EL FANTASMA DE LOS PIRATAS
Se me permitirá completar esta parte de la narración con aquello que me contaron quienes estuvieron allí, puesto que a esas alturas de la noche nosotros estábamos refugiados en lo más profundo del fortín, descontando las horas que faltaban hasta que el alba del nuevo día nos librase al menos de la pesadilla de los zombis. Y es que, como dijo el capitán, que parecía de largo el más versado de nosotros en aquellas extrañas criaturas, solo atacan de noche, ocultándose a la luz del día. O al menos esa era la creencia más extendida, ya que a estos los habíamos visto moverse bajo el sol, aunque más bien como animales que buscan alimento y no como depredadores sedientos de sangre, que era como nos habían atacado al anochecer. De manera que no estábamos para expediciones fuera de nuestra empalizada, sino más bien para esperar que la luz del sol nos auxiliara contra uno de nuestros enemigos.
Porque, según supimos después, el otro, el que formaban los piratas, bastante tenía con lamerse las heridas de sus tres muertos y otros tantos en malas condiciones por nuestros disparos, a lo que había que sumar el tremendo susto que también ellos se habían llevado al ver el ataque de los zombis. Por qué nos habían elegido a nosotros en vez de a ellos, en verdad no lo sé; tal vez por ser ambos, zombis y piratas, instrumentos del mal y aliarse, por lo tanto, contra quienes repudian tales conductas y tratan de prodigarse en el bien. O tal vez, y sencillamente, como propuso Gray en una de nuestras conversaciones al calor del fuego, porque nosotros estábamos más cerca.
De tal suerte que los piratas, agrupados junto a la base de una de las colinas, maldecían por lo bajo mientras trataban de animarse a base de ron, hasta que sobre sus sombras, reflejadas en los árboles y la pared rocosa, surgió la figura de John Silver, apoyado en su muleta y mirando uno por uno a sus compañeros con una expresión fiera. Tras estudiar unos instantes los rostros de cada uno de ellos, y conseguir así que todos le mirasen incluso con temor, Silver apoyó una mano en la culata de su pistola.
—Os aseguro que a mí no me importa. Que no creo en zombis ni en fantasmas ni en brujas o hechizos por más que haya visto lo que he visto… —Volvió a mirarles, dándose cuenta de que algunos no le creían y, a la vez, de que otros se estremecían solo al oír nombrar a aquellos fantásticos seres de las tinieblas—. ¡Podéis creerme! —masculló, alzando la voz—. No he creído nunca en ellos: el muerto, muerto está, y al vivo se le puede matar; solo hay que saber cómo. Y en este perro mundo se está vivo o se está muerto.
—Díselo a ellos, que visto está que no lo saben…
—¡Guarda tus ladridos, George Merry! —espetó Silver—. Me hubiera gustado verte tan gallo de pelea ahí fuera frente a esas cosas. Y ya que no fue así, puesto que todos corrimos, os digo que no pienso correr más, que no se me da bien porque solo tengo una pierna, y que terminaré lo que he empezado caminando sobre ella, por mucho que me digan que aquí hay monstruos.
—Pero hemos visto…
Silver se volvió hacia Ismael, que era quien había hablado tímidamente, y le fulminó con la mirada.
—O se está vivo o se está muerto —repitió, mirándole duramente—. Créeme, chico, lo sé, puesto que he vivido y matado mucho. Antes de que tú estuvieras chupando de la teta de tu madre, Flint y yo estábamos repartiendo sablazos y pistoletazos… Y de vivir, matar y morir sé unas cuantas cosas que tú no sabes. Y os aseguro que, cuando se habla de oro, nunca he dudado en quitar de en medio a quien fuese, esté vivo, muerto o caminando por ahí buscando su alma si es que la ha perdido. Porque, muchachos, llevamos muchos días hablando de oro, ¿recordáis? Tanto que estamos aquí para recoger el oro de Flint… ¿o ya lo habéis olvidado?
Las caras de los hombres se animaron un poco al oír la mención del oro y del fabuloso tesoro de Flint, que muchos de ellos habían contribuido a conseguir a sangre y fuego. Silver los miró de nuevo, complacido al ver en ellos la reacción que esperaba.
—Tenemos La Hispaniola, tenemos las armas y sabemos dónde encontrar el tesoro porque sabemos quién tiene el mapa de Billy Bones. Pues yo os pregunto, muchachos, ¿qué queréis hacer ahora? —Se movió lentamente, apoyándose en su muleta para pasearse frente a sus hombres—. ¿Queréis subir a bordo como corderitos a las órdenes de Smollet y dejar que sean él y el chupatintas de Trelawney los que se lleven el oro? ¿Queréis quedaros llorando como mujerzuelas porque hay cuatro zombis en la isla o queréis luchar por lo que es vuestro? —Levantó la voz, abarcando a todo el grupo con su vozarrón—: Decidme, os pregunto, ¿queréis asaltar el fuerte, coger el tesoro y largarnos en La Hispaniola?
—¡Sí, pero no con esos zombis de por medio!
—Te olvidas una cosa, George Merry —respondió Silver—. Hay zombis, sí, los hemos visto, pero ¿a quién han atacado? ¿A ellos o a nosotros?
Miró a George Merry y después, lentamente, al resto de sus compañeros, y como viera expresiones de duda ante sus palabras, que no habían hecho otra cosa que decir la verdad puesto que los zombis nos habían elegido a nosotros como presa, volvió a preguntar:
—¿Queréis asaltar el fuerte, coger el tesoro y largarnos en La Hispaniola? ¿Sí o no? ¿Entrar en una casa de madera defendida por cuatro hombres heridos y haceros ricos, o quedaros en una roca bebiendo ron?
La oferta era demasiado tentadora, así que algunos, los más entusiastas, exclamaron:
—¡El oro, el oro!
—¿Qué decís, muchachos? —insistió Silver—. ¿Me seguís?
—¡Sí! ¡Queremos el oro!
—Entonces… ¿a quién vais a seguir?
—¡A ti!
—¿Quién es vuestro capitán? —exclamó, abriendo teatralmente los brazos.
—¡Yo, bastardo!
El grito fue aun mayor que los que lanzaban los entusiasmados piratas, y mayor que el que lanzó el propio Silver. Pero lo que realmente puso los pelos de punta a todos fue ver la ancha hoja de un sable saliendo del pecho de Long John. Un brazo, surgido de la nada, le retenía por el cuello mientras la hoja del sable le atravesaba, entrando por la espalda y saliendo varias pulgadas por su pecho, llena de sangre.
Silver puso los ojos en blanco, bajó la cabeza, como si quisiera ver bien el acero que acababa de matarle, y finalmente consiguió balbucear:
—¿Q… qué…?
La hoja del sable salió del cuerpo con un agudo siseo, la mano dejó de sujetarle y alguien empujó el cuerpo sin vida de Long John Silver, que cayó de bruces en el suelo. Los piratas apenas se movieron, sin poder salir de su asombro, pero fue aun peor cuando los más cercanos al fuego, y por tanto al cadáver de Long John, abrieron la boca y los ojos desmesuradamente.
—¡Yo soy vuestro capitán! —dijo una voz recia con un extraño acento grave—. ¿Ya lo habéis olvidado, perros?
Alguien dio un paso al frente. Alguien cubierto con unas sucias ropas, unas botas gastadas, un amplio sombrero de fieltro con algunas mordeduras en sus alas y un grueso cinturón cruzándole el pecho. Pero lo peor, lo más aterrador de aquella figura, no era su ropa, sino su aspecto. Su cara era una cara con apenas dos tiras de piel, en la que casi se podían ver los huesos de la calavera; sus manos, delgadas pero firmes, eran asombrosamente huesudas pero cubiertas por una fina capa de bronceada piel; sus ojos, hundidos en unas huesudas cuencas, estaban muy abiertos, más abiertos que nunca por encima de su grasienta barba y su fina nariz.
Miró uno por uno a los piratas y en todos ellos captó la misma reacción de terror, de asombro, de incredulidad. Ninguno fue capaz de moverse, hipnotizados por aquella visión, y solo los más audaces acertaron a mover levemente los labios, murmurando:
—Flint… El capitán Flint…
El capitán Flint, o lo que quedaba de él, pues eso era la fantasmagórica aparición que había surgido de la nada, envainó el sable y esbozó lo que en aquel momento podría interpretarse como una sonrisa, si es que los fantasmas, los zombis, o lo que fuera en que se hubiera convertido el viejo capitán, pudieran sonreír.
—Veo que algunos tenéis buena memoria dentro de esas cabezotas… —Flint se adelantó un paso, lo justo para poner un pie sobre el cadáver de Silver, y se inclinó hacia delante para que todos pudieran ver bien su extraño rostro—. Así que supongo que recordaréis quién es vuestro capitán…
El círculo de piratas permaneció inmóvil, hasta que uno de ellos, tocado con un chaleco a rayas, se levantó con una pistola en la mano.
—Pero… pero ¡tú estás muerto!
—Bien ves que no. —Flint se inclinó un poco, como si iniciara una reverencia de saludo, y le miró fijamente, ladeando la cabeza.
—¡Sí, estás muerto!
Alzó la pistola y disparó sin apenas pestañear, seguro de acertar en el blanco. Flint se encogió y lanzó una ahogada exclamación de sorpresa, pero cuando el humo del pistoletazo se disipó, el antiguo capitán permanecía en pie en el mismo sitio. Sobre su pecho, un círculo rojizo se extendía en su camisa, señal inequívoca de que le habían dado, pero Flint apenas puso una mano sobre la herida, la miró llena de sangre y luego miró a quien le había disparado.
—Sigues teniendo buena puntería, maldito —dijo con un tono de voz helado mientras sacaba su propia pistola—. Pero bien ves que aún así soy mejor que vosotros…
El disparo retumbó bajo los árboles. El hombre del chaleco de rayas se encogió al recibir el balazo y cayó primero de rodillas y, tras unos segundos de mudo asombro, de bruces en el suelo. Flint miró a los demás, con la pistola aún humeante, y sonrió cruelmente:
—Ahora ya veis que yo no estoy muerto. Ni antes lo estaba ni ahora lo estoy por mucha bala que me disparen. ¿Alguien más quiere preguntármelo? ¿No?
Los marineros, aterrados, empezaron a moverse lentamente apiñándose unos contra otros, temerosos por aquella aparición de quien creían muerto, pero Flint sonreía alegremente, como si le divirtiera ver el terror en las caras de su antigua tripulación.
—Bonita reunión, a fe mía… Aunque ya imagino que no habréis venido a beber ron conmigo… y que habréis venido por el oro, ¿no? —preguntó el capitán, mirándoles uno a uno como si analizara el temple que les quedaba tras su teatral aparición—. Eso es, ¿verdad? Queréis el tesoro…
Ninguno contestó, preocupados solo de seguir la mirada penetrante de su antiguo capitán que, por algún extraño motivo, acababa de surgir de repente de las sombras de la nada. Flint se rio por lo bajo y continuó:
—Siempre seréis iguales… Presumís de hombres, de valor y de espadas, pero en realidad sois una manada de ovejas indefensas. Sin ánimo para luchar por aquello que queréis… ¡Aquí está! Habéis venido a esta isla, habéis encontrado a vuestro capitán… ¿y ahora no sabéis qué hacer?
Ahora sí estalló en una alegre carcajada que puso los pelos de punta a sus hombres, hipnotizados por su figura. Flint terminó de reírse cuanto quiso y luego volvió a mirarlos fijamente, asegurándose de que su mensaje se les quedaba bien grabado.
—Pues bien… tendré que ponerme de nuevo al mando, ¿no? Al fin y al cabo, tampoco sois tan distintos, porque, salvando a Pew, a Perro Negro y a un par de ellos más, estáis todos…
Se rio de nuevo alegremente, disfrutando de aquel momento como si de un abordaje a un barco lleno de riquezas se tratara. Los piratas permanecían agrupados, silenciosos, sin atreverse a mirar a aquel espectro y, al mismo tiempo, sin poder quitarle la vista de encima. Finalmente, Israel Hands, que era de los que más temple tenía, apoyando una mano en la empuñadura de su sable, se atrevió a preguntar:
—Pero… ¿cómo habéis llegado aquí, capitán? Os dimos por muerto en la cubierta del Walrus…
—Vaya… Israel, mi fiel artillero… Veo que sigues teniendo coraje, al menos para hablar… —Caminó un par de pasos y sonrió con aquella expresión realmente aterradora—: Pues sí, me disteis por muerto en la cubierta, y tan muerto parecía que acabé en el fondo del mar. Pero ni los peces me quisieron, puesto que llegué a la playa de esta misma isla. Curioso, ¿verdad? De aquí zarpé y aquí arribé de nuevo.
—¿Qué sucedió, capitán?
—Eso que te estoy contando, Israel. Que llegué a la playa, no sé cómo, pero vivo. Que cuando me levanté tenía un sable y dos pistolas mojadas, pero me las apañé para sobrevivir hasta que me encontré con que un barco se plantaba en la costa y en él venía mi vieja y querida tripulación. ¿No es maravilloso?
Dio una alegre palmada, pero pronto interrumpieron su risa sus antiguos camaradas.
—Pero, ¿y las criaturas?
—Las… criaturas —Flint miró de lado a George Merry, que era quien había hablado, como si no supiera a qué se refería.
—Las criaturas, capitán. Las que hemos visto. Esos… zombis…
—Zombis, ¿eh? Así los llaman… —Flint se paseó junto a la hoguera y, con la mirada perdida en las llamas, levantó una de sus manos hasta colocarla encima del fuego—. Sí, también yo he oído hablar de ellos, pero también creo que más bien son viejas historias inventadas por los españoles para que nadie navegase por sus aguas… Pues la apariencia que dicen que tienen yo mismo la tuve después de ser herido, nadar en el mar durante días y perderme en una selva.
—¿Vos?
—¿Acaso no adelgazas si no comes? —Flint seguía moviendo la mano sobre el fuego, sin notar aparentemente el calor que desprendía—. ¿Acaso no estás sucio si no tienes una camisa limpia? ¿Ni lleno de sangre si no tienes con qué curarte? Esa es la apariencia de los zombis, ¿no? Pero os digo que paséis una semana en la selva, heridos, cansados, hambrientos y sucios, y todos vosotros seréis zombis.
Continuó moviendo su mano por encima de las llamas, que en ocasiones parecían alcanzarle, sin notar el fuerte calor ni la quemazón del fuego. Por fin, al cabo de un rato de estar con la mirada perdida en las llamas, Flint parpadeó y se volvió a su tripulación.
—Pues bien, ¡recojámoslo! Carguemos el oro, vayámonos de esta isla y vivamos borrachos el resto de nuestras vidas, pues, si es lo que queréis. Así que quiero veros en pie, andando detrás de mí, como siempre… ¡Arriba, gandules! ¡Ya no tengo tiempo que perder con vosotros!
En esas estaban, recogiendo armas y pertrechos, cuando oyéronse voces en el lado sur y uno de los piratas anunció:
—¡Bandera blanca, capitán! ¡Bandera blanca!
Flint atravesó el grupo de sus hombres y salió del protector círculo de la hoguera, preguntando:
—¿Quién va y qué busca?
—Soy el doctor Livesey. Y busco a Long John Silver.
—Tarde llega, doctor —rio Flint—, pues Silver está buscando su corazón en algún lugar del infierno… —De pronto se quitó el sombrero y se inclinó cómicamente, añadiendo—: Tendréis que conformaros con el capitán Flint…
El doctor, pues él era quien llegaba con una bandera blanca atada en lo alto de un mosquete, se detuvo al ver ante sí la espectral figura de Flint, a quien, como todo el mundo, creía muerto. Pero, siendo hombre de temple a toda prueba, se rehizo enseguida y dijo con firmeza:
—Al capitán Flint, sea pues. A quien supongo al frente de esta chusma.
—Yo prefiero llamarla tripulación —sonrió Flint, condescendiente—. Me es más grato, pero allá cada cual con sus querencias. ¿Y venís para decirme algo o para entregar las armas?
—Para deciros algo, capitán. Y para proponeros un trato.
Flint ladeó la cabeza y esta vez su rostro se endureció, como si recelase del doctor. Con una mirada helada, le invitó a acercarse al fuego, diciéndole en voz baja:
—Pasad, buen doctor. Las noches en esta isla no son buenas para ir de paseo; podríais tener malos encuentros. Pero decidme, ¿qué clase de trato me proponéis?
El doctor Livesey apoyó el mosquete en el suelo y echó un rápido vistazo a su alrededor, observando el temor en los ojos de los piratas y luego el increíble aspecto de Flint, convertido en una extraña mezcolanza de hombre y monstruo. Tras una pausa en la que el doctor estudió cuidadosamente los rasgos del pirata, que hasta entonces había tenido velados por la lejanía de la luz que brindaba el fuego, se encaró finalmente con él y le dijo suavemente:
—El mejor que podéis tener en estos momentos. Y hacedme caso, capitán, yo no miento nunca.