—Mira esa mancha blanca allá arriba, parece una flor inmensa pero quizá no es más que el reverso de una hoja: hay tan poco viento. La noche aquí debe estar llena de trampas, de ruidos desconocidos. Pero lo más bello porque es lo menos imaginable, es todavía el amanecer. Todo lo que no nos perdonaremos haber perdido.
—La selva nos rodea; ella y sus sortilegios, ya los conocíamos antes de haber venido. ¿Recuerdas un dibujo que titulé «Delirio vegetal»? Ese delirio está ahí, lo tocamos, participamos en él. Somos uno de esos árboles con pisos, llevando en el hueco de las ramas un pantano en miniatura con toda su vegetación parasitaria injertada en el tronco fundamental: ascendente, pendiente, activa, pasiva, y aparejada de arriba abajo con lianas de flores estrelladas.
—En efecto, tú te reencuentras aquí como nadie. Todo ha permanecido en su lugar desde hace tanto tiempo. Se terminará por percibir que los paisajes surrealistas son los menos arbitrarios. Es inevitable que éstos encuentren su resolución en países donde la naturaleza aún no ha sido domesticada en absoluto. Qué sueño rimbaudiano de planos opuestos esa caída sobre el valle al fondo del cual ruge el instrumento de todos los torbellinos.
—Sí, todo está en el mundo y no conozco nada más irrisorio que ese temor de la imaginación que oprime al pintor. La naturaleza y su profusión le dan vergüenza:
¡Encuentra flores que sean sillas! ¡Pero falta poco para que aquí las tengamos ante los ojos!
—Podemos preguntarnos en qué medida la indigencia de la vegetación europea es responsable de la huida de la mente hacia una flora imaginaria. ¿De lo que hoy se quiere escapar, es de la percepción en general o solamente de la percepción particular de eso que cae bajo nuestros sentidos cuando nos volvemos hacia los lugares menos favorecidos? Algunos, de una manera deliberada, abandonaron Europa por esa sola razón. Es inquietante pensar que Gauguin, entre otros, pasó por Martinica y soñó con radicarse en ella.
—Exotismo, dirán con malevolencia, exotismo, he aquí la gran palabra cobarde. ¿Pero qué entender por exotismo? La tierra entera nos pertenece. El hecho de haber nacido cerca de un sauce llorón no es un motivo para que deba consagrar mi expresión a ese apego por cierto estrecho.
—Donde sea que estemos condenados a vivir, no estamos, por lo demás, totalmente limitados al paisaje de nuestra ventana: están las ilustraciones de los libros infantiles, de donde se sacan tantos recuerdos visuales apenas menos reales que los otros. Pero aquí la necesidad de otra cosa no es después de todo tan grande como en otra parte, ¿no te parece? No se tiene en verdad nada que añadir a este lugar para mejorarlo. No sueño, por supuesto, en rehabilitar el arte de la imitación, pero me parecería menos condenable aquí que en otro lado.
—Lo condenable, a mi entender, es el empobrecimiento de lo que hay. Muy jóvenes, soñamos frente a los grabados del Magasin pittoresque y, más tarde, amamos las selvas vírgenes del aduanero Rousseau a las que tú, creo, reencontraste en México.
—Aquí, Rousseau está en su lugar quizás mucho más todavía que allá. Sabes que con frecuencia se pone en duda que él haya visto América con sus propios ojos. Se trata de un problema muy importante, a mi parecer. Los argumentos de un lado y otro son impresionantes. Apollinaire es terminante: el Aduanero hizo su servicio militar como músico en México. Sin embargo, en una nota biográfica de mano de Rousseau, redactada en 1892, no se encuentra mención de esa estadía. ¿A quién creer? Sería una buena pregunta de examen superior para plantear a los críticos de arte —¿no crees que habría que hacerles rendir exámenes?— ¿la pintura de Rousseau prueba que ha conocido los trópicos o que no los ha conocido?
—Los críticos se han detenido poco, en efecto, sobre esta cuestión importante. Todos los rodeos del sueño son allí cuestionados. Sea como fuere, me hablabas el otro día sobre La encantadora de serpientes, ese cuadro del Louvre tan fascinante. Desde que llegamos, nos la cruzamos todos los días en nuestro camino. No ha perdido nada de su misterio y de su atracción.
—Ahí está lo extraordinario. ¡Ese negro con quien nos hemos cruzado hace poco en el bosque, sable desenvainado —no, era su machete de cortador de cañas— estaba bastante emparentado con ella! Si Rousseau no se movió de Francia, habría entonces que admitir que su psicología de primitivo le ha descubierto espacios totalmente primitivos conformes a la realidad. Habría entonces, más allá de todos los obstáculos planteados por la civilización, una comunicación misteriosa, segunda, siempre posible entre los hombres sobre la base de lo que los ha unido originalmente, y dividido. Eso merecería algo más que el vacío comentario al que se han limitado sobre este tema.
—Tocas allí algo que me emociona vivamente. Siempre has defendido esa tesis de la virtud mediúmnica necesaria al poeta, al artista. En efecto, se podría adelantar que Henri Rousseau era el depositario de sueños, de deseos seculares. La nostalgia de una vida edénica es en él sorprendente: creo que la que se revela en los Paraísos de Fra Angélico, por ejemplo, es mucho menos profunda.
Me hablabas de los Viajes de Cook[8], que no he leído. Me gustaría que me digas más sobre esa obra que es bien considerada, al parecer, en la historia de los descubrimientos de islas lejanas —poéticamente lejanas.
—He retenido sobre todo el episodio del encuentro de un marino y de una bella isleña. A falta de un lenguaje común, esos dos seres que se amaban pudieron decírselo todo en un lenguaje inventado, hecho solamente de caricias. Ese episodio domina para mí el largo ensueño que dispensa la obra. Los europeos, ingleses en la ocasión, hacen triste papel. Mal nos defendemos, en un escenario como ese donde la mirada sin fin describe la línea serpenteante, de evocar esas muchachas coronadas de flores que partían nadando delante de los barcos. Cuando decimos que el amor debe ser reinventado…
—Todo debe reinventarse, lo creo y pienso en la carencia intolerable que resultaría de una demasiado grande unificación del mundo. ¿Un mundo donde ya no habría nada que reinventar? El fin del mundo.
—Escucha…
—Nuestros amigos lo llaman el silbador de las montañas, escucha: son muchísimos y sus cantos conjugados componen un aura melancólica alrededor de la bella flor de liana en forma de estrella que nos hubiera dado pena cortar.
—Melancólica… Se padecen los intervalos que separan cada modulación de la siguiente.
Durante esa pausa no hay nada valedero para la acción. En Sombras blancas[9] quizá sólo los besos intercambiados hubieran podido soportar ese acompañamiento. Pero la flor de liana es también demasiado tenue para una estrella y demasiado blanca: sólo podría deslizarse de la carta de una sílfide. Esas lianas, cuando se llega a abarcarlas en una sola mirada —hablo de las que son tan verticales, tan altas— son verdaderamente el arpa de la tierra. Y la pequeña manzana que viene de esta estrella, ¿la has probado? Una manzana para una Eva que sería una serpiente… ¿Qué es lo que puede fundirse así en la boca, veneno y miel de cantáridas[10], si eso fuera posible? A semejantes frutos, nuestros amigos los grandes perversos de fines del siglo XIX no hubieran querido morderlos más que escuchando poemas de Levet[11] sobre un diván negro.
—Sombras blancas, qué lejos y cerca está a la vez. Por la misma época yo leía Typee, el libro de Melville[12], que muestra cómo es posible acostumbrarse a un edén caníbal por mediación de las mujeres, todas un poco hechiceras… Pero fíjate: allá en el lecho del torrente esa charca de agua de un amarillo inquietante y esas burbujas silbantes, es una fuente de agua cálida, el volcán nunca está lejos en esta isla.
—Bien supo decir de una vez lo que había que decir. Diablos, ¡y esa idea de perdonar solamente al prisionero[13]! Rodin, el magnífico héroe de Sade, hubiera estado contento[14]. Por otra parte ese volcán había escondido bien su juego. No me disgusta esta anécdota: un viejo cura, cuya vida había transcurrido en Martinica, es convocado a otro lugar poco antes de la catástrofe. En el momento de ir a tomar su café, lo alcanza un «hermano» muy agitado. «Venga inmediatamente. El Padre Superior le quiere hablar». Que no se preocupe, se dice, tengo bastante tiempo. Un segundo hermano se dirige a él en los mismos términos. Después un tercero. ¿Pero qué pasa al fin? ¿Me dejarán desayunar? «Me ha hecho jurar, le dice el otro, no decirle nada pero creo que hubo una erupción en Martinica. —Entonces, puedo ir a tomar mi café. No hay volcán en Martinica».
—Excelente historia. Nos muestra que habrá siempre héroes de la incredulidad. Allí no hay volcanes, no hay tampoco prehistoria, a pesar de ese esplendor de inflorescencias gigantes que son los helechos arborescentes y a pesar de los árboles petrificados del sur de la isla. Quedan felizmente las pruebas del «museo vulcanológico» (bella idea: un museo de la catástrofe[15]) que hemos visitado con toda la seriedad que se imponía. Esos objetos perturbados nos enseñan sobre todo que el estilo 1900 —la erupción es de 1902— tenía necesidad del retoque del fuego elemental. ¿No te parece que el volcán ha mejorado esas lámparas más bien afectadas, esa cristalería aún no suficientemente contorsionada y cambiante? Sé cuánto admiras la irisación producida por la lava, irisación llevada mucho más lejos que lo que puede producir el horno del ceramista.
—Una maravilla. Una botella de litro, una «vulgar» botella que sufrió tales convulsiones y fue tan cuidadosamente acariciada por todos esos reflejos de la cristalería de excavación, hubiera hecho morir de envidia al Sr. Gallé[16], caro a Barres[17]. Uno se pregunta cuál comenzó, cuál es responsable del otro, ¿el modern style o el temblor de tierra? Y el pequeño frasco de perfume preciosamente montado que admiramos en el museo, ese frasco tan herméticamente tapado que solo el continente pudo entrar en danza, ¡qué no daría por abrirlo! El mismo diablo sentiría el jazmín.
—La ocurrencia de Wilde sobre la naturaleza imitando al arte, ¿qué pensar aquí?
—Los menos inclinados a examinarla serían todavía los arquitectos. Se podrían alinear todas las catedrales, dinamitar algunas, reflejar todo en un lago y administrar belladona a los espectadores que aún no se llegaría ni a los talones del enmarañamiento de esos árboles especializados en la acrobacia, que se levantan unos a otros hasta las nubes, saltan los precipicios y quejándose describen el arco de las hechiceras queridas bajo ventosas de flores viscosas que son lámparas de acetileno, lámparas de arco destinadas a alumbrar las regiones reservadas en las sombras del corazón, las criptas maternales que se entreabren y se cierran sobre nuestra vida.
—Es verdad, aquí todas las formas se confrontan y todos los contrastes se exaltan. En el corazón de la selva, ¡cómo amo esa expresión! Sí, nuestro corazón está en el centro de ese enredo prodigioso. ¡Qué escalas para el sueño, esas lianas implacables! Esas ramas, ¡qué arcos tendidos para las Hechas de nuestros pensamientos!
—¡El vacío también, qué profundo es, qué tentador es a costa de esas espesuras que lo rodean! La piedra que desde lo alto del puente acabas de dejar caer no termina de hacerlo y es algo de nosotros mismos. Una segunda, ha sido yo mismo.
De todos modos dan más ganas de arrojarse desde ese puente que del de la rue de Rome. No regreso sin pena al camino. Una sombra de nosotros se habrá separado aquí, habrá sido una muy débil, una muy fugitiva premonición de muerte, pero la muerte ha pasado sin embargo: atención, el suelo está mojado, resbaloso, las hojas están laqueadas.
—Sí, precipicios, abismos, esta espléndida selva es también un pozo. Y todo eso está bajo el signo de lo húmedo. Mira, esas explosiones de bambúes están como envueltas en humeantes vapores, y las cimas de los morros están empenechadas de nubes pesadas.
—Estamos lejos de la Avenida du Bois.
—Estamos muy lejos aquí de las perspectivas inventadas. La gran naturaleza no ama las avenidas rectas y no admite la simetría, que es el dominio tradicional del hombre. Las avenidas modernas y, en la historia lejana, los alineamientos megalíticos, plantación de rígidos decorados: simetría. «La tristeza de extensas perspectivas monumentales», así habla Beckford[18]. Y para Pascal el sentido de la simetría sólo está fundado en la figura del hombre.
—Que se la quiten y mucho me temo que deberá renunciar al desciframiento de las apariencias.
Es verdad que de lo que se goza es de lo que menos se descifra. Conoces la experiencia que, entre dos figuras posibles, blanca sobre fondo negro, negra sobre fondo blanco, muestra que el ojo separa la figura simétrica con exclusión de la otra, no dando preferencia al negro sobre el blanco, al blanco sobre el negro. Si dos objetos asimétricos y de sustancia diferente estuvieran separados por un intervalo simétrico, todo induce a creer que es el intervalo lo que se leería, que es el intervalo el que se volvería real, mientras que los objetos desaparecerían, se fundirían con el fondo.
—La teoría de las estructuras privilegiadas ha merecido toda mi atención[19]. Si la mente del hombre se complace con ciertas construcciones, con ciertas geometrías, es sin duda que ellas lo tranquilizan. Creemos poder abandonarnos impunemente a la selva y he aquí que de golpe sus meandros nos obsesionan: ¿saldremos del verde laberinto, no estaremos en las Puertas Pánicas?
—Felizmente no tendremos que buscar muy lejos el antídoto. Sin caer en el finalismo de Pablo y Virginia[20], nos encantamos con la idea de que el sur de la isla contradice y conjura lo que este paisaje tiene de peligroso[21]. La naturaleza a veces también ama la simetría: la ama en los cristales y el hombre no ha hecho más que tomarla como modelo al despejar el polvo y liberar la luz total que arde en el diamante. ¿No te parece a la vez singular y necesario que el peñón de la isla que mira al mar abierto sea precisamente el Peñón del Diamante?
—Veo allí la prenda misma de una liberación. Sí, estamos enamorados de la fuerza vegetal y a pesar de ello hemos experimentado la necesidad imperiosa de hablar sobre formas regulares en un lugar de la naturaleza donde precisamente lo informe, quiero decir la falta de marco, parece predominar, ¿hay algo más significativo?
—Llevémonos simbólicamente la flor del balicero bella como la circulación de la sangre desde lo más bajo a lo más alto de las especies, los cálices colmados hasta el borde de este sedimento maravilloso. Que ella sea el término heráldico de la conciliación que buscamos entre lo perceptible y lo que se escapa, la vida y el sueño —pasaremos por todo un enrejado de ellas para continuar avanzando de la única manera legítima que hay: a través de las llamas.