XI

MI AVENTURA MARÍTIMA

Cercados por enemigos por mar y tierra, con muertos y heridos en nuestras menguadas fuerzas, la verdad es que nuestra situación no era nada buena, y no hacía otra cosa más que virar a peor. Quizá por ello, o por mi inconsciencia propia de un chiquillo, o tal vez por poder hacer algo, fue por lo que se me ocurrió aquel loco plan.

De manera que me llené los bolsillos de galletas, me armé con dos pistolas y, aprovechando un conciliábulo entre el capitán Smollet, el doctor Livesey y el caballero Trelawney, y mientras Gray afilaba su sable mirando sin ver a la empalizada, rodeé la casa y, por un pequeño hueco en el muro, insuficiente para que pasara ninguno de los hombres —ni tampoco de los zombis— que estaban en la isla, pero sí apto para un chiquillo de mi corpulencia y presencia física, me lancé fuera del fortín camino de La Hispaniola o, en realidad, de no se sabía muy bien qué.

A medida que me internaba en la floresta, mi corazón se aceleraba cada vez que mi cabeza me repetía que qué estaba haciendo, que cómo se me ocurría adentrarme en una selva repleta de sanguinarios zombis sin más ayuda que dos pistolas con las que apenas podría hacer nada contra ellos. Si solo Gray, mil veces más fornido que yo, había podido contenerlos con una fiereza tal que a veces hasta uno de ellos parecía, poco podría hacer un mocoso como yo ante tales monstruos.

Con todo, al poco tiempo me encontraba ya frente al fondeadero y, al aclararse la selva y aparecer el mar, se aclararon también mis temores, puesto que era más difícil que uno de los zombis me pillara desprevenido. Mas ahora llegaba el momento de cuidarse de los vivos, ya que podría ser visto por los piratas y eso tampoco me sería nada grato.

La brisa marina, como si se hubiera agotado por la fuerza con la que había soplado toda la tarde, había cesado ya y en su lugar se habían levantado vientos variables y suaves, que arrastraban grandes bancos de niebla. El fondeadero, al amparo de la Isla del Esqueleto, permanecía tranquilo y aplomado, como cuando por primera vez entramos en él, y la misma sensación que entonces tuve en ese momento, ya que La Hispaniola se veía nítidamente con la bandera negra colgando del pico del cangrejo y una de las chalupas a su costado.

Me pareció ver a John Silver en el banco de popa hablando con dos hombres reclinados sobre el antepecho de la toldilla de la goleta, uno de ellos con un gorro rojo. Sin embargo, observando un poco mejor, ya no estaba tan seguro de que fuese Silver quien estuviera en la canoa, ya que su figura siempre me fue reconocible y en esta creía ver algo diferente. Aunque a esa distancia, más de una milla, el simple cambio del sombrero podía hacerme confundir al mismísimo doctor y cambiarlo por Silver. Pero, fuese quien fuese, el caso es que, al cabo de unos minutos de animada conversación, se destacó la canoa y bogó hacia la costa, y el hombre del gorro rojo y su compañero se fueron abajo por la caseta de la cámara.

Entonces el sol se había ocultado ya detrás de El Catalejo, y como la niebla se iba amontonando rápidamente, empezó a oscurecer a toda prisa. Si quería seguir adelante con mi descabellado plan, debía moverme de inmediato, de manera que, arrastrándome entre la maleza, llegué a las rocas más próximas a la costa, hasta que el olor a mar me envolvió por completo. Busqué un hueco lo bastante ancho como para poder colarme en él y, tras asegurarme de que no había nadie en los alrededores —pirata, zombi o compañero de fatigas—, me acomodé lo mejor que pude a esperar que fuera noche cerrada.

Mi plan era sencillo, o al menos eso me lo pareció cuando lo elaboré, pues no era más que nadar hasta la goleta, trepar por los cabos de proa y, tras cortar sus amarras, dejarla encallada donde tuviese a bien caer. Después de la derrota a nuestras manos, era poco probable que los piratas quisieran permanecer en una isla llena de sanguinarios zombis donde apenas podían esperar otra recompensa que la muerte, así que supuse que su plan más inmediato consistiría en levar anclas. De manera que impedírselo me pareció entonces buena idea.

Llegó por fin el momento que esperaba, así que salí de mi escondrijo y caminé un buen trecho por la playa, descubierta en gran parte por el reflujo. Al cabo, mis pies se metieron por fin en las aguas y, tras anudarme la faja en la cabeza y colocar en ella las pistolas, como me había contado Silver que hacían los hombres de mar en semejantes aventuras, me metí en el agua cuando esta me llegó al pecho.

Nadé con brío, aunque procurando al mismo tiempo no hundir la cabeza para no mojar las pistolas y no levantar mucho ruido. La distancia que me separaba de la goleta no era problema para mí, aunque sí el hecho de que luego tendría que trabajar de firme para cortar el cable y quién sabe si además enfrentarme a dos curtidos piratas. Pero, como decía el doctor, cada cosa a su tiempo, de manera que me concentré de nuevo en salvar la distancia que me separaba del barco.

La corriente era fuerte y me empujaba hacia él, pero eso mismo me hizo darme cuenta del error que había cometido. Y es que no podría volver de la misma forma, ya que entonces tendría la corriente en contra y además estaría bastante más cansado. Así que tal vez lo que me quedase por hacer fuese subir a bordo de La Hispaniola y encallar con ella donde quiera que fuese para, desde allí, volver por tierra al fortín.

Estaba centrado en esos pensamientos cuando, de pronto, apareció ante mí un espectral cuerpo negro de gran tamaño, la mole de nuestra goleta surgida de la niebla como un fantasma. Apenas una pálida lucecita en la cámara podía distinguirse entre las sombras, aunque debían de tener las ventanas abiertas, pues hasta mí llegó nítidamente la inconfundible canción que tantas veces había oído:

Quince hombres van en el cofre del muerto.

¡Ay, ay, ay, y una botella de ron!

La bebida y el diablo dieron con el resto.

¡Ay, ay, ay, y una botella de ron!

Y solo uno vivo, los demás han muerto,

de setenta que eran al zarpar del puerto.

Me estremecí, lo confieso, pero al mismo tiempo me alegró distinguir que una de las dos voces que entonaban la canción lo hacía desvirtuada y alterada por el alcohol. Si de dos al menos uno estaba borracho, mis posibilidades de salir con éxito y hasta bien librado empezaban a ser algo menos que remotas.

Me dejé llevar hasta que la corriente me acercó a proa, junto al cable del ancla, que estaba tensado hasta el límite, tal era la fuerza de las aguas. En cuanto se cortase, la goleta zarparía a toda velocidad, aun teniendo como tenía todo el trapo recogido. Asido firmemente al cabo, me alcé un poco para tomar la postura más adecuada y trepé por el cable todo lo rápido que pude hasta poder afianzarme en la proa.

Permanecí quieto unos instantes tratando de escuchar el menor ruido procedente de la cámara, sin conseguirlo. Entonces me até de nuevo la faja y las pistolas a la cintura y, tras sacar mi navaja, comencé con la dura tarea de cortar el cabo.

Había logrado soltar ya varios ramales cuando de pronto estalló un vocerío ensordecedor en la popa, acompañado de golpes y juramentos. Acuciado por el temor a ser descubierto, me apliqué en mi tarea con renovados ímpetus, cortando un ramal tras otro hasta que, por fin, el cable se soltó con un siseo. La Hispaniola, separada repentinamente de su única sujeción, brincó como un caballo purasangre, haciéndome balancearme peligrosamente y levantando levemente su costado.

De la popa llegaban entonces golpes, ruido de lucha y un alarido tremendo. Después de asegurarme de nuevo en la proa, acerté a trepar por la amura y saltar a cubierta, inquieto y a la vez peligrosamente intrigado por lo que sucedía, pero estaba claro que no iba a detenerme una vez llegado hasta allí. Agachándome un poco —«los buenos soldados se agachan antes de entrar en combate, Jim. Por qué, no lo sé, pero lo hacen», me había dicho Gray después de nuestra lucha contra los zombis—, caminé lentamente hasta que de pronto un nuevo grito retumbó en la goleta.

Al grito le siguió un rugido inhumano, acompañado de un estremecedor sonido como de carne que se corta, se machaca y se aplasta. Golpes, portazos y un nuevo rugido que me erizó todo el vello del cuerpo de arriba a abajo, haciéndome retroceder pálido como un muerto. Pero, con todo, mis pies, malditos ellos, recuperaron enseguida el camino perdido, puesto que obedeciendo sabe Dios a quién, se movieron hacia delante haciéndome llegar al combés, justo encima de la refriega.

Al instante vi saltar como un gamo a Israel Hands, el artillero de Flint, quien acababa de surgir por la escotilla como un espectro. Iba cubierto de sangre y apenas reparó en mi presencia, sobre todo porque abajo continuaban oyéndose pavorosos gritos y golpes. Hands comenzó a cerrar la escotilla, pero en ese momento decidí salir de mi escondite con una pistola en la mano y grité:

—¡No se mueva!

Israel se movió, claro, para ver quién le daba la orden, aunque es de ley reconocer que solo movió la cabeza. Su rostro reflejó su sorpresa al verme de pronto en cubierta y armado, pero apenas le duró un segundo.

—¡Jim! ¡Jim! Diablos… ¡No te quedes ahí parado! ¡Vamos, ayúdame a cerrarla!

—No se mueva, Hands —repetí, ignorándole—. ¡Hablo en serio!

—¡Muévete, deprisa! ¡Hay un zombi ahí abajo!

Sus palabras me dejaron por un momento helado, y el hecho de que Israel no hiciese caso a la amenaza que significaba mi pistola quería decir, sin duda, que se cernía sobre él —y sobre nosotros ahora— una aun mayor que una bala. Así que, sin darme apenas cuenta, me encontré a su lado, trabajando codo con codo para cerrar la escotilla justo cuando un rugido y el ruido de maderas rotas atronaron la cámara.

Notamos un extraño hedor y escuchamos unos pasos apresurados mientras tratábamos de cerrar aquella portilla que, maldita fuese, en ese preciso momento quería encallarse. Y entonces, cuando dimos un último y rabioso empujón con todas nuestras fuerzas, vimos una espectral cabeza deforme, con las fauces abiertas y los colmillos chorreando sangre, que se acercaba a pasos agigantados por la escalerilla. Empujamos, oímos el brutal choque de las maderas contra un cráneo humano y luego un grito en el que se mezclaba el dolor con, sobre todo, la rabia contenida.