LA MASACRE DEL BOSQUE
Tom Morgan, Merry, Ismael y los demás habían descendido la pendiente y ya giraban para entrar en la cueva. Todos había visto el mapa y todos sabían que era allí donde acababa el viaje. Así que se lanzaron hacia la gruta.
El primero de ellos surgió justo del final de la pendiente, entre unos arbustos y el tronco de un grueso árbol. Con la ropa hecha jirones y el horrible aspecto de un cadáver a medio descomponer, y rugiendo como una fiera herida, como hacen todos ellos. Saltó como si fuese un gorila y se abalanzó sobre Dick, que era quien cerraba la marcha, cayéndole encima de tal suerte que de un golpe le abrió parte de la cabeza y lo arrojó al suelo como un saco.
Junto a ese zombi aparecieron en esa parte otros tres, formando un círculo con otros tantos que salieron de la cueva aullando. Los piratas, sorprendidos y, sobre todo, aterrorizados, apenas pudieron reaccionar, y si alguno disparó, lo hizo por costumbre y por llevar el arma en la mano. Oí a Merry maldecir como nadie lo ha hecho jamás, antes de que un crujido y el ruido de varios huesos al romperse lo ahogasen por completo, y fue entonces cuando Flint, empuñando el sable, se alejó de mí, gritándome:
—¡Corre, Jim! ¡Corre, vete!
El capitán Flint bajó la pendiente en dos saltos, y no tengo duda alguna de que lo hacía para degollar a sus antiguos camaradas y luchar al lado de los zombis.
—¡Corre!
Pero yo apenas podía moverme, hipnotizado por el macabro espectáculo que tenía lugar unos metros más abajo. Hasta mí llegaron los rugidos de los zombis y los alaridos de la que fuera tripulación de Flint, devorada ante mis propios ojos, por más que realmente yo no hubiese visto la carnicería. Pero sí vi una cabeza surgir de entre la espesura, una cabeza cuya cara estaba llena de sangre, cuyos colmillos se mostraban más amenazadores que nunca y cuyos ojos se clavaron en mí.
Y entonces corrí.
Corrí como nunca lo hice, con el corazón a punto de saltárseme del pecho, olvidando mi debilidad y los atroces dolores de la herida de mi hombro, saltando, arrojándome al suelo, esquivando lianas y ramas, tropezando y gritando sin saber muy bien por qué ni a qué.
Dos de aquellas criaturas saltaron tras mi pista. Supongo que en algún arranque de humanidad eso es lo que Flint había querido evitar, pues es bien sabido que un zombi no sacia nunca su sed de sangre y los cuerpos de Morgan o Ismael no debían de haber sido suficientes. A los que me perseguían se les unió un tercero, que pese a ir más rezagado, me resultó tan amenazador como los demás.
Así que corrí. Implorando al cielo no sé qué suerte de milagro, pero que enviase algo o alguien a protegerme, pues estaba claro que siendo apenas un rapaz y con un hombro destrozado no podría hacer frente a tres sanguinarios zombis. Y mientras corría desesperado, en una especie de loca marcha hacia el lugar donde yacería muerto, alguien, no sé si la Providencia o el diablo, o quizá ambos, puestos por una vez de acuerdo, acudió en mi auxilio.
«Corre cuanto puedas, llégate a la playa y ve a estribor a buscar a tus compañeros», me había dicho Flint. Aún no había llegado a la playa ni tampoco visto a nadie, pero oí entonces un disparo de mosquete y un grito. Y vi después un machete surgido de la nada cortar una pierna y hacer caer a un zombi, el que me acosaba por mi derecha, y vi también una sombra abalanzarse sobre él y cortarle la cabeza de un solo tajo.
—¡Corre! ¡Corre, Jim, corre!
Apreté los dientes, me sujeté el hombro como pude y seguí corriendo, sin ver a Gray tras mis pasos, cortándole el camino al zombi que me perseguía por el otro lado. Su machete ensangrentado no dejaba lugar a dudas de a quién habían enviado a protegerme, quizá al más adecuado en aquellos momentos.
Mientras yo proseguía mi loca carrera hacia ninguna parte, Gray se abalanzó sobre el zombi, un individuo delgado pero con una cabeza monstruosa, haciéndole caer y rodando con él por la selva. De tal suerte que esta vez el valiente marino fue quien quedó debajo, forcejeando para evitar los colmillos y garras que se abalanzaban sobre él. Y de alguna manera pudo librarse, porque, girando la cabeza, pude ver cómo el machete asomaba por la nuca del zombi, en medio de una brutal algarabía de gritos y sangre.
Tropecé, naturalmente, con una raíz o una roca o algo que me hizo caer y apoyarme involuntariamente en mi hombro herido. Retorciéndome entre alaridos, apenas pude ver un instante más tarde el ensangrentado rostro de Gray junto al mío, llamándome:
—¡Jim! ¡Jim! ¡Vamos, Jim, levántate!
Lo hizo él, alzándome casi en vilo y empujándome de nuevo.
—¡Corre!
El tercero de los zombis se había acercado pero, en lugar de abalanzarse sin más sobre nosotros, pareció dudar un instante y, tras mirarnos largo y tendido, se encaró con Gray pese a que estaba más lejos de él e iba armado, rugiendo y abriendo sus manos, convertidas en fuertes garras. Por un momento, el marino reaccionó sin más, alzando su machete, pero de pronto se volvió hacia mí, echándome un rápido vistazo, y después se giró de nuevo hacia su adversario. Y entonces me dijo tristemente:
—Vete, Jim. O quienquiera que seas.
En ese momento, justo cuando un indescriptible asombro me envolvió por completo al oír aquellas extrañas palabras, el zombi se abalanzó sobre Gray y ambos cayeron rodando en la espesura, gritando y peleándose desesperadamente. Así que giré sobre mis talones y eché a correr de nuevo aferrando mi hombro herido.
A lo lejos empecé a escuchar voces, voces que me llamaban y me buscaban. Reconocí, aunque alterada por la emoción, la del doctor Livesey, y también me pareció escuchar la de Ben Gunn, que me llamaba «caballero Hawkins». Poco más adelante, tras sobrepasar un par de árboles entrecruzados, apareció ante mí la figura del capitán Smollet, armado con un mosquete, y junto a él la del doctor, que fue quien detuvo mi carrera sujetándome con sus fuertes brazos.
—¡Aquí! ¡Con nosotros! Ya estás a salvo, Jim…
—¡A la playa, todos a la playa! —gritó el capitán Smollet.
Replegáronse ambos, llevándome a mí entre medias como a un valioso cargamento, y poco después salieron de ambos lados el caballero Trelawney y Ben Gunn, armados también hasta los dientes. De manera que, reunidos todos de nuevo salvo Gray, emprendimos el regreso a la playa tan rápidamente como pudimos.
O al menos eso creo, ya que apenas di cuatro pasos entre el capitán y el doctor antes de desmayarme.