Desde la ventana de su salón, Manuel Clos, policía retirado, observó la silueta de la Sagrada Familia recortada sobre el cielo enrojecido y se intensificó la sutil preocupación que lo rondaba desde hacía días. Contempló durante un rato la extraña puesta de sol, no exenta de belleza, como una escena de alguna película de ciencia ficción. Durante años había ido observando el lento progreso del templo de Gaudí, primero con sólo las cuatro torres de la primera fachada, descubiertas cuando recaló en Barcelona hacía ya muchos años. Luego, en momentos como aquél, había ido observando como se elevaban hacia el cielo las agujas y las torres, la cúpula, las nuevas fachadas… Una obra a veces interrumpida, pero segura, de una ciudad que tenía ante sí todo el tiempo del mundo. Tomó la botella de whisky, absolutamente desaconsejado por su médico, se sirvió un trago y contempló el disco del sol, enrojecido y semioculto tras las torres. Lo asaltó una violenta arcada y tuvo que dejar el vaso sobre la mesa, mientras renegaba contra todo: la vida, la jubilación, él mismo… Volvió a la pantalla del ordenador e intentó concentrarse en la partida de ajedrez, pero ni siquiera otro trago consiguió quitarle la preocupación que casi ocupaba por completo su cabeza desde hacía días. Finalmente, sonó el teléfono y reconoció la voz grave y reposada de su hijo.
—He oído tu mensaje. ¿Qué pasa?
—Tu madre está muy rara —respondió Clos, con su habitual sequedad, después de apurar el whisky.
—¿Qué quieres decir?
—Pues eso. Que está rara. No sale de casa, ni siquiera para hacer la compra. Hace días, no sé cuántos, que se encierra en el dormitorio y no sale de allí.
—Pero… ¿no te ha dicho nada? Quizá se encuentre mal…
—No quiere hablar conmigo. Hasta hace poco desayunábamos juntos, salía un rato todos los días, hacíamos la compra, pero ahora… parece otra persona.
—¿Qué le has hecho esta vez?
—No tienes derecho a hablarme así. No le he hecho nada.
—Muy bien. Luego me pasaré por ahí, ¿de acuerdo?
Clos colgó el teléfono y trató de aplacar su furia a base de dar profundas caladas al cigarrillo. No podía tolerar que su hijo le llamara la atención. Siempre había intentado inculcar en él la disciplina, el sentido del deber, el merecido castigo y el gratificante premio, pero sentía que en cierto modo había fracasado y que Ferran se había saltado las reglas. Todavía con la cabeza en otra parte trató de ejecutar una defensa eslava, pero el ordenador era mucho más ágil que él, o estaba más concentrado. El caso es que perdió un alfil y la máquina lo desarboló por completo. No quiso seguir y dejó la pantalla encendida. El sol, velado por una nube rojiza, iluminaba todavía su sala de estar, su santuario privado, cuando se levantó y se dirigió a la habitación de su mujer.
Mientras se daba una ducha rápida y se vestía aún más rápido, Ferran Clos intentó dejar de lado las preocupaciones personales y trató de concentrarse en el trabajo. No era muy corriente que el responsable de Salut de la Generalitat de Catalunya precisara sus servicios a una hora tan temprana. La cita, para acabar de confundirlo, no era en un despacho oficial, sino en uno situado en la planta noble del hotel Arts, una irregularidad a la que no estaba acostumbrado.
El caso de Ferran Clos era, cuando menos, curioso. Después de aprobar el examen de ingreso en la Escuela de Policía, una discusión borrascosa con su padre lo había colocado a un paso de tomar una decisión drástica: renunciar inmediatamente y abandonar la idea de ingresar en el Cuerpo. Su padre había tenido la maldad de acusarlo de ser un inútil y de que jamás aprobaría el curso. Lo había llamado afeminado, lo había acusado de estar pegado todavía a las faldas de su madre y lo había conminado a renunciar «antes de hacer el ridículo». Así pues, había decidido que no sólo aprobaría el curso, sino que sería el primero de su promoción. Eso no lo había conseguido, pero sí había obtenido un puesto lo bastante alto como para poder elegir destino. Como prueba de aquella decisión, en la pared de su apartamento se podían ver las fotos de la academia donde él aparecía sonriente y aparentemente feliz rodeado de los compañeros con los que se había graduado. El televisor, una mesa, un par de sillas y una gran cama completaban el mobiliario de un apartamento en el que no faltaban los toques personales como aquellas fotos, el diploma y la orla de graduación en la Escuela de Policía; los diplomas de la Escuela de Idiomas, conseguidos gracias a su enorme y sorprendente facilidad para aprender otras lenguas, o el diploma en Psicología, otra de sus aficiones, del que se sentía especialmente orgulloso. Todavía lo acuciaba la nostalgia de aquellos días intensos, de aquellos compañeros ilusionados y de una supuesta vocación que, a la larga, había resultado cierta.
Mientras se anudaba la corbata se miró en el espejo. Se sentía bien consigo mismo; su buena preparación le había abierto de par en par las puertas de uno de los destinos más buscados, el de escolta de autoridades, un modo de demostrar a su padre que había llegado mucho más arriba de lo que él nunca pudo lograr.
El hotel Arts resulta una especie de incongruencia en la Barcelona amable y ordenada. Una suerte de torre gemela con la contigua, visible desde el mar o desde los aviones que enfilan las pistas del aeropuerto. A Ferran Clos no le gustaba especialmente, aunque era un habitual del hotel en su labor de proteger a las autoridades o personalidades que solían alojarse en él. Ferran condujo despacio por la calle Marina hacia el mar, entró en el parking del hotel, y cuando aparcó el coche cayó en la cuenta del escaso tráfico con que se había encontrado y la falta absoluta de ciclistas, algo de agradecer pero que no dejaba de resultar extraño.
Un instante antes de entrar en el hotel, aquella mañana, su jefe de grupo, sabedor de sus conocimientos de francés, le recordó la absoluta discreción a la que estaba obligado, «especialmente sobre esta reunión», apostilló. «Se trata de un alto funcionario de la OMS llegado de Ginebra y es absolutamente necesario que nadie sepa que ha estado en Barcelona». Ferran no preguntó por qué, se limitó a asentir y a prometerse, en su fuero interno, que no prestaría atención a nada de lo que hablaran.
Siguiendo sus pautas de trabajo, Ferran revisó a conciencia la sala donde debía tener lugar la reunión. Lo habitual, como explorar debajo de las mesas buscando micrófonos, observar por las ventanas algún movimiento sospechoso en las azoteas contiguas (inexistentes dada la altura de la torre), asegurarse de que no había nada ni nadie en el cuarto de baño contiguo, e incluso se tomó la molestia de revisar las luces buscando micrófonos o cámaras ocultas.
Mientras los dos funcionarios se acomodaban en sendos sillones, Ferran se situó junto a la puerta, como una esfinge. En circunstancias normales se habría quedado fuera, custodiando la puerta, pero su jefe insistió en que permaneciera dentro para evitar que nadie sospechara que allí tenía lugar alguna reunión importante. Ferran no solía cuestionarse las órdenes o las instrucciones que recibía, pero aquella vez no dejaron de llamarle la atención tantas irregularidades, empezando por el lugar de la reunión.
La sala era totalmente acristalada, por lo que no había cuadros en las paredes, y el mobiliario se reducía a una gran mesa, también de cristal, y una docena de sillas metálicas. Nada más que pudiera distraer la atención. Ni un teléfono, ni una pantalla.
—No le hemos puesto todavía un nombre —decía el funcionario de la OMS—, ni siquiera sabemos si es una enfermedad, un síndrome o una coincidencia.
—¿Coincidencia?
—Sí. Parece que se ha producido al mismo tiempo una erupción en Islandia, en el Hekla. Se han detectado seis sacudidas de diferente intensidad, con nubes que han llegado casi hasta el ecuador, y se espera algo mucho peor: una explosión de tipo peleano que podría superar a la del Krakatoa, lo que quiere decir que afectaría a todo el planeta. Pero es sólo una teoría.
Al principio, Ferran se propuso no prestar atención a la conversación, pero el escenario, absolutamente aséptico, no ofrecía posibilidades de desviar su atención, y la expresión preocupada de los dos funcionarios no dejaba mucho margen para la tranquilidad. Cuando por fin se rindió a la evidencia y prestó atención a la charla, se fue percatando de que no podía ser nada bueno que un funcionario de la OMS y el responsable de Salut de la Generalitat de Catalunya hablaran de pandemia o de pánico. El funcionario siguió explicando el plan de la OMS, consistente primero en informar personalmente a las autoridades sanitarias, huyendo de la publicidad y el alarmismo, pero al mismo tiempo fue desgranando datos sobre afectados. «¿Afectados? —se preguntó Ferran—. Afectados ¿de qué?»
—¿En qué consiste exactamente? —preguntó el conseller.
Ferran no era ajeno a los términos de pánico, de fobias o de infartos, pero se le escapaba la relación que entre todas esas cuestiones establecía el funcionario la OMS. «Pánico, agorafobia, dolores de cabeza, temblores y algún caso de fotofobia». Luego vinieron las explicaciones químicas y biológicas, y Ferran prestó atención tratando de superar la inquietud que lo iba invadiendo. Trató de recordar todos los términos que debía revisar. Desde luego nunca se le hubiera ocurrido transgredir las normas y llevar una grabadora, pero siempre se jactaba de tener buena memoria.
Cuando subieron al vehículo oficial, el conseller se volvió hacia él y Ferran pudo ver su frente perlada de sudor y percibió el ligero temblor de sus labios cuando le dijo: «Lléveme a la consellería».
—¿Es grave? —se atrevió a preguntar.
Ferran no solía hacer preguntas y menos a las autoridades a las que protegía, pero aquella vez hubiera preferido, de verdad, no hacerla, porque el conseller no contestó y se limitó a reclinar la cabeza sobre el asiento del coche y a cerrar los ojos.
Aquella noche Ferran Clos consultó todo lo que pudo sobre el misterioso «síndrome», como lo llamaban. Se hablaba de contaminación del agua, del aire, pero todo eran especulaciones y estadísticas. Lo único que estaba claro es que había casos en todo el mundo y se extendía con rapidez, como una auténtica epidemia. Nadie lo decía, pero a Ferran le dio la impresión de que estaba fuera de control.
En el piso del Ensanche barcelonés donde había vivido hasta hacía un par de años, las luces estaban apagadas, y su padre le abrió la puerta con expresión sombría. No le resultaba agradable volver allí y revivir recuerdos indeseados de su infancia; no obstante, ya quedaba muy lejos aquel muchachito asustado y encerrado en sí mismo. No obstante, no podía dejar de recordar los largos interrogatorios sobre sus actividades, las horas de estudio, aterrorizado, encerrado con llave en su habitación, las lágrimas de su madre, las frases de desprecio cuando daba una respuesta equivocada de cualquier lección a la que había dedicado horas, o las amenazas antes de un examen, o los domingos por la tarde cuando, después de días de incertidumbre, había recibido permiso para salir con sus amigos.
—No hay manera de que salga del dormitorio —dijo su padre—. No ha comido nada desde ayer.
Manuel Clos le hizo un rápido resumen de las últimas horas mientras Ferran llamaba con los nudillos a la puerta del dormitorio. Finalmente la puerta se abrió y Ferran pudo ver a su madre, demacrada, con un camisón sucio y arrugado, el pelo alborotado y la mirada huidiza. Nada que ver con la mujer que conocía, recta, pulcra y disciplinada. Ferran se volvió con violencia hacia su padre, seguro de que él era el responsable, pero la voz dulce de su madre lo hizo desistir de un nuevo enfrentamiento.
—Hola, hijo, pasa.
Se sentó junto a ella, en el borde de la cama, intentando comprender qué le estaba pasando. Con total discreción, su padre los dejó solos y cerró la puerta tras él. Desde mucho tiempo atrás, Manuel Clos se había sentido marginado del entendimiento entre su esposa y su hijo; tal vez por su propia responsabilidad, o tal vez no. Volvió a su estudio y movió el ratón del ordenador para recuperar el tablero de ajedrez. Hizo un movimiento más, sin pensar, y el programa, después de un fugaz movimiento, lo advirtió del jaque mate. Manuel Clos se limitó a cerrar el programa y se sirvió otro whisky. Se sentó en su sillón favorito mientas pensaba en el giro que había tomado su vida. Lejos de un trabajo que lo apasionaba, con una mujer que nunca lo había comprendido y un hijo que lo había defraudado profundamente. En cierto modo envidiaba aquella sintonía que sabía que existía entre ellos, la madre y el hijo. Al fin y al cabo era algo natural. Eso sin contar que él había pasado durante años todo su tiempo en la comisaría, sin poder ocuparse de nada más, salvo de mantener una cierta disciplina que a veces se le escapaba de las manos.
—No puedo ni asomarme a la ventana —le confesó la mujer a su hijo—. Me da miedo el sol, el aire, la luz… No he querido contárselo a tu padre. ¿Para qué? Me da pánico sólo pensar que tengo que salir a la calle. Él ha empezado a ocuparse de comprar y hacer los recados, pero esto no puede seguir así.
—Seguro que no te ocurre nada —apuntó Ferran, inquieto—. Te tomas unos días de descanso y ya está.
—¿Y eso es todo? —Su madre lo miró con una expresión extraña—. ¿Y por qué no puedo salir a la calle?
—Pero ¿qué te pasa?
—Miedo, hijo. Un miedo que me paraliza. Los pies se niegan a andar, la cabeza me da vueltas. Es un miedo tan grande…
—Él tiene la culpa.
—¡No! No, esto es diferente. Es como darse con un muro. Me da pánico sólo mirar por la ventana…
—¿Has llamado al médico?
—No. No he llamado al médico.
—Lo haré yo, ¿de acuerdo? Esto debe de ser… bueno, ya sabes, algo psicológico. Todos tenemos problemas. Y ya sabemos lo que ha sido mi padre; cualquier cosa menos un marido.
—Sí, lo sé, pero no deberías hablar así de él. Es tu padre.
Cuando salió de la habitación el viejo policía estaba en el pasillo, con un vaso de whisky en la mano y los ojos enrojecidos.
—Has vuelto a beber —le recriminó Ferran.
—Sólo de vez en cuando. Mi hígado ya no lo soporta.
—¿Le has hecho algo?
—No le he hecho nada. Aquello ya pasó.
—Pero vuelves a beber.
—¿Qué le pasa? ¿Te lo ha dicho? —preguntó su padre desviando la conversación.
—Pánico. Tiene un miedo insufrible a salir a la calle.
—Siempre ha tenido miedo.
—No entiendes nada, ¿verdad? —masculló Ferran.
Salió procurando no dar el portazo que deseaba dar, y al llegar a la calle se fijó en el cielo aparentemente tranquilo.
Con mucho cuidado, Julia tomó un ojo y lo encajó en el hueco tratando de que quedara fijo, mirando al frente. Podía ser un problema si quedaba torcido, porque otras veces, al intentar enderezarlo, había rasgado el tejido de la órbita. Alejó de ella unos centímetros la cara de la marioneta y observó el efecto, algo extraño, desde luego, con una órbita vacía parecida a la entrada de un túnel oscuro.
Desde la puerta de la tienda, Andrea observó cómo su amiga y socia se concentraba en un trabajo que la apasionaba. Desde aquella perspectiva, las luces del interior de la tienda iluminaban el suave cabello castaño de Julia dándole un halo de dulzura que casaba muy bien con su carácter, el polo opuesto al de Andrea, áspero y peleón. Sonrió al pensar en lo fácil que les era entenderse y luego volvió su atención a la tienda de bolsos situada justo enfrente.
—¿Te has fijado en lo macizo que está Michael, el de Baggs? —dijo Andrea.
Apoyada en el marco de la puerta, tenía la actitud del fumador que se ha quedado sin posibilidad de fumar; una mano en el bolsillo del vaquero ajustado y la otra elevada en el aire como si sujetara el cigarrillo. El pelo, castaño y corto, le daba un aire juvenil y un punto agresivo al mismo tiempo. En aquel momento no había ningún cliente en la juguetería, nada de niños removiendo los estantes, de madres pasando de ellos o de padres más atentos a las dos jóvenes dependientas que a los caprichos de sus vástagos. Se volvió para ver como Julia colocaba sobre la mesa la marioneta de cara sonrosada, pelo negro adornado con una gran flor y vestido rojo cuajado de topos rosas.
—¿No te parece que le falta algo? —preguntó Julia.
—A mí me falta un café. ¿Qué pasa hoy que no entra nadie?
El largo pasillo del centro comercial ofrecía un aspecto poco habitual en un viernes. Poca gente, apenas un puñado de paseantes observando los escaparates, jubilados sin nada mejor que hacer y algo más lejos un grupo de alborotados adolescentes. Pero al parecer nadie interesado en una juguetería con las paredes cuajadas de marionetas.
—¿Cuántos años debe de tener? —preguntó Andrea.
—¿Michael? No sé, pero casi podría ser tu padre —rió Julia.
—Hablando de padres. ¿Qué tal con Marc?
Julia se dirigió, sin contestar, a uno de los estantes. Tomó una caja y de ella extrajo los hilos que convertirían a su muñeco en un ser casi vivo.
—¿Sabes lo que me ha pasado esta mañana? —desvió el tema mientras anudaba los hilos.
Andrea había entrado en la tienda, como si ya hubiera consumido el cigarrillo, y contempló cómo trabajaba su amiga y socia con unos gestos que rozaban la dulzura, como si estuviera acariciando un bebé en lugar de fabricar una marioneta… y entonces cayó en la cuenta.
—¡Oh! Perdona, soy gilipollas… ya sé que Marc no… bueno…
—Ya sé que eres gilipollas —sonrió Julia.
—Cuenta, ¿qué te ha pasado esta mañana?
Una mujer, con una niña de la mano, entró en aquel momento en la tienda. El local, abierto al pasillo principal del centro comercial, no era demasiado grande y ofrecía un aspecto abigarrado, especialmente atractivo para su clientela infantil. Julia terminó de componer su marioneta y la colocó en otro de los estantes, formando conjunto con un esqueleto, un pirata con un parche en el ojo y una descarada jovencita con el pelo verde brillante. La mujer que acababa de entrar era una de esas madres absolutamente histérica, un manojo de nervios pendiente en todo momento de su hija, una niña morena y bonita, a la que no dejaba ni respirar. De un modo instintivo, Julia se acercó a la niña y le fue mostrando las marionetas; «tal vez, —pensó Andrea— para rescatarla de las garras de su madre». El nombre de Aitana, repetido una y mil veces por la madre, le pareció bonito, pero era evidente que la niña no era una criatura feliz y bajaba continuamente los ojos al suelo, seguramente avergonzada de la verborrea incontinente de su madre.
Andrea contempló a Julia mientras preparaba una marioneta para la niña. Se fijó en sus manos ágiles envolviendo una pequeña caja, tomándose su tiempo, igual que cuando componía una de sus creaciones. A ella, a Andrea, le quedaba el trabajo mucho menos creativo de teclear sobre el ordenador, exprimiendo un negocio que a veces iba y otras no, plegándose a los vientos de crisis, modas y coyunturas. Julia era de la misma estatura que Andrea, delgada y ciertamente atractiva, pero lo que Andrea admiraba más de su antigua amiga del instituto y la universidad era su enorme creatividad, que superaba con creces una indecisión que Andrea contrapesaba. La pareja perfecta, como decía Julia algunas veces.
—¿Me vas a contar ya lo que has visto? —le insistió Andrea una vez que se hubo despedido de la única cliente de la mañana.
—Un hombre, al salir del metro. —Julia encogió los hombros como quitándole importancia—. Se ha quedado plantado en la escalera y ha empezado a gritar incoherencias. Como si le hubiera dado un ataque. Bueno, de hecho creo que le ha dado un ataque.
—¿Un infarto?
—No… No sé. No sé cómo funcionan los infartos, pero sudaba y estaba como aterrorizado. ¿Te acuerdas de aquel chico de la facultad?, ¿cómo se llamaba?, ¿Albert, Robert? El que se electrocutó en la sala de video.
—Epilepsia —murmuró Andrea, a la que súbitamente inundaron los malos recuerdos.
Robert, un muchacho guapo, joven, inteligente. Un violento ataque de epilepsia que hizo que se enredara en los cables de los aparatos eléctricos. Una descarga fulminante.
—Pues algo así. Era como un ataque de epilepsia.
—¿Dónde comes hoy? —inquirió Andrea.
No le apetecía hablar de epilepsia, ni de infartos ni ninguna otra enfermedad, y mucho menos de Robert.
—En la pizzería. Vendrá Marc.
—Pues yo salgo a tomar un café, ¿vale? —decidió de pronto Andrea.
Salió al pasillo, echó una ojeada a Baggs y pasó de largo de la cafetería situada un poco más adelante. En la calle respiró hondo, tratando de aspirar un poco de la libertad exterior, pero el aire era extrañamente cálido para una mañana de octubre. El cielo tenía un color rojo inusual, más de atardecer que de una mañana sin nubes.
—Un café solo —pidió al camarero.
Se sentó en una de las mesas exteriores y encendió un cigarrillo. Michael Jones, creador y responsable de la empresa de maletas y bolsos Baggs, británico nacido en Londres treinta y cinco años atrás, acababa de salir del gran edificio coronado por el letrero que anunciaba el centro comercial y cruzaba la autovía en aquel momento. Andrea se fijó en sus andares seguros, en su elegancia, en su sonrisa, que incluso a aquella distancia parecía tan seductora como era en realidad. Cruzó el último carril con el semáforo en rojo. Aceleró el paso para esquivar un autobús y se sentó junto a ella.
—¿Siempre te juegas la vida así? —preguntó Andrea.
—No siempre. Me has puesto nervioso.
—Eso no lo creo. Eres inglés. Los ingleses no os ponéis nerviosos. ¿Has visto el color del cielo?
—Dicen que eso presagia tormenta. Y sí, los ingleses también nos ponemos nerviosos.
—Ésta es mi tercera tienda. Ahora estoy pensando en crear una franquicia —le explicó Michael en un buen español con acento inglés.
Desde su perspectiva, Andrea podía ver la pantalla de televisión en el extremo del bar; el Telenotícies de TV3 mostraba algo que parecía una erupción volcánica y una presentadora, rubia y de rasgos duros, hablaba en un idioma irreconocible mientras bajo ella desfilaba la traducción al catalán en letras blancas.
—Entonces ¿funciona bien? —inquirió Andrea con una ligera sonrisa.
—Sí. Hay futuro. ¿Y tú?
—Nosotras tenemos futuro, hasta mañana por lo menos. —Los dos se rieron—. Lo montamos entre las dos. Julia y yo. Ella no podía dedicarse a hacer marionetas y llevar la tienda al mismo tiempo.
—¿Tú no haces marionetas?
—No. —Ella sonrió captando la ironía de Michael—. Yo peleo con proveedores, clientes y programas de contabilidad. ¿Qué dice ahí de una erupción?
Michael se volvió y por un momento ambos prestaron atención a la pantalla. «Es una erupción en Islandia —dijo el camarero—, y parece de las buenas».
—Como la de 2010 —afirmó Michael.
Andrea recordaba vagamente la erupción que había dejado en tierra cientos de aviones, que había fastidiado muchas vacaciones y cerrado un montón de aeropuertos, pero lo que ahora le interesaba más era saber si entre ella y Michael había algún tipo de feeling y si tomar un café juntos un par o tres de veces a la semana era preludio de alguna otra cosa.
—¿Qué haces por las noches? —preguntó en un impulso—. Bueno… quiero decir cuando no duermes… ¡Oh, qué estúpida!, quiero decir si sales por las noches. De vez en cuando.
—Claro. Como todo el mundo. ¿Y tú?, ¿no tienes novio?
—Tenía.
—¿Habéis visto? —el camarero señaló el televisor.
Las imágenes eran inquietantes. Un hombre, a la puerta de un gran edificio, lloraba mientras desde fuera una mujer y un niño lo conminaban a salir. En otra imagen, fechada en Tokio, varias personas permanecían silenciosas, apretadas las unas contra las otras, en el fondo de la escalera de un metro, tras las puertas acristaladas. Lo más espectacular de todo fue la enloquecida carrera de un autobús estrellándose contra un escaparate y su conductor en el suelo, presa de un violento ataque.
—Seguro que exageran un poco —comentó Andrea.
—Seguro —reafirmó Michael.
Volvieron al trabajo hablando de trivialidades, pero al entrar en el edificio del centro comercial Andrea no pudo evitar lanzar una mirada de desconfianza hacia el cielo.
—He visto varios casos semejantes —dijo el médico de urgencias—. En personas de cierta edad.
—¿Una especie de demencia? —quiso saber Ferran Clos.
—Podría ser. —El médico guardó el fonendoscopio en su maletín metálico y luego se quitó las gafas.
Hacía rato que el sol se había ocultado y la temperatura era inusualmente alta. El piso de los Clos no era demasiado amplio, pero sí confortable, y sus ventanales, abiertos al sur, le daban una luminosidad permanente incluso al final del día, aprovechando los últimos rayos del sol.
—¿Y dice usted que también afecta a los jóvenes? —preguntó Manuel Clos mirando fijamente al médico, un joven que no llegaría a los treinta años, vestido con una camiseta y unos vaqueros, sin nada que a juicio de Manuel Clos lo identificara como tal.
—Por lo que yo he visto así es. Muchas personas de edad avanzada pierden el interés por salir a la calle y se vuelven obsesivas en ese sentido. De hecho, sólo me han llamado para algunos casos como el de su… esposa. Lo preocupante es que también se ha empezado a dar en personas jóvenes…
—Entiendo —asintió el viejo policía—. ¿Qué podemos hacer?
—Desde luego no la obliguen. Es necesario tener paciencia. Ayer estuve en casa de una familia donde a la mujer le está pasando exactamente todo lo contrario. De pronto quiere huir de la casa donde vive, alegando que no es la suya. Es una demencia clara y típica, pero esto… es diferente. Le daré un tranquilizante. Cuando se despierte por las mañanas propóngale ir a dar una vuelta, o a hacer la compra. Abra las ventanas, que vea el sol y le dé el aire.
Manuel Clos no dijo nada. Sentía fija en él la mirada de su hijo, una mirada de reproche y de algo más. Dio la mano al doctor cuando se despidieron y bajó la cabeza con aire de derrota cuando cerraron la puerta tras él.
—¿Y eso es todo? —se preguntó en voz alta—. ¿Esto es un médico y un diagnóstico?
—¿Tú lo harías mejor? Nunca confías en nadie, ¿verdad? Es parte de tu personalidad.
—No puedes confiar en nadie…, ni en un hijo…
—Desde luego. Ni en un padre, ¿no te parece? —Se miraron desafiantes, y por un momento Manuel Clos estuvo tentado de abofetear a Ferran, pero también sabía que aquello ya no funcionaba así.
—Me temo que es algo grave —dijo finalmente.
—Supongo que sí —asintió Ferran, algo más distendido. No quiso contarle a su padre lo que sabía. O lo que creía saber, pero por un instante le invadió una sensación de miedo, casi de pánico—. Tendrás que ocuparte tú de todo. Si quieres… podemos ir a algún sitio, un supermercado de esos grandes. Hacemos una compra para todo el mes, para que no tengas que preocuparte.
Manuel asintió, pero cuando miró hacia el dormitorio, a través de la puerta entreabierta vio la expresión de su mujer, con las manos fuertemente aferradas a los brazos del sillón. Y aquella expresión lo aterrorizó.
—Algo no va bien —dijo Julia mirando hacia el pasillo.
—¿Qué no va bien? —quiso saber Andrea.
Desde el interior de la tienda el aspecto del centro comercial no le parecía a Andrea especialmente diferente. Tal vez un par de tiendas que no habían abierto y poca gente para ser un sábado a media mañana.
—Michael no ha abierto —Julia señaló con la cabeza la tienda de Baggs.
—Sí. Ya me he dado cuenta.
—¿No lo viste anoche? —preguntó Julia.
—A lo mejor no ha podido levantarse. —Andrea sonrió.
—¿Qué dices? —rió Julia—. ¿Y te lo has tenido así de callado toda la mañana? ¡Te odio! ¿Te lo llevaste a tu cama?
—No exactamente. Vive en uno de esos bloques de apartamentos, ahí enfrente.
—¡Ah! De ahí que lleves la misma ropa que ayer. Y ya que hablamos de ropa: Springfield tampoco ha abierto —declaró Julia—. Voy a preguntar a los de la tienda de electrónica a ver si saben algo. —Le guiñó un ojo—. A lo mejor también han tenido una noche movida.
Andrea conectó la CNN mientras revisaba una vez más las cuentas y los stocks de la tienda en el ordenador. Las marionetas de Julia la miraban, algunas con felices caras sonrientes, otras con los ceños fruncidos, guiños cómplices y expresiones vacías. Julia tenía mucho estilo para eso. Sabía dar expresividad a los muñecos, y luego, una vez colocados los hilos, era capaz de darles vida como si fueran pequeños seres, mitad humanos, mitad caricaturas. En algún momento, Andrea había envidiado esa capacidad de Julia para transmitir sus propios sentimientos a unos seres inanimados, hechos de madera y de alambre.
—Tú me entiendes, ¿verdad? —le dijo a uno de ellos, un Pinocho con un luminoso traje amarillo y una larga nariz sonrosada—. La vida es complicada, y una quiere cosas que no puede tener, y otras que posee no las quiere para nada. Sí, ya sé, complicado, pero ¿me has entendido?
—No creo que te entienda. —Julia entraba en aquel momento—. Sólo habla italiano. Nadie sabe nada, pero hay más tiendas que no han abierto. Han llamado para decir que se encontraban mal. Parece más una huelga que otra cosa… ¿Tienes idea de si había alguna protesta? Nunca nos enteramos de nada.
—Creo que no.
—Pues algo debe de estar pasando, ¿no? No es extraño que Michael necesite quedarse en casa después de pasar la noche contigo —apuntó Julia, y las dos mujeres rieron—, pero lo de los demás… ¿Me lo vas a contar?
—¿Qué quieres que te cuente? Eres…
—¿Os habéis enterado? —La cabeza de Joan, el dependiente de la hamburguesería cercana asomó por la puerta—. A un segurata le ha dado un ataque.
—¡Qué dices! —exclamó Julia.
—Voy a ver —dijo Andrea, y salió a buen paso detrás del chico.
Ante una de las puertas de emergencia se había concentrado un grupo de personas. Un hombre, probablemente con conocimientos médicos, estaba inclinado sobre el guardia, que parecía literalmente aterrado, pegado a la pared, con un hilillo de saliva saliendo de sus labios apretados, las manos crispadas en el suelo y los ojos que parecían querer salírsele de las órbitas. Los rayos de un sol extraño y rojizo entraban por el hueco de la puerta.
—¿Qué está pasando? —sollozó una mujer.
—A un vecino mío le ha pasado algo parecido —anunció una voz masculina.
—Hemos llamado a una ambulancia —apuntó alguien.
Andrea se había quedado paralizada, mirando al exterior, tan familiar y tan extraño. El tráfico era muy escaso. Un helicóptero revoloteaba a lo lejos y las luces de la autovía seguían encendidas a pesar de que era casi mediodía.
—¿Es un ataque al corazón? —preguntó.
—No. No lo creo —respondió el hombre que atendía al guardia.
—Ha ido a salir a la calle y de pronto le ha dado como un ataque —dijo una voz femenina.
El hombre que atendía al guardia se puso en pie y miró a su alrededor.
—Se va recuperando. Nunca había visto nada igual.
Cuando Andrea volvió a la tienda, Julia estaba al teléfono. Cortó la comunicación con un gesto de contrariedad y se quedó mirando hacia el pasillo con expresión ausente.
—Marc opina que tener un hijo en nuestra situación es una irresponsabilidad —dijo, y las lágrimas afloraron a sus ojos.
Andrea se acercó a ella y la abrazó, pero no pudo dejar de pensar en la expresión de terror del guardia de seguridad.
Sin dejar de mirar hacia las luces del vecindario, Andrea pulsó de nuevo el botón de llamada a Michael, pero volvió a saltarle el contestador. Empezaba a preocuparse, y la preocupación fue en aumento cuando en los telediarios de todas las cadenas se daba como noticia de apertura lo que se había dado en llamar «el pánico». Calles cada vez con menos tráfico, caras de miedo, edificios donde gente aparentemente normal pegaba la cara a los cristales sin atreverse a dar un paso al exterior, coches abandonados en las carreteras y en las calles. Había aeropuertos cerrados al tráfico, corte de comunicaciones y una sensación general de que algo muy grave estaba sucediendo. «Los sistemas sanitarios de toda la Unión Europea se encuentran en estado de alerta a causa de lo que se ha dado en llamar “Síndrome de Pánico”, que ya está afectando a un número creciente de ciudadanos. La OMS estudia la posibilidad de declarar una pandemia en gran parte del hemisferio norte…» Las imágenes eran todavía más terribles, pues lo de menos eran las bellas panorámicas de un volcán en erupción. Las cámaras mostraban algunas personas tendidas en las calles de varias ciudades, aparentemente muertas, y escenas de pánico tras las paredes acristaladas del aeropuerto de Oslo.
—¿Qué pasa, hija? —preguntó la madre de Andrea.
—No lo sé. Algo que tiene que ver con agorafobia, o eso creo, pero no lo dicen.
—¿No ibas a salir esta noche?
—Iba. Tenía una cita pero me han dado plantón.
—Pues quédate conmigo. Te hago un chocolate, vemos una película en la tele, y cuando te duermas te arroparé.
Andrea sonrió, se acercó hasta su madre y depositó un beso en su mejilla.
—Es muy tentador, pero me voy a dar una vuelta, a ver qué se dice por ahí.
El bar de costumbre no parecía afectado por el cierre de los aeropuertos o el pánico general. Estaba tan lleno como siempre, con muchas caras conocidas y otras nuevas, pero nada fuera de lo habitual. Andrea se tomó el primer whisky mientras charlaba con el camarero, y todavía hizo otro intento de localizar a Michael, pero fue tan inútil como los anteriores. Iba a salir a la calle cuando de pronto un sonoro frenazo y una serie de violentos crujidos a continuación hicieron que los clientes del bar se abalanzaran hacia la puerta y los ventanales. En el cruce más cercano se acababa de producir un tremendo accidente: un autobús de línea se había empotrado contra una fachada y bajo sus ruedas delanteras podían verse los restos aplastados de un turismo. Un poco más lejos, otro vehículo, con el capó chafado, derramaba la gasolina sobre el asfalto en medio del silencio casi sepulcral que había seguido a la colisión. El autobús aún tenía las luces interiores encendidas y los viajeros trataban de recuperarse del golpe y de salir al exterior, forzando las puertas desde dentro y desde fuera con la ayuda de algunos transeúntes. Pero lo que más llamó la atención de Andrea fue que el conductor del autobús, apenas a unos metros de ella, se retorcía en suelo presa del pánico o del dolor. No parecía herido, al menos no sangraba, pero estaba siendo víctima de un violento ataque, con los ojos enloquecidos, los mismos ojos que el guardia de seguridad del centro comercial.
Incapaz de decir una palabra ni de hacer nada, Andrea fue retrocediendo, asustada, con mil ideas y terrores pasándole por la cabeza. Tropezó con el bordillo y unos brazos la sujetaron antes de que cayera al suelo.
—Ya está aquí —dijo una voz junto a su oído—. Ya lo tenemos aquí.
Era un hombre de edad indefinida, con aspecto tranquilo, bien vestido, y sus manos fuertes habían evitado su caída, pero a Andrea le pareció el ser más terrorífico del mundo. Se desembarazó de él como pudo y luego corrió hasta alcanzar la parada de taxis.
Cuando el coche se detuvo ante la entrada del edificio de apartamentos todavía le temblaban las manos, y le costó un enorme esfuerzo encontrar el billetero dentro del bolso. Estaban en la plaza de Europa, en uno de los grandes bloques pensados para empresarios de alto nivel, asistentes a las ferias y exposiciones de la Barcelona de principios del siglo XXI. Cuando Michael le abrió la puerta del apartamento, Andrea sintió que el corazón se le encogía.
—Hola —dijo él, extrañamente frío.
Apenas unas horas antes, Michael Jones estaba sentado sobre un incómodo taburete, tras el mostrador de su tienda del centro comercial. Michael era un auténtico londinense. Londres era su espacio natural hasta que empezó a poner en práctica su idea de Baggs. A su alrededor, la tienda mostraba todo el catálogo de bolsos, maletas y carteras que amigos, conocidos y noveles habían diseñado para él. Había abierto una primera tienda en Londres, claro, y sólo entonces había empezado a viajar, primero a París, luego por otras ciudades europeas y, finalmente, por España. París y Barcelona habían sido los lugares elegidos para abrir sus dos siguientes tiendas, y en Barcelona había optado por vivir en un hotel, nada de establecerse; un hotel cercano al centro comercial y al aeropuerto, a un par de horas de avión de su casa, su barrio, su pub, su exesposa y su grupo de amigos.
Al otro lado del pasillo del centro comercial, en el piso de arriba, solía ver a Andrea acodada en la barandilla; una muchacha atractiva, seguramente de poco más de veinte años. Y un día, por pura curiosidad, había accedido al piso superior con la esperanza de que trabajara en alguna de las tiendas.
Y la chica había resultado ser dependienta y socia de la tienda de marionetas. Alegre, divertida, inteligente y curiosa.
Para Michael, aquella mañana, su última mañana, había empezado todo lo aburrida que era de esperar. Un día marcado por la ausencia de clientes, los problemas con los transportistas y una avería en el sistema de aire acondicionado que lo obligaba a usar artículos tan pasados de moda como un ventilador y un abanico. Lo del abanico había sido idea de Andrea, igual que lo de salir juntos un par de veces. Nada serio. Una cita en una discoteca habitual para ella y de ambiente un poco demasiado joven para él. Pensaba en ella aquella mañana cuando la vio en su postura habitual, arriba, acodada en la barandilla, mirándolo con aquella sonrisa luminosa a la que no se le podía negar nada. Michael levantó la mano, la saludó y vio como ella se llevaba los dedos a los labios y le lanzaba un beso, en un gesto que, de no venir de ella, se le habría antojado algo cursi. Moviendo exageradamente los labios, sin sonido, Andrea le dijo: «Esta noche», y él respondió con un gesto de asentimiento y una sonrisa. Pero esa noche…, cuando Michael salió a pie del centro comercial, empezó a notar algo extraño. No era persona que se ilusionara fácilmente, y mucho menos por una cita, pero tampoco parecía lógico que una sensación de angustia lo fuera ganando a medida que se acercaba la hora de ver a Andrea. ¿O no era Andrea la causante de su desasosiego? El sol aún no se había puesto, y de un vistazo Michael se percató de su extraño color rojo. Cuando entró en el hall del hotel respiró aliviado, y se dirigió al ascensor sin atreverse a mirar hacia atrás.