INTRODUCCIÓN

Nada más emprender el empinado descenso, Jakob percibió un estruendo sordo y continuado, como un trueno, pero que parecía venir del suelo y no del cielo, que se mostraba absolutamente despejado. Describió una amplia curva con los esquís y se detuvo para intentar averiguar por dónde llegaría el alud, a pesar de que la bajísima temperatura no lo hacía probable. Tras él, el manto de nieve, compacta y espesa, sólo mostraba las huellas de su paso, pero el estruendo era cada vez más fuerte, y de pronto todo empezó a temblar anunciando el peligro de lo que iba a ocurrir. En lo alto de la pista, Jakob vio como una nube de nieve y hielo se elevaba desde el suelo y empezaba a deslizarse hacia el fondo del valle. Con la experiencia y los conocimientos adquiridos durante años se lanzó ladera abajo, a toda la velocidad de la que era capaz, con la esperanza de llegar al fondo antes que la masa de nieve. Al final de la larga rampa podía ver el curso helado del arroyo, pero entre él y la superficie helada había una distancia considerable y el camino de descenso no era ni mucho menos una pista para esquiadores aficionados. Jakob conocía de sobra el camino y sabía que bajo la superficie, aparentemente lisa y blanca, se escondían rocas puntiagudas, agujeros y desniveles que podían acarrear un accidente. Con movimientos rápidos trazó curvas zigzagueando por la ladera mientras presentía tras él la montaña de nieve y hielo que amenazaba con sepultarlo. A medio camino, un único árbol, un abeto solitario, marcaba el punto más peligroso del descenso. Tras él se agolpaban una serie de aristas, ahora cubiertas por la nieve, y Jakob trató de pasar pegado al tronco para poder enfilar el único camino libre de piedras. No quiso mirar atrás cuando pasó como una exhalación junto al abeto, pero por una vez calculó mal la distancia y el esquí izquierdo tropezó violentamente con la raíz del árbol, apenas visible en la nieve. El golpe fue tan fuerte que Jakob dio una voltereta en el aire, cayó de espalda unos metros más adelante y el esquí salió disparado lejos de su alcance. Pero lo que podía haber sido un desastre se convirtió en una ventaja cuando la misma violencia de la caída lo impulsó ladera abajo todavía más de prisa.

Lo logró por los pelos. Se estrelló contra el curso helado del arroyo y luego emprendió una rápida subida por la corta pendiente del lado contrario mientras toneladas de hielo y nieve se acumulaban tras él. El estruendo era espantoso, y mientras trepaba jadeante ladera arriba, sólo podía pensar en que no sería capaz de llegar hasta la carretera. Finalmente lo logró, se dejó caer sobre el asfalto cubierto de nieve y un silencio sepulcral se extendió a su alrededor.

Cuando llegó al refugio, al menos una docena de personas, agrupadas frente a la puerta, señalaban algún punto hacia el nordeste. El temblor había cesado, pero a lo lejos, sobre el volcán Hekla, una nube negra como la noche se elevaba retorciéndose y expandiéndose como si quisiera apoderarse del cielo.

—Esto es peor que lo del Eyjafjallajokull —dijo alguien.

—Vámonos a casa —musitó una mujer tomando a su hijo del hombro. El resto de excursionistas y de turistas también empezaron a moverse hacia sus vehículos mientras una nube oscura iba velando el sol.

Cuando la mujer se puso al volante, caía una espesa lluvia de ceniza sobre la carretera.