pensar. «¿Y la inspección?»
¿Cómo era posible que saliera bien algo tan complicado? Cuando oyó a su alrededor el ruido del tráfico tuvo un ataque de euforia. «¡Ya está! —se dijo—. He salido». Pero nada era seguro todavía. Los brazos se le habían dormido a causa del esfuerzo y sentía un lacerante dolor en la espalda, donde había chocado contra el suelo. Con gran esfuerzo podía ver a ambos lados del furgón; poco más que el asfalto, las ruedas de algún vehículo o la hierba de los arcenes. A intervalos la furgoneta se detenía, seguramente en los cruces, y finalmente observó el bordillo de una acera muy cerca y luego el furgón se detuvo. No pudo aguantar más y sus brazos cedieron. Se apoyó en el suelo mientras oía como se cerraba la puerta del vehículo, y luego unos pies se colocaron junto a él.
—Ya puede salir —dijo la voz del conductor.
Le costó un enorme esfuerzo deshacerse de las correas de las manos y soltar las de los pies, pero finalmente salió de debajo del vehículo. Estaban en una calle solitaria, junto a la tapia de lo que parecía ser una fábrica, y habían aparcado detrás de un Opel gris de cuatro puertas. El chófer del furgón lo miraba como si observara a un insecto. Llevaba en la mano un envoltorio de ropa que le alargó sin mirarlo.
—Estamos a las afueras de Sitges —le dijo señalando hacia la derecha—. Ahí tienes el coche. Y eso es todo por mi parte. Que tengas suerte.
Eso era algo en lo que Richard todavía no confiaba, la suerte, sobre todo cuando enfiló la carretera del Garraf al volante del Opel. En el último momento había decidido tomar el camino contrario. Nada de ir a Tarragona, prefería buscarse él mismo el escondite en Barcelona, pero no había tenido en cuenta un detalle: la policía.
Se topó con el control de los Mossos d’Esquadra al final de la ligera pendiente, en el lado derecho de la calzada por la que circulaba. Por un momento pensó en pisar el acelerador y llevárselos por delante, pero el coche patrulla estaba demasiado centrado y era él quien corría peligro de caer por el precipicio. A simple vista eran sólo dos policías y no parecían detener a todos los conductores, sólo les hacían reducir la velocidad y echaban un vistazo al interior. Era obvio que sabían a quién buscaban. De modo casi inconsciente alargó la mano y sacó la pistola que había encontrado en la guantera. El tráfico era bastante denso y la presencia de los policías ralentizaba el avance, así que aún tenía un par de minutos antes de tomar una decisión. Cuando llegaba al final del repecho, con dos vehículos por delante, vio el largo descenso en dirección a la playa de Castelldefels. Conocía bien el lugar, y allí, girando a la izquierda, podría meterse en el dédalo de calles empinadas y dejar el coche en algún sitio. Sus compinches habían hecho bien el trabajo. Era un buen coche, pero no tendría más remedio que deshacerse de él. Todavía sentía la excitación del peligro. Tenía los brazos prácticamente deshechos del esfuerzo y un largo y doloroso verdugón en la espalda.
Richard tenía muy claras sus opciones. No podía volver a la cárcel. Cuando le tocó el turno, uno de los policías se acercó a su ventanilla mientras el otro permanecía de espaldas, dirigiendo el tráfico en dirección contraria. Richard hizo un solo disparo, al pecho del agente que se inclinaba sobre su ventanilla, luego dio un volantazo y arrolló al otro. Estuvo a punto de chocar con un vehículo de frente, pero el otro conductor resultó ser muy hábil y lo esquivó. Luego, Richard apretó al acelerador y se lanzó a toda velocidad cuesta abajo, en dirección a Castelldefels. Tomó el desvío a la izquierda, provocando el frenazo de varios vehículos, y luego se internó montaña arriba, cada vez más despacio, hasta que se detuvo en una estrecha calle lateral. Sudaba copiosamente y le temblaban ligeramente las manos cuando las colocó sobre el volante. Recuperó el aliento y una gran sonrisa iluminó su cara. «Ahora sí he pasado la línea», se dijo. Una cosa eran pequeños trapicheos, peleas o atracos sin víctimas. Pero ahora, probablemente había matado a un agente, tal vez a dos. Y eso era ya un camino sin retorno. «No podía volver a la cárcel», murmuró para sí.
Despacio, controlando los nervios, salió del coche y encendió un cigarrillo. Luego, con calma, colocó el seguro de la pistola, limpió sus huellas cuidadosamente y la dejó sobre el asiento del copiloto. Mientras enfilaba la autovía de acceso a Barcelona hizo algunas paradas para asegurarse de que nadie lo seguía mientras notaba como, poco a poco, se sentía mejor consigo mismo. Cuando vio el letrero del gran centro comercial volvió a mirar por el retrovisor, aflojó la marcha para dejar pasar a los vehículos que tenía inmediatamente detrás y luego enfiló el aparcamiento subterráneo.
El restaurante presentaba un aspecto lamentable, con sólo tres mesas ocupadas, una de ellas por un hombre de gran envergadura y cabello rubio y escaso. Se sentó frente a él sin decir palabra, sonrió a la camarera y le guiñó un ojo cuando ella le lanzó una mirada de interés.
—¿Ha ido todo bien? —le preguntó el hombre en español con un acento extraño.
—Naturalmente. Sois muy eficaces.
—Ahora te toca a ti.
—¿Me dejarás comer primero? —dijo Richard con una sonrisa. Hizo un gesto hacia la camarera y luego le fue señalando la carta y pidiendo todo lo que se le ocurrió.
Se terminó el café en silencio cuando observó a dos jovenzuelos, con aspecto algo desharrapado, que entraban en el restaurante echando una ojeada a su alrededor. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta que buscaban alguna víctima. Uno de ellos llevaba un periódico en la mano y el otro un manojo de folios cogidos con una grapa sobre una tablilla de madera. Richard sonrió. A simple vista se veía que el periódico podía pasar por un pergamino antiguo de tan manoseado y sucio, y que las hojas, supuestamente de recogida de firmas, no eran más que un señuelo. En una de las mesas junto a la puerta, uno de los tres comensales había dejado su teléfono móvil sobre la mesa mientras discutía acaloradamente con los otros. Desde su privilegiado punto de vista, Richard pudo ver cómo los dos muchachos intentaban, sin éxito, hacerse con el teléfono móvil y cómo el camarero los echaba del local.
—Les conozco —dijo el rubio—. Un par de… ¿pringados, decís aquí? ¿Nos vamos?
—No tengas prisa —replicó Richard.
En los lavabos del local, hizo un repaso a su aspecto personal. Sus facciones, ya de por sí delgadas, ofrecían un aspecto penoso después de dos días casi sin dormir y con la barba sin afeitar. Tampoco la ropa era muy adecuada, de una talla o dos menos, de manera que su metro ochenta parecía embutido en el traje de un hobbit. Echó una ojeada a los billetes que llevaba en la cartera; suficiente para vestirse de un modo un poco más decente, así que salió del restaurante y, seguido del rubio, se dirigió a la tienda de moda masculina más cercana. Estaba abierta al público, pero no parecía haber nadie en ella, ni clientes ni empleados.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó—. ¿Dónde está la gente?
—No lo sé. Y no me gusta nada —respondió el rubio.
—Habrán ido a almorzar.
—¿Dónde está la mercancía, Richard?
—¿Tienes coche? —El otro asintió—. Pues ahora iremos al parking y te llevaré hasta el sitio. Tomarás lo que es tuyo y luego nos separaremos como buenos amigos. Si alguna vez necesitas algo, recuerda no llamarme en absoluto.
Richard se vistió del modo más discreto que pudo y después de unos minutos esperando en la caja sin que apareciera nadie salió al pasillo. Se disparó la alarma, pero nadie pareció prestar interés. Como dos buenos amigos se dirigieron a los ascensores y descendieron hasta el tercer nivel del aparcamiento. No había demasiados vehículos, y el rubio se dirigió a un Scénic con una silla de bebé.
—Yo conduciré —dijo Richard.
Arrancó, ajustó el asiento a su estatura y luego enfiló la salida del aparcamiento. Hacía un par de horas que había entrado en el centro comercial y el cielo estaba igual de limpio que entonces. El sol lucía radiante, agresivo, iluminando con fuerza el exterior. Empezó a notar que algo iba mal cuando sus pies se negaron a obedecerle y el motor ronroneó pidiendo una marcha más corta.
—Vas demasiado despacio —dijo el rubio.
Algo no funcionaba en los movimientos de Richard, los que todo conductor hace casi sin pensar. Los brazos le pesaban enormemente. Paró el vehículo y trató de recuperar el aliento.
—¿Qué estás haciendo? —bramó el rubio—. Si intentas…
Richard jadeaba. El coche se había calado, así que lo volvió a poner en marcha y trató de subir la pendiente, pero esta vez sintió como si todo él chocara contra un muro blanco y brillante. Soltó una maldición y lo intentó por tercera vez, pero sólo consiguió que el coche se deslizara hacia atrás, cada vez más de prisa, hasta que chocó contra la pared. Respiró hondo y se encontró con las manazas del rubio cogiéndolo por las solapas y levantándolo del suelo.
—¡Te dije que no jugaras conmigo! ¡Estás muerto, estúpido!
De un modo instintivo, Richard empuñó la pistola que hasta entonces había permanecido oculta y aplastó la boca del cañón contra la barriga del rubio. De nuevo dentro del aparcamiento, en semioscuridad, Richard se sentía bien. Obligó al rubio a retroceder hacia el interior con las manos en alto. No había nadie y sólo unos cuantos vehículos aparcados.
—Vuélvete —le dijo.
No era su intención, pero aunque todavía no entendía lo que le pasaba, lo que sí empezaba a estar claro era que el rubio, el ruso Dimitri, era un mal enemigo, y también era una mala idea dejarlo con vida. Pensó rápidamente, pero no tenía muchas opciones. El ruso se volvió de espaldas lentamente y aún trató de decir algo, pero Richard vio clara como la luz del día la única solución al conflicto. Del maletero del Scénic sacó la palanca del gato hidráulico y, sin mediar palabra, golpeó la nuca del ruso con todas sus fuerzas. Cuando le puso los dedos en el cuello supo que había sido suficiente con un solo golpe. Lo arrastró hasta el extremo más alejado del aparcamiento, casi en total oscuridad, y cuando observó a su alrededor no pudo por menos que exclamar: «¡Joder, estoy de suerte!» A sus pies había una losa con un agujero en el centro, como las que tapan las alcantarillas. Richard utilizó el gato para moverla y apareció lo que podría ser la embocadura de un desagüe, una abertura suficiente para que entrara el corpachón de Dimitri. Sacó la pistola, limpió sus huellas, y la metió en el bolsillo del ruso. Luego, con un enorme esfuerzo, lanzó el cadáver por el boquete y, para su sorpresa, tardó varios segundos en oír el estruendo al chocar con un curso de agua.
El esfuerzo había sido considerable, así que buscó los lavabos, donde se refrescó la cara y recompuso un poco su aspecto. No sabía si todo saldría bien, pero por el momento se había librado de la presión de Dimitri y le había endosado la pistola empleada contra los policías. Y además tenía el cargamento, con el que podía seguir negociando. Sonrió a su imagen en el espejo y luego salió de los lavabos encaminándose hacia la salida del aparcamiento. «Todo va bien», se dijo. Pero todo no iba bien.
—¿Qué harán cuando se les acabe lo que se han llevado? —se preguntó Manuel Clos mientras observaba a los saqueadores empujando sus carritos.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber su hijo.
—Sólo eso, que lo que se han llevado se acabará.
—O sea, que crees que esto va para largo.
—¿Y tú no? Yo creo que lo más práctico sería que nos quedáramos aquí. —El expolicía señaló hacia el interior del supermercado—. Hay suficiente comida para todos, productos de limpieza, agua. Los lavabos están allí, al fondo. Hay ordenadores y teléfonos conectados. Podemos pedir ayuda…
—No me has contestado —insistió Ferran Clos.
—No sé nada, hijo. No sé más que tú, ¿qué quieres que te diga? He tenido un presentimiento. Eso es todo. Has estado viendo la televisión, como yo. Nos podemos quedar todos aquí, en el Carrefour Planet —sonrió haciendo un gesto ampuloso con las manos—. Nos organizamos un poco, nos ponemos en contacto con el exterior y cuidamos los unos de los otros.
«¿Cuidar los unos de los otros? —se dijo Ferran—. ¿Cuándo has cuidado tú de alguien?» Ferran lanzó una mirada a su alrededor. Contó veintinueve personas. El de más edad era probablemente su padre, que había pasado ya de los setenta años, y el más joven debía de ser el chico de la hamburguesería, del que ni siquiera sabía el nombre, y había decenas más diseminados por todo el centro comercial. Todos ellos, incluido él mismo, tenían aspecto cansado. Las luces del hipermercado seguían encendidas, aunque no todas, y la semipenumbra les confería el patético aspecto de un grupo de náufragos urbanos.
—Yo me voy arriba —dijo un chico llamado Pàmies, empleado de la tienda de electrónica.
—Yo… tengo que recibir un género… —balbució la encargada de una de las tiendas de ropa.
—¿Un género? ¿Estás esperando un género? —estalló una voz femenina en una risa histérica.
—Todavía no entienden lo que pasa, ¿no es cierto? —preguntó Manuel Clos.
—No pienso encerrarme en una mierda de súper. —Pàmies negó con la cabeza.
—Ya estamos encerrados —le replicó el expolicía como quien le explica algo a un niño pequeño—. No sabemos lo que pasa, pero no podemos salir al exterior.
—¿Y usted qué sabe? —le lanzó Pàmies apuntándolo con el dedo—. ¿Se cree más listo que nosotros?
—No creo que sea una buena idea encerrarse aquí —apuntó Ferran Clos—. Es como aceptar que esto es irreversible, que ésta va a ser nuestra vida…
No quiso mirar directamente a los ojos de su padre, que lo observaba como siempre lo había observado, con aquella expresión del policía que busca la mentira más allá de las palabras.
—Yo creo que deberíamos actuar como si ésta fuera a ser nuestra vida —intervino por primera vez el doctor Roure—. Y si no lo es, tanto mejor, pero éste es el mejor sitio para esperar una solución.
—Yo no lo creo —repuso Ferran—. Estaríamos mucho mejor arriba, junto a las salidas. Alguien aparecerá. Había un helicóptero por ahí. Deben de estar buscando a otros atrapados como nosotros.
—¿Eso es lo que has aprendido en la Escuela de la Policía? —insistió su padre—. Pensé que habrías madurado un poco. Ésta es otra de tus estupideces, ¿no?
—Yo me voy arriba, a la tienda —decidió Pàmies.
Ferran se había quedado lívido, con los puños apretados. Si había tenido alguna duda de quedarse y colaborar con su padre, se había disipado.
—Espera. Iré contigo —dijo Ferran dirigiéndose a Pàmies.
—Es una pésima idea —negó con la cabeza Manuel Clos.
—¿Sabes lo que te digo? Me importa un carajo tu opinión.