EL VERDADERO FINAL DE LA ISLA DEL TESORO
(ESCRITO POR SARAH HAWKINS)
Supongo que es así como mi padre hubiera querido terminar su relato, pero tampoco en esta ocasión lo hubiera hecho contando toda la verdad. Y si, a fin de cuentas, se trata de poner en claro cuanto sucedió, sin ahorrarse ninguno de los detalles por macabros que estos sean, que no se ha ahorrado hasta ahora, hagámoslo así hasta el final. Tal vez de este modo mi padre pueda, por fin, descansar en paz.
Como bastantes licencias se ha tomado ya, me permitiréis a mí, su hija Sarah, poner el punto final a tan trágica historia, pues no puede llamarse de otro modo por más aventuras y tesoros que en ella se cuenten. Y trágica es, puesto que de los que zarparon de Bristol, apenas un puñado regresó. ¿Cómo decía aquella canción? Solo uno vivo de setenta que eran al zarpar del puerto… No lo sé, nunca me han interesado esas viejas canciones, y tampoco estoy ahora en las mejores condiciones para recordarla, ya que me encuentro aún con el vestido lleno de sangre, los labios partidos y una brecha en la frente de la que, afortunadamente, ya ha dejado de manar sangre.
Decía que, de ese puñado de hombres que regresó de aquella maldita isla, puede decirse que dos tampoco regresaron, o al menos no lo hicieron como se habían ido. Uno de ellos fue, como sin duda quien esté leyendo esto habrá adivinado ya, mi padre.
Ya hay luz ahí fuera, puesto que empieza a amanecer, pero el epílogo de esta historia se ha escrito hace apenas unas horas, esta misma noche. Y ya que cuanto ha sucedido, ha sucedido aquí, frente a estas hojas que narran la verdadera historia de mi padre y su fantástico viaje, he decidido terminarla contando, como él pretendía, toda la verdad.
Para no confundir a quien esto lea, si es que alguien hay con estómago suficiente para echarse a la vista tantas páginas repletas de sangre y atrocidades sin cuento y ha llegado hasta aquí, debo decir que, como hija menor de mi padre, cuidaba y velaba por él en nuestra casa solariega, atenta y solícita a cuantos cuidados requería el extraño mal que le aquejaba: apenas comía; dormía poco y entre atroces sufrimientos y gritos, presa de continuos delirios que ponían en fuga al más valiente de los hombres; su piel se tornaba amarillenta, pálida y como ajada, cual si fuese una tela vieja y gastada; sus ojos se hundían en su rostro, y su pelo, antaño rubio, hermoso y noble, era ahora una masa de grasientos cabellos largos y descuidados.
Cada noche, temeroso de dormirse por sus propias pesadillas, mi padre se encerraba en su gabinete y, desde hacía unos meses, puntualmente escribía cuanto había ocurrido en aquel fantástico viaje que todos conocían y que yo sospechaba causante no solo de su riqueza, sino también de sus males. Prudentemente, yo me había trasladado al dormitorio contiguo, ya que desde él tenía a apenas dos pasos tanto el gabinete como los aposentos de mi padre, de manera que podría acudir en un instante si me llamaba. Todas las noches dormía con mi puerta entreabierta y un velón encendido en la mesilla.
Dicho todo esto, y situado —o al menos eso espero— el lector en las circunstancias que envolvían mi casa en aquellos tristes días, vuelvo, pues, al punto donde mi padre había dejado de escribir para poder contaros a vosotros cuanto sucedió y que así tengáis en vuestras manos el verdadero final de este viaje que comenzase en la posada del «Almirante Benbow», que yo no llegué a conocer, cuando Billy Bones llegó con su torpe andadura y un marinero siguiéndole con una carretilla donde llevaba su cofre.
Así, mi padre escribía «Quizá por ello, en esta noche fría y lluviosa, decidí ponerme en paz con el mundo y entregar el relato veraz de mis aventuras en lugar del otro disfrazado que escribí tiempo atrás, pese a que mis dedos apenas pueden sostener la pluma…», cuando una voz a su espalda dijo de pronto:
—Cierto, tus dedos están muy débiles, joven Hawkins… La mano que sujetaba la pluma se detuvo como por ensalmo, movida levemente por un extraño temblor, quién sabe provocado por qué. Sentado en un sillón frente a una gran mesa de roble, Jim Hawkins dejó de escribir y apenas levantó la cabeza hacia la pálida luz del candelabro que, colocado en lo alto, iluminaba débilmente aquella parte de la estancia.
Detrás del sillón, muy cerca de Hawkins, había una figura humana, un hombre delgado, de pelo largo y blanco como la nieve, cubierto con un pesado abrigo de marino y un sombrero. Su pecho lo cruzaba una bandolera en cuyo final se veía la empuñadura de un sable, pero el desconocido que acababa de irrumpir en la estancia no hizo gesto alguno para empuñarlo. Se limitaba a estar allí de pie, junto al sillón, tratando de leer las palabras escritas con la menuda caligrafía.
—Hace mucho tiempo que dejé de ser joven —contestó Hawkins, sin volverse.
—Para mí siempre serás el joven Hawkins. ¿No era así como te llamábamos todos?
Jim dejó la pluma sobre la mesa cuidadosamente y luego se apoltronó en el sillón, moviéndose con cierta dificultad. Con un profundo suspiro, preguntó:
—¿A qué has venido, Gray? ¿A matarme?
—¡Matarte! Oh, no, qué va… Solo estoy de visita… Vamos, ¿matarte? ¿Pero acaso no estábamos en el mismo bando? Bueno, al menos lo estábamos hasta que te mordieron…
Hawkins se giró lentamente en el sillón y la pálida luz de las velas iluminó su rostro cadavérico, las enormes cuencas de sus ojos y los huesos asomando por los escasos jirones de piel que aún le quedaban.
—Es increíble que hayas podido ocultarlo todos estos años… ¿Cuánto tiempo llevas así? Desde que volvimos, ¿verdad?
Hawkins miró a su viejo compañero de aventuras casi desafiante, pero cuando habló lo hizo con dificultad, ya que su boca estaba roída y tenía los labios rotos y agrietados.
—Empecé hace muchos años… sí, desde que encallé La Hispaniola. El mismo zombi que mató a Israel Hands me mordió a mí. Pero en los últimos meses se ha agravado y ya no puedo ver a nadie… No quiero que nadie me vea así ni tampoco quiero… —dudó al continuar, pero finalmente reunió el valor necesario para añadir—: ni tampoco quiero comerme a quienes me visiten.
—Admirable, cierto es. Que la gente de Bristol crea que el honrado Hawkins tiene una extraña enfermedad contraída en alguno de sus viajes y apenas haya mostrado más sorpresa ni interés ante semejantes síntomas… Realmente admirable. Y muy noble por tu parte encerrarte en casa para no hacer daño a nadie… Pero el instinto es el instinto, ¿verdad? Y tienes hambre.
Gray se inclinó levemente hacia delante, como queriendo juzgar el efecto de sus palabras en su anfitrión. Hawkins se encogió un instante y luego, sonriendo tristemente, contestó:
—Sí, tengo hambre. Siempre tengo hambre. Dos veces me he comido a uno de mis sirvientes, diciendo que se han ido repentinamente cuando me han preguntado por ellos… pero… pero esto me corroe por dentro de una manera espantosa. Los dolores cada vez que lucho contra ello son atroces y ya no puedo vencerlos… Y por las noches es peor.
—Lo sé, Jim, lo sé. Pero… todo tiene un precio en esta vida, joven Hawkins. No podías pretender arrebatarle el tesoro de Flint a una tripulación de zombis y no pagar un justo precio por ello… Todo en esta vida tiene un valor, y hacerse con un sombrero vale sus monedas y su oro… así que hacerse con un tesoro vale sus heridas y su sangre.
—¿Lo sabes? ¿Qué es lo que sabes tú?
Hawkins se levantó pesadamente de su sillón, mirando con aire desafiante a su visitante. Y entonces, al fijarse bien en él, se dio cuenta de que el paso del tiempo no había sido el único que había dejado su huella en el rostro del marino. Gray se adelantó, acercándose a la luz y murmurando salvajemente:
—Sé el precio que tuve que pagar por salvarte la vida, Jim Hawkins… El precio de convertirme en un monstruo, en un ser que ni está vivo ni está muerto, en uno de aquellos seres a los que matamos en la isla. Porque luché contra tres zombis mientras corrías en el bosque huyendo de Flint, ¡¿recuerdas?! Y el tercero de ellos nos vio a los dos… y te miró y no te atacó, y eso que estabas herido y agotado; me atacó a mí, pese a que yo era más peligroso en aquel momento, estaba armado y con ganas de matar. Pero el zombi prefirió arriesgarse a atacar a alguien que podía matarle en lugar de a quien ya reconocía como a uno de los suyos.
«Porque ese tesoro tiene cuentas pendientes que ajustar y tú no estás en ninguna… Y porque eres uno de los nuestros», le había dicho Flint antes de que huyera. «Porque eres uno de los nuestros».
—Y caíste entre la maleza. Pero luego te vi en la cueva de Ben Gunn…
—Y te pregunté que quién te había hecho la herida del hombro, ¿recuerdas? —Gray caminó lentamente hasta acercarse a Jim y ambos pudieron verse las cadavéricas caras a apenas un palmo de distancia—. Porque esa herida es la que te transformó en lo que eres… Y mientras luchaba con el zombi por salvar tu pellejo, también sufrí la mía, que oculté a todo el mundo, incluido el doctor, porque temía ser descubierto y que el capitán decidiera practicar su experiencia en combate conmigo.
Por un momento, Jim no supo qué decir, recordando aquellos hechos. Hasta que, por fin, acertó a preguntar:
—¿Y Ben Gunn?
—Me descubrió, evidentemente. Supo que estaba herido y también que había sido en aquella pelea, así que, contando con que estábamos tú, yo y un puñado de zombis, no le costó mucho imaginar quién me había hecho eso. No podía dejarle hablar, así que lo tiré por la borda, y supongo que llevé desde entonces en el estómago de algún tiburón.
Gray se separó de Jim, alejándose de nuevo de la luz y haciendo ademán de irse.
—Solo una cosa más, joven Hawkins; una sola que es, en realidad, la única por la que he venido. Porque te aprecio, Hawkins. Siempre lo hice, incluso aunque hoy sea lo que soy por luchar por ti… al fin y al cabo, nadie más que mi instinto me obligó a hacerlo, y salvé tu pellejo dejando parte del mío a cambio. ¡Bien, volvería a hacerlo, en serio! Entonces me pareció un trato justo y hoy me lo sigue pareciendo. Pero entonces también era mejor que tú en cosa de armas y te ayudé. Por eso he venido, para ayudarte una vez más.
»Dices que no puedes más, que cada vez te cuesta más luchar contra lo que te roe por dentro. No podrás hacerlo. De hecho, es admirable que lo hayas conseguido hasta ahora, vive Dios, y gran mérito tiene tu buen corazón, que no se rinde ante el monstruo que trata de vencerle… Pero es una batalla perdida, Jim, estás tan acabado como yo, tenlo por seguro. Ya no eres un muchacho, claro que no… pero tampoco eres un hombre.
»Esto es lo que hay, Jim, y es lo que he venido a decirte. ¡Y dicho está! Así que ya lo sabes. Puedes encontrarme cada noche en lo que fuera la posada de tus padres, los restos del «Almirante Benbow». Ya has llegado a un tiempo en el que tu… llámala enfermedad, si quieres, como has hecho estos años, va a dominar tu mente y tu cuerpo, y tendrás que ceder a ella y abandonar esta casa. Allí, pues, me encontrarás.
—¿Y por qué habría de buscarte? Los dos somos lo que somos y lo sabemos, pero también somos…
—Somos dos fieras salvajes, joven Hawkins —contestó Gray con aplomo, mientras cogía el tirador de la puerta—. Afróntalo. Afróntalo con el valor con el que te enfrentaste a Israel y a todos cuantos se cruzaron en nuestro camino en aquella isla, porque ya eres un monstruo. Quizá no mañana, pero en apenas un par de semanas no podrás controlarlo y devorarás al primero que se cruce en tu camino, sea quien sea: un marinero desconocido, un vecino o tus propios hijos. Porque no distinguirás persona alguna, solo matarás. Entonces tendrás que huir y esconderte para seguir matando, y buscarás a los que son como tú. —Gray abrió la puerta y, desde lejos y velado por las sombras, pareció sonreír con tristeza—. Búscame ese día.
La puerta se cerró casi con suavidad, dejando de nuevo la estancia en silencio. Jim permaneció inmóvil durante unos segundos, luego se miró las manos, huesudas y afiladas como garras, y regresó junto al escritorio.
Fácil es para cualquiera comprender el terror que me invadió durante toda aquella conversación, que yo había escuchado desde su principio hasta su final; tanto y tan cerca, que los faldones de la raída casaca de Gray pasaron rozándome el camisón cuando se marchó. Y es que había permanecido detrás de la puerta, sin ser vista, ya que me había acercado al cuarto de mi padre al oír el rumor de voces, pensando que quizá necesitaría algo, y al ver que hablaba con alguien, me había detenido. Pero, naturalmente, al darme cuenta de con quién estaba hablando, mi cuerpo y mi mente se negaron a irse de allí y me buscaron acomodo y escondite junto al quicio de la puerta, arrebujada junto a la pared.
Allí seguí largo rato después de que Gray abandonase nuestra casa. Estaba aterrada ante lo que acababa de descubrir, sobre todo porque había oído contar viejas historias de terror en las que se hablaba de aquellas extrañas criaturas, y ahora no era capaz de meter en mi cabeza la idea de que mi padre, precisamente mi propio padre, era uno de aquellos. Un zombi, un monstruo sin escrúpulos ni alma, incapaz de hacer otra cosa que no fuese matar y comer.
Y que, cualquier día, dejaría de reconocerme como su hija y me atacaría con toda la crueldad de quien solo ansia comer a su presa.
Pero me reconoceréis que no sería hija de quien soy si no tuviese, al tiempo que temor y desesperanza, temple suficiente para al menos luchar por mi vida y defenderme de lo que fuera. Fuera un hombre o fuera un monstruo. O fuera mi padre, cuyo valor —pues demostrado queda en todas sus aventuras en la isla que lo tenía— heredé junto con el azul de sus pupilas. Así que, con dos lágrimas en los ojos, me acerqué a la pared de la chimenea y, alzándome sobre las puntas de los pies, me estiré para coger uno de los dos sables de abordaje que allí se colgaban, como recuerdo de los viajes y aventuras del venerable Jim Hawkins.
Me oyó, naturalmente, pues hice ruido al sacar el arma, y además sus sentidos estaban más agudizados que nunca al ser un demonio y no un ser humano. Pero no se movió. Se quedó quieto junto al sillón, mirándome casi con ternura, si es que aún era capaz de tenerla, esperando a ver qué hacía.
Yo me acerqué hacia donde estaba, con la respiración entrecortada y sin saber cómo iba a reaccionar aquella bestia en la que se había convertido. Pero en cuanto sentí su monstruosa mirada en mí, levanté el sable. Aunque era pesado, yo era fuerte y lo tenía empuñado con las dos manos. Quien fuera mi padre asintió levemente al verme y me dijo:
—Cortar miembros y fuego. He aquí la fórmula.
—Lo sé —respondí con firmeza—. Yo también he leído tu manuscrito.
—Yo no quería esto, hija mía —me dijo a continuación—. Vive Dios que no lo quería, y tal vez por eso me lo he negado a mí mismo todos estos años, pese a tener la certeza de cuál era el mal que me aquejaba. Pero Gray tiene razón —añadió con un suspiro—: Todos tenemos que pagar nuestro precio, y lo hecho, hecho está. Así que solo me queda…
Abrió los brazos en un mudo gesto, como si en realidad me estuviese pidiendo un abrazo en lugar de una estocada.
—… rogar tu perdón.
Tardé un instante en contestar, notando cómo las lágrimas llenaban ya mis mejillas, pero cuando lo hice, lo hice tan convencida y segura de mí misma como lo había estado poco antes cuando me había estirado para empuñar el sable:
—A mi padre lo perdonaría, puesto que fue un buen hombre que me crio con amor y cariño, y nada he de reprocharle. —Armé el brazo, colocándome en posición, y añadí—: Pero al monstruo que tengo delante no tengo nada que decirle salvo que se vaya al infierno con sus amigos.
Descargué el sable con todas mis fuerzas y la cabeza de quien había sido mi padre saltó por los aires, cayendo varios metros más allá sobre el suelo de roble, con un extraño rugido que no sé de dónde pudo haber brotado. El cuerpo decapitado se agitó, moviéndose repentina y furiosamente en todas direcciones y golpeándome con tal violencia que me partió los labios y me arrojó sobre la mesa, provocándome una brecha en la cabeza. Pero al cabo, tras varios golpes y vueltas sin sentido, agotadas sus fuerzas y sin cabeza que lo guiase, se desplomó de bruces.
Sintiendo que la espalda se me quebraba, logré arrastrarme y estirar el brazo hasta donde había caído el sable ensangrentado y reculé de nuevo hasta apoyarme en la pared, aferrándolo jadeante y sin perder de vista el cadáver que yacía a mis pies.
Así pasé varios minutos en aquel lugar donde había caído, entre la mesa y la ventana, contemplando el cuerpo sin vida del zombi, notando mi propia sangre empapándome el rostro y llenándome la boca, pero apuntando al cadáver con el sable firmemente asido con las dos manos, como si temiera que se fuera a levantar de un momento a otro de nuevo. «Cortar miembros y fuego. He aquí la fórmula», decían. Bien, yo había cortado el miembro más importante, su cabeza, y había dejado aquella cosa desangrándose sobre la alfombra de pelo de oveja del gabinete.
Por fin me levanté, bastante rato después, pero aún jadeante y estremecida por lo sucedido. Escupí en el suelo una bola de sangre, me limpié la boca con la manga del camisón, clavé el sable en la mesa y tomé la pluma para completar la historia que mi padre, Jim Hawkins, estaba escribiendo: la verdadera historia de la Isla del Tesoro, una historia fabulosa que habían comenzado una madre y su hijo con la llegada de un pirata a la posada del «Almirante Benbow».
Y que iba a terminar la hija de quien la vivió, en las ruinas de esa misma posada, cuando diese muerte a Gray la noche siguiente.
FIN;