EL ATAQUE DE LOS ZOMBIS
De modo que tales fueron los cañonazos que oí, y que la bandera inglesa que se alzaba orgullosa era la que el capitán Smollet había ordenado llevar a tierra en el primer envío para tomar posesión, oficialmente, de aquella plaza en nombre de la Corona. Que al buen rey le importase un ardite aquel trozo de tierra no era óbice para que sus marinos cumpliesen con su deber, después de todo.
Así que, tras calmar como buenamente pude al asustado Ben Gunn y prometiéndole un posterior encuentro ya con el ansiado queso en mis bolsillos, corrí hacia el fortín —en realidad, con el paso de los años, me he dado cuenta de que apenas hice otra cosa que correr en todas direcciones y en todos los lugares desde que comenzara aquella aventura en la vieja posada del «Almirante Benbow»—, apartando cuantos helechos, lianas y maleza me impedían el paso.
Cuando llegué junto a la empalizada, jadeante, traté de encontrar la puerta, pero en realidad, mis propios compañeros, empapados por el baño forzado por el cañonazo de Hands, fueron quienes me encontraron a mí, de modo que entramos todos juntos poniéndonos a salvo.
Al calor de un buen fuego y ropa seca, nos pusimos al día de nuestros asuntos, despachados respectivamente desde que nos habíamos separado a bordo de La Hispaniola, y mientras yo daba detalle de Ben Gunn, de su pasión por el queso y de las dos extrañas criaturas vistas en la charca, el doctor Livesey me informó punto por punto del abandono del barco, de los cañonazos y de cuál era nuestra situación, sitiados en un pequeño fuerte y rodeados de enemigos por tierra y mar. Quién sabe si también por aire, si es que la tripulación de Flint había aprendido a volar.
Convinimos, pues, en reponer fuerzas, descansar, reflexionar y preparar algo que hacer, pero ya al día siguiente, teniendo en cuenta que se acercaba la noche y que más allá de la empalizada no había otra cosa sino enemigos. Y si unos —los piratas— eran reconocidos por su ferocidad y crueldad en la lucha, los otros —los zombis— hacían de los primeros poco más que un grupo de chicuelos a la salida de la iglesia.
Cenamos frugalmente algo de tocino y carne seca, regado con vino y alguna galleta de postre. El capitán consideró conveniente repartir una ración extra de ron para tratar de animarnos un poco ante la que, inevitablemente, se nos vendría encima, y hasta yo tuve mi vaso.
Luego, sables en la cintura y mosquetes listos, puesto que empezaba una de las noches más largas de nuestra vida, por más que el sol aún estuviese en el cielo.
Supongo que quien conozca la historia recordará, y quien no al menos imaginará, el ataque de los piratas al fortín. Pero si en su día lo narré lo mejor que pude, se me permitirá ahora que lo que escriba sea, esta vez sí, TODO cuanto sucedió en el asalto. No en el primero, el que todo el mundo conoce y en el que rechazamos su brioso pero torpe ataque, sino en el segundo, en el que hicieron apenas unos cuantos pero cuya ferocidad y determinación terminó por abrir una brecha en nuestras defensas y dejar un saldo horrible de muertos y destrozos en nuestras menguadas fuerzas.
Si esperábamos un pequeño respiro tras nuestra primera victoria, efímera y fugaz a todas luces como comprobamos después, nos equivocamos al no saber contra quién o contra qué estábamos luchando realmente. Aún hoy, cuando la edad me tiene postrado de sillón en sillón y de cama en cama, me estremezco y tiemblo al recordar aquellos dos hombres saltando el muro exterior, y a aquel otro arrojando al suelo el cadáver del bueno de Joyce antes de lanzarme, con el hacha de abordaje ensangrentada en la mano, una mirada tal que hizo que el infame dedo de Dirk que me apuntó en el «Almirante Benbow» fuese desde entonces apenas un saludo.
Sí, he de confesarlo. A punto estuvimos de morir de puro miedo, del terror más animal y primitivo. Todos nosotros, incluso quienes más nervio tenían. Bien pensé que antes caeríamos víctimas del pánico que de los sables, de ese pánico que brota del interior de uno, recorriéndolo como un reguero de pólvora y terminando por hacerle explotar, sin dejar el más mínimo resquicio ni para respirar. Y lo que me parece más increíble de todo es, precisamente, que no hubiese sucedido.
Juro que cuento la verdad. Lo juro por Dios, por los santos, por la Virgen y por cuanto haga falta. Lo juro con lágrimas en los ojos y con el corazón encogido todavía hoy, cuando escribo esto estremeciéndome con cada soplo de la brisa como si de nuevo estuviese frente a aquellos seres que nosotros creíamos piratas. Juro por cuanto queráis, en el modo que queráis, e incluso en la fe o creencia religiosa que profeséis todos y cada uno de vosotros, que aconteció todo como os lo cuento a continuación, sin ahorrarme detalle alguno. Y a aquellos que consideren que mi relato abusa de la sangre y del miedo, les diré que imaginen entonces cómo nos sentimos nosotros, que realmente nos hallamos frente a ellos en una noche de pólvora y sangre… después de creer que ya habíamos luchado y vencido.
Atardecía cuando, fuera de la empalizada, una calma demasiado extraña se adueñó del bosque. Una calma opresora, nada habitual, un silencio pesado que no auguraba nada bueno. Tan poco bueno auguraba que el capitán, curtido en combates en mar y tierra, ordenó cargar las armas y distribuir mosquetes y pólvora entre todos nosotros, yo incluido, por más ridículo que resultase armado con un pesado mosquete casi tan alto como yo.
Y así estábamos cuando retumbó el primer disparo, y luego el segundo y luego un tercero antes de que una descarga cerrada se estrellase contra la empalizada. Encogidos, aguantamos el fuego enemigo y comenzamos a mirar por las ranuras entre los troncos y las aspilleras, descubriendo un grupo de unos diez o doce piratas, mandados por el contramaestre Job Anderson, que cargaban casi a pecho descubierto.
Coláronse los mosquetes por las aspilleras, amartillamos y disparamos como Dios nos dio a entender, unos con mejor puntería que otros, pero varios cuerpos se quedaron en el camino, muertos o heridos los más. La eficacia de nuestra descarga hizo vacilar su empuje, ya que los abordajes y las cargas casi suicidas de los piratas se sustentan, las más de las veces, en el número de bellacos que ataca, y esta vez era más bien escaso. Con todo, los que habían cargado sus pistolas las utilizaron de nuevo, obligándonos a apartarnos de la empalizada si no queríamos tener algo más que un disgusto. Empujados hacia atrás, apenas nos dio tiempo a ver cómo tres de ellos ganaban la empalizada y, agachándose junto a uno de los troncos, abrían brecha con una carga de pólvora.
El estampido de su pequeña bomba nos cogió por sorpresa y levantó tres troncos, espacio suficiente para que los más audaces y los más rápidos de ellos entrasen por la brecha armados con sus sables. El capitán Smollet, el doctor y Hunter acudieron presta y resueltamente a cubrir el hueco, mientras Gray y el caballero Trelawney mantenían a los demás a raya con sus disparos.
En cuanto descargué mi mosquete, por lo que pude ver sin acierto, lo dejé en mi puesto en la empalizada y me lancé al grupo donde el capitán Smollet luchaba contra uno de ellos espada en mano. Viendo que se las arreglaba perfectamente sin mi ayuda, acudí junto a Hunter y entre los dos rechazamos a uno de los piratas, que huyó cobardemente sangrando por un brazo y una pierna. En cuanto le pusimos en fuga nos dimos la vuelta, pero ya vimos que tanto Smollet como Livesey rechazaban a su vez a sus pares y que el ataque se perdía tan rápidamente como había comenzado.
—¡Se van! —exclamó triunfalmente el caballero Trelawney.
—Sí… y se llevan a sus muertos —gruñó el capitán Smollet, observando con precaución desde una aspillera.
—¿Importa eso, acaso?
—Sin cuerpos derribados no sabemos a cuántos hemos matado o herido realmente y, por lo tanto, no sabemos en qué estado están sus fuerzas ahora mismo —respondió el capitán sin quitar ojo de los movimientos de los piratas—. Y me gustaría saberlo, la verdad, aunque apostaría que al menos tres o cuatro no se levantarán más.
Esas palabras hicieron que todos nos pegásemos al muro para tratar de ver lo que hacían nuestros rivales.
—Tal vez sean cinco, si ese que arrastran ahí está como parece… —apuntó Gray.
—Me temo que no —negó el doctor Livesey—. Parece que solo sangra de una pierna y eso no suele matar a nadie.
—¡En fin! —el capitán se apartó del muro con una exclamación en cuanto el último pirata se hubo perdido en la espesura—. Sea como sea, nosotros les hemos hecho daño y ellos han roto tres troncos. Buen resultado, a fe mía. Pero arreglemos esto antes de que termine por anochecer y nos vaya a crear más problemas.
Recogimos las armas, encomendando a Joyce que las cargase de nuevo, y Gray y yo fuimos a buscar herramientas adecuadas para recomponer el muro. Y mientras entrábamos en la cabaña en busca de algo que pudiera sernos útil, escuchamos el grito de terror más horrible que hubiésemos oído nunca, un alarido animal que no podía haber brotado de ninguna garganta humana.
Salimos a todo correr de la cabaña y yo entonces no reparé en que Gray, quizá movido por la experiencia, lo hacía cazando al vuelo un sable, de modo que salió ya armado y listo para lo que fuese. Claro que, en verdad os digo que nadie, nunca, está preparado para lo que vimos. Ni lo estuvimos entonces ni, os lo juro, lo estaría hoy de nuevo pese a haber luchado con ellos y haberles incluso vencido en alguna ocasión.
Ante nosotros se dibujaba un cuadro sencillamente atroz. Cuatro criaturas, porque tal cosa eran y no hombres pese a su apariencia, acababan de reventar la brecha abierta por los piratas y entraban en nuestro fortín gritando y rugiendo. Y cuando digo rugiendo, digo rugiendo de verdad, como bestias feroces de la selva. Si mis compañeros se quedaron petrificados ante aquella aparición, yo lo hice aun más, puesto que reconocí entre ellos a los que había visto junto a la charca aquella misma mañana en compañía de Ben Gunn.
El primero de los zombis se lanzó sobre Joyce, arrojándolo al suelo y destrozándolo casi con sus propias manos. La caída de nuestro compañero tuvo el efecto de hacer que nos moviéramos, al darnos cuenta de que nuestras vidas, ahora más que nunca, estaban en juego y que encima teníamos todas las de perder.
La noche se llenó de gritos, imprecaciones y choque de armas. Los zombis cargaron con una fuerza casi irresistible, armándose con cuanto encontraron, de forma que pronto sus manos muertas nos atacaron con espadas y hachas, haciéndonos retroceder y buscar auxilio unos en otros. Algo me golpeó violentamente la cabeza, derribándome en medio de un charco de sangre que manaba de la brecha de mi frente, y si no me devoraron a continuación, fue porque algún compañero, nunca supe ni sabré quién, atacó al zombi y le distrajo lo suficiente para salvar mi vida.
Derrotados, asustados, enloquecidos por un enemigo surgido, este sí, desde el mismísimo infierno, nuestro grupo se deshacía como esos modernos azucarillos que se vierten en el té. Solo Gray parecía saber cómo enfrentarse a ellos realmente, o al menos tenía la buena fortuna de poder rechazarlos. Con un sable de ancha hoja en la diestra y un hacha en la siniestra, nuestro valiente marinero había clavado sus pies en la tierra, justo delante del manantial, y no cedía un milímetro pese al feroz ataque que estaba soportando, ya que dos zombis armados con espadas trataban de herirle primero y de lanzarse contra su cuello después, o tal vez todo al mismo tiempo.
Como yo seguía en tierra, y he de confesar que con poco ánimo y menos fuerzas para levantarme, pude ver cómo Gray daba estocadas sin cuento con las que mantenía lejos de sí a los zombis. En una de estas, su sable trabó la espada de uno de ellos y, haciendo gala de la misma ferocidad con la que era atacado, Gray lanzó su hacha cercenando el brazo armado del zombi.
La criatura retrocedió unos pasos, aullando, mientras Gray se revolvía contra el otro, que le acosaba sin inmutarse por la horrible suerte de su compañero. Lo cual era normal, porque el zombi manco se limitó a recoger la espada con su brazo útil y volver al ataque. Gray no se amilanó, qué arrojo el suyo, y continuó bregando con ellos hasta dar un tremendo sablazo en la cabeza al que tenía los dos brazos. Un golpe semejante hubiera derribado, con la cabeza abierta, al más feroz de los guerreros, pero el zombi solo cayó al suelo con un rugido sordo para levantarse de nuevo.
Traté de arrastrarme hasta allí, quise hacerlo para ayudarle, pero me fallaron las fuerzas justo cuando me volvía la presencia de ánimo. Afortunadamente para Gray, el capitán Smollet apartó de sí a uno de los zombis de un vigoroso golpe con la culata de un mosquete y se lanzó al manantial, justo cuando todas las criaturas, y cuando digo todas es que eran todas, se echaban encima de Gray. Habían descubierto quién era, de todos nosotros, quien realmente podía hacerles daño.
Gray, ahora sí, retrocedió en busca de una pared donde apoyarse y evitar que le rodeasen, lanzando maldiciones mientras blandía sable y hacha y juraba a los cuatro vientos que devolvería a aquellos engendros al infierno antes de que lo sacaran de allí con los pies por delante. Los zombis —ya no sé si tres, cuatro, cinco o seis— parecían ni sentir la hoja de su sable, que los hería y cortaba con fiereza, hasta que, de repente, uno de ellos aulló aun más, gritando como un animal, y salió corriendo.
Las llamas envolvían su cuerpo. El doctor Livesey, que llegaba sin aliento desde la parte de atrás, gritó algo al capitán Smollet, que blandía una antorcha, y, a su vez, cogió el mango de un hacha y, tras regarlo con la pólvora de una pistola caída, le prendió fuego, corriendo resueltamente al encuentro con los zombis.
Dos de ellos habían logrado, por fin, arrojar a Gray al suelo, pero aun así, el bravo marino se defendía desesperadamente, sin dejar que le mordiesen. Los demás, heridos y quizá asustados por el fuego, empezaron a retroceder, dejando solos a los atacantes de Gray, quienes, al ver cómo estaba ahora la situación y empujados por el hacha que este aún lograba manejar con una mano y con la que lanzaba golpes sin denuedo, se levantaron y, tras emitir varios rugidos, huyeron también, escapando del fortín por la brecha que ellos mismos habían abierto.
—¡Agrupaos! —rugió Smollet—. ¡Todos conmigo!
Gray se levantó con dificultad, mientras Livesey me ayudaba a arrastrarme hasta el manantial. El caballero Trelawney se acercó tambaleándose, sangrando por una herida del brazo, mientras los demás mirábamos en derredor en busca de más compañeros.
Los encontramos, vaya si los encontramos. El bueno de Joyce yacía de bruces en el suelo, destrozado por dos violentos hachazos dados a traición y casi devorado por uno de aquellos horribles seres. Hunter estaba clavado en la pared de la cabaña, con la hoja de una espada rota sujetándole y la cabeza casi separada de su cuerpo debido a los feroces mordiscos con los que dos zombis casi le habían cercenado el cuello. En cuanto al viejo Redruth, estaba junto a la empalizada, cerca de la brecha abierta por las criaturas, tendido en el suelo en un charco de sangre que más parecía un océano que un charco.
—Santo Dios… —murmuró el caballero Trelawney—. ¿Qué eran esos seres?
—Zombis, señor mío —respondió el capitán Smollet, iluminando el terreno con la luz de su antorcha—. Zombis. Ahora ya puede unir el testimonio de su pelea contra ellos a los de los borrachos de Bristol que me hablaron de ellos.
Nadie, salvo quizá él mismo, se dio cuenta de la pulla que, nuevamente de un modo innecesario, le acababa de dedicar. Porque, a la luz de la antorcha que el capitán movía, descubrimos con horror un macabro círculo de brazos, dedos, una mano, piernas… miembros humanos, o casi humanos, que Gray había cortado en su desesperada lucha por proteger el manantial y a sí mismo.
—Amigo mío —dijo Smollet con profunda y sincera admiración—, si salimos de esta y en un futuro me veo envuelto en cualquier otra aventura de armas, no quiero estar con nadie a mi lado que no sea usted. Se lo juro. En mi vida he visto luchar de un modo semejante, ni a nobles, ni a piratas, ni a los más avezados guerreros.
—Gracias, capitán —jadeó Gray, que aún respiraba afanosamente, tratando de recuperarse del tremendo esfuerzo.
—Vive Dios que el capitán tiene razón —corroboró el doctor Livesey—. Lógico es que los zombis le atacaran a usted, puesto que salta a la vista que es el único de nosotros que ha sido capaz de hacerles frente con éxito. Y de qué manera.
—Gracias, doctor.
—Cortar miembros y fuego. He aquí la fórmula —murmuró el capitán Smollet. Luego, mirando los cadáveres de nuestros compañeros, añadió en voz baja—: Lástima el precio que hemos pagado por tal enseñanza.
Por un momento nadie más supo qué decir, pero de nuevo el pragmatismo del doctor Livesey se impuso al dolor de nuestras heridas y de la pérdida de nuestros compañeros.
—Aún no ha acabado. Quememos estos miembros, cerremos la brecha y encendamos la hoguera más grande que se haya visto en esta tierra. Y hagámoslo rápido.
Mientras los hombres se recuperaban del tremendo esfuerzo, el propio doctor, más versado que nadie en tratar con miembros amputados, preparó la hoguera y la encendió, arrojando en ella cuanta mano, brazo, pie o dedo encontró, ayudado por Gray en un macabro rastreo por todo el fortín. El capitán Smollet colocó de nuevo los troncos mientras el caballero Trelawney cargaba cuanta arma de fuego útil nos quedaba, ayudado torpemente por mí.
Más tarde, el doctor Livesey atendió y curó nuestras heridas, terminando conmigo, al juzgar la brecha de mi frente como la menos grave de todas. Enterramos a nuestros muertos y echamos arena y tierra sobre la sangre por recomendación del doctor, para así evitar enfermedades que nos diezmasen aun más de lo que ya estábamos, habida cuenta que ninguno de nosotros estaba ileso y alguno necesitaba un reposo que estaba claro que no iba a tener.
Sentados junto al fuego, bebiendo ron y comiendo alguna galleta salada, ninguno de nosotros hablaba. Solo Gray de vez en cuando levantaba la vista más allá de las llamas, paseándola por el fortín hasta detenerla en las tumbas de nuestros compañeros caídos.
Y, a la luz de la hoguera, juro que a día de hoy no puedo saber si entonces lloraba… o sonreía.