XIII

EN MANOS DEL ENEMIGO

Desperté en un jergón tirado junto al fuego y notando casi al instante una tirantez en mi hombro herido, provocada por la venda que alguien, con el tino que da la práctica y no la ciencia médica, me había puesto. A mi alrededor solo se oía el rumor del fuego y un par de voces que cuchicheaban buscando no ser oídas por nadie, de manera que traté de incorporarme y ver qué estaba pasando.

Me encontraba, como ya he dicho, en el fortín, pero no en la compañía del capitán Smollet ni de mis amigos. Por alguna extraña circunstancia, mientras yo vivía aventuras a bordo de La Hispaniola, el fuerte había cambiado de manos, lo que hizo que al instante comenzase a preocuparme por la suerte que hubieran corrido mis compañeros. Ignoraba, además, el talante con el que me acogerían mis antiguos camaradas, si es que más allá de Silver lo había sido alguno de aquellos rufianes, así que, aun sin darme cuenta, enseguida empecé también a preocuparme por la suerte que pudiese correr yo mismo.

Algún ruido debí de hacer, ya que de los dos piratas uno giró la cabeza hacia donde yo me encontraba, mirándome a través de unos ojos vidriosos, no sé si por el abuso del ron, el cansancio o el miedo, o tal vez por las tres cosas juntas. El caso es que, aunque conocía de sobra aquel semblante, en ese momento fui incapaz de ponerle nombre.

—Vaya, vaya… Nuestro pescado se ha despertado, Ismael.

El otro, a quien sí reconocí como uno de los tripulantes más jóvenes de la goleta, se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿Estás bien? Porque has aparecido en bastante mal estado…

Antes de que pudiera pensar una respuesta y mucho menos decirla, el otro pirata contestó por mí, diciendo:

—¿Importa eso ahora? Lo que importa es que ha abierto los ojos, así que levantémonos y andando, que nos están esperando.

Ismael me ayudó a levantarme, cosa que, pese a la brusquedad con la que lo hizo, agradecí, ya que me encontraba muy débil y mareado. Me dio algo de beber —un poco de agua con unas gotas de ron que, aunque me supo a rayos, me reconfortó bastante— y al momento salimos de la casa.

El patio estaba bien distinto a como lo había visto por última vez. Además de no haber miembros ni rastro alguno de los zombis, ya que nosotros mismos los habíamos quemado, tampoco lo había de mis amigos ni del orden con el que habían dispuesto el campamento, ya que aquí y allá había montones de ropas sucias y rotas, restos de comida e incluso pequeñas hogueras, como si los piratas se hubiesen limitado a dejarse caer al suelo en cualquier parte y en todas al mismo tiempo. La brecha de la empalizada la habían arreglado colocando varios maderos atravesados e improvisando una barricada detrás que, la verdad, no me pareció demasiado sólida, y aún estaba en pie el mástil, aunque sin la bandera que tan orgullosamente había portado el capitán.

—¿Y los otros? —acerté a preguntar con la boca pastosa—. El capitán Smollet, y el doctor…

—Por ahí, en la selva —gruñó Ismael—. Hace un par de días que nos cambiaron el fortín por una barca. Cogieron sus armas y se fueron a la selva como si esta casa fuera a caerse.

—Pero…

Ismael no dijo nada más, dejándome aun con más preguntas que antes. Pero le seguí, ya que vi que caminaba hacia un hombre de anchas espaldas, vuelto hacia la empalizada, con los brazos en jarras y una larga melena negra como el ala del cuervo cayendo sobre sus hombros.

Y en el momento en que se dio la vuelta, mi corazón se detuvo al ver su cadavérico rostro, la palidez de su piel y cómo los huesos se le notaban incluso a través de su raída ropa. Y aunque en realidad no le había visto en mi vida, me daba la sensación de que, fuera como fuera, sabía de sobra quién era aquel hombre y por qué estaba allí.

—¡Vaya, vaya! —tronó—. ¡Así que este es el famoso Jim Hawkins! El grumete que ha sido capaz de matar a todo un Israel Hands y de encallar un navío él sólito…

Tales palabras, que en otra persona hubieran sido una alabanza de la que enorgullecerse, en aquel momento y pronunciadas por el capitán Flint sonaron más bien a los cargos que se exponen contra un reo. Palidecí aun más de lo que ya estaba, sobre todo cuando el capitán dio dos pasos hacia mí y se inclinó, no sé si burlonamente, para decirme:

—Pardiez que si llegas a estar a bordo del Walrus en los buenos tiempos, hubieras ganado un buen botín con tus hazañas…

Aquel elogio no hizo otra cosa que ponerme aun más nervioso, de manera que sentí que mis piernas comenzaban a flaquear. Flint me miró de arriba a abajo y sonrió con una extraña mueca.

—Ah, claro, imagino que no me recordáis, señor Hawkins… Nos vimos anoche, pero llegasteis en tan mal estado que supongo que pensabais hallar al bueno del doctor que os curase, o al menos al otro capitán, el estirado. Bien, me presentaré de nuevo, pues, para que no haya dudas. Soy el capitán Flint, jovencito, y me han hablado tanto de ti y de tus hazañas que estoy pensando en dejar aquí a toda mi tripulación y llevarte conmigo. Que de ser cierto la mitad de lo que cuentan, me bastaría y sobraría…

Confieso que poco o nada de cuanto me dijo en ese momento escuché, aturdido por mis heridas, de manera que apenas le contesté con lo único que me cruzaba por la mente en ese momento, que no fue más que:

—Pero… Flint murió hace años… Long John me lo dijo… Flint está muerto…

—Oh, no, me temo que no. De hecho, me temo que el que está muerto de verdad es el viejo Long John. —El pirata sonrió, si es que a aquella mueca se la pudo ver alguna vez como una sonrisa, y luego se encogió de hombros—: De justicia, en cualquier caso, puesto que debería haber muerto hace años, casi cuando perdió su pierna, con aquella andanada que a poco nos manda a todos al infierno.

—Pero… no puede ser —insistí obstinadamente—. Silver dijo…

—Ah, joven Hawkins… Silver dijo, Silver dijo… —Flint me agarró por el hombro en un gesto casi amistoso y comenzó a caminar y, por ende, a hacerme caminar a mí también como si fuésemos dos camaradas de toda la vida—. La palabra de Silver… Tenía muchas, el malnacido, porque no callaba ni luchando, pero de poco valor. Sí, así era, mucha palabra que valía muy poco. Mentiras, cuentos, bonitas historias todas ellas, pero con menos verdad que el beso de Judas. ¿Os dijo que había muerto? —Flint se rio, como si le hiciera mucha gracia—. Ay, qué embustero, cuánto bien he hecho sacándolo de este mundo. Porque ya se ve que estoy vivo, ¿no?

—Pero, entonces… ¿Silver está muerto? —Miré al capitán, ya que, engañado por su charla casi burlona, por un momento creí estar hablando con un hombre de verdad, no con aquella suerte de engendro, cosa que recordé con pavor en cuanto le eché la vista encima.

—Sí, del todo. —Flint hizo un gesto definitivo con su mano—. Atravesado por este sable de parte a parte, creedme, señor Hawkins. Pero imagino que no le echaréis de menos; en realidad ya os digo que apenas era un bandido y de los peores. Yo soy malo, sí, pero no engaño a nadie, todo el mundo lo sabe en cuanto me echa la vista encima, ¿a que sí? —Se detuvo, colocándose ante mí y diciéndome ahora muy seriamente—: Pues Silver no, Silver engañaba. A todos. Por eso está muerto, porque quiso engañarme a mí también y apoderarse de mi tesoro.

Tragué saliva, tratando de no apartar la vista del espectral rostro del pirata, si es que seguía siendo tal y no se había convertido ahora en otra cosa.

—Sois listo, Hawkins, ¿a que sí? Eso dicen todos aquí: listo como un demonio, me han dicho no sé cuántas veces. Pues entonces pensad, ¿iba a ser tan tonto de enterrar un tesoro en esta isla y no volver a buscarlo? ¿Iba a dejárselo a Silver, o a Pew? ¿O a ese traidor de Billy Bones, que creyó que con robarme el mapa iba a lograr apoderarse de mi botín?

Se inclinó un poco, como si quisiera hacerme alguna suerte de confidencia, y continuó en voz un poco más baja:

—No, yo creo que no… Y como sois listo, amigo mío, haréis muy bien en dejaros llevar por la corriente en esta parte de la aventura. Y creedme que, en esta parte, mi corriente es la mejor de todas. ¿Lo entendéis?

Moví la cabeza… sin estar seguro del todo de lo que me había dicho y, sobre todo, de lo que yo debía aprender de sus palabras. Pero dije que sí con la cabeza, repito, fascinado por la presencia de un pirata al que su propia tripulación daba por muerto y al que yo estaba viendo delante de mí, a apenas dos pulgadas de mis ojos.

Flint me miró fijamente, sonrió y se irguió en toda su estatura, que era bastante.

—¡Bueno! Pues si el señor Hawkins está listo, podemos emprender el camino. Aunque no está lejos, el viaje de vuelta será más largo porque cuesta más hacerlo cargado… ¡Nos vamos! —gritó de pronto a los demás—. ¡Andando!

Los piratas comenzaron a levantarse y a agruparse en torno a la empalizada, recogiendo sus armas y preparándose para la marcha. Mientras miraba todo aquello apenas me di cuenta de que Ismael me ataba las manos con un cabo y cogía el extremo de este, llevándome así bien atado, supongo que para que no hiciera nuevamente de las mías. Pero en ese momento, mi cansancio, mi aturdimiento y el dolor de mis heridas pesaban lo bastante en mi ánimo como para que intentase ninguna locura.

Porque locura sería, sin duda, intentar hacer otra cosa que obedecer. Puestos en una columna, armados hasta los dientes y provistos igualmente de picos y palas, los piratas comenzaron a marchar internándose en la floresta, dejándome tras Ismael pero con otros dos detrás de mí, por lo que intentar escapar era poco menos que imposible, estando como estaba con las manos atadas y las fuerzas muy justas.

Caminando lentamente a través de la vegetación fue cuando me di cuenta de que apenas había seis piratas, además de Flint. Si nosotros habíamos derribado en nuestro primer asalto a cuatro o cinco, era evidente que habían tenido algún nuevo choque con mis compañeros o con los zombis del que no debían de haber salido bien librados. De los seis, además, el que cerraba la marcha llevaba una aparatosa venda en la cabeza y se movía con cierta dificultad.

—¿Qué ha pasado? —pregunté en voz baja—. ¿Y mis compañeros?

—No lo sé —gruñó Ismael—. Anoche vino el doctor con una bandera blanca, habló con el capitán y todos se fueron al bosque dejándonos el fortín. Y eso que «todos» es mucho decir, pues bien pocos quedaban ya, pero se fueron. Eso es lo que importa.

—¿El doctor? ¿Tratando con Flint? Extraño me parece… —respondí, meneando la cabeza.

—Que se te antoje lo que quieras, pero eso fue cuanto sucedió, como te lo estoy diciendo. Que se fueron y nos quedamos con el fortín y lo suyo, y como estamos con el capitán, es de suponer que también nos quedaremos con el tesoro, pues él sabe dónde está.

Seguimos caminando todos en fila india, internándonos en lo más profundo de la selva, como si en realidad estuviésemos caminando por los jardines de la reina. Flint abría la marcha y cuantos íbamos detrás de él no dejábamos de admirarnos por el hecho de que estuviese aún vivo, aunque estaba claro que en mal estado, producto sin duda de llevar tanto tiempo en aquella isla.

Mis pensamientos comenzaron a bailotear cuando me di cuenta de eso, hasta tal punto que absorbieron todo cuanto mi cerebro podía razonar, incluso algo tan simple como caminar, puesto que parado me quedé junto al tronco de un árbol y, por más que Ismael tiró de mí, fui incapaz de moverme.

—¡Muévete, grumete! —me gritó quien iba detrás de mí, dándome un pescozón—. Parece que hayas visto un fantasma en ese árbol…

—No… no… —respondí, mientras de nuevo emprendía el camino—. No en ese árbol… y no he visto un fantasma… He visto algo peor…

Al parecer, quien venía detrás no llegó a escucharme, pero Ismael sí lo hizo, ya que se dio la vuelta hacia mí y, visiblemente alterado, exclamó:

—¿Qué has dicho?

En ese momento me di cuenta de que era cierto. De que el horrible pensamiento que me había cruzado por la cabeza hace apenas un segundo era tan cierto como que yo estaba aún vivo y con las manos atadas a una cuerda. Y como que, probablemente, ninguno de nosotros saldría con vida de allí. Así que, sabiendo que poco o nada tenía ya que perder, levanté la cabeza y miré fijamente a Ismael, respondiéndole:

—Que he visto algo peor que un fantasma. Una bestia feroz, a la que apenas se puede combatir, sedienta de sangre… Y que está delante de nosotros, a la cabeza de la columna.

—Hablas del capitán Flint…

—No —respondí gravemente, con una voz que hasta a mí me pareció desconocida—. Hablo del zombi Flint.

Yo entonces no me había dado cuenta, pero la mayoría de los piratas se había reunido en torno a mí, y por sus expresiones, mis palabras habían logrado al menos sorprenderles. Así que, ante sus mudas preguntas, alcé la cabeza y la voz orgullosamente y comencé a hablar con firmeza:

—El capitán Flint, ese capitán Flint que os manda… ¡es un zombi! Billy Bones me contó una vez que Flint desembarcó en esta isla con seis hombres y el tesoro, pero que regresó solo a bordo… Y que luego murió, justo cuando su barco navegaba por estas aguas…

—¿Y qué?

—Cállate, George Merry, deja al chico que hable…

—Y que Silver siempre presumió de no temer a Flint… —En ese momento me di cuenta de que los dos que iban en cabeza, Tom Morgan y el propio Flint, se detenían al vernos a todos parados e incluso comenzaban a dar la vuelta, así que continué explicándome—: Sabéis la clase de alimañas que habitan en esta isla, infestada de zombis… ¿cómo podría sobrevivir un hombre entre todos ellos durante tanto tiempo?

En ese momento confieso que el habla se me cortó, ya que Flint acababa de unirse al grupo y me miraba fijamente con sus cadavéricos ojos clavados en mi figura, como animándome a seguir si era lo bastante valiente. Pero, comprendiendo que apenas tenía más oportunidad de salir vivo de allí que el que se produjera un milagro, respiré hondo y continué, decidido a, ya que no podría hacer otra cosa, meter el miedo en el cuerpo a aquellos rufianes.

—Pues os lo diré: ¡convirtiéndose en uno de ellos! Miradle bien —le señalé con mis manos atadas—. ¡Si apenas parece humano! He luchado con ellos en el fortín y también en La Hispaniola, los he visto de cerca y creedme que son como él…

Algunos piratas volvieron la cabeza hacia su capitán, que podría decirse que casi sonreía, y de pronto vieron la mancha de sangre de su camisa, la mancha provocada por el disparo que, pese a haberle alcanzado en el corazón, no le había matado. Y sus corazones entonces se encogieron aun más, apartándose lentamente y dejándome a mí frente al capitán, o lo que quiera que fuese.

—Joven Hawkins —me dijo con su voz pastosa—, no sé muy bien qué deciros, la verdad. Soy más bien hombre de sables, no de palabras. Ese era Silver, que estaba todo el día hablando, ya os lo he dicho; hasta cuando violaba a una mujer tenía que estar hablando, el maldito. Pero puedo deciros, para empezar, que los tenéis bien puestos…

Se acercó un poco más hacia mí y luego me dijo en voz baja, inclinándose sobre mi hombro herido hasta casi tocar mi cara:

—Pero recordad que soy hombre de sables. Y que si queréis conservarlos, esos que tan bien puestos están y cualquier otra parte de vuestro menudo cuerpo, más os vale cerrar la escotilla… ¿Me he explicado bien, pese a todo, mi joven amigo?

Tragué saliva con enorme dificultad, ya que se había convertido en una especie de bola del tamaño de una chalupa en el fondo de mi garganta, y asentí mudamente, temiendo que incluso la respuesta a su pregunta fuese a desembocar en mi muerte fulminante… o en algo peor.

Flint me sonrió, entendiendo todo lo que puede sonreír un zombi, y me palmeó el hombro sano, yo diría que hasta con afecto.

—Eso me parecía… Razón llevaban quienes decían que erais hombre listo… ¡Andando! —añadió, regresando a la cabeza de la columna—. ¡Tenemos un tesoro que recoger!

La columna reanudó su marcha, y confieso que durante un buen rato yo lo hice respirando afanosamente, tratando de calmarme tras la amenaza de Flint, que había provocado una más que honda conmoción en mí, como es lógico. Pero finalmente, empujado de nuevo por Ismael, anduve presto al ritmo de los piratas… o los zombis, o lo que fueran, que ni de su verdadera naturaleza estaba seguro ya.

Lentamente, avanzamos entre los árboles, aunque la sensación de que estábamos cada vez más cerca de nuestra meta empujaba a los hombres, presos de una ansiedad difícilmente controlable. Ismael tiraba de la cuerda de vez en cuando, dirigiéndome miradas asesinas cada vez que me retrasaba o tropezaba con algo.

Al cabo dimos con el primero de tres árboles grandes, al final de los cuales debía estar un pequeño claro donde yacía, desde hacia años, el fabuloso tesoro de Flint. Sobrepasamos el primero y también el segundo, acercándonos al tercero, un verdadero coloso de más de doscientos pies de altura, rodeado de lianas y de una espesa malla de vegetación.

El grupo comenzó a acelerarse, caminando más deprisa y desplegándose. El bosquecillo se abría con una suave pendiente, al final de la cual había una especie de cueva y una explanada rodeada de árboles y rocas. Ismael soltó la cuerda y aceleró, al igual que los demás, comenzando a descender la pendiente mientras contaba ya su parte de la fabulosa riqueza, de manera que por un momento no supe qué hacer. Pero, justo cuando iba a girar sobre mis talones y echar a correr, ocurrió algo que jamás hubiera pensado que fuera a suceder.

Flint se acercó a mí, recogiendo la cuerda caída y apartándome de los demás. Alcé la mirada, sorprendido y, lógicamente, aterrado, pero él me hizo un gesto y de un solo tajo cortó mis ligaduras. Asombrado, iba a preguntar cuando me hizo callar imperiosamente y, deslizando una pistola en mi cinturón, me susurró:

—Calla… Toma esto y atento, porque se va a armar.

—Pero…

—En cuanto aparezcan, sal corriendo por donde hemos venido —continuó Flint, girándose hacia el lugar por donde habían desaparecido los demás y tapándome de ellos con su cuerpo—. No mires atrás, oigas lo que oigas. Solo corre. Corre como nunca en tu maldita vida, si es que quieres ver el sol mañana. Llégate a la playa y luego ve a estribor para encontrar a tus amigos.

—¿Qué ocurre, capitán? ¿Por qué hace esto?

Flint se volvió un poco, lo justo para que pudiese ver su cadavérico rostro de perfil, y pareció hasta ser un amigo cuando me respondió:

—Porque esto te viene grande, muchacho, muy grande; son asuntos de mayores y monstruos, no de chiquillos. Porque ese tesoro tiene cuentas pendientes que ajustar y tú no estás en ninguna… Y porque eres uno de los nuestros.

Y en ese momento escuché un disparo y un alarido cruzó la limpia atmósfera de la isla.