XV

EN LA CUEVA DE BEN GUNN

Abrí los ojos no sé muy bien cuándo, pero en cualquier caso, el aire del mar me daba ligeramente en la cara. Estaba tumbado, acostado en una hamaca, y noté una fuerte venda sobre mi hombro. Me habían lavado, y pese a la debilidad que me invadía, supe que me encontraba mucho mejor.

Miré a mi alrededor, y lo primero que acerté a ver fue el rostro del doctor Livesey, que me escudriñaba con aire científico y trataba de averiguar si tenía fiebre. Le dejé hacer, reuniendo de paso fuerzas para hablar, y por fin pregunté:

—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?

—Cada cosa a su tiempo, joven Hawkins —respondió amablemente el doctor—. Estás en la cueva de Ben Gunn… Bonito aliado has encontrado, por cierto. Y parece que repuesto de esa fea herida que traías; supongo que el precio de tus locas aventuras en solitario, ¿me equivoco?

—No, doctor —suspiré, en parte por resignación y en parte porque apenas me quedaba aliento para mucho más—. Uno de esos zombis me mordió a bordo de La Hispaniola.

—Un mordisco era, efectivamente —asintió el doctor, examinando ahora mi vendaje—. Pero no conozco ningún ser humano capaz de hacerlo; sí fieras del bosque y la selva, pero no hombres. Así que me figuro que te haya mordido algún otro animal.

—Ojalá fuera cierto, doctor, pero os aseguro que… —protesté.

—No te alteres, Jim —me insistió—. Pues en cualquier caso la herida ya está curada y en unas semanas estarás como nuevo. Y no teniendo síntomas de la rabia, me da que quién lo haya hecho importa ahora mismo bien poco. De momento descansa, y si tienes sed, tienes ahí una jarra con agua dulce; no creo que debas mezclarla con nada, al menos de momento.

Dicho esto, el doctor se levantó, encomendándome a más adelante, cuando tuviera nuevas fuerzas, para mantener la conversación que todos queríamos en la que poder ponernos al día de nuestras extraordinarias aventuras, vividas por separado pese a estar todos en el mismo bando.

Examiné, ya que no tenía interlocutor con quien charlar, el lugar donde me encontraba: una cueva de suelo de arena, espaciosa y ventilada, con un minúsculo manantial y una charca de agua cristalina cobijada bajo un dosel de helechos. A lo lejos pude distinguir un par de figuras cargando pesados sacos, pero cuando iba a incorporarme para ver quiénes eran, alguien se acercó a mí y no pude evitar una exclamación de alegría.

—¡Gray! ¡Gracias al cielo, estáis vivo!

El marino, vestido con ropa limpia, con varias vendas y alguna herida al aire en su cuerpo, se sentó junto a mí y, clavando su machete en el suelo con un gesto seco, me contestó un tanto cortante:

—No, joven Hawkins, el cielo no ha pintado nada en esta historia, más allá de ponerme en las manos este machete. Y sí, estoy vivo, pero seguiste tan al pie de la letra mi consejo de correr, que para cuando me libré del zombi ya estabas casi en La Hispaniola…

—Me alegro de veros… Y gracias por salvarme la vida.

—No es nada… pero… —Por un momento bajó la cabeza y luego miró fugazmente a su espalda, como temiendo que alguien pudiera oírnos—. Pero dime una cosa, solo una cosa para que alguien tan inculto como yo pueda dormir tranquilo esta noche…

—Decidme…

Gray volvió a mirar en derredor y luego, inclinándose sobre mí, me susurró señalándome el hombro:

—¿Quién te hizo eso?

Confieso que me estremecí por su modo de interrogarme, pero me encontraba rodeado de amigos y el mismo que me preguntaba me había salvado de una muerte cierta poco antes, así que respondí igualmente en voz baja:

—Un zombi me mordió en La Hispaniola, poco antes de que encallase en los bancos de arena de la cala. Pero el doctor dice que ya me estoy curando.

—Eso está bien… —Gray se separó de nuevo, con una expresión indescifrable en el rostro—. Sí, esto está bien. Alguien de tu temple no debe quedarse bajo tierra en esta isla, no señor, no sería justo. Me alegro por ti, joven Hawkins; seguro que para cuando lleguemos a Inglaterra solo tendrás ya una cicatriz para lucir ante las mozas…

Me palmeó el muslo amistosamente y, sacando su machete de la arena, se alejó de mi jergón, dejándome un poco confuso. Sobre todo porque entonces recordé sus últimas palabras en la selva, cuando me dijo: «vete, Jim… o quien quiera que seas».

De todos modos, me encontraba demasiado débil como para pensar en esas cosas en aquellos momentos, y de hecho el sueño me venció más de una vez a lo largo de aquella tarde. En una de las ocasiones en que me desperté, mis compañeros estaban ya en derredor, preparando la cena, que para mí consistió en un poco de carne, una buena jarra de leche de cabra y algo de fruta fresca.

Terminada esta, establecidos los turnos de guardia, cargadas de nuevo las armas y dormidos quienes no estaban velando por sus compañeros, el doctor Livesey se acercó a mí para comprobar mi estado. Y mientras examinaba mi herida y me cambiaba de nuevo el vendaje, aproveché para ponerle al día de mis aventuras, en solitario primero y en manos de los piratas después.

—Loco, temerario o irresponsable, Jim, lo que hay que decir en cualquier caso es que no te faltó valor, precisamente. Que pocos se hubieran atrevido a tanto, y no hablo de jóvenes, sino de hombres hechos y derechos.

—Pensé que así podría servir de alguna forma —contesté débilmente—. Ya que en la lucha no era de gran ayuda, que al menos el ser pequeño sirviera para algo.

—Pequeño serás de tamaño, pero no de obras, Jim —me respondió el doctor mientras terminaba de ajustarme el vendaje—. Y yo no suelo regalar los oídos a nadie, ya lo sabrás.

—Bueno, doctor, yo ya le he contado lo mío, pero… ¿y ustedes? Porque cuando regresé al fortín, eran Flint y sus hombres quienes estaban dentro. Le juro que les di por muertos…

—Y así habría sido de haber seguido allí, créeme. Otro asalto de los zombis y hubiésemos caído todos uno tras otro. Cuando te fuiste, nos dimos cuenta de lo vulnerable que era nuestra posición, así que fui a parlamentar con John Silver. Imagina mi sorpresa cuando al que me encontré fue al mismísimo John Flint.

—Puedo saberlo, a fe mía. Que aún me asusto solo de recordar su cara. Pero, ¿qué clase de trato hizo, doctor?

—Flint será un zombi, o un pirata desalmado, o quizá las dos cosas, no lo sé. Pero es inteligente, eso sí lo sé. Y, como muchos otros hombres como él, gusta de poner todas las cartas boca arriba, llegado el caso, y no andarse con rodeos para encontrar soluciones. Así que nos sentamos y explicamos nuestras intenciones: nosotros, el tesoro y La Hispaniola; ellos, cuerpos y seres humanos a los que hincar el diente.

—Pero… no comprendo, doctor…

—Le expliqué a Flint que ellos no necesitaban el tesoro. Por dos motivos: uno, porque si estaban en la isla, de nada les servía el oro y la plata… Y dos, porque si de algún modo salían de ella, poco tardarían en sembrar el terror y tampoco entonces necesitarían oro, puesto que podrían hacerse con cuanto quisieran sin pagar, lógicamente, nada por ello. Flint me miró asombrado y me invitó a continuar, así que le expliqué mi oferta: nosotros nos hacíamos con el tesoro y nuestro barco y nos íbamos con viento fresco al amanecer, y él se quedaba con la tripulación que, al fin y al cabo, había sido suya antes, para hacer con sus hombres aquello que mejor se le antojase.

—¡Doctor Livesey!

El doctor encendió su pipa, le dio un par de largas chupadas y, sonriéndome, me contestó:

—¿Pues qué? Eran once hombres contra cuatro, pues ya ves en qué poco se han quedado nuestras fuerzas, así que él salía ganando. Además, en cuanto hubiéramos regresado a Inglaterra, más de uno que supiera de nuestro viaje y nuestra fortuna hubiera tenido la tentación de arribar a esta isla, a ver si habíamos dejado algo, lo que suponía más premio para él. Y, como comprenderás, la suerte de esos rufianes apenas me importa lo que una hoja de tabaco mojada; tanto da que los ahorquen en Corso Castle como que los maten aquí mismo sus antiguos camaradas… o lo que quede de ellos.

—¿Y qué contestó? —pregunté innecesariamente—. Quiero decir…

—Se sorprendió mucho, no te lo voy a negar. —El doctor expulsó una columna de humo azul hacia el techo de la cueva, riéndose, y continuó—: Pero, como ya te he dicho, al no ser hombre de palabras, gusta de que las cosas se digan derechas y, como él decía, con la proa por delante. Se lo pensó un rato y luego me dijo que estaba de acuerdo en lo del barco y en lo de los cuerpos, pero no en lo del tesoro. Que para eso no había él saqueado y asesinado de balde, tales fueron sus palabras, y si había matado a cuantos se habían acercado a su oro cuando estaba vivo, otro tanto haría ahora que no lo estaba, aunque tampoco estuviese realmente muerto. Claro que no contaba él con que nosotros tuviéramos a Ben Gunn.

—Ben Gunn…

Ocupado como estuve en mi aventura marítima, apenas había prestado atención al desdichado antiguo pirata. El doctor me refirió cómo, casi a la vez que yo me escabullía por un lado del fortín, Ben Gunn arribaba por el otro y, como yo mismo les había narrado mi encuentro con él, fue admitido en el acto.

—Ben Gunn ha estado aquí abandonado tres largos años, así que tuvo tiempo de sobra para encontrar el tesoro y llevárselo a escondidas, parte por parte y pieza por pieza, por si algún día lograba salir de aquí. El resto del tiempo lo pasó huyendo de los zombis, pero también sabiendo cómo esquivarlos y deshacerse de ellos; ya te digo que nos ha sido de una gran ayuda.

»Como yo ya sabía esto, cuando Flint me negó el tesoro, acepté y, como muestra de nuestra buena voluntad y de la rectitud de nuestras palabras, le entregué el mapa de Billy Bones y le dije que a cambio nos garantizase que podríamos irnos en paz. Flint se rio y dijo que él tampoco necesitaba el mapa, pues sabía a ojos cerrados dónde había escondido su tesoro aunque no hubiese tenido necesidad de ir a buscarlo desde entonces; pero le pareció un gesto de caballerosidad por nuestra parte, así lo dijo el villano, Jim, así que, según sus cuentas, el caballero Trelawney, el capitán Smollet, Gray y yo mismo podríamos irnos tranquilamente. Se lo agradecí y entonces le hablé de ti, diciéndole que estarías en algún lugar de la isla pero que también formabas parte del trato.

Me estremecí al saber que no había estado incluido en las negociaciones, pero pronto me di cuenta de que mis compañeros podrían estar resentidos conmigo por mi forma de actuar, sin encomendarme ni a Dios ni al diablo y yendo siempre a donde me apetecía que me llevase el viento que soplara.

—A eso Flint se encogió de hombros —continuó el doctor— y me contestó que si estabas por ahí, cosa tuya sería: si nos encontrabas a nosotros, podrías volver a Inglaterra tranquilamente, pero, y vuelvo a usar las mismas palabras que él usó, si encontrabas otra cosa, allá tú con tus fuerzas para entendértelas con piratas, zombis o lo que quisiera que te topases.

—Menos mal que al final, después del pirata y el zombi, los encontré a ustedes… —logré decir débilmente, y no solo por mis heridas—. Y muy oportunamente, por cierto.

—El capitán Smollet quiso darte una última oportunidad. —El doctor apuró su pipa y luego se miró la puntera de las botas, absorto—. Después de que viéramos la goleta encallada calculamos que no estarías a bordo, sino en la selva y cerca de los piratas, así que les seguimos a distancia con infinitas precauciones. Gray, que iba por delante, fue quien te vio y os siguió por si podía meter baza, y a él le debes estar aquí tumbado hablando conmigo: en cuanto vio que huías del lado de Flint, corrió a protegerte y llevarte con nosotros.

—Es un gran hombre —respondí. Y lo hice sinceramente, convencido de la valía de Gray—. Le debo la vida.

—Todos se la debemos, en parte. De no haber sido por su manera de luchar, tan salvaje y a la vez tan heroica, alguno más que tú no estaría hoy aquí.

Callamos un instante, pero enseguida el doctor volvió a tomar la palabra, diciéndome:

—En fin, Jim, han sido muchas emociones en poco tiempo y debes descansar. Si todo va según los cálculos del capitán, en un par de días podremos hacernos a la mar.

—Doctor —dije de pronto—, eso quiere decir que estaremos aún un par de días más en esta isla, ¿verdad?

—Naturalmente. —El doctor me sonreía amistosamente, pero desconcertado—. ¿Acaso quieres viajar a otra?

—¿Y si…? Quiero decir… ¿quién nos asegura que los zombis cumplirán su palabra…?

El doctor guardó su pipa y, mientras se arreglaba la ropa, me contestó:

—Eso mismo le pregunté yo, Jim, créeme. ¿Y sabes qué me dijo? Flint me contestó que bajo aquel zombi se encontraba aún el capitán del Walrus y, usando sus frases, que siempre se había distinguido por dos cosas: por usar los sables y por respetar su palabra. Que ya que la usaba pocas veces, siempre la cumplía. Y que como los dos éramos hombres de fiar, aunque él a su manera, y esto también lo dijo él y no yo, hecho estaba el acuerdo y nada habría de romperlo.

Dicho esto, el doctor se alejó unos pasos, los suficientes para que su rostro quedase lejos de la luz de la antorcha que había junto a mi lecho. Por tanto, no pude ver bien su expresión cuando añadió:

—Ah, bueno, sí… y también dijo que porque él no atacaba a nadie de los suyos, y que aquí había al menos uno… Pero tú no sabes nada de eso, naturalmente…