VIII

EL ABANDONO DE LA HISPANIOLA

Se me permitirá, llegados a este punto, tomarme una pequeña licencia respecto a la historia que conté en su momento. Supongo que no ha de extrañar, puesto que bastantes cosas nuevas he contado ya y, además, tampoco es demasiado grave. Y es que, en mi anterior relato, era el doctor Livesey quien narraba estos hechos del desembarco y la llegada al fortín, ya que yo me había ido con los primeros piratas que desembarcaron. En esta ocasión, sin embargo, seré yo quien prosiga el relato para no confundir más a un lector que puede estar ya bien confundido por la aparición de tantos fenómenos extraños en la historia que tan bien conocía. Y, como dicen los españoles, lo que te queda.

Para situar de nuevo los hechos en La Hispaniola, baste recordar que, mientras yo corría por la isla, a bordo estaban el capitán, el doctor y los demás en la cámara de popa, fortificados y con el mapa, y en el alcázar, bajo la lona de una vela, seis marineros de los que no se sabía cuántos eran de fiar, si es que alguno lo era.

Es bien sabido que el doctor era hombre de acción a quien esperar le resultaba, las más de las veces, frustrante, de manera que resolvió bajar a tierra con Hunter en el chinchorro —llámase así al más pequeño de los botes de a bordo—, que era lo único disponible, y echar un vistazo para ver si se podía saber algo más.

Mientras remaban y pasaban frente a la playa, vieron los dos botes varados en la arena, con un marinero en cada uno de ellos, quienes se agitaron mucho al verles de pronto navegando tranquilamente cuando deberían estar encerrados en el camarote de popa, pero los perdieron de vista en cuanto bordearon un saliente de la isla. Tras unos minutos de plácido ejercicio de remo, el doctor saltó a tierra apenas la proa del chinchorro hubo tocado arena, con un par de pistolas en las manos y casi corriendo para perderse en la espesura fuera del alcance de los piratas.

Apenas hubo recorrido unos cuantos metros, quizá cien, quizá doscientos, cuando se topó con la estacada que mencionaba el mapa de Flint. Receloso y con las pistolas en alto, y apuntando a todas partes a la vez, el doctor caminó cautamente los pasos que le separaban de la extraña fortaleza, y poco después entraba en ella observando en todas direcciones.

Había un manantial de agua clara que surgía casi en la cima de un montículo y, dejando dentro el manantial, habían levantado una sólida casa, hecha de troncos, capaz de albergar, en un apuro, cuarenta hombres y con aspilleras en los cuatro costados para mosquetería. A su alrededor habían talado un anchuroso espacio y se había rematado la obra construyendo una estacada de seis pies de altura, demasiado fuerte para que pudiera ser echada abajo sin mucho tiempo y sin dejar totalmente expuestos a los asaltantes. Los que estuvieran en la casa de troncos tendrían a aquellos a su merced; podían estar tranquilos y seguros a cubierto y cazar a los otros como perdices. No necesitaban sino estar alerta y tener provisiones, pues, a menos que los sorprendieran, podían defender el fortín contra un regimiento.

Además de ser fuerte, contaba con un manantial propio que aseguraba el suministro de agua. Desde luego, si Flint había levantado aquello, lo había hecho bien. Pero sus reflexiones se vieron interrumpidas por un grito agudo, un grito que él, antiguo médico militar pero también soldado combatiente en la batalla de Fontenoy, reconoció en el acto como el grito de alguien que se muere en medio de atroces sufrimientos.

Regresó el doctor con Hunter a bordo, sin perder el tiempo en averiguar qué había sucedido, pues su instinto le decía que mejor era correr ahora y preguntar después que no quedarse a saber y encontrarse con algo que a nadie le gustaría. O, por mejor decir, más que remar, voló con toda la velocidad que pudo sacar de sus brazos, exponiendo al capitán cuanto había visto una vez puso el pie en la goleta.

Smollet asintió, conviniendo con todos en que estarían mejor en el fortín que en la cámara de La Hispaniola, y luego, en voz baja, señaló con la cabeza al castillo de proa, diciendo:

—Mejor será que alguien vigile a esos canallas mientras recogemos nuestras velas. Y mejor, ya puestos, recogemos a toda prisa.

Convinieron pues, y aprovechando que el grupo de piratas estaba descansando, colocar a Tom y a Redruth en la crujía, parapetados tras una tosca barricada pero armados con cuatro mosquetes, mientras el capitán Smollet cerraba la escotilla de cubierta, dejando a los amotinados encerrados. El éxito de tales precauciones pudo comprobarse en cuanto oyeron al capitán, ya que los más rápidos trataron de ganar la cámara, pero un disparo de Redruth les hizo volverse por donde habían venido, mascullando entre maldiciones su particular encarcelamiento.

Tal y como dijera el capitán, se cargó de nuevo el chinchorro con pólvora, víveres y mantas, embarcaron en él Joyce y el doctor, y partieron al fortín para avituallarlo. El doctor observó entonces que, en el lugar donde antes estaban los botes de los piratas, uno de ellos estaba inclinado sobre una de las canoas y del otro no había ni rastro; por tanto, no los vieron pasar.

Confiados en aquel detalle de buena suerte, trasladaron los pertrechos al fortín, quedándose Joyce en él mientras el doctor regresaba a La Hispaniola. Al hacerlo por el mismo sitio, volvió a darse de bruces con los botes de los amotinados, y volvió de nuevo a ver al pirata inclinado sobre uno de ellos. Intrigado, el doctor dejó de remar, observando para tratar de averiguar qué era tan importante para estar con la cabeza fija dentro del bote durante tanto tiempo.

Y todavía pasó un poco más hasta que, por fin, el pirata se levantó. Y lo hizo dejando ver, pese a la distancia, una cara ensangrentada que, además, sujetaba aún entre los dientes un trozo de carne que comía con deleite mientras se ayudaba de una larga y afilada mano. Porque la otra la tenía baja, sujetando por los cabellos como si fuese una simple malla de pescados la cabeza arrancada del pirata de La Hispaniola.

Pese a su experiencia militar y su temple y fortaleza habitual, al doctor la sangre se le heló en las venas ante semejante horror. Tomando los remos, se dirigió como una flecha a La Hispaniola, no deteniéndose hasta que saltó a cubierta y se encontró rodeado de sus compañeros. Para entonces, con todo, ya había logrado recuperar su presencia de ánimo, de modo que se apartó de los demás y llevó al capitán Smollet por un brazo hasta el lugar más alejado de la cámara.

—¿Habéis topado con esos canallas? —preguntó el capitán, inquieto—. Porque algo os ha sucedido y os ha alterado de un modo que no es normal en vos…

—Decidme, capitán… —apremió el doctor Livesey en un susurro—. Quienes os hablaron de los zombis, ¿qué os dijeron exactamente?

El capitán dirigió una rápida mirada a su alrededor, y viendo que ambos estaban más o menos solos mientras los demás se afanaban en cargar el chinchorro, bajó también la voz cuando contestó:

—Pues que son seres ni vivos ni muertos; antaño fueron hombres que murieron y vagan por este mundo matando gente y convirtiendo a otros en zombis.

—¿Qué más? Recordad cuanto podáis, capitán —insistió el doctor.

Smollet hizo un gesto de impaciencia, quizá consigo mismo. Luego añadió:

—Bien, se dice que son muy feroces y fuertes; un hombre robusto apenas puede ofrecer resistencia en uno de sus ataques. Salen de noche y a veces atacan en grupo…

El doctor Livesey detuvo al capitán con un gesto.

—Salen de noche, decís… Pues no serán estos. —Miró al capitán con seriedad y añadió en voz aun más baja—: He visto a uno comiéndose, y cuando os digo comiéndose es que comía como si fuera un filete, a uno de los piratas que habían quedado custodiando las canoas en las que bajaron a tierra.

—¿¡Cómo!? —Smollet se estremeció y no pudo evitar la exclamación, aunque luego volvió a bajar la voz cuando añadió—: ¿Estáis seguro, doctor?

—Tan seguro como estoy de que vos y yo estamos hablando ahora mismo. Esos seres son capaces de salir a plena luz del día; son feroces, doy cuanta fe sea necesaria porque os repito que he visto a uno de ellos comerse la cabeza de un pirata, y lo que más me preocupa es que para defender nuestro fuerte ahora mismo solo está el bueno de Joyce en tierra.

—Aperitivo o postre para los zombis, depende de qué hayan comido antes —gruñó el capitán—. Bien, doctor, no tenemos tiempo que perder. Id pues raudo al fuerte y aguantad hasta que lleguemos los demás.

—Dos en vez de uno tampoco arreglaremos mucho las cosas —reconoció el doctor Livesey—. Tal vez sea mejor que embarquemos todos.

—Tenéis razón, doctor. Y mejor antes que después. ¡Vamos!

Se cargó de nuevo la lancha, se preparó a toda la gente con cuantas armas se pudo, aunque sin decir nada del zombi visto por el doctor, y ya con todos listos y a bordo, incluido el bueno de Redruth, el capitán Smollet se dirigió al castillo de proa con una pistola en la mano.

—¡Eh, los de abajo! —llamó—. ¿Me oís?

Nada le respondió, pero el capitán estaba seguro de ser escuchado, de modo que insistió mientras abría la escotilla:

—Es a ti, Abraham Gray, a quien hablo. Voy a dejar este barco y te mando que sigas a tu capitán. Sé que eres un buen hombre, así que sé inteligente además de bueno y abandona a esa chusma. Tengo el reloj en la mano y te doy treinta segundos para venirte conmigo.

Por un momento no sucedió nada, pero luego se escucharon voces, golpes y gritos, y por fin el bueno de Gray salió disparado, recomponiéndose las ropas y sin hacer caso a la sangre que brotaba levemente de su labio, señal de que había abandonado a sus compañeros repartiendo y recibiendo algunos puñetazos.

—Estoy con usted, capitán.

De modo que cerraron de nuevo la escotilla y embarcaron en el bote, alejándose todos ellos de la goleta.

Así pues, cargados hasta los bordes, con el agua entrando cada poco en el chinchorro, realizaban mis compañeros su último viaje deseando estar lo antes posible en el fortín. El pequeño bote se movía a tirones, y pronto pasó frente a las canoas usadas por los piratas, momento en que tanto Livesey como Smollet contuvieron la respiración; más incluso el primero que el segundo. Pero donde antes hubiese una infame y sangrienta escena, ahora ya no había nadie: el zombi, una vez alimentado, se había ido para gran alivio del doctor y el capitán.

En esos pensamientos estaban ambos cuando unos ruidos que procedían de La Hispaniola les llamaron la atención y, al girarse para ver el barco que abandonaban, vieron con cierto temor a un puñado de marineros corriendo de proa a popa.

—Los rufianes se han escapado —apuntó innecesariamente el caballero Trelawney.

—Eso ya es lo de menos —repuso el doctor Livesey—. Lo de más es ver qué canallada preparan ahora…

Como respondiendo a sus palabras, vieron con horror que los piratas arrastraban uno de los cañones de cubierta para emplazarlo en la popa, en dirección al chinchorro.

—Israel Hands era el artillero de Flint —dijo Gray con voz sorda.

Lógicamente, todos miraron a la popa de La Hispaniola buscando a Hands. Y, lógicamente, lo encontraron de pie, mirándoles fijamente mientras dirigía las maniobras con el cañón.

—¿Quién es el mejor tirador de los que estamos aquí? —preguntó el capitán Smollet.

—El caballero Trelawney, de largo —respondió el doctor.

—Caballero —dijo entonces el capitán, aparentemente sin perder la calma—. Os rogaría pues que hicierais honor a vuestra fama y tuvierais la bondad de quitarme de en medio a alguno de esos bellacos. A Hands, si puede ser, ya puestos.

El caballero Trelawney asintió y, tras acomodarse en su banco, se echó el mosquete a la cara. A un gesto suyo, se levantaron los remos para mover el chinchorro lo menos posible y permitirle hacer puntería, pero cuando el caballero disparó y se vio caer a uno de ellos, la alegría no fue la esperada, ya que Hands se había agachado para comprobar la mecha y el caído era uno de sus compañeros.

—Buen disparo, caballero.

—Sí, pero Hands se ha escapado…

La respuesta fue un violento cañonazo que pareció reventar las aguas del mar cuando se hundió a pocos pasos del bote, haciéndolo tambalearse y llenándolo de agua. Empapados y —por qué no confesarlo a estas alturas, cuando no se nos ha de restar un ápice de valor por reconocer uno de los muchos momentos de terror vividos en la isla— muertos de miedo por lo cerca que habían estado de morir destrozados por una bala de cañón, unos comenzaron a achicar el agua mientras otros remaban con más brío si cabe.

—Están cargando otra vez —advirtió Gray, que desde su banco veía de frente a los piratas—. Y me da que Israel no falla dos veces…

Con el corazón encogido, el caballero Trelawney disparó de nuevo, pero esta vez su bala se estrelló contra el mamparo de popa. La tripulación del chinchorro intentó remar más deprisa, si es que aquello era aún posible, pero las cartas ya estaban todas sobre la mesa y el cañón retumbó de nuevo. Y, como Gray se había temido, Israel Hands tenía la fama de buen artillero que tenía porque raro era que fallase dos veces en el mismo blanco.

El chinchorro saltó por los aires empujando hombres, armas y pertrechos junto a los pedazos de madera de su estructura reventada de un solo golpe. El humo se disipó poco a poco sobre las cálidas aguas y solo entonces se acertó a ver alguna cabeza flotando sobre el mar, al menos que flotase aún unida a su cuerpo vivo. El doctor y el caballero habían caído juntos y ambos aferraban los dos extremos de un barril, con las ropas destrozadas y algunos cortes y heridas. Gray estaba un poco más allá, expulsando agua de mar y sangre por la nariz, la boca y hasta los oídos, pero Tom no había tenido tanta suerte, puesto que flotaba boca abajo con el pecho desgarrado y la muerte llevándoselo a otro lugar mejor. Los restos del chinchorro rodeaban al asustado círculo de hombres heridos.

De La Hispaniola llegaron gritos y voces de alegría. Hands lanzó un último vistazo y, viendo apenas cuerpos flotando, maderas reventadas y el rojo de la sangre en el agua, escupió despectivamente y ordenó a sus hombres mientras daba un suave puntapié al cañón:

—Cinco menos, y ya era hora. Poned esto en su sitio; puede que nos haga falta luego.