EL ZOMBI EN LA BODEGA
Cerramos y aseguramos la escotilla y Hands se volvió hacia mí, jadeante. Estaba lleno de sangre y le pude distinguir, pese a la oscuridad y la niebla, dos grandes heridas en el hombro y el vientre.
—Gracias a Dios, Jim —jadeó, mirándome de arriba abajo—. No sé qué diablos haces aquí, pero gracias por aparecer…, Porque… ¿qué diablos haces aquí?
—He venido a tomar posesión de La Hispaniola —respondí lo más firme que pude, dadas las circunstancias de estar jadeando y con un terrorífico enemigo encerrado bajo nuestros pies.
Hands meneó la cabeza y una especie de sonrisa burlona o mueca grotesca afloró a sus labios.
—Pues, capitán Hawkins, tenéis un problema serio. —Me miró y esta vez sí que se rio—. Porque yo os respeto y a fe mía que yo, herido y desarmado, no soy quién para discutiros vuestra autoridad ni a vos ni a vuestras pistolas… pero el zombi de ahí abajo a lo mejor opina otra cosa. Un suponer, digo… Así que… espero vuestras órdenes —añadió con indisimulada guasa.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté, en parte para saberlo y en parte para ganar tiempo.
—Bueno… —Israel tosió y reculó hasta apoyarse en el mayor con un jadeo—. Es sabido que los vivos no se llevan bien con los muertos, y ahora mismo hay dos ahí abajo. Esa cosa, sea lo que sea, y el borracho de O’Brien, que con él se ha quedado y me da que no debe de estar en muy buen estado ahora mismo. Vamos, que con la herida que llevaba en el cuello y las partes que le ha arrancado esa cosa a puro mordisco, me imagino que navegue ya con el Holandés Errante, si es que le quiere en su tripulación…
Me estremecí al oír aquello, cómo no hacerlo, y al punto empecé a pensar que mi brillante idea de hacerme con la goleta no lo era tanto, visto lo visto y el rumbo que tomaba. Porque ahora tenía un barco empujado por la corriente, un peligroso pirata herido ante mí y un zombi aun más peligroso bajo mis pies, aporreando los mamparos y cuanto le impedía salir a cubierta a saciar su sed de sangre. Que O’Brien debía de haber tenido poca.
—Bueno, capitán… —la voz de Israel Hands me devolvió a la realidad de la cubierta—. Se me figura que algo debemos hacer, ¿no? Porque no es que yo tenga muchos remilgos, pero un zombi bajo nuestros pies no es buena compañía para ninguna travesía. Si estuviera muerto no digo yo que me importase, pero está bien vivo, es fuerte y tiene ganas de acabar conmigo para saldar la cuenta de la cuchillada que le he dado. Así que a vuestras órdenes estoy, insisto.
—Insistid menos y haced algo más —gruñí por lo bajo, aferrando la pistola como si esta pudiera darme alguna idea de cómo resolver aquello—. Pues yo tampoco quiero viajar con un zombi. Y si la cuenta la tiene con vos, casi estoy por deciros que bajéis a saldarla…
—A vuestras órdenes, capitán Hawkins —la sonrisa de Hands fue tan burlona que casi hasta se le escapó una carcajada—. Pero me gustará ver qué hacéis si el que sube al cabo es el zombi y no yo. Vive Dios que me gustará verlo desde el infierno…
Se incorporó con dificultad y, para mi horror, comenzó a retirar el cierre de la escotilla, siempre mirándome y riéndose.
—¿Qué hacéis? —pregunté, furioso, encañonándole con la pistola—. ¡Quieto!
Hands continuó con su labor, pero esta vez no se rio, sino que comenzó a explicarme su plan:
—Guardad el arma para el zombi, capitán Hawkins. Si conseguimos que salga de ahí abajo tendremos una oportunidad de arrojarlo por la borda. Pero para eso deberemos dejar nuestras peleas y luchar codo con codo. Y cuenta nos trae, capitán, porque yo soy más grande y fuerte que vos, pero él es más grande y fuerte que yo. ¿Estáis conmigo o preferís volarme la cabeza y véroslas a solas con él?
Dicho esto, abrió la escotilla y un rugido nos llegó desde lo más profundo de La Hispaniola. Al momento escuchamos nuevos golpes y voces, y tanto Israel como yo nos vimos presos de un sudor frío.
—Vos allí —me ordenó Hands—. Uno a cada lado y lejos. Un pistoletazo en cuanto salte a cubierta y le arrastramos hasta el costado para tirarlo por la borda. ¿Tenemos el rumbo?
—Lo tenemos —jadeé, presa de una extraña excitación—. ¿Pero cómo vamos a moverlo?
Un nuevo rugido, esta vez más cercano, nos llegó desde abajo.
—¡Como sea! —se impacientó Israel—. A empujones, si es preciso, pero o lo sacamos de La Hispaniola o nos convertimos en la cena de esa bestia. ¡Atentos!
Los golpes llegaron mucho más fuertes. Algún mamparo debió de saltar por los aires y de pronto oímos una carrera y unos fuertes pasos en la escalera. Encogido como me dijera Gray, aunque también de miedo —lo confieso, sí, pero quién no se encoge de miedo ante un zombi—, me aparté dos pasos y amartillé la pistola, mientras Hands se colocaba al otro lado de la escotilla. Escuchamos un nuevo rugido que nos atronó los oídos, tan cerca estaba ya de nosotros, y al momento el zombi subió la escalera de dos saltos y salió a cubierta.
Era un ejemplar gigantesco, si es que los zombis se miden como los humanos, puesto que pasaba de largo los seis pies y medio; fuerte como un toro, con la cara completamente desfigurada y las ropas hechas jirones. Estaba cubierto de sangre y rugió de nuevo en cuanto se vio en cubierta, moviendo la cabeza en todas direcciones en busca de sus presas.
No sé cómo logré hacerlo, pero al momento disparé y, pese a que el humo del disparo me envolvió por completo, vi cómo se movía acusando el balazo. Al momento, Hands, haciendo gala de un valor a toda prueba, se abalanzó sobre él y cargó con su hombro, empujando al zombi a babor con todas sus fuerzas. Herido, aturdido y sobre todo sorprendido, el monstruo apenas hizo otra cosa que moverse a impulsos del timonel de Flint, quien gritaba reclamando mi ayuda y empujaba como un poseso. De pronto, el zombi comprendió las intenciones del pirata y trató de frenar la enloquecida carrera, lográndolo justo cuando una de sus sarmentosas manos se apoyaba en la borda. Rugiendo y gritando, comenzó un espeluznante forcejeo con Israel, quien luchaba denodadamente por arrojarlo al mar.
—¡Jim! —aulló Hands—. ¡Jim, ayúdame, por el amor del cielo! ¡Que nos va la vida en ello!
Miré a mi alrededor en busca de un arma con la que poder atacar al zombi, recordando nuestro cruel encontronazo con ellos en el fortín —«cortar miembros y fuego, he aquí la fórmula», había dicho el capitán Smollet—, y encontré un hacha arrojada con descuido sobre un montón de cabos. La empuñé y me acerqué resueltamente hacia donde estaba el zombi, pero con tan mala fortuna que lo hice justo cuando lograba liberar uno de sus brazos y de un terrible puñetazo arrojaba a Hands por los suelos.
Atontado y herido, el timonel se retorció en el suelo, gimiendo, mientras el zombi se encaraba conmigo, gritando y mostrando unos colmillos aterradores. Una de sus manos se lanzó hacia mi cuello, pero logré agacharme y soltar un hachazo que le alcanzó en una pierna, casi cercenándola. El zombi aulló pero, todavía hoy no sé cómo, logró saltar, cayendo sobre mí y clavando sus espeluznantes dientes en mi hombro.
Grité como nunca he gritado, sintiendo un dolor que jamás ser humano alguno ha experimentado. El hacha se cayó de mis manos y yo seguía gritando y aullando, con los ojos cerrados para no ver el horror de lo que me estaba pasando. Pero mis aullidos y los rugidos del zombi espolearon de alguna manera a Israel, quien, haciendo acopio de no sé qué fuerzas, logró arrastrarse hasta el hacha caída, empuñarla y, con un grito de furia, lanzar un violento tajo hacia el zombi.
El monstruo acusó el hachazo en mitad de su espalda, soltándome y echándose hacia atrás mientras gritaba. Era todo lo que necesitaba Israel para lanzar el hacha de nuevo, esta vez para cortarle el cuello de un tajo limpio. Sin embargo, las tremendas heridas que sufría el piloto de Flint le jugaron una mala pasada, ya que habían menguado demasiado sus fuerzas, y el hachazo, aunque le había abierto prácticamente toda la garganta, no había logrado decapitar a aquella criatura.
El zombi, herido de muerte, se tambaleó y, tras dar unos pasos sin sentido, se acercó inconscientemente a la borda, como si aún tuviese energías para arreglar el destrozo de su cuello y asegurar su cabeza sobre los hombros. Y entonces, desde mis ojos nublados por las lágrimas, acerté a ver un nuevo acto de heroísmo en quien hasta ahora había considerado poco más que un rufián: Hands, viendo que el zombi no caía y que nuestra lucha tomaba camino de tornarse en vano, se arrojó de nuevo contra él, empujándole por la borda. Pero de tal suerte que, herido y agotado como estaba, apenas pudo liberarse del abrazo mortal del monstruo y ambos cayeron al agua con un sonoro chapoteo.
Por un momento no supe qué había pasado, solo que el zombi aterrador que me había herido ya no estaba a bordo y que mi hombro amenazaba con separarse del resto de mi cuerpo. Pero luego, a medida que mis lágrimas se fueron despejando y que la brisa marina volvía a recorrer la cubierta de La Hispaniola, me di cuenta de que estaba solo en el barco. El zombi había muerto, sí. Pero Israel Hands también, caído con el monstruo. Y el antiguo piloto de Flint lo había hecho además luchando y salvándome, sin duda, la vida. Que lo hubiera hecho por puro interés, porque salvándome a mí se salvaba también él, o porque realmente vio a un niño asustado siendo devorado por una criatura feroz, para mí era lo mismo. Israel me había salvado, y vive Dios que desde aquel día guardo un recuerdo bien diferente del viejo piloto. Que haya contado sus acciones canallescas se debe a que las cometió, y contando estoy cuanto ocurrió en aquel viaje, pero también puedo deciros que he brindado en más de una ocasión por el alma de quien me salvó de la muerte aquella noche en La Hispaniola.
Pero con Hands hundido en el mar y O’Brien muerto en la cámara, la goleta se iba sola e ingobernable hacia su destino, encallar en cualquier roca. Y yo no quería estar a bordo cuando eso sucediera. De manera que reuní mis escasas fuerzas y me obligué a mí mismo a ponerme en pie y aprovechar que la línea de la costa estaba cada vez más cerca para saltar y abandonar la nave.
Me levanté con suma dificultad, resoplando y notando cómo me ardía el hombro, como si tuviera miles de brasas dentro haciendo fuego sobre un puñado de pólvora. Tambaleándome, me aferré a los cabos más cercanos y pude incorporarme, justo a tiempo para poder ver cómo una gran sombra se acercaba por el costado de estribor, apareciendo fantasmagóricamente detrás del acantilado.
La sangre se heló en mis venas, incluso la sangre incendiada que manaba de mi hombro. Ante mí tenía un navío surgido de la nada, un barco del tamaño de nuestra goleta aunque con las bordas más altas, con el bauprés desafiando al mar y al viento, y las velas raídas y ennegrecidas recogiendo la brisa que soplaba del noroeste.
Pasó rápido, fugaz, empujado sabe Dios por qué —puesto que el viento y la corriente iban en su contra—, sin apenas hacer caso a La Hispaniola, como si en realidad estuviera saliendo del muelle de Bristol en lugar de dejando atrás una cala solitaria de una isla perdida en el océano. Pero lo que de verdad me conmocionó, lo que estuvo a punto de matarme de un ataque, fue distinguir, pese a la tiranía de las sombras y la oscuridad que ya impedían ver nada más allá de la punta de los dedos, su nombre. El nombre de aquel barco espectral, surgido quién sabe si de los abismos del mar. Aquel barco se llamaba Walrus. Era el barco de Flint.
Desesperado, lo seguí con la mirada mientras pasaba junto a la popa de nuestro navío y, aunque forcé la vista todo cuanto pude, no llegué a distinguir tripulante alguno, como si el Walrus navegara solo y fuera, al igual que su capitán, un alma en pena de los mares.
¡Dos barcos! Si el Walrus, por algún extraño designio del destino, el Hacedor o quien hubiera tenido la ocurrencia de dejarlo sobre la tierra, seguía navegando, los piratas disponían de otro barco… lo que hacía mi aventura a bordo de La Hispaniola no solo inútil, sino rematadamente mala para nosotros, que tendríamos que cruzar una selva infestada de enemigos para poder embarcar y alejarnos de aquella maldita isla.
Cuando desapareció de mi vista, el dolor de mi hombro regresó con un afilado machetazo, recordándome lo precario de mi situación y que debía reunirme con mis compañeros. Escudriñé la costa, calculando que estaba ya a pocos cables de distancia, pero cada vez me encontraba peor y no podría en modo alguno nadar ese trecho. No habiendo canoas a bordo, aunque tampoco podría haberla puesto a flote debido a mi herida, mi única opción era esperar que La Hispaniola encallase en algún banco de arena y de allí saltar a tierra.
Aferrado a las jarcias, luchando por no desmayarme, aquellos últimos metros de La Hispaniola fueron para mí un eterno viaje a ninguna parte. Sin embargo, al cabo la corriente acertó a llevar el barco contra la arena de la playa y detenerlo con un suave balanceo.
Respiré hondo para reunir fuerzas y me deslicé por los cabos de proa con suma dificultad, ya que cada vez que intentaba mover mi brazo izquierdo una espada de dolor me atravesaba de parte a parte, como si en realidad me hubiesen herido cien sables y no el mordisco de una criatura. Pero finalmente logré saltar y mis pies se apoyaron en la arena mojada. Tambaleándome, logré alejarme del barco, pensando que aún me quedaba un largo camino de regreso.
La única ventaja que tenía era que no necesitaba marcar la ruta, puesto que me bastaría con seguir la línea de la playa en dirección contraria. Así que, reuniendo mis escasas fuerzas, emprendí la penosa marcha.
A trompicones, con la ropa llena de la sangre del zombi, de Israel Hands y de la mía propia, que seguía manando como una fuente de mi hombro —¿cuánta sangre podía tener el cuerpo de un joven como yo? Temía quedarme seco de un momento a otro—, recorrí la playa en dirección opuesta, buscando el fortín que había dejado atrás sin levantar la cabeza, observando mis vacilantes pasos que dejaban una clara pista de huellas sobre la arena.
No sé cuánto tiempo estuve caminando, ni en qué condiciones pude hacerlo, pues creo que incluso llegué a andar desmayado por el dolor, empujado por sabe Dios qué extraña fuerza sobrehumana. Pero lo hice. Recorrí la distancia que me separaba de mis compañeros sin más encuentros de ninguna clase, ni amigos ni enemigos, cayéndome a veces, levantándome siempre, aturdido, con los ojos cerrados por el dolor y sintiendo que no sería capaz de dar un paso más pero al mismo tiempo dándolo.
De manera que caminé y caminé, sin apenas darme cuenta de lo que hacía, hasta que mis tambaleantes pasos casi me arrojaron contra la empalizada. Apoyándome en ella con una mano, y dejando así un reguero de sangre en todos los troncos, tanteé hasta dar con la puerta y, reuniendo las pocas fuerzas que me quedaban, me lancé a su interior en busca de la casa.
Cerré los ojos mientras llamaba temblorosamente. Quizá por eso apenas distinguí el arco de luz de una antorcha cuando se abrió la puerta, ni tampoco la voz que decía:
—Vaya, vaya, bonito pescado tenemos aquí… Pues debe ser el joven Jim Hawkins de quien tanto he oído hablar, supongo…
Apenas acerté a levantar la vista para ver un rostro barbudo que enmarcaba a alguien a quien no conocía. «Bienvenido, joven Hawkins, creo que no nos han presentado», escuché que decía socarronamente antes de desmayarme.
—Soy el capitán Flint.